16
—¿Qué es eso? —preguntó Félix.
—Nada natural —le aseguró el Matatrolls.
Los humanos ya habían preparado sus armas. Dugal y Murdo tenían las lanzas en alto. Culum había sacado un enorme martillo con cabeza de piedra. Teclis tenía la mano sobre la espada, de cuya hoja fluían runas de mercurio. Las cosas que llegaban por las otras entradas no eran del todo arañas. Para empezar, saltaban a lo largo del borde del gran pozo sólo sobre seis largas patas muy finas —«Resulta extraño cómo uno puede reparar en cosas semejantes en un momento como éste», pensó Félix— y tenían caras que parecían siniestramente humanas en lo alto de los abdómenes. Los ojos ardían con una inteligencia que ninguna araña había poseído jamás. Tenían los lados manchados por hongos luminosos, y de sus bocas, brotaba un salvaje lamento ululante. Eran, tal vez, una docena, y Félix advirtió que tenían dos brazos más pequeños y aptos para manipular objetos en la parte frontal de sus cuerpos. Quizá, después de todo, eran las que habían partido los huesos. Varias subieron por las paredes y caminaron a lo largo de los muros, adheridas de modo mágico. Detrás de las arañas, llegó una hueste de humanos mutantes. De todas las entradas del gran salón, emergieron seres retorcidos, marcados por el estigma del Caos, que miraban a las arañas con una mezcla de miedo y reverencia. Iban armados con lanzas, hondas y garrotes.
—Tal vez, deberíamos marcharnos de aquí —sugirió Félix Jaeger.
Gotrek cargó hacia el borde del pozo, en dirección al arácnido que iba en cabeza. Teclis alzó los brazos y envió una ola de fuego dorado hacia los humanos mutantes. Unos pocos arrojaron las lanzas, que se encendieron al volar hacia él y se transformaron en negra ceniza en medio del aire. Los alaridos resonaron entre los antiguos muros al derretirse la carne y correr como cera. Mientras todo eso sucedía, las arañas continuaban avanzando. Cuando las llamas mágicas las tocaban, los manchados dibujos de sus flancos se volvían más brillantes y parecía que los arácnidos se movían con mayor rapidez. «¿Serán inmunes a la magia?», se preguntó Félix.
Teclis avanzó por el aire y ocupó una posición sobre el centro del gran pozo, donde se puso a gesticular. De sus manos, salieron unos rayos que azotaron la piedra y, de los charcos de agua, saltaron chispas que describieron arcos en el aire. Félix vio que un mutante con cara de reptil era lanzado por los aires sobre una columna de rayos. Las arañas hicieron caso omiso del fenómeno y continuaron avanzando.
—Son ancestrales demonios guardianes —gritó Murdo—. Ahórrate los hechizos.
Entretanto, Gotrek se había encontrado con la primera araña. Su hacha penetró el flanco acorazado, pero en lugar de atravesarlo limpiamente como habría hecho en circunstancias normales, se hundió de un modo profundo en la quitina y se atascó. Félix se estremeció al pensar en lo resistentes que debían ser aquellas criaturas para aguantar la pasmosa fuerza de los golpes del Matatrolls. ¿Era posible que estuviese su final a la vista, allí, en aquel pozo pestilente olvidado de los dioses y situado en las atrasadas regiones de Albión?
No tuvo más tiempo para pensar en esas cosas, ya que un movimiento que captó por el rabillo del ojo hizo que se agachara, y una piedra lanzada por una honda se estrelló contra el muro que tenía detrás. Maldijo y continuó moviéndose en busca de un sitio donde ponerse a cubierto mientras se preguntaba si se atrevería a apagar en uno de los charcos la antorcha que lo convertía en un blanco tan visible. En el lugar había la luz suficiente para ver, pero debía atravesar de nuevo los corredores de piedra. Si alguno de los otros iba con él, no tendría ningún problema; pero si quedaban separados…
Encima de él vio a un enorme demonio araña que avanzaba por los muros. Un reguero de tela salió como una erupción de su bulbosa parte trasera y golpeó el suelo cerca de Félix. Saltó hacia atrás para evitar la pegajosa sustancia y vio que otra araña acortaba la distancia que los separaba con una velocidad pasmosa. Saltó de la pared y aterrizó en medio de los hombres de Albión, dispersándolos. Con un instinto infalible, se dirigió directamente hacia Félix.
—¡No permitas que te atrapen con vida! —gritó Murdo—. Te implantarán sus huevos dentro; te convertirán en una de ellas.
«Ésa sí que es una idea repugnante», pensó Félix, que hizo girar la antorcha para que ardiese más. Cuando la criatura se le acercó, le golpeó la cara con la antorcha a la espera de cegarla. Momentos después, clavó la espada en el punto más débil de la dura quitina de una pata y cercenó la articulación. La criatura chilló de dolor, y la pata se le desprendió; en ese momento, de la herida manó una materia negra que la cerró. Otra pata salió disparada hacia adelante, golpeó a Félix con la fuerza de un martillazo y lo derribó de espaldas. La antorcha cayó de sus dedos entumecidos y apenas logró mantener sujeta la espada.
Rodó a un lado cuando la criatura avanzaba para encumbrarse sobre él y volvía a descargar un golpe con la pata delantera. El joven Jaeger vio que estaba provista de garfios que podían hender la carne hasta el hueso. Apenas logró esquivar el golpe, pero la pata le enganchó la capa y lo inmovilizó contra el suelo. Desesperado, intentó abrir el broche de la prenda con la mano izquierda al mismo tiempo que asestaba estocadas hacia arriba con la espada. La hoja penetraba en el vientre de la araña, de cuyas heridas manaba una sustancia negra que a Félix le quemaba la piel si la tocaba. «Tal vez, ésta no es una buena idea», pensó mientras reparaba en las piernas de los mutantes, que se acercaban cada vez más.
El hedor era casi abrumador; olía a podredumbre, a moho y a algo extraño y rancio mezclado con un olor parecido al de los huevos podridos y la leche agriada. Le provocaba náuseas, pero las contuvo. Apretó los dientes, y tras coger el puño de la espada con ambas manos, la retorció y procedió a agrandar la herida. La cáustica sangre hervía sobre sus manos y la araña chillaba con más fuerza. Félix tuvo ganas de unirse a sus lamentos, pero no lo hizo.
Los rayos destellaban y las llamas danzaban. Tornados de fuego dorado barrían la estancia. Félix se encontró con que era arrastrado debajo de la araña mientras ésta ascendía una vez más por la pared. Inclinó la cabeza hacia el pecho para evitar un golpe contra la piedra. El esfuerzo hacía que le doliera el cuello y le hinchó los músculos hasta el punto de sentirlos como alambres tirantes bajo la piel. Lentamente, su espada resbalaba de la herida. Miró hacia abajo y vio que la mayoría de los mutantes se batían en retirada, incapaces de enfrentarse con las abrasadoras energías que el hechicero elfo lanzaba hacia el otro extremo de la estancia. Félix retiró la espada del todo y se dejó caer al suelo. En lo alto, la araña a la que había herido parecía estar desinflándose como un saco de bilis pinchado, mientras cojeaba y se arrastraba hacia las sombras.
En el resto del salón, las cosas no iban bien para el grupo. Gotrek había vencido a su bestia por el sencillo método de cortarla en pedazos. Por muy duras que fuesen las arañas, no lo eran lo bastante como para soportar durante mucho tiempo el ataque de aquella hacha terrible. No obstante, mientras Félix lo observaba, otras tres criaturas comenzaron a rodear al Matatrolls y lanzarle pegajosa tela que lentificaba al enano. Otras dos atacaban a los hombres de Crannog Mere. Si había alguna otra, estaba oculta a la vista.
Félix corrió hacia Gotrek, y un salto enorme lo situó sobre el lomo de la araña. Se aferró a la fina masa de pelo que le cubría el lomo y se puso de pie. La criatura rugió al comprender qué se proponía, e intentó alcanzarlo con sus pequeñas patas delanteras, pero no eran lo bastante largas, y las otras patas no estaban situadas de modo que le permitiesen derribarlo. Félix apretó los dientes y clavó la espada en la parte trasera de la cara humanoide del monstruo. Ya tenía los dedos entumecidos a causa del veneno que antes había caído sobre ellos y estaba desesperado por matarla antes de que se le quedaran completamente congelados.
Cuando la hoja de la espada penetró, el rostro profirió un sonido extrañamente semejante al de un niño humano. La araña demonio comenzó a corcovear y sacudirse de un lado a otro con la esperanza de librarse de su carga. Félix se mantuvo firme y continuó estocándola, y al fin, la lucha del monstruo fue debilitándose cada vez más. Mientras la araña daba saltitos atrás y adelante, él captaba atisbos de los otros.
Culum había reducido parcialmente a pulpa a una de las arañas con su gigantesco martillo, y Murdo le clavaba la lanza en los vulnerables ojos. Dugal chilló al ser alzado en el aire por unas mandíbulas demoníacas. La araña que lo transportaba retrocedía hacia la salida. El joven Jaeger deseaba ayudarlo, pero no había nada que pudiera hacer.
Una ola de fuego descendió desde el hechicero elfo y envolvió a Gotrek. «¿Es eso traición? —se preguntó Félix—. ¿Estaba Teclis tan loco como para matar al guerrero más poderoso con que contaban en medio de aquella refriega desesperada? ¿O había estado confabulado desde el principio con esos demonios inmundos? ¿Acaso su mente había sido contaminada por alguna magia maligna?». Sintió que una ola de desesperación atravesaba su cuerpo entumecido y deshecho de dolor. Si el elfo estaba contra ellos, no había esperanza alguna.
Sin embargo, segundos después, quedó claro el método que había detrás de la aparente locura del hechicero. Las llamas oscilaron en torno a Gotrek y consumieron las pegajosas telarañas que amenazaban con inmovilizarlo. Un instante más tarde, un poderoso golpe de hacha dividió en dos el tórax de una de las criaturas. Ambas mitades continuaron moviéndose durante un momento, antes de desplomarse. La lucha de la araña que Félix tenía debajo, estaba cesando, y menos mal, porque a sus dedos entumecidos les resultaba cada vez más difícil mantener la presa. Le asestó una última estocada para asegurarse, y luego se soltó, rodando al llegar al suelo para absorber el impacto.
Se puso de pie con rapidez y acudió a ayudar a Dugal. Pensando que había detectado un punto débil en la araña, dirigió la estocada a la zona en que la pata se unía con el cuerpo, donde la coraza parecía menos sólida. Era una estocada difícil de asestar, y el primero fue un intento fallido; pero el segundo fue certero y obtuvo su recompensa. La hoja del arma encontró un punto débil en la coraza y se deslizó hacia el interior del cuerpo con facilidad. Una vez más, retorció la hoja, y el demonio, corcoveando y contorsionándose de dolor, dejó caer a Dugal. Un momento después, Culum y Murdo estaban sobre la bestia; le propinaron martillazos y la alancearon para vengarse. La bestia retrocedió con rapidez hacia la oscuridad, dejándolos a solas para observar cómo Gotrek descuartizaba a su enemiga.
Félix examinó a Dugal, cuyos alaridos habían cesado. Yacía quieto y frío como un cadáver, y vio que había punciones en su camisa. Sacó el cuchillo para cortar la tela, y debajo, la carne estaba amoratada y sangraba lentamente donde las mandíbulas habían atravesado la piel. Por la expresión de horror de los ojos del hombre, se dio cuenta de que aún estaba consciente y sabía lo que le estaba sucediendo.
Murdo se acuclilló junto a Dugal, le pasó los dedos por las heridas y murmuró un encantamiento. Una luz salió de sus dedos tatuados hacia las heridas, y los ojos de Dugal se cerraron y su respiración se hizo más somera. El anciano sacudió la cabeza.
Teclis flotó hacia el suelo como una hoja caduca y se arrodilló junto a Murdo.
—Un buen encantamiento. No hay mucho más que yo pueda hacer por el momento… sin las hierbas adecuadas o sin acceso a un laboratorio de alquimia. Lo único que puedo lograr es ralentizar la propagación del veneno.
—Tal vez sea suficiente —dijo Murdo— si podemos llevarlo a tiempo hasta la Mujer Sabia. No hay nadie tan diestro en la curación como ella.
Por el rostro del elfo, pasó una expresión ligeramente resentida. «No puede ser tan vanidoso», pensó Félix, a la vez que alzaba sus manos y se las miraba. Se preguntó si había alguna posibilidad de que la bilis de la araña lo hubiese envenenado también a él. Las tenía teñidas de azul y le dolían mucho.
El elfo se las miró y pronunció una palabra. Una chispa pasó de su mano a las de Félix, y la coloración azul se endureció, rajó y cayó en forma de escamas, llevándose consigo lo que parecía la capa más superficial de la piel. Las manos de Félix estaban entonces rosáceas y sensibles, y le dolían aún más, como una herida sobre la que se hubiese vertido alcohol. Fuego líquido le corrió por las venas del reverso de las manos, los tendones saltaron, sufrieron espasmos y luego se aquietaron.
—Si había algún veneno, ahora estás purificado, Félix Jaeger —dijo el elfo.
—Gracias, supongo —replicó Félix.
Las manos aún le escocían y le resultaba doloroso sujetar la espada. No obstante, si la alternativa era la muerte, eso le parecía preferible.
—Ya no tenemos nada que hacer aquí —declaró Teclis al mismo tiempo que miraba atrás, hacia el pozo—. Será mejor que nos marchemos de prisa.
Gotrek lanzó una mirada anhelante hacia el lugar por donde se habían marchado las arañas, y Félix se dio cuenta de que estaba considerando la posibilidad de perseguirlas. En este momento, no era algo que tuviese ganas de hacer. Sin embargo, al fin el enano sacudió la cabeza y dio media vuelta para seguirlos. Culum transportaba a Dugal con la misma facilidad con que habría transportado a un bebé. Su expresión se las arregló para decirle a Félix que, de algún modo, todo aquello era culpa suya.
* * *
Salieron a la luz lunar que brillaba en las oscuras aguas espesas que cubrían la estructura semihundida. Los restantes miembros de la tribu los recibieron con preocupación.
—Nos preguntábamos si los demonios os habrían atrapado —dijo un hombre bajo y achaparrado, aún más tatuado que los otros—. Iba a ir a buscaros.
—No hay necesidad, Logi —replicó Murdo con dulzura—. Ya estamos de vuelta.
—Dugal no tiene buen aspecto —comentó Logi.
—Fue mordido por uno de los merodeadores de ahí dentro.
—Eso no es bueno.
—No.
Félix vio que los hombres de la tribu lo miraban con dureza, como si también ellos lo culparan por lo sucedido a su compatriota. Necesitó unos pocos y onerosos segundos para darse cuenta de que, en realidad, miraban más allá de él, al elfo. El hechicero no dio señal alguna de advertirlo ni de que le importara, aunque no podía pasar por alto la hostilidad del grupo. Félix le envidió su autocontrol, aunque tal vez fuese arrogancia.
Sin decir una sola palabra, el elfo avanzó hasta Dugal, que entonces yacía sobre las empapadas tablas del fondo de la barca. Ladeó la cabeza como si estuviese considerando algo, y luego comenzó a entonar lentamente lo que parecía una endecha. Al principio, no sucedió nada, y luego los rayos de la luna más grande parecieron atraídos hacia el báculo, que, poco a poco, emitió una radiación brillante y suave. El elfo invocó una y otra vez el nombre de Lileath; sin duda, algún dios o diosa de su panteón. Los otros observaban con las manos sobre las armas, sin saber muy bien qué estaba sucediendo. A pesar del escozor de las manos, Félix hizo lo mismo. Empezó a sentir comezón en la piel y se le erizó el pelo de la nuca. Percibía presencias extrañas que flotaban justo fuera de su campo visual, pero cada vez que volvía la cabeza no veía nada y simplemente tenía la enloquecedora sensación de que, fuese lo que fuese, continuaba allí, justo fuera de su vista.
Finalmente, una red de luz que salía del báculo élfico se tejió en el aire. Largas hebras plateadas, aparentemente hiladas con rayos de luna, se desenroscaban del palo como si fuese un huso. Saltaron del báculo al tembloroso y gimoteador cuerpo de Dugal, hasta que el hombre rieló como la luna al reflejarse sobre el agua; luego, comenzaron a desaparecer lentamente, sin haber producido ningún cambio aparente. Félix se preguntó si él era el único en advertir que el pecho del hombre había dejado de ascender y descender. No tuvo que esperar mucho para conocer la respuesta.
—Lo has matado —dijo Culum al mismo tiempo que alzaba su martillo con gesto amenazador.
El elfo negó con la cabeza, y el hombretón bajó una mano hasta el pecho de Dugal.
—Su corazón no late —dijo.
—Espera —pidió Teclis.
Una expresión de concentración indescriptible nubló el semblante de Culum. El silencio se hacía más profundo a medida que se prolongaba el momento.
—Sentí un latido —dijo Culum—, pero ahora ha desaparecido.
—Continúa esperando.
Félix contó otros treinta latidos de su corazón, que iba acelerándose, antes de que Culum volviese a asentir.
—Es un hechizo de estasis —explicó Teclis—. He lentificado sus funciones vitales: la respiración, los latidos del corazón, todo. Para él, el tiempo pasa a una fracción de la velocidad que pasa para el resto de nosotros. La propagación del veneno ha sido ralentizada, y se ha alargado el tiempo que precede a la muerte.
»Su dolor también ha disminuido un poco —añadió el elfo, casi como una ocurrencia de último momento.
—Pero a pesar de todo, morirá —dijo Murdo en voz baja.
—A menos que la Mujer Sabia pueda hacer algo por él, sí —asintió Teclis.
—En ese caso, será mejor que nos demos prisa.
—¿Deseáis marcharos ya?
—¿Con esta luz y esta niebla? No veo cómo.
—Si necesitáis luz, puedo proporcionárosla —aseguró Teclis.
Murdo asintió, y un destello tremendo iluminó la noche. Por un momento, Félix se preguntó si Mannsleb había descendido a la tierra para posarse sobre el extremo del báculo del elfo, pero luego se dio cuenta de que sólo era el gélido resplandor de otro hechizo. Flexionó los dedos y advirtió que el dolor ya comenzaba a desaparecer y que la cicatrización había empezado a lo que parecía una velocidad antinatural.
Los hombres de la tribu cogieron sus pértigas e impulsaron la barca a través de los brumosos canales. Desde la antigua y embrujada ciudad que dejaban atrás, les llegó el sonido de unos tambores. Félix se preguntó qué significaba y temió que no fuese una buena señal en absoluto.
—Tal vez, van a perseguirnos —comentó.
—Si lo hacen esas cosas mutantes, no tenemos nada que temer —declaró Gotrek.
—Sospecho que hay cosas peores acechando en este pantano —replicó Félix.
El Matatrolls parecía insólitamente pensativo. Olió el aire acre y luego se pasó los gruesos dedos por la enorme cresta de pelo teñido.
—Sí, humano, creo que podrías tener razón —asintió casi con alegría.
Para Félix, ése era el peor presagio de todos.