Capítulo 15

15

Los hombres de Crannog Mere hicieron costear la barca hasta detenerla justo fuera del radio de alcance de un arquero que estuviese situado en la isla. Lo hicieron por el simple método de clavar las pértigas en el lecho del agua y atar la barca a ellas con largas cuerdas de cáñamo. Dos hombres fueron apostados a proa y popa para hacer la guardia, y los demás sacaron carne, pan y queso de las mochilas y comenzaron a beber whisky de las petacas mezclado con algo que olía a cerveza y que llevaban en grandes pellejos. Murdo le ofreció un poco a Félix.

—Será mejor que lo aceptes, porque a menudo el agua no es potable aquí y está embrujada por los inmundos espíritus de la plaga.

Félix se sirvió. Era una cerveza suave, con sabor a malta y aguada. Había oído que el proceso de fermentación purificaba el agua. Se alegraba bastante de tener eso para beber, en cualquier caso. Teclis se encontraba de pie en la proa, examinando las ruinas. La niebla había levantado un poco, y las lunas eran apenas visibles en lo alto. Con sólo mirar el trabajo de cantería, Félix se dio cuenta de que la estructura no había sido erigida por hombres. La construcción tenía algo que no era del todo capaz de determinar.

—Las puertas son demasiado bajas y cuadradas —comentó Gotrek como si le leyera el pensamiento—. La cantería tiene runas talladas. Puedes verlas casi sepultadas bajo el musgo.

—Eso si pudiera ver como un enano en esta oscuridad —respondió Félix, aunque no dudaba que el Matatrolls tenía razón.

—Este lugar no fue construido por mi pueblo ni por el tuyo —añadió Gotrek—. Tampoco por los elfos. Nunca he visto nada parecido.

—Yo sí —intervino Teclis—. En las costas de Lustria. Una de las abandonadas ciudades de los slann, ganada por la húmeda selva.

—Yo pensaba que los slann no eran más que una leyenda —dijo Félix.

—Descubrirás que hay alguna verdad detrás de cada leyenda, Félix Jaeger.

—Me enseñaron que se habían extinguido hacía mucho tiempo, que fueron eliminados de la tierra por los dioses, exterminados por el fuego, las inundaciones y las plagas a causa de sus pecados.

—Yo creo que todavía viven —dijo el elfo con cuidado, como si meditara sus palabras—. Creo que en el corazón de Lustria aún hay ciudades donde practican sus antiguos rituales.

—¿Por qué iba a haber aquí una fortaleza slann? Nos encontramos muy lejos de Lustria.

—No lo sé. Los slann prefieren los lugares cálidos. Son una raza de sangre fría y los climas fríos los aletargan. Esta construcción es muy antigua, así que tal vez el clima era diferente cuando la hicieron. O tal vez, existan otras razones. —El elfo parecía tener alguna idea de cuáles eran esas razones, pero no estaba dispuesto a comentarlas—. Jamás habría supuesto que encontraríamos algo así en el corazón de Albión.

—No la habéis encontrado vosotros —dijo Murdo—. Nosotros hace siglos que conocemos su existencia.

—Me gustaría echarle un vistazo desde más cerca —dijo el elfo.

—Por la mañana —respondió Murdo—. Habrá más luz y será menos peligroso.

—Yo no necesito luz —le aseguró Teclis— ni le temo a nada que podamos encontrar por aquí, y mañana deberemos continuar camino.

—Entonces, ¿estás decidido a bajar?

—Sí.

—En ese caso, te acompañaré junto con Culum y Dugal. He jurado ayudarte y me avergonzaría si te sobreviniese algún mal.

Félix miró a Gotrek, pues ya sabía lo que iba a decir el Matatrolls.

—A cualquier parte que pueda ir el elfo, un enano también puede ir.

El joven Jaeger se encogió de hombros. En aquella construcción, había algo que no le gustaba, una calidad misteriosa que nada tenía que ver con que estuviese desierta, sino que más bien sugería una extraña presencia que meditaba sobre las ruinas. «Es sólo tu imaginación —se dijo—, afectada por la hora, la niebla y la conversación acerca de los slann prehumanos».

Una parte de él sabía que era algo más que eso.

* * *

Los hombres de Crannog Mere impulsaron la barca con las pértigas para acercarla a la orilla, hasta el sitio en que una enorme raíz de árbol atravesaba una muralla derrumbada y desaparecía bajo las aguas como el dedo de un gigante que aferrase el borde de la isla. Sin esfuerzo, Teclis saltó sobre la raíz desde la barca y corrió por la corteza hasta desaparecer a través de la muralla.

Gotrek lo siguió. Su hacha se clavó fácilmente en la madera, y él trepó por el mango. Con pies tan silenciosos como los del elfo, también el enano desapareció silenciosamente a través de la brecha que había en la muralla. Los insectos luminiscentes se arremolinaban en torno a ellos.

—Algunos dicen que son las almas de los muertos que se ahogaron en el pantano —comentó Dugal—. Me refiero a las luciérnagas.

Nadie pareció inclinado a contradecirlo. Saltó de la barca, trepó hasta la rama y se alejó. Lo siguieron Murdo y Culum, a quienes otros miembros de la tribu entregaron antorchas. Félix se lanzó hacia arriba y le sorprendió lo mojada, lisa y legamosa que era la superficie. Sintió que sus dedos comenzaban a resbalar, y trepó frenética y poco elegantemente. La superficie de la rama también parecía lisa y resbaladiza. Mientras cogía la antorcha que le tendían, se preguntó cómo Teclis y Gotrek habían logrado que pareciese tan fácil. Con los brazos abiertos, la antorcha en una mano y la espada en el otro, avanzó con cuidado por la rama y se adentró en las ruinas de una estructura construida por una de las Razas Antiguas.

* * *

—¡Pero mirad eso! —dijo Dugal, y maldijo en voz baja.

—No es extraño que los hombres eviten este lugar —dijo Teclis. Al bajar la mirada hacia las ruinas, Félix comprendió a qué se refería. Dentro de las murallas había muchos edificios pequeños, y lo que podrían haber sido calles que corrían entre ellos eran entonces canales de agua o, como mínimo, lentas corrientes de aguas estancadas. Enormes telarañas colgaban entre algunos de los edificios, y de algunas pendían cuerpos del tamaño de hombres o animales grandes.

—No me gustaría conocer a la araña que tejió eso —dijo Félix.

—A mí, sí —intervino Gotrek mientras pasaba un dedo por la hoja del hacha intencionadamente.

—¿Has visto lo suficiente? —le preguntó Félix al elfo, casi esperando que el mago se sintiera acobardado y se retirara. Debería haber comprendido que no podía esperar que Teclis demostrara más sentido común que Gotrek.

—Este lugar tiene algo —dijo Teclis—. Aquí percibo poder, como el poder del círculo de piedra. Tal vez hemos encontrado otra entrada a las sendas de los Ancestrales.

—Excelente —declaró Félix con tono sardónico—. ¿Por eso querías explorar este sitio, porque ya habías percibido algo?

—En parte, sí. Pero estoy auténticamente interesado en este lugar.

—Apuesto a que sí.

Félix podría haber jurado que veía algo grande que se movía a lo lejos, y se lo señaló a los demás.

—Es una araña —explicó Teclis—. Una grande. Estoy empezando a entender algo acerca de este pantano. Estos árboles retorcidos y los luminosos insectos mutantes forman todos parte de lo mismo. Son seres mutados por el poder que hay enterrado en estas ruinas. Su influencia maligna debe contaminarlo todo en varias leguas a la redonda.

—Entonces, debe de ser por eso por lo que resulta insalubre beber las aguas de esta zona —comentó Murdo, como si lo que acababa de decir el elfo concordara con algo que él ya sabía.

—Desde luego. No bebáis ni comáis nada encontrado en las proximidades de este sitio.

—Gracias por mencionarlo —dijo Gotrek—. Yo estaba planeando un banquete.

—Nunca se sabe con los enanos —comentó Teclis—. He oído decir que coméis peces ciegos y hongos hallados en las más oscuras profundidades de debajo de las montañas.

—¿Y qué quieres decir?

—Que no hay modo de saber lo que comerá un enano.

—Es una buena observación de alguien que come lenguas de alondra escabechadas en vómito de oveja.

—En gelatina con carne y huevos.

—Es lo mismo, ¿no?

—¿Vamos a quedarnos toda la noche aquí discutiendo de gastronomía, o continuamos? —preguntó Félix.

Tanto el elfo como el enano le echaron miradas feroces. Félix comenzaba a sospechar que, de un modo enfermizo, los dos disfrutaban acosándose el uno al otro.

Echaron a andar a lo largo de las murallas. Unas antiguas escaleras resbaladizas los llevaron hacia abajo, hasta la orilla del agua. Murdo comprobó la profundidad con una lanza, y descubrieron que sólo cubría hasta la cintura. Los luminosos insectos se arremolinaban en torno a ellos.

Félix los miró.

—No tendréis en serio la intención de atravesar esas aguas, ¿verdad? ¿Quién sabe lo que acecha bajo toda esa porquería?

—Sólo hay una manera de descubrirlo, humano —dijo Gotrek al mismo tiempo que entraba entre chapoteos en el agua que le llegaba hasta medio pecho, más o menos.

El enano sujetó el hacha cuidadosamente por encima de la superficie mientras avanzaba. Teclis lo siguió, pero sus pies no se mojaron porque caminó elegantemente sobre el agua.

Los demás imitaron a Gotrek, con las antorchas en alto para que no se apagaran. Por un breve instante, Félix pensó en ofrecerse a esperarlos allí hasta que regresaran, ya que en aquellas hediondas aguas estancadas había algo que no le gustaba. Tenía la sensación de que de un momento a otro podía emerger cualquier cosa de debajo de la superficie y atraparlo. Permaneció inmóvil durante medio segundo, y luego apretó los dientes y entró en el agua, que chapoteó en torno a su cuerpo. Estaba más tibia de lo que había esperado, y el olor a podredumbre se hizo más fuerte.

Ralentizado por la resistencia del agua, avanzó trabajosamente tras los otros. «Maravilloso —pensó—. Rodeado de bárbaros y gigantescos insectos mutantes, hundido hasta la cintura en el fango de un neblinoso pantano embrujado, en una tierra que está a centenares de leguas de mi país… ¿Cómo podría empeorar esto?».

En ese momento, descubrió que un insecto lo había picado y que la picadura comenzaba a hincharse. «Supongo que los dioses tenían que darme esa respuesta», pensó, y miró a Teclis con algo parecido al odio. Resultaba muy irritante que el elfo pudiese mostrar un aspecto tan sereno, limpio y controlado, mientras el resto de ellos sufría. Experimentó el irracional impulso de salpicarlo con légamo o tirarle de la capa hasta que también él se sumergiera en el fango. Y sabía que al menos uno de los presentes lo apoyaría si hacía eso.

«Domínate —se dijo—. Sólo estás cansado y asustado, y diriges toda tu agresividad hacia el blanco fácil más cercano. Si los acontecimientos se desarrollan según el ambiente, dentro de poco habrá otras cosas por las que preocuparse». Sabía que era eso lo que realmente lo asustaba.

Más adelante, los otros habían llegado a algo. Era una rama caída de árbol que había sido encajada entre dos edificios por encima de las aguas estancadas. Tenía todo el aspecto de un puente rudimentario. Se preguntó si sería obra de algún tipo de inteligencia. Era lo último que les faltaba: arañas gigantes inteligentes. No obstante, se le escapaba por completo la razón por la que una araña podría necesitar un puente.

—Esto parece obra de hombres —oyó que decía Teclis.

—He oído historias de mutantes y otros degenerados que moran en las profundidades del pantano. Tal vez, han usado como refugio este lugar evitado por todos.

—¿Podéis decirme de nuevo por qué hemos venido aquí? —preguntó Félix.

Nadie prestó al joven la más mínima atención. Estaban demasiado ocupados en trepar a la rama y entrar por la abertura del edificio cercano. Félix decidió seguirlos.

En el interior, la estructura era imponente, de bloques de piedra de tamaño ciclópeo. Entre ellos no había mortero, pero encajaban en su sitio de un modo tan preciso que parecían inamovibles, una impresión que no menoscababan las enredaderas, ramas y raíces que atravesaban las brechas de los muros. Casi parecían partes orgánicas del conjunto, como si estuviesen integradas en un gran diseño, en lugar de ser casuales intromisiones de la naturaleza. Félix se dijo que estaba imaginando cosas.

Vio que Gotrek pasaba sus cortos dedos gruesos por la obra de cantería, y al mirarlo desde más cerca, vio que reseguía un conjunto de aquellos dibujos rúnicos antiguos. También éstos estaban todos formados por ángulos rectos que le recordaron los tatuajes de los hombres de Crannog Mere. «¿Qué significado tendrán estas cosas?», se preguntó.

Del techo goteaba agua y formaba charcos en el piso. Cosas con ojos destellantes retrocedían ante las antorchas que llevaban, y el joven Jaeger se alegró de haber captado sólo el más fugaz atisbo de ellas. No era aficionado a las cosas tan grandes como aquellas que se escabullían. Entraron en una cámara y vieron que el suelo estaba sembrado de huesos que habían sido partidos para extraerles el tuétano. El Matatrolls los inspeccionó.

—Son humanos —dijo—, o mi madre era una troll.

Murdo y Dugal asintieron.

—Y se los comieron crudos —añadió Teclis con una ligereza escalofriante.

«Como si eso cambiara mucho las cosas», se dijo Félix. Dudaba de que a los habitantes de aquel lugar les resultase fácil encender fuego. Un momento más tarde, se preguntó: «¿En qué me he convertido? Estoy especulando sobre las dificultades para encender un fuego sobre el que cocinar personas. Hubo una época en la que ese mero pensamiento me habría hecho huir chillando de este lugar. Ahora, advertir mis propias reacciones sólo me hace gracia y me da un poco de miedo». Entonces, supo que se había alejado mucho del hogar en más de un sentido.

—Da la impresión de que ahora no hay nadie en casa —comentó Gotrek.

—Tal vez, hayan salido de compras —sugirió Félix.

El elfo alzó una mano, y a ésta la rodeó un resplandor que fue haciéndose cada vez más brillante, hasta casi alcanzar la intensidad del sol. Toda la cámara quedó a la vista. Al principio, Félix se encogió porque esperaba ver algún monstruo enorme a punto de atacar, pero luego reparó en que era una enorme mesa de piedra situada en medio de la estancia lo que había atraído la atención del elfo. Teclis posó sobre ella la mano, y el fuego se propagó por la superficie y quemó el musgo y los líquenes que la cubrían, haciéndolos marchitarse y desaparecer en jirones de humo de olor extraño. Mientras eso sucedía, Félix vio que aparecía un dibujo sobre la superficie de la mesa, uno que le resultaba familiar; sin embargo, no podría haber dicho por qué, aunque le fuera en ello la vida.

—¿Qué es? —preguntó.

El elfo continuaba con los ojos fijos en la superficie de la mesa.

—A menos que esté muy equivocado, cosa que dudo, esto es un mapa.

El conjunto de líneas talladas en la piedra ciertamente parecía serlo.

—¿De qué? —inquirió Félix.

—Del mundo.

El joven Jaeger se echó a reír al darse cuenta de qué le resultaba familiar. Había partes del dibujo que se parecían a los mapas del Viejo Mundo que tenía su padre aunque sólo partes.

—No puede ser. No hay ninguna tierra que esté tan cerca de la costa de Estalia —dijo—. Si la hubiese, nuestros marinos la habrían encontrado.

Teclis recorrió una parte del dibujo con los dedos. Se trataba de un círculo de islas que rodeaba un mar central.

—Esto se parece a Ulthuan —dijo—, pero no lo es. No del todo.

Volvió a desplazar la mano.

—Ésta es la línea costera de Lustria septentrional, pero está en el sitio incorrecto. Y esto es el frío infierno de Naggaroth, pero su relación con el área que debería corresponder a Ulthuan es errónea.

—Tal vez, el autor del mapa no tenía unos ojos que fueran del todo como los nuestros —sugirió Gotrek, y Félix no se sintió muy seguro de que el comentario fuese sarcástico.

—Posiblemente —concedió Teclis—. O tal vez sea un mapa del mundo en una época diferente cuando los continentes eran distintos. Se dice que los Ancestrales desplazaron las tierras y las fijaron en sitios nuevos como parte de su gran plan.

—O quizá —sugirió Félix—, es un mapa del mundo como debería haber sido.

—Ése, Félix Jaeger, es un pensamiento aterrador —dijo Teclis.

—¿Por qué?

—Porque tal vez haya alguien que aún intente conformarlo así.

Félix miró al elfo sin saber muy bien cómo reaccionar. Teclis parecía sumido en sus pensamientos.

—Quizá los planes de los Ancestrales nunca fueron culminados. Tal vez se vieron interrumpidos. Es posible que la apertura de los senderos sea una señal de que otras cosas se han reactivado.

—Esto es una locura —declaró Félix, incapaz de contener sus pensamientos.

—¿Lo es, Félix Jaeger? Estamos ante la obra de unos seres tan superiores a ti y a mí como nosotros lo somos a los insectos. ¿Cómo podemos determinar lo que es la cordura o la demencia para ellos? Lo mismo daría que juzgáramos a los dioses.

—Los Dioses del Caos son dementes —afirmó Gotrek.

—Tal vez no lo sean desde su propio punto de vista, Gotrek Gurnisson.

—Sólo un elfo podría decir algo así.

—Tal vez porque nuestro pensamiento no es tan rígido como el de los enanos.

—Ni vuestra moral.

—Sólo un elfo y un enano serían capaces de discutir sobre estas cosas mientras hablan del fin del mundo —intervino Félix, y ambos le lanzaron miradas peligrosas—. Si los continentes están destinados a desplazarse como alfombras, nuestros pueblos y nuestras ciudades se convertirán en polvo.

—Si están destinados a hacerlo —puntualizó Gotrek—. Hasta ahora, lo único que hemos oído son algunas retorcidas especulaciones de un cantor de hechizos de orejas puntiagudas, amante de árboles…

—Si existe aunque sea una posibilidad de que tenga razón, hay que hacer algo —se apresuró a decir Félix antes de que la discusión pudiese estallar en toda su gloria—. La tierra temblaría, las montañas escupirían fuego, de los cielos caería inmundo polvo de piedra de disformidad…

Incluso mientras pronunciaba esas palabras, Félix se dio cuenta de que estaba describiendo acontecimientos de una era legendaria anterior a Sigmar y al surgimiento del Imperio. Vio que el mismo pensamiento se le había ocurrido al elfo.

—Tal vez todo eso ya ha sucedido antes —dijo Teclis—. Durante las Eras del Amanecer, incluso antes de la Guerra de la Barba, cuando elfos y enanos estaban aliados contra un enemigo común.

—No fueron los enanos los que rompieron los juramentos prestados —aclaró Gotrek, quisquilloso.

—Ya lo creo —respondió el elfo—. Pero dejando momentáneamente a un lado esa interrupción predecible, creo que Félix Jaeger tiene razón. Si existe siquiera la más remota posibilidad de que suceda algo así, nuestras animosidades ancestrales deben quedar a un lado…, hasta mejor momento, porque sé lo improbable que resulta que un enano olvide un agravio.

—A mí me parece que estáis haciendo una enorme cantidad de especulaciones sobre la base de un viejo mapa. ¿Quién dice que esto tenga algo que ver con los Ancestrales y su obra? —preguntó Murdo.

Félix pensó que había algo raro en el tono de voz del anciano, y se preguntó si los otros también lo habían detectado.

—Toda Albión está relacionada con ellos —respondió Teclis—. Es el nexo de su obra. Formaba una parte muy importante de su gran plan, no menos que Ulthuan. Estoy seguro de que esta fortaleza es parte de algún diseño más grande.

Murdo parecía contrariado, como si el elfo estuviese tocando temas que él creía que era mejor no mencionar.

«¿Cuánto sabe realmente Murdo acerca de todas estas cosas? —se preguntó Félix—. Está más familiarizado con esos secretos ancestrales de lo que da a entender».

—Tal vez deberíamos regresar ya —sugirió Félix.

—Todavía no —lo contradijo el mago—. Nos encontramos cerca de la entrada de otro portal. Puedo notarlo. Tenemos que investigarlo antes de marcharnos. Debemos aproximarnos más al corazón de esta estructura.

—Temía que ibas a decir algo parecido —dijo Félix, y el elfo se echó a reír como si estuviese bromeando.

Las nieblas se espesaban cuando salieron del salón. De algún modo, estaban penetrando a través de las murallas. El zumbido de los insectos luminiscentes era como un agudo gemido en los oídos de Félix, y sus picaduras le dejaban manchas en la piel. Advirtió que ni uno solo se acercaba al elfo, aunque todos los demás eran atormentados por ellos. «Resulta enfurecedor», pensó Félix. El elfo los condujo más al interior de la antigua construcción, a través de un laberinto de piedra; a Félix le daba vueltas la cabeza. A veces, llegaban a pasadizos sin salida y se veían obligados a volver sobre sus pasos. Otras, los pasillos describían un giro de noventa grados sin razón discernible. El elfo no parecía desalentarse, sino que se limitaba a asentir con la cabeza, como si eso confirmase algo.

Félix avanzó hasta situarse junto a Gotrek, que se encontraba mucho más en su elemento de lo que él jamás podría hallarse.

—¿Serías capaz de encontrar la salida? —le preguntó con un susurro.

—Sí, humano; ningún enano se perdería jamás en un laberinto tan sencillo como éste. Podría encontrar la salida con los ojos vendados en caso necesario.

—No creo que eso sea preciso, por muy impresionante que pueda resultar.

—Hay algo raro en este lugar.

—¿Qué?

—Este laberinto está aparentemente planificado sin ritmo ni razón. Si miras a la izquierda, verás un pasadizo sin salida. Si fuéramos hacia la derecha, estoy seguro de que una vez que ese corredor girase también llegaría a un final sin salida.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque hay un modelo aquí. Es obvio.

—Para mí, no —le aseguró Félix.

—Tú no eres un enano criado en los interminables corredores de Karaz-a-Karak.

—Muy cierto. ¿Y qué modelo ves?

—A menos que me equivoque, es el mismo que el que hemos visto sobre las piedras de las sendas de los Ancestrales, e inscrito en las paredes de roca del túmulo de Sylvania y en los muros de este lugar. Se parece incluso al que nuestros amigos llevan tatuado en la cara.

—¿Puedes recordarlos todos? —preguntó Félix, maravillado.

—Los enanos tenemos buena memoria para más cosas que los agravios.

Félix pensó en eso y decidió que probablemente era verdad. Nunca había visto mentir al Matatrolls. Pero si era cierto, entonces de algún modo todo eso formaba parte de un gran rompecabezas que Félix no acababa de entender. Y si el elfo estaba en lo cierto, era probable que jamás llegase a entenderlo. Su mente no estaba preparada para comprender lo que podían pretender unas criaturas cercanas a los dioses creando una cosa semejante.

El laberinto continuó hasta que se encontraron en una cámara inmensa, mirando al interior de un enorme pozo. El techo se había desplomado, y toneladas de roca se habían caído y habían aplastado cualquier cosa que hubiese debajo. Descomunales telarañas formaban un nuevo techo en lo alto y eclipsaban, en parte, la luz lunar. La lluvia las atravesaba, y las gotas hicieron estremecer a Félix.

—Nos encontramos en el centro de este lugar. La entrada a los senderos está directamente debajo de nosotros —dijo Teclis.

La amarga risa demente de Gotrek se dejó oír.

—En ese caso, no irás más allá. Dame un centenar de mineros enanos y un mes de tiempo, y tal vez logremos pasar a través de esas rocas. Tal vez. A menos que puedas recurrir a la magia, no hay modo de pasar.

—Estás piedras aún están parcialmente protegidas por la obra rúnica —explicó Teclis—. Con diez magos y diez días de tiempo, podríamos despejar esto, pero ahora no es el momento.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Félix.

—Regresaremos y buscaremos otro camino que nos permita llegar a nuestra meta —replicó Teclis, que miró a Gotrek como si lo desafiara a decir algo.

El enano se tensó y se volvió, con la cabeza inclinada, como si escuchara. Su actitud delataba la máxima cautela y una preparación para actuar con violencia.

—Algo se acerca —dijo Gotrek a la vez que alzaba el hacha—. Y dudo que sea amistoso.