Capítulo 17

17

El alba llegó con lentitud. La débil luz solar tenía una calidad perezosa al brillar a través de la niebla que se levantaba. Félix, sentado y encorvado en la parte posterior de la barca, escuchaba el chapoteo del agua contra la popa y las pértigas, y el piar de los pájaros de primeras horas de la mañana. Para él, parecían los latidos del corazón del gran monstruo que era el pantano.

Se pasó los dedos por la barba crecida y se frotó los ojos enrojecidos. Había dormido con inquietud, en el mejor de los casos, sobre las duras tablas mojadas de la barca; siendo demasiado consciente de que, cerca de él, yacía Dugal, agonizante. Aunque el silencio del hombre era misterioso, su presencia suponía una mordaza, para toda la tripulación. Nadie ignoraba lo cerca que estaba de la muerte, y eso les afectaba. «Probablemente más que a mí —pensó Félix—. Después de todo, para mí es prácticamente un desconocido, y ellos crecieron a su lado».

Sacudió la cabeza y elevó una plegaria a Shallya. Aunque ya no creía en su misericordia, daba la impresión de que los viejos hábitos tardaban en morir. «¿Con qué frecuencia he hecho esto ya? —se preguntó—. ¿Con cuánta frecuencia me he quedado sentado, observando cómo moría alguien que no me era del todo desconocido?». Le parecía que un centenar de veces. Se sentía como si tuviese mil años de edad, como desgastado hasta el límite por la constante fricción de los acontecimientos. Se preguntó si habría jurado seguir a Gotrek aquella noche de borrachera de haber sabido que las cosas iban a ser así. Lamentablemente, no ignoraba que la respuesta era afirmativa.

Tal vez Dugal estuviera muriéndose, pero Félix continuaba entre los vivos y era muy consciente de ello. Incluso aquel aire acre y fétido tenía un sabor más dulce, y podía ver atisbos de extraña belleza en medio de esas tierras pantanosas: flores monstruosas que se abrían en las largas enredaderas que pendían de las ramas de lo alto; enormes lirios que flotaban sobre gruesas alfombrillas verdes por los canales; incluso las algas que atestaban los senderos acuáticos y les impedían el paso desprendían un extraño perfume narcótico.

Ante él, Teclis permanecía inmóvil, como el mascarón de proa de un barco. Sus extraños rasgos cincelados no mostraban ninguna expresión humana, ni daba más muestras de cansancio que una talla de madera. Al filtrarse a través del dosel de hojas la luz del alba, había dejado que su hechizo se amorteciera y simplemente parecía observar cómo Murdo guiaba la embarcación con indicaciones en voz baja a los hombres de las pértigas para que se desviaran a izquierda o derecha, según lo dictara la ruta.

En la apariencia física del elfo, no había nada que delatara su edad. Parecía tan en forma y hermoso como un joven de diecinueve primaveras. Y sin embargo, había algo que insinuaba los años que tenía, aunque Félix no podía determinar qué era. Tal vez se debía a la expresión controlada de su rostro; quizá al aura de sabiduría que irradiaba, o era posible que sólo fuera su propia imaginación.

Gotrek permanecía encorvado, con la espalda contra la madera de la borda, tan inmóvil como el elfo e igualmente vigilante. Cualquier cosa que hubiese percibido la noche anterior no había aparecido, pero eso no había reducido su estado de alerta. Más bien parecía haberlo aumentado. Sus ásperas facciones, toscamente talladas, podrían haber pertenecido a una estatua primitiva. Tenía un aspecto tan antiguo y poderoso como un dios guerrero del amanecer del mundo. El hacha parecía aún más antigua. «¿Qué historias no sería capaz de contar si tuviese voz?», se preguntó Félix.

Se levantó lentamente y avanzó hasta el otro extremo de la embarcación, esquivando a los hombres que yacían dormidos. Los habitantes de Crannog Mere habían hecho guardia y descansaban por turnos. Parecían decididos a mantener la barca en movimiento hasta llegar a su destino final, donde tal vez podrían socorrer a su compañero. Félix casi podía sentir cómo los ojos de Culum se le clavaban en la espalda. Era algo que comenzaba a ponerlo nervioso. Tenía ganas de decir: «Lo único que hice fue hablar con ella». Sin embargo, sabía que no serviría de nada. Ya había conocido antes a tipos como Culum, y nada que Félix pudiese decir lo haría cambiar de opinión.

«Bueno —pensó—, si va a estallar la violencia entre nosotros, entonces que estalle». De momento, no había nada que él pudiese hacer al respecto. Sin embargo, en ese instante, envidió inevitablemente los poderes mágicos del elfo.

* * *

Teclis permanecía de pie en la proa y asimilaba todo lo que veía. Sabía que podría no volver a pasar por allí y quería fijarlo todo en su memoria. En esos tiempos, era raro que experimentara una situación completamente nueva y quería extraerle todo el jugo posible.

Miró las resbaladizas ramas de las que colgaban abundantes enredaderas y flores de aspecto maligno. Sus ojos eran lo bastante agudos para vislumbrar los acechantes ciempiés y las nocivas arañas, así como las brillantes libélulas de enjoyados ojos que descansaban sobre las hojas. Podía ver las sombras y las formas plateadas de los peces que se movían por el legamoso pantano. Podía oler, al menos, siete tipos diferentes de flores narcóticas, y se juró que, si tenía la oportunidad, regresaría a aquel lugar para recoger especímenes y catalogarlos. Si sobrevivía, tendría tiempo más que suficiente.

Podía percibir las resentidas miradas de los humanos sobre él, y eso le hacía gracia. Se sentía como un adulto rodeado por un grupo de niños enfadados. Podían montar en cólera y poner cara hosca, pero no había nada que pudieran hacer para perjudicarlo. Luchó para que la sonrisa no aflorara a sus labios. Sabía que estaba comenzando a comportarse como todos los elfos a los que tanto despreciaba, aquellos que miraban con superioridad a todas las razas más jóvenes. «Con qué facilidad caes en ello», pensó.

Tal vez, no era más que una reacción a los acontecimientos de la noche anterior. Lo había conmocionado el hecho de hallar criaturas tan resistentes a la magia como aquéllas. Era obvio que las habían hecho con la intención de que fueran así. Sin duda, se trataba de guardianes dejados por los Ancestrales para que atacaran a cualquier intruso que penetrara en su templo-fortaleza. Hacía mucho tiempo que Teclis no se encontraba con algo contra lo que su magia no pudiese protegerlo, y eso lo había dejado con una sensación de inseguridad mucho mayor de la que habría esperado.

Sin embargo, en un sentido, lo agradecía. En aquel combate, había habido una emoción que hacía tiempo que no sentía, una sensación de haber puesto su vida en juego que se había vuelto infrecuente en su existencia. Era algo que casi lo hacía sentir joven; casi.

Consideró la naturaleza del enemigo de la noche anterior. Su teoría no era del todo pura especulación. Ciertos libros ocultos afirmaban que los Ancestrales habían dejado guardianes, pero que aquellos seres habían sido contaminados por el Caos. ¿Era posible que los milenios de exposición a las energías que se filtraban a través del portal situado debajo de la torre pudiesen haberlos mutado? Sí, suponía que era posible. Por muy resistentes que los Ancestrales hubiesen hecho a sus creaciones, no eran menos sensibles a la contaminación que los propios senderos. El Caos deformaba a los seres vivos con mucha más facilidad que a la materia inanimada, y lo mismo podía sucederles a los elfos con el tiempo. Después de todo, Ulthuan tenía una densidad muy superior de portales, puertas y senderos mágicos que la mayoría de los otros lugares del planeta, así como una concentración de energía muy superior.

«Tal vez —pensó—, el cambio ya se ha producido». Quizá la separación entre los elfos oscuros y su propio pueblo tenía la raíz en una sencilla causa física, o podía ser que su pueblo también hubiese cambiado. Era posible que también hubiese mutado a lo largo de los milenios. Ciertamente, en algunos sentidos, así era. Entonces nacían menos elfos. ¿Había otros cambios? Sólo Malekith y su espantosa madre estarían en posición de saberlo con seguridad, y de alguna forma, dudaba de que jamás llegase a saber la verdad por ellos, aunque se encontraran en algún sitio que no fuese un campo de batalla.

No por primera vez, sintió que tironeaba de él la tentación del lado oscuro de su naturaleza. Tal vez podría organizar esa visita algún día. Quizá podrían intercambiar conocimientos. Estuvo a punto de reírse de su propia locura. Lo único que podría obtener de una visita a Naggaroth sería el íntimo conocimiento del dolor que le infligirían las torturas de los elfos oscuros. No, ése era un sendero que estaba cerrado para siempre.

Podía sentir que los ojos del enano se le clavaban en la espalda. Meditó acerca de Gotrek Gurnisson. Allí había un enigma que algún día tendría que resolver. El hacha que blandía era un arma de pasmoso poder, y había cambiado al enano en muchos sentidos. Los signos escritos en su aura se habían vuelto mucho más claros durante la batalla de la noche anterior, cuando enano y arma parecieron transformarse casi en uno solo. El poder había corrido en ambas direcciones durante el conflicto —de eso, estaba seguro—, aunque la forma en que lo había hecho lo desconcertaba incluso a él. El conocimiento de aquellos antiguos herreros rúnicos enanos había sido enorme. Los Ancestrales les habían revelado secretos que habían ocultado incluso a los elfos. ¡Ah, qué no daría por tener un año para estudiar el arma! Sonrió. Para él, eso era tan improbable como obtener conocimientos del Rey Brujo de los elfos oscuros, y sólo apenas menos peligroso.

No obstante, el enano sería un aliado poderoso en cualquier prueba que tuviesen por delante. El encuentro con los demonios en forma de araña le había demostrado a Teclis que había casos en los que un hacha podía resultar útil. Tampoco debía dejar de contar con el humano, Félix Jaeger. El hombre era valiente y estaba lleno de recursos. Tal vez, los dioses los habían enviado a ambos para que lo ayudaran.

Meditó acerca del hombre agonizante, pues así pensaba Teclis en él. A menos que la Mujer Sabia tuviese unas habilidades que superaran todo lo razonable, la suerte de Dugal estaba echada. Lo único que había hecho Teclis era retrasarla, lo cual había venido motivado tanto por la conveniencia política como por la caridad. Necesitaba que vieran que ayudaba al hombre, ya que de lo contrario la culpa de su muerte podría haber recaído muy fácilmente en Teclis, y todavía necesitaba a los hombres de Crannog Mere como aliados, al menos de momento. Y no perjudicaría a nadie que los hombres de la tribu pensaran que la suerte de su compañero estaba unida a la del hechicero, dadas las tensas circunstancias.

Por supuesto, las cosas cambiarían en caso de que Dugal muriese, pero ése era un obstáculo que saltaría cuando llegara. No les deseaba ningún daño a Dugal ni a los demás hombres de la tribu, pero si se daba la circunstancia de tener que escoger entre su propia supervivencia y la de Ulthuan, y la vida de ellos, no habría necesidad de elegir. Teclis sabía que sacrificaría a todos los presentes, incluida su propia persona, y a un número diez mil veces superior si fuese preciso, con el fin de perpetuar el reino de los elfos.

Casi podía sentir cómo el frío y severo ojo del enano lo juzgaba. «Tonterías —se dijo—; no estás haciendo otra cosa que proyectar al exterior tus propias dudas. En esas circunstancias, Gotrek Gurnisson haría la misma elección que tú». Aunque de todas formas no importaba lo que pensase el enano. En ese momento, era simplemente otra herramienta destinada a lograr los fines de Teclis.

El pensamiento lo divirtió. «Tal vez, los enanos tienen razón al juzgarnos como lo hacen». Consideró eso durante un rato y vio que, en ese punto, era superior a ellos. Ningún enano admitiría jamás que un elfo pudiese tener razón en algo semejante. Eran severos, inflexibles, sentenciosos e implacables; siempre lo habían sido y siempre lo serían.

No obstante, incluso eso tenía su utilidad.

* * *

Félix alzó la mirada hacia el cielo abierto. Al fin, habían dejado atrás el pantano y las lluvias habían cesado. Incluso las moscas y las picaduras de mosquito parecían menos molestas entonces. Ante ellos se extendía una cadena de áridos pies de montaña que ascendían hasta picos coronados de nieve. Por las laderas, bajaban centenares de riachuelos y arroyos que transportaban el agua de las lluvias casi constantes y la vertían en el pantano. Algunos rayos de sol habían logrado atravesar las plomizas nubes y hender la oscuridad. «Esta tierra tiene una belleza cruel —pensó—, pero una belleza de todas formas».

Los hombres de Crannog Mere guardaban silencio. Parecían nerviosos, como si el hecho de abandonar el pantano les causara el efecto contrario que a Félix. Miraban alrededor con inquietud, como los urbanitas que de pronto se encontraban en medio de un bosque. Félix comprendió que abandonar los territorios que dominaban para dirigirse a zonas más o menos desconocidas los alteraba. Félix había vivido ya tantas veces ese tipo de transiciones que por lo general apenas lo notaba. ¿Había sido sólo días antes cuando estaba caminando por los bosques cubiertos de nieve de Sylvania? De algún modo, parecía haber pasado mucho más tiempo. Resultaba asombroso con qué rapidez podía la mente aceptar los cambios cuando era preciso.

Estudió a sus compañeros. El Matatrolls tenía un aspecto tan severo e imperturbable como siempre. Teclis parecía muy genuinamente complacido de ver el sol y extendía los brazos casi como para recibirlo. Murdo se mostraba menos nervioso que los demás, como un hombre que realizara un viaje que ya había hecho muchas veces antes. Culum se limitaba a mirar con ferocidad a Félix, como si lo odiara en silencio por el solo hecho de existir. De repente, pareció que el sol era menos brillante, y el viento, un poquitín más frío.

Con las pértigas, empujaron la embarcación a través del lago abierto hacia la orilla. Félix podía ver las rocas grises del lecho; algunas eran afiladas como espadas y abrirían el bote en canal si chocaba con ellas. Murdo los guiaba cuidadosamente por medio de breves y tensas órdenes. Ante ellos, se encumbraban las montañas, y en lo alto, una enorme águila solitaria extendía las alas para aprovechar la brisa mientras observaba perezosamente el territorio que tenía debajo en busca de una presa.

«¿Qué otras cosas puede haber por ahí fuera —se preguntó Félix—, haciendo lo mismo que el águila?». Una antigua magia poderosa y el Caos habían contaminado aquellas tierras. Estaba seguro de que aún no habían visto al último de los monstruos.

* * *

Vararon la barca, la arrastraron hasta la orilla y la internaron entre las largas pasturas y juncos, donde quedaría al menos parcialmente oculta. La mitad de los hombres se quedaron para vigilarla, ya que los otros los acompañarían hasta la cueva de la Mujer Sabia. Félix no sintió ningún entusiasmo al ver que Culum formaba parte de la escolta, aunque al menos parecía que tenía las manos ocupadas en transportar al inconsciente Dugal.

—Debemos seguir el arroyo hasta su nacimiento —explicó Murdo—. Si os separarais de nosotros, buscadlo y seguidlo. Colina abajo os traerá de vuelta al lago y al bote. Colina arriba, acabará por conduciros a casa de la Mujer Sabia. Sin duda, ella os encontrará si quiere.

Los otros rieron nerviosamente, lo que hizo que Félix se preguntase cuál sería el papel que la Mujer Sabia desempeñaba en la sociedad de Albión. La actitud de los hombres parecía componerse, a partes iguales, de reverencia y de miedo. Supuso que no era de extrañar si se trataba de una bruja. En su mente, surgió una imagen de las viejas brujas de los cuentos de hadas de su juventud, de calderos borboteantes y festines de carne prohibida. Por mucho que lo intentaba, no podía apartarla de su mente.

—Mantened los ojos bien abiertos por si aparecen orcos —dijo Murdo.

—¿Orcos? —preguntó Félix.

—Sí, se han avistado muchos pieles verdes en estas colinas en los últimos meses. Algo los ha puesto en movimiento, y de mala manera.

Como siempre, dio la impresión de saber más de lo que decía. «¿Qué secretos nos estás ocultando, Murdo?», se preguntó Félix.