Capítulo 19

19

Los hombres de Crannog Mere jadeaban y bufaban más que él. No eran montañeses, y aquel ascenso constante los estaba cansando. Félix sabía el esfuerzo que podía representar eso para las pantorrillas y los muslos cuando no se estaba habituado. Había caminado bastante a menudo por las Montañas del Fin del Mundo para estar familiarizado con la experiencia.

Cada vez tenía más frío y estaba más mojado, y sentía que el helor que se le había metido en los huesos estaba tan adentro que ningún fuego del mundo lograría desalojarlo jamás. Era como el frío de la sepultura. El enano y el elfo eran los únicos que no daban señales de agotamiento. Gotrek caminaba incansablemente, como un hombre que hubiese salido a dar un paseo veraniego por un parque de Altdorf. Teclis resultaba aún más irritante porque, a despecho de su apariencia débil y su cojera, no manifestaba el más leve signo de fatiga. Félix supuso que debía ayudarlo el hecho de que sus hechizos lo protegieran de la lluvia y el frío, pero eso no hacía que resultase más cómodo mirarlo. «Al menos, podrías ampliar tu escudo para que nos protegiera a los demás —pensó Félix—, egoísta elfo bastardo».

Sus dedos hallaron el amuleto que le había dado el elfo, el que según Teclis lo protegería de los demonios. No era tan egoísta, si era verdad lo que le había dicho. El joven Jaeger no se había visto atormentado por los malignos, pero sólo habían pasado unos pocos días, así que no tenía base para llegar a una conclusión al respecto. Por otro lado, no cabía duda de que Teclis los había rescatado de las sendas de los Ancestrales. Incluso Gotrek tenía que admitir eso, aunque con los dientes apretados. No era un tema que Félix esperase sacar nunca más a relucir en una conversación con el enano, al menos no si podía evitarlo. El Matatrolls ya era bastante susceptible en sus mejores momentos.

Unos pasos hicieron crujir los guijarros junto a él, y al alzar la vista, le sorprendió ver que Murdo había equiparado su paso con el de él.

—He estado observándote —dijo el anciano.

—¿Y qué has visto?

—No pareces estar bajo ningún encantamiento que yo pueda detectar y luchaste con mucha valentía contra los demonios con forma de araña. Creo que eres lo que dices ser y que también tus compañeros son lo que afirman.

—Gracias, creo.

—El problema es que, si acepto eso, tengo que aceptar mucho de lo que afirman, y es aterrador, muchacho.

—Sí, supongo que lo es. Vivimos en una época aterradora.

—Sí. El clima ha empeorado, los orcos y los hombres bestia han salido de sus plazas fuertes, y la guerra agita toda la tierra. Corren rumores de otras cosas, de magos malignos que andan por aquí.

—Andan por todas las tierras —le aseguró Félix con acritud—. ¿Por qué la vuestra iba a ser diferente?

—Porque en nuestra tierra todo hombre o mujer que muestra un atisbo del talento es instalado en la hermandad, jura preservar las costumbres antiguas y es vigilado por sus colegas. Yo mismo tengo el talento suficiente para saber que vuestro Teclis es más poderoso que cualquier mago que viva hoy en Albión, tal vez más que cualquiera que haya vivido aquí. Y él tiene miedo, aunque lo disimula bien. Eso me asusta.

—Creo que eres sabio.

Murdo asintió con la cabeza.

»¿Por qué me estás diciendo todo esto?

—Porque pienso que tal vez empezamos con mal pie. Ahora estamos todos en la misma barca y tiene un agujero en el fondo. Y quiero que sepas que, con independencia de lo que suceda, podéis confiar en los hombres de Crannog Mere.

—Eso siempre es bueno saberlo, pero ¿por qué me lo dices a mí? ¿Por qué no a Teclis, o a Gotrek?

—Porque tú eres un hombre y resulta más fácil decírtelo a ti. Y esos dos no son exactamente tipos a los que puedas abrirles el corazón.

«O tal vez, porque estás planeando una traición —pensó Félix— y piensas que es más fácil engañarme a mí que a ellos». Pero, de algún modo, no lograba creerse eso. El anciano miembro de la tribu parecía sincero de un modo lastimoso y genuinamente intimidado por sus dos compañeros, lo que Félix podía comprender demasiado bien. Hacía años que conocía a Gotrek y aún le parecía inaccesible, y el elfo se conducía de un modo que podría intimidad al Emperador Karl Franz.

Tras haber dicho lo que quería, Murdo retrocedió para reunirse con sus hombres, como si esperase a ver qué haría Félix. El joven se encogió de hombros. Ya les mencionaría el asunto a los otros cuando surgiera la necesidad, si surgía.

Hacía ya un rato que había algo que le daba vueltas por el fondo de la mente y escogió ese momento para surgir a primer plano. Siempre había tenido la intención de escribir la historia de Gotrek algún día, cuando la misma llegara a su inevitable fin, pero tal vez debería comenzar a narrarla pronto, por si acaso le sucedía algo a él antes de acabarla. En sus viajes había visto cosas que merecía la pena contar, y había conocido a personas que, sin duda, dejarían su nombre en los libros de historia y de leyendas. Tal vez, si alguna vez regresaba al Imperio, debería escribir una crónica de sus viajes con Gotrek y dejarla en algún sitio seguro; en manos de su hermano, quizá, o en las de Max Schreiber, suponiendo que el hechicero aún estuviese vivo. Cuadró los hombros y llegó a una decisión. Lo haría, y lo haría en cuanto se le presentara la oportunidad.

Se le ocurrió otro pensamiento preocupante. En el pasado, a menudo se había encarado con la realidad de la muerte, la suya propia y la de otros. Había habido ocasiones en las que había pensado que iba a morir, pero entonces, por alguna razón, en aquel lugar remoto, se enfrentaba con la certidumbre. Tal vez se debía al tiempo pasado en la mazmorra del demonio, o quizá al encuentro con el intemporal elfo y sus conversaciones acerca del tiempo; pero algo le había hecho comprender la realidad de su propia mortalidad.

Aunque evitara todas las hojas de las espadas, los hechizos malignos y los dientes de los monstruos, si no moría a causa de la plaga, la pestilencia o un accidente, algún día desaparecería del mundo. La muerte era una realidad tan segura como el mañana, sólo un poco más lejana quizá, y entonces sentía más que nunca antes el impulso de hacer algo para que lo recordaran: escribir su nombre junto a los de Gotrek, Teclis y los demás que había conocido.

En ese momento, pensaba que entendía un poco lo que el Matatrolls tenía que haber sentido cuando Félix había jurado dejar constancia escrita de su fin. «Lo haré —pensó—, escribiré el tuyo y el mío, y todos los otros que he presenciado. Hay cosas que deben ser recordadas, suponiendo que yo aún esté aquí para narrarlas cuando esto haya acabado. Pero no será un poema épico —pensó—. Ahora no puedo imaginarme componiendo algo así. Será un libro o una serie de ellos, donde todo se relatará tal y como sucedió según mi recuerdo. “Mis viajes con Gotrek”, o “El fin del Matatrolls”. Algo así», concluyó.

Pensó en eso y en todos los libros que había leído de joven y cuando estudiaba en la universidad, y comenzó a reflexionar sobre lo que necesitaría saber. Ciertamente, debería escribir algo acerca de Albión, ya que en el Imperio se sabía poco de esas tierras. Allí tenía la oportunidad de incrementar la suma de ese conocimiento y compartirlo…, en el caso de que alguien sobreviviera a la invasión del Caos que se avecinaba, o a lo que podría suceder si lo que Teclis decía era cierto.

Se encogió de hombros. Tenía que creer que alguien lo lograría. Era un compromiso asumido con el futuro, cuando podrían llegar tiempos mejores y el Caos podría ser vencido. Por remota que esa posibilidad pareciese entonces, procedería de acuerdo con la suposición de que podía suceder. Era un pequeño y quizá fútil gesto de fe ante los acontecimientos de cósmica malignidad. Y era su gesto. De alguna forma, el simple pensamiento lo hizo sentirse un poco mejor, aunque no sabía muy bien por qué. Retrocedió para reunirse con el anciano de los Veraces.

—Háblame de tu tierra, Murdo.

—¿Qué quieres saber?

* * *

A medida que avanzaban, el tronar del agua torrentosa se hacía más sonoro ante ellos. Retumbaba entre las rocas como la estrepitosa voz de un gigante furioso. Félix estaba preocupado. Un sonido semejante podría tapar el estruendo de un ejército que se aproximara, y la visibilidad era mala a causa de las nubes, la niebla y el desierto de rocas torturadas entre las que caminaban.

Entonces, el río era más estrecho y corría más rápidamente, y en varias ocasiones habían pasado ante gigantescas cascadas que se precipitaban desde lo alto; el agua se alejaba al describir la senda un meandro, y volvía a reunirse con ellos después, en un punto más alto de la pendiente. Estaba oscureciendo y se encontraban muy arriba en la ladera. Félix intentaba no pensar en que esas montañas eran frecuentadas por orcos y se concentraba en lo que estaba contándole el anciano Murdo.

En circunstancias normales, se habría sentido fascinado, ya que el tatuado hombre era un interesante conversador y poseía un tesoro de conocimientos e historias relacionadas con su territorio. Félix se enteró de que los hombres de Albión estaban divididos en muchas tribus de las tierras altas y de las bajas. Las tribus estaban emparentadas entre sí, y en otra época, no hacía mucho tiempo, habían vivido un período dorado de paz, aunque eso fue antes de que llegaran los orcos y los demás atacantes procedentes del otro lado de los mares. Al parecer, los elfos oscuros habían hallado una manera de penetrar las nieblas eternas que rodeaban la isla encantada, y lo mismo habían hecho otros. Félix pensó, de inmediato, en el camino por el que habían llegado él, Gotrek y Teclis, pero se lo guardó para sí. Los forasteros habían llevado consigo la guerra. El joven Jaeger luchaba para que su cabeza comprendiera la situación.

Los orcos habían llegado hacía siglos. Al principio, eran pocos, dado que debieron naufragar en las islas. Se habían reproducido con rapidez y pululaban por todas partes, y sólo la unificación de las tribus lograda por el héroe Konark había permitido el eventual triunfo de los hombres, que hicieron retroceder a los orcos de vuelta a las montañas. Los orcos se habían refugiado entre ruinas antiguas situadas en los valles remotos.

De vez en cuando, habían sido necesarias las guerras para mantenerlos confinados allí. Entonces parecía que los orcos habían vuelto a multiplicarse, y algo los había empujado desde las montañas a las llanuras. Incluso habían penetrado en el gran pantano que durante mucho tiempo había mantenido sana y salva a la gente de Crannog Mere. Los orcos eran malos, pero el pensamiento de algo lo bastante maligno y poderoso como para expulsarlos de las montañas era aún peor. En ese momento, las tribus de los hombres necesitaban un jefe que las uniera una vez más, o serían barridas de la faz de la tierra. Se decía que en esas mismas montañas, un héroe conocido por el nombre de Kron y que afirmaba ser descendiente de Konark había logrado eso en el caso de algunas tribus. Félix dedujo que Murdo los estaba ayudando porque pensaba que Teclis era capaz de descubrir el misterio que había detrás de la repentina acometida de los orcos y tal vez detenerla. Sinceramente, él esperaba que fuese así.

Pensó en lo que sabía. Daba la impresión de que ninguna región del mundo era inmune a los problemas. El gran continente del Viejo Mundo estaba siendo asolado por el Caos. Ulthuan era sacudida por terremotos. Albión estaba plagada de orcos y terribles tormentas. No le habría sorprendido enterarse de que incluso en la lejana Catai había golpeado el cataclismo. Tal vez todos los videntes que profetizaban el fin del mundo tenían razón.

Devolvió su atención a las palabras de Murdo, de las cuales emergía una imagen de Albión. Era menos avanzada que el Viejo Mundo. Desconocían el secreto de la pólvora y eran raras las armaduras más pesadas que las de cuero, manufacturadas por las tribus de la costa, que parecían ser los principales constructores de pueblos y ciudades. Los grandes círculos de piedra, focos de fuerzas y energías mágicas, así como otros legados de los Ancestrales, estaban por todas partes; ciudades en ruinas, torres embrujadas, extraños laberintos abiertos al cielo con muros cubiertos de runas místicas talladas. Algunos de esos lugares estaban guardados por monstruosos gigantes mutantes; otros, por criaturas extrañas, como hipogrifos, mantícoras y otros mutantes demoníacos. Allí eran conocidos la mayoría de los dioses del Viejo Mundo, pero parecían considerarlos más como grandes espíritus que como las deidades con las que Félix estaba familiarizado. Ulric era un espíritu lobo de la guerra y el invierno. Taal, el dios de la naturaleza, era considerado como supremo. En el Imperio había algunos primitivos que reverenciaban la Antigua Fe, y lo que decía Murdo le recordaba a lo que había leído acerca de ellos. En Albión no habían oído hablar de Sigmar, lo que a Félix no le sorprendió.

Los enanos eran seres de leyendas y viejos relatos. Si alguna vez había habido allí ciudades de enanos, ya no existían. Félix apenas se sorprendió, ya que Albión era una isla, y los enanos no eran aficionados a los barcos. Según lo que había deducido por Gotrek, sus naves marítimas eran algo relativamente reciente en una historia que se remontaba a milenios de antigüedad. Los elfos eran conocidos allí como los Oscuros, y eran famosos por el engaño y la traición. El Caos era temido, y conocían a los Cuatro Poderes de Destrucción, pero nunca debían ser mencionados sus nombres, según susurró Murdo, por temor a atraer su atención. El anciano no tenía la más remota idea de la geografía del mundo fuera de su isla; por ejemplo, nunca había oído hablar de Arabia. Bretonia era una leyenda de la cual les habían contado historias los marineros náufragos. Kislev era una isla de hielo situada en el norte del mundo. El Imperio era otra isla, más grande y gobernada por tres emperadores que luchaban constantemente. Félix sonrió ante aquella distorsionada noción de la historia, hasta que se dio cuenta de que las ideas que él tenía acerca de Albión antes de llegar allí le habrían parecido igualmente extrañas a Murdo. Además, tuvo que recordarse que tal vez lo que el anciano le estaba contando no eran más que cuentos. Ciertamente, él creía que eran verdaderos, pero se trataba de un hombre inculto de una tribu que vivía en una diminuta aldea aislada, situada en un inmenso pantano de un lugar más que remoto. Cabía la posibilidad de que esos relatos contuviesen errores.

Sin embargo, en los detalles de lo que había cerca de su hogar, el anciano parecía bastante razonable. Félix decidió mantener la mente abierta hasta que viese algo que contradijera lo que decía Murdo. Se envolvió más apretadamente con la capa y estudió el entorno. Habían llegado a un ancho y plano saliente de roca cubierto en su mayor parte por un lago de borboteantes aguas que alimentaba una gran cascada; la corriente saltaba desde muy arriba, agitándose y burbujeando sobre las rocas. Grandes piedras redondeadas y cubiertas de verde musgo bordeaban el lago, excepto en el lugar donde las aguas volvían a caer por el borde rocoso para continuar su viaje hacia las tierras bajas. El agua pulverizada lo empapaba todo, y el rugido era como el de una gran bestia herida.

Tardó unos momentos en darse cuenta de que había cadáveres bordeando el lago, y necesitó unos pocos segundos más para advertir que pertenecían a mujeres. Corrió hacia la más cercana. Había sido joven y esbelta, y había muerto con una lanza clavada en la espalda. Según la espuma sanguinolenta que cubría sus labios, parecía haberse ahogado en su propia sangre. Cerca de sus dedos fríos y engarfiados, yacía una lanza. Félix reparó en la mano verde que asomaba del agua, y el remolino de sangre también verde le indicó que un orco muerto yacía allí.

—¡Por el aliento de Taal! —murmuró Murdo—. Ésa es Laera, la jefa de la guardia de doncellas de la Mujer Sabia. Y hay más por los alrededores… Parece que han sido aniquiladas por los orcos.

Félix miró a su alrededor, y entonces vio que lo que había tomado por grandes piedras cubiertas de musgo eran, de hecho, cadáveres de orcos. La niebla, el agua pulverizada y la luz mortecina habían engañado a sus ojos.

—¿Dónde están ahora los orcos? —preguntó Félix.

Se oyeron crujir las piedras, y Gotrek se aproximó a la orilla del lago, donde escupió con descuido al cadáver sumergido de un orco.

—Si están aquí, los encontraremos —declaró.

—Fantástico —replicó Félix—. No puedo esperar.

En torno a ellos, los hombres de Crannog Mere se prepararon para la batalla.

Los hombres de Crannog Mere permanecían quietos, con las armas a punto. Culum había depositado delicadamente a Dugal en el suelo, y se descolgaba el martillo de cabeza de piedra. Teclis sondeó el entorno con cautela, como si esperase que una horda de pieles verdes enloquecidos bajara corriendo de las laderas circundantes en cualquier momento. Gotrek profirió una cacareante risilla alegre y blandió su hacha unas cuantas veces, como un leñador que flexionara los músculos antes de talar un árbol.

—Tal vez, hicieron huir a los orcos —dijo Félix.

—No, muchacho. De ser así, habría salido a nuestro encuentro la guardia de doncellas.

—Quizá los orcos se han marchado.

—Los cuerpos apenas están rígidos, humano —observó Gotrek—. Esta lucha ha tenido lugar hace una hora.

—¿Por qué eso siempre nos pasa a nosotros? —se preguntó Félix en voz alta, y luego deseó no haberlo hecho.

Las miradas de los hombres de la tribu le demostraron que estaban más que dispuestos a sospechar que los tres compañeros eran, de algún modo, responsables de todo eso. Con independencia de lo que dijera Murdo, daba la impresión de que la mayoría de los hombres no confiaban en ellos. «O tal vez, desconfíen sólo de Teclis», pensó al advertir que la mayoría de miradas asesinas se clavaban en el elfo.

—En efecto, ¿por qué? —preguntó Teclis—. No puede ser una absoluta casualidad que los orcos hayan atacado este lugar apenas unas horas antes de nuestra llegada, ¿verdad? —Daba la impresión de alguien que hablaba consigo mismo y no esperaba ninguna respuesta de los demás.

—Y ahora, ¿qué? —quiso saber Félix.

—La Mujer Sabia está abajo, a menos que los orcos la hayan matado. Cabe la posibilidad de que su guardia de doncellas esté con ella, esperando socorro, en este preciso momento —dijo Murdo.

—Si hay pieles verdes que matar, pongámonos a ello —intervino Gotrek con más entusiasmo del que a Félix le habría gustado.

—¿Abajo? —preguntó Félix, lleno de intención—. ¿Dónde es eso exactamente? No veo cueva alguna.

En respuesta, Murdo avanzó hasta la orilla del lago y se encaminó hacia los despeñaderos desde los que caía la cascada. Pareció desaparecer dentro del agua, y los hombres de Albión lo siguieron uno a uno, tras dejar a Dugal protegido entre las rocas.

Impelido por la curiosidad, Félix avanzó hacia el lugar por el que habían desaparecido los hombres, y vio que había un espacio abierto lo bastante grande como para que pasaran dos hombres en fondo detrás del lugar en que caía el agua. Por allí corría un saliente de roca, pero no había hombres a la vista. Gotrek pasó junto a él, entró en el saliente haciendo caso omiso de las toneladas de furiosas aguas que caían muy cerca de él, y también pareció que desaparecía tras la pared. Félix lo siguió y, al cabo de diez pasos, encontró la boca de una cueva que se abría a la izquierda. Los hombres estaban dentro, junto con el Matatrolls, contemplando más cadáveres de mujeres y orcos. A Félix, la visión le resultó turbadora. No estaba habituado a ver tantas muchachas muertas. La mayoría de ellas habían sido hermosas, según notó al pasar.

Teclis llegó detrás de él y estudió la escena. Pasó junto a Félix, y éste sintió que caía sobre él agua pulverizada repelida por los hechizos del mago. Parecía un poco descortés, pero Félix no pensaba decir nada, particularmente dado que ya estaba empapado. Teclis hizo un gesto y la luz iluminó toda la cueva; entonces, Félix pudo ver que ésta se adentraba en la oscuridad, por debajo de las montañas.

—Túneles llenos de orcos —dijo—. ¿Cómo podría ponerse peor la cosa?

—¿Cómo podría ponerse mejor? —corrigió Gotrek. En la extraña luz bruja proyectada por el elfo, su sombra danzaba melancólicamente por las paredes.

Murdo se puso a palpar dentro de las grietas y escondrijos de las paredes hasta encontrar antorchas. Teclis las encendió con una palabra y, al principio, Félix se preguntó por qué se molestaban en hacer eso cuando el elfo era capaz de alumbrarles el camino, pero luego se le ocurrió que al hechicero podría pasarle algo. No era un pensamiento tranquilizador.

Gotrek se situó en cabeza, y Murdo echó a andar a su lado, con una antorcha encendida en una mano y la lanza en la otra. Parecía lógico que, en aquel oscuro espacio subterráneo, fuese el enano quien los guiara, ya que allí se encontraba mucho más en su elemento de lo que cualquier humano o elfo se hallaría jamás. Félix se situó junto a Teclis, con la espada desnuda. Los hombres de la tribu los siguieron.

Gotrek se internó con paso seguro en las tinieblas, y el joven Jaeger inspiró profundamente.

—Allá vamos —dijo.

* * *

Había señales de combate por todas partes. Las mujeres guerreras armadas habían librado una desesperada acción de retaguardia dentro de las profundidades del complejo de cavernas. Yacían donde habían muerto, rodeadas de cadáveres de orcos y goblins. Una vez, hacía no mucho tiempo, Félix había hallado algo patético en los cadáveres del tamaño de un niño de los goblins. Pero ya no. Cualquier compasión que pudiese sentir, había desaparecido hacía mucho. Entonces, tenían el mismo aspecto que el de cualquier otro pequeño monstruo malevolente, con sus ojos abultados e hileras de dientes puntiagudos y afilados como navajas. En algunos sentidos, eran tan aterradores como sus más corpulentos parientes orcos. Solían atacar en manada, lo que los enormes orcos no tenían necesidad de hacer.

Hasta el momento, las antorchas y la luz del mago habían resultado innecesarias, ya que había lámparas de aceite colocadas en nichos abiertos en las paredes que proporcionaban una oscilante iluminación tenue. En algunos sitios, habían caído y se habían hecho pedazos, pero la humedad del suelo de los túneles debía haber apagado toda llama. El aire estaba cargado de un suave perfume procedente del aceite de las lámparas y del incienso que le habían añadido.

Sintió que el peso de la montaña comenzaba a presionarlo; era agudamente consciente de la masa de piedra y roca que pendía sobre él, a punto de aplastarlo. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, escuchaba por si oía el crujido de la tierra al asentarse la montaña. No oyó nada, pero eso no evitó que imaginara cosas. Por ejemplo, tenía la sensación de que aumentaba el calor a cada paso.

Una mirada al elfo le bastó para darse cuenta de que Teclis se sentía sólo un poco mejor que él. El hechicero parecía profundamente inquieto por primera vez desde que Félix lo conocía. Tenía los hombros caídos y estaba encorvado, aunque en el túnel había espacio de sobra incluso para alguien tan alto como él. Su mirada iba de un lado a otro, como si se sintiera amenazado, y el joven Jaeger no necesitó que nadie le dijera que Teclis estaba notando aún más que él la tensión de hallarse bajo tierra.

Sólo el Matatrolls parecía despreocupado. Estaba más erguido y caminaba con más confianza de la habitual. Félix podría haber jurado que incluso estaba silbando una canción casi alegre. A pesar de eso, Gotrek mantenía el hacha preparada. Mientras el joven Jaeger lo estaba observando, el enano se detuvo y olió el aire.

—Hay orcos por aquí cerca —dijo—. Muchos orcos.

* * *

Los túneles se adentraron más profundamente, y el suelo se volvió más seco. Al principio, Félix se había preguntado cómo era posible que alguien escogiera para vivir un sitio tan gélido y húmedo, pero entonces hacía calor y el perfume del aire era casi almizcleño. Se dio cuenta de que el lugar podía ser cómodo todo el año, incluso durante el frío del invierno.

—¿Cómo vive la Mujer Sabia? —le preguntó a Murdo.

No se sorprendió de que su voz saliera en un susurro ni de que el anciano le contestara del mismo modo. Sólo estaba hablando para ocultar su nerviosismo; sabía que era una estupidez emitir sonidos cuando podría haber orcos cerca, pero no podía evitarlo.

—¿De dónde sacan la comida?

—Las tribus traen ofrendas, y la guardia de doncellas cría cabras y ovejas en los terrenos más altos. Estoy pensando que tal vez los orcos las encontraron y las siguieron hasta aquí.

—Parece lógico —asintió Félix—. Pero ¿por qué viven aquí, de todas formas? ¿Por qué no en algún lugar más accesible?

—Este lugar es sagrado, Félix Jaeger. La luz lo ha bendecido. La primera mujer Oráculo de los Veraces se comunicó aquí con los Grandes Espíritus después de haber vagado, perdida, por las montañas. Los dioses la condujeron a refugiarse en estas cavernas durante una nevisca, cuando la perseguían los lobos. Ella encontró el altar de luz en sus profundidades, y éste le otorgó poderes mágicos.

Por un momento, Teclis pareció menos inquieto y manifestó un destello de interés profesional. Félix supuso que lo mismo le habría sucedido a cualquier hechicero de plantearse temas mágicos en su presencia.

—¿Era un artefacto ancestral? —preguntó.

—No lo sé, Teclis de los elfos. No soy un iniciado en estos misterios. Sólo sé que, a cambio de quitarle la visión de los ojos, le concedió otro tipo de visión. Y sé que desde ese primer día hasta hoy, ha habido una Mujer Sabia en este sitio. Acuden aquí cuando se las llama, desde cualquier rincón de Albión en que vivan.

—¿Se las llama? —preguntó Félix, y Murdo se encogió de hombros.

—Ellas saben cuándo ha llegado el momento de acudir aquí, del mismo modo que la anciana mujer Oráculo de los Veraces sabe cuándo le sobrevendrá la hora de la muerte. La luz les otorga ese conocimiento.

Félix se preguntó qué parte de aquello era mera superstición, y qué, verdad. A lo largo de su vida había visto tantos hechos extraños que cualquier cosa parecía posible. Conocer a la Mujer Sabia podría haber resultado interesante en cualquier otra circunstancia que no hubiese sido la presente.

El túnel se ensanchó para desembocar en un área de cuevas, y Félix vio que en otro tiempo habían sido cámaras ocupadas porque se veían camastros tendidos por el suelo. Por todas partes, había ropa rasgada y rota, y los collares y joyas reflejaban la luz. Vieron más cadáveres, y desde más adelante les llegaron los sonidos del combate. Una horda de pieles verdes se apiñaba en la entrada de una cueva; parecían estar forzándola en oposición a una fuerte resistencia. Una figura cubierta con una capa negra y armada con una lanza de punta de piedra los impelía.

Gotrek no necesitaba más incitación que ésa y, con un rugido, corrió hacia adelante a toda la velocidad de que eran capaces sus cortas piernas. Los hombres de Albión lo siguieron después, fácilmente con sus largas zancadas. Félix decidió permanecer cerca del Matatrolls, y obviamente el elfo se inclinó por hacer lo mismo. Apenas alargó su cojeante paso y se situó junto a Gotrek. Mientras caminaba, extendió los brazos y entonó un hechizo. Una pared de llamas surgió delante de él, y los alaridos de agonizantes orcos y goblins colmaron el aire.

Los hombres de Albión se detuvieron, incapaces de pasar a través de las rugientes llamas, cuyo calor Félix podía percibir desde donde estaba. Era como hallarse al lado de un horno abierto. Daba la impresión de que nada podía vivir dentro de aquella incandescente furia.

Se equivocaba. Con un rugido bestial, un orco enorme irrumpió desde el interior de las llamas con las ropas humeando. Su piel verde estaba quemada en algunos puntos, donde se la veía de color negro hollín, pero cargó sin acobardarse. Momentos después, otro y otro más atravesaron el fuego. Eran todos inmensos, más altos que un hombre y mucho más musculosos. Sus colmillos amarillentos brillaban de espuma y en sus descomunales puños destellaban grandes cimitarras. Sus ojos estaban cargados de odio demente y furia insensata. Había sólo media docena, pero la mera visión y la manera como habían atravesado las llamas descorazonaron a los hombres de Crannog Mere, un sentimiento que Félix comprendía demasiado bien. El jefe orco, aún más corpulento que los otros y con la cabeza cubierta por un casco de bronce con cuernos de toro incrustados, les gruñó algo a sus compañeros en su brutal idioma, y éstos se echaron a reír como dementes mientras avanzaban.

El joven Jaeger no dudaba que, en ese momento, los hombres de Albión habrían huido de no haberse mantenido firme Gotrek. Él mismo sentía una intensa tentación de escapar, pero, en cambio, se movió para ocupar una posición ligeramente a la izquierda y apenas por detrás del Matatrolls, pensando que era el mejor sitio para guardarle las espaldas. Teclis se desplazó a la derecha con una relumbrante espada rúnica en la mano izquierda y el báculo ardiendo de poder en la otra.

—Manteneos firmes, muchachos —dijo Murdo—. Estos pieles verdes tienen con nosotros una deuda de sangre por lo que han hecho aquí.

Con eso bastó. Los hombres formaron una línea de combate a ambos lados de los tres compañeros, y Culum alzó su martillo con gesto amenazador. Mientras Félix observaba a los gigantes verdes que se acercaban, fue consciente de que tenía la boca seca y de que el corazón le latía a toda velocidad. Se sintió repentinamente débil, y todo pareció estar sucediendo a mayor lentitud de la habitual. Hizo caso omiso de tales sensaciones, que había experimentado muchas veces antes en la batalla, y se preparó para el choque, que no tardó en producirse.

Vio que un orco saltaba hacia adelante y se empalaba sólito en la barrera de lanzas. Sin acobardarse, continuó avanzando, tendiendo los brazos para partirle el cuello a un hombre y tajar a otro con su arma. Más lanzas se clavaron en su cuerpo, pero él con una risa demente siguió luchando, aparentemente invulnerable a las armas normales a causa de su antinatural vitalidad. Otro fue a por Culum. Saltaron chispas cuando la cimitarra chocó contra el martillo, y el corpulento hombre salió despedido hacia atrás por una fuerza aún más prodigiosa que la suya.

Dos de los orcos cargaron contra Gotrek, que no esperó a que llegaran hasta él, sino que avanzó, se agachó para evitar un barrido de cimitarra e hirió a un orco en una corva con el golpe de respuesta. La bestia cayó boca abajo cuan larga era, incapaz de caminar con el muñón de la pierna amputada. El segundo golpe del Matatrolls fue detenido por una cimitarra y desviado en parte. Gotrek bufó con desprecio y asestó otro golpe que hizo saltar al orco hacia atrás para evitar desesperadamente un tajo que le habría hendido las costillas de haber sido certero.

Fue Teclis quien sorprendió a Félix. Sin manifestar más contención que Gotrek, se lanzó hacia adelante para enfrentarse con el jefe orco. La criatura era incluso más alta que el elfo y mucho más corpulenta. Enormes tendones gruesos como cables ondulaban bajo su piel verde brillante. Gruñó algo en idioma orco y rio cuando el elfo le contestó en el mismo idioma. Las sílabas guturales tenían un sonido extraño en la voz mucho más aguda del elfo.

—Espera —gritó Félix, pues sabía que la situación de ellos aún podía volverse desesperada si el elfo resultaba muerto—. Déjame éste a mí.

Avanzó para enfrentar al orco, pero para entonces era ya demasiado tarde. El jefe piel verde atacó con la rapidez y la furia de una tormenta veraniega. Su golpe cayó como un rayo, pero el elfo sencillamente no estaba allí. Moviéndose a una velocidad que lo transformaba en un borrón en el aire, había dado un rodeo en torno al arma del orco y su espada había hendido el brazo del enemigo. La criatura bramó de ira y lanzó un golpe que habría decapitado al esbelto elfo si lo hubiese alcanzado. Teclis se inclinó a un lado, ejecutando lo que casi parecía una reverencia cortesana, y la hoja de la cimitarra pasó por encima de su cabeza. Su estocada de respuesta fue dirigida hacia arriba con toda la fuerza de un muelle al desenroscarse, y hendió las costillas del orco, de quien salió sangre verde. Sólo la velocidad de rayo del jefe orco había evitado que la espada se le clavara en las entrañas. Ambos intercambiaban golpes a una velocidad casi excesiva para que los ojos de Félix pudieran seguirlos. El elfo cedía terreno elegantemente, retrocediendo como agua que fluyera sobre piedra. El orco lo perseguía, profiriendo sonoros gruñidos, hasta que casi pasó más allá de donde estaba Félix. En su furia, estaba totalmente concentrado en el burlón elfo, que se apartaba con pasos de baile y lo provocaba en su propio idioma, y que poco a poco le fue infligiendo una docena de pequeños cortes a modo de respuesta.

Al ver la oportunidad, Félix se lanzó. Su espada hirió al orco en un costado, se abrió camino entre las costillas y le atravesó limpiamente el estómago. Félix retiró la hoja y se movió hacia atrás cuando el orco, atacando como un escorpión agonizante, le lanzó un golpe por reflejo. En ese fatal momento de distracción, la espada del elfo le entró por un ojo y la criatura se desplomó al suelo, ya muerta.

—Eso no ha sido muy deportivo, Félix Jaeger —comentó Teclis.

—Esto no es un juego —replicó Félix con enojo, irritado por la indiferencia del elfo—. Tú puedes morir aquí como todos los demás.

—¿Acaso no forma eso parte de la emoción del asunto? —preguntó Teclis con tono peligroso, y el joven Jaeger se preguntó si el aburrimiento que sentía podía ser realmente tan enorme.

—¿Y quién salvará a Ulthuan si tú caes aquí? —preguntó Félix al mismo tiempo que se volvía para regresar a la batalla.

En ese momento, vio que la figura embozada con una capa negra había alzado una mano. Una ola de energía mágica fluyó hacia Félix y, por un breve instante, creyó ver que los hombres que lo rodeaban se transformaban en demonios. A su alrededor, oyó que los hombres de Crannog Mere proferían gritos ahogados de terror. Se sintió invadido por un irracional impulso de dar media vuelta y huir, y pudo ver que los otros flaqueaban. En sus rostros había expresiones de terror, como si acabaran de ver materializarse ante ellos sus peores pesadillas.

El amuleto que pendía sobre el pecho de Félix relumbró y una sensación cálida inundó su cuerpo y eliminó el miedo. Oyó una fría risa escalofriante y se dio cuenta de que procedía del elfo. El sonido de aquella seca alegría resultaba más terrible, a su manera, que incluso la visión de su propio pánico.

—¿Quieres probar tus sencillas brujerías conmigo, hombre de Albión? Te las devolveré redobladas una y otra vez.

El elfo pronunció un hechizo, y la figura de la capa negra emitió un alarido agudo de puro miedo antes de aferrarse el pecho y desplomarse sobre el suelo. Los hombres de Albión recobraron el temple y continuaron luchando.

Gotrek había perseguido a un orco hasta tenerlo de espaldas contra una pared. Su hacha destelló una vez, hendió el pecho de la criatura e hizo saltar una erupción de entrañas a causa de la fuerza del impacto. Félix miró a su alrededor para ver cómo les iba a los hombres de Albión. Culum vio, por fin, una brecha en la defensa del orco, y lanzó un golpe directo a la cabeza de la bestia, que, hundida en un costado, fue limpiamente arrancada de los hombros por la fuerza del impacto y voló por el aire para aterrizar rodando como una pelota. Se detuvo a los pies del joven Jaeger, casi como si el hombretón hubiese querido que sucediera así, y lo miró con feroz odio en la moribunda luz de sus ojos.

Los otros hombres de la tribu habían conseguido rodear a los últimos dos orcos y los acosaban como una jauría que derriba a un venado. Las lanzas estocaban con la velocidad de lenguas de serpiente y hendían la carne verde. Sangrando por una docena de heridas, los orcos cayeron al fin, pero Félix pensó que ya habían arrastrado consigo al infierno. Sólo quedaba media docena de los hombres de Crannog Mere en pie.

Gotrek se encaminó hacia la abertura desde la que habían llegado los sonidos de lucha, y el joven Jaeger lo siguió hacia el interior de las últimas cuevas.

* * *

Allí había goblins, cadáveres de orcos y más mujeres muertas. Unas pocas de las amazonas aún resistían, batallando contra una hirviente horda de goblins de largas piernas. Detrás de ellas, había una figura vestida de blanco que las mujeres parecían dispuestas a proteger hasta la muerte. Félix corrió, sobrepasó al Matatrolls y cubrió a saltos los pocos pasos que lo separaban de los goblins.

Asestando golpes con la espada, mató a muchos de aquellos pequeños monstruos antes de que se dieran cuenta siquiera de que lo tenían encima. Los alaridos de muerte provocaron el pánico entre sus camaradas, que se volvieron frenéticamente para enfrentarse con la nueva amenaza, lo que les dio a las mujeres tiempo suficiente para apartar apresuradamente a su protegida del área de combate.

«Excelente —pensó Félix—, ahora estoy solo contra una horda de pieles verdes. La caballerosidad te pierde». Continuó luchando, retrocediendo desesperadamente; sabía que el Matatrolls no podía estar muy lejos. Y no se vio decepcionado. Al cabo de segundos, la enorme hacha pasó como un rayo junto a su hombro y cortó limpiamente en dos a un aullador goblin. Luego, Gotrek estaba ya avanzando entre ellos como un tornado de destrucción. No quedaba con vida nada que cayese dentro del arco de su arma. Sus tajos atravesaban escudos y hacían que las paradas de las pequeñas criaturas resultasen fútiles. No podían resistir al Matatrolls más de lo que Félix podría haber resistido la carga de un toro.

Momentos después, llegaron los hombres de Albión, y se completó la matanza. «Ya está», pensó Félix al mismo tiempo que volvía los ojos hacia la escena de la carnicería. Pero cuando dio media vuelta se encontró ante una hilera de lanzas, todas dirigidas hacia su pecho.