14
Al día siguiente, Félix despertó con el sonido del agua chapoteando contra las murallas de la aldea y el golpeteo de las gotas de lluvia sobre el tejado. Sentía un poco de calor y se quitó de encima la capa, momento en que advirtió que su espada se encontraba al alcance de la mano, donde la había dejado. Recorrió el salón con la mirada y vio que la mayoría de los hombres aún dormían, roncando sonoramente. Teclis se hallaba sentado en una silla de madera y tenía los ojos abiertos, fijos a media distancia. Parecía hallarse en trance. No vio al Matatrolls por ninguna parte.
Félix se levantó y se frotó la espalda, donde tenía un dolor que el hecho de haber dormido sobre un jergón de paja no había mejorado lo más mínimo. Flexionó los hombros, se inclinó para coger la espada y se sujetó el cinturón alrededor del talle. Por el aroma que le llegaba desde fuera, estaban cocinando pescado en alguna parte. Salió al exterior, donde reinaban la bruma y la lluvia. El frío lo hirió de inmediato y comenzó a aclararle la cabeza. Se desperezó, flexionó los hombros e hizo lo posible por relajarse.
Unos sueños extraños lo habían perturbado durante la noche…, sueños de demonios y de las cosas que había visto dentro de las sendas de los Ancestrales. Tocó el amuleto élfico para tranquilizarse y se preguntó qué habría sucedido si hubiese dormido sin él. ¿Era realmente posible que pudiese convertirse en víctima de la posesión demoníaca, o el elfo sólo había dicho eso para asustarlo? Se trataba de una de esas cosas que no estaba en posición de determinar. Teclis era hechicero, y él no. Más aún, era un elfo, y Félix no tenía modo de conjeturar sus móviles. No tenía ni idea de lo que sucedía detrás de aquellos fríos ojos oblicuos. Por lo que sabía, sus pensamientos podían ser tan ajenos a los humanos como los de una araña o un skaven.
—Buenos días, huesudo muchacho —dijo una voz musical detrás de él.
—Buenos días, Klara —replicó Félix al mismo tiempo que se volvía a mirar a la moza que los había recibido ante las puertas del poblado la tarde anterior.
—Recuerdas mi nombre —comentó ella—. Eso es bueno.
—Yo soy Félix Jaeger —se presentó.
El joven hizo una reverencia, y se sintió estúpido cuando ella se echó a reír.
—Es un nombre poco habitual.
—No lo es en el lugar del que procedo —le aseguró él.
—¡Ah!, y ese lugar debe de ser el Imperio.
—Veo que la voz corre con rapidez por aquí.
—Tan rápidamente como un cobertizo en una riada —replicó ella—. Éste es un pueblo pequeño, somos un clan pequeño, y para serte sincera, los hombres braman tan vocingleramente sobre toda clase de cosas que las mujeres se enteran de todo tanto si quieren como si no.
Félix se echó a reír, más divertido por la expresión de ella que por sus palabras. Parecía tener buen humor y era bonita. Su complexión era blanca y pecosa, y tenía el cabello de un oscuro tono pardo rojizo. Sus labios eran anchos, y sus ojos, de color azul claro.
—Y vais a ver a la mujer Oráculo —continuó Klara—, y ella decidirá qué debe hacerse con tu amigo elfo y su diminuto amigo.
—Si yo fuera tú, no dejaría que Gotrek me oyese decir eso.
—¿Por qué no?
—No es un amigo, es un enano, y a los enanos no les hace ninguna gracia estar asociados para nada con elfos.
—Y viajáis todos juntos…
—Las circunstancias son insólitas —explicó él.
—Tienen que serlo, tienen que serlo. Éste ha sido un año raro, y vuestra aparición no es lo menos extraño de todo.
Félix sintió que se despertaba su curiosidad.
—¿De verdad? —dijo, y dejó que sus palabras quedaran flotando en el aire.
—Sí —asintió ella—, de verdad. Ha habido tormentas tremendas y extraños augurios. Rayos danzando en las cumbres de las colinas, hombres cornudos caminando por los pantanos y pieles verdes por todas partes… Que la peste se los lleve a todos.
—¿Te refieres a orcos?
—Yrki, orcos, pieles verdes, cualquier nombre que quieras usar. Son tan malos como los Oscuros…, sólo que, según se dice, se llevan a la gente para comérsela y no para esclavizarla.
—Eso he oído yo también, aunque nunca lo he visto.
—¿Y cómo ibas a saberlo, niño bonito? Pareces más un candidato del colegio de bardos que otra cosa, y no tienes más cicatrices que ese pequeño arañazo de la cara.
Félix no se sintió ofendido. Se daba cuenta de que no tenía el aspecto ni el estilo de habla que encajaba con la idea que la mayoría de la gente tenía de los guerreros, y tampoco él se consideraba un guerrero.
—A pesar de eso, he matado mi cantidad correspondiente de pieles verdes —dijo—, y tal vez más.
—¡Ah!, venga ya…
—Aunque, si debo decirte la verdad, Gotrek se hizo cargo de la mayor parte de la matanza.
—¿El amigo? Ése sí que tiene la pinta de alguien de mano dura, y esa hacha parece capaz de hacer bastantes destrozos.
—Los ha hecho —le aseguró Félix.
El joven Jaeger resistió la tentación de contarle algunas historias. Se daba cuenta de que le estaban sonsacando información del mismo modo que él abrigaba la esperanza de obtener datos de ella.
—Pero estabas hablándome de lo raro que había sido el año.
—Sí. Ha sido malo. La pesca no ha sido buena, y en las colinas, apenas ha germinado nada. Dicen que los clanes de las montañas están muriéndose de hambre y que las bestias de los pantanos vuelven a rondar.
—¿Las bestias de los pantanos?
—Unos seres grandes y malos, cubiertos de una especie de musgo y lo bastante fuertes como para arrancar árboles de raíz si les da la gana.
—¿Como hombres árbol? —preguntó Félix.
Intentaba relacionar aquellos seres con algo que le resultara conocido, aunque, en realidad, lo único que sabía de los hombres árbol era lo que había leído en los libros. Se suponía que eran aliados de los elfos, seres vivos que eran mitad árbol, mitad hombre, y más fuertes que los trolls, capaces de desmenuzar rocas entre sus nudosos puños.
—Yo nunca he visto un hombre árbol, así que no puedo decírtelo.
Félix se encogió de hombros y le contó lo que él sabía.
—Y supongo que vas a decirme que también has luchado con ésos —dijo ella.
—No; aún no, en todo caso. Aunque según el rumbo que ha estado tomando mi vida, es sólo cuestión de tiempo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—A veces me parece que he luchado más o menos con la mitad de los monstruos de las viejas fábulas —explicó él.
—Venga, sólo dices eso para impresionarme.
Félix se echó a reír.
—No, es verdad. Aunque, para ser honrado, Gotrek se hizo cargo de la mayor parte de la lucha. En realidad, yo sólo estaba presente para observar.
—¿Qué quieres decir?
—Hice juramento de seguirlo y dejar constancia escrita de su muerte. Él hizo juramento de buscar la muerte en batalla contra el más poderoso y más monstruoso de los enemigos.
—En ese caso, no parece haber cumplido demasiado bien con su juramento.
—No será por no haberlo intentado.
—Sí, tiene ese aire de perseguido. Lo he visto antes en las caras de los que creen haber oído aullar a sus espíritus de la muerte, aunque él tiene una cara que asustaría incluso a una de las parcas.
—Eso es verdad.
—Entonces, tal vez quiera ir a buscar a una de las bestias de los pantanos, para probar su suerte contra ella.
—No lo digas en voz demasiado alta; podría oírte.
—Me parece que tú no estás muy ansioso por verlo morir.
—Siempre he pensado que cualquier cosa que sea lo bastante dura como para causar la muerte de Gotrek, causará la mía muy poco después.
—Entonces, lo que estás diciendo es que tienes miedo a la muerte.
—¿Acaso no se lo tiene cualquier persona sensata?
—No oirás a muchos de los hombres de por aquí admitir algo semejante, y si yo fuese tú, no lo diría en voz demasiado alta, no fuese caso que pensaran que eres algo menos que un hombre.
—¿De verdad es así?
—Aquí los hombres se enorgullecen de su valentía y de sus proezas. Las cuentan a la más mínima oportunidad que tienen. Son todos unos jactanciosos, aunque tienen mucho de lo que jactarse.
De repente, Félix se acordó de Teclis. Tal vez, el elfo encajaría allí mejor que ellos. La muchacha interpretó mal la sonrisa del joven Jaeger.
—No los juzgues equivocadamente —le dijo—. Son un grupo de hombres de mano muy dura.
—En ese caso, será mejor que yo espere que no sean ellos quienes me juzguen equivocadamente a mí.
—Yo no me preocuparía si fuese tú, Félix Jaeger. Por aquí hay pocos capaces de cometer ese error.
—Me preocupa que pueda haber un malentendido. No acudimos aquí a buscar problemas, sino a cumplir con una misión propia.
—Esto es Albión, huesudo muchacho, y los problemas siempre te encuentran con bastante rapidez. Y hablando de eso, aquí está mi esposo…
Al alzar la mirada, Félix vio que Culum avanzaba hacia ellos y los miraba con el entrecejo fruncido, lo que hizo que de inmediato lamentara sus modales relajados. No se le había ocurrido en ningún momento que alguien que hablaba tan libremente y coqueteaba de aquel modo fuese otra cosa que célibe. La expresión del rostro de Culum le indicó que volver a comportarse de forma parecida podría constituir un error fatal, así que se alejó a paso rápido. Era Gotrek quien buscaba su propia perdición, no él.
* * *
El Matatrolls miraba desde las almenas de madera hacia las brumas que iban en aumento. Parecía que no le molestaban ni la lluvia ni el frío. Félix le dio los buenos días.
—¿Qué tiene de bueno el día, humano?
«Que todavía estamos vivos», estuvo a punto de decir Félix, pero luego se dio cuenta de que no era la frase más correcta.
—¿Y qué tiene de tan malo? —preguntó, en cambio.
—Que he hecho juramento de ayudar a un apestado elfo —replicó el enano.
—¿Y por qué hiciste eso? —preguntó Félix.
Gotrek se limitó a lanzarle una mirada feroz. «Por supuesto —pensó el joven Jaeger—, lo hizo para ayudarme a mí. Gotrek no es hechicero. No había ninguna posibilidad de que me encontrara sin la ayuda del elfo, ¿verdad?». De hecho, Félix se sintió bastante atónito y más que un poco agradecido.
—Estoy seguro de que no redundará en tu descrédito —declaró al fin.
—Estoy ayudando a uno de los que cortó la barba —insistió el Matatrolls.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Una vez, los mechones de un enano fueron esquilados como los de una oveja por esos elfos.
—¿Y es algo tan malo?
—Para un enano, no existe insulto mayor.
Félix meditó sobre eso. No sabía nada acerca de los tabúes religiosos de los enanos, pero estaba muy dispuesto a creer que había muchos relacionados con el vello facial.
—Aunque así sea, ¿es realmente razón suficiente para que exista una larga enemistad entre las Razas Antiguas?
—Sí, humano, lo es. Y no lo es menos por el hecho de que la barba perteneciera al hermano de un rey enano. Ningún enano podrá descansar hasta que semejante insulto sea vengado. Y si el agravio no queda saldado a lo largo de su vida, el deber pasará a sus descendientes.
—Recuérdame que nunca me malquiste con un enano —comentó Félix, pero Gotrek hizo caso omiso de él, perdido en sus propios lóbregos pensamientos.
—Aunque no es la única razón. Los elfos siempre nos han traicionado, han asesinado a nuestra gente en ataques sorpresa, han usado su inmunda brujería para tendernos emboscadas. Traicionaron nuestra confianza y nuestros tratados ancestrales. Hicieron esclavos y sacrificaron a otros a los Dioses Oscuros.
—Teclis no parece querer sacrificar a nadie a los Dioses Oscuros.
—¿Quién puede saber lo que piensa un elfo? ¿Quién puede decir si miente o simplemente está deformando la verdad como un herrero cambia la forma del metal candente?
Félix estudió a su compañero.
—¿Te sientes contrariado porque podría estar diciendo la verdad?
—Sí, humano, así es. No me importa si la isla de los elfos se hunde o flota. El mundo estará mejor si se libra de esos acicalados y perfumados orejas puntiagudas…
—¿Pero?
—Pero ¿qué sucedería si es verdad lo que dice acerca de lo que podría ocurrirles a las Montañas del Fin del Mundo y a las tierras de los hombres? Mi pueblo tiene un ancestral juramento de lealtad para con el tuyo, y nosotros no olvidamos nuestros juramentos…
Gotrek parecía casi incómodo, y Félix dedujo que era debido al juramento que le había hecho al elfo, que además había estado a punto de romper.
—Gotrek…, si existe una sola posibilidad de que esté en lo cierto, debemos ayudarlo. Es un riesgo que no podemos correr.
—Sí, humano, es la conclusión a la que he llegado yo. Aunque cuando se haya acabado este asunto, aún podría haber un ajuste de cuentas.
—Fantástico —murmuró Félix en voz tan baja que esperaba que ni siquiera el Matatrolls pudiera oírlo—. Eso nos proporciona algo que esperar con anhelo.
—Sí —dijo Gotrek—, así es.
Félix se arropó más estrechamente con la capa y estudió la niebla. Le parecía que entre ella se movían inmensas formas amenazadoras, pero esperaba que no fuesen nada más que las siluetas de los árboles.
* * *
Cuando hubieron regresado al salón comunal, los recibió Teclis.
—He hablado con Murdo. Ha consentido en acompañarnos a ver a la Mujer Sabia.
Félix miró fijamente al anciano hechicero.
—Has cambiado de opinión —dijo—. Ayer éramos engendros de los Oscuros. Hoy estás dispuesto a ayudarnos.
—Digamos sólo que no hay nada como beber con un hombre…, o con un elfo o un enano, ya que estamos…, para hacerte una mejor idea de su carácter.
Félix dudaba al respecto, ya que no estaba seguro de que se pudiera confiar en el anciano, pero, por otra parte, no parecía tener muchas alternativas.
* * *
—Odio las barcas casi tanto como odio a los elfos —declaró Gotrek mientras subía a bordo de la gabarra.
—Me alegro de que nos lo cuentes —respondió Félix.
Miró en torno para ver cómo se habían tomado la declaración Teclis y los dueños de la barca de Crannog Mere. Se sintió complacido al ver que, al parecer, hacían un diplomático caso omiso del Matatrolls.
—Supongo que preferirías caminar hasta donde tenemos que ir.
—Sí, si me dieran la posibilidad, humano.
—El agua te cubriría la cabeza si lo intentaras… —le aseguró Murdo. Luego, al ver la ceñuda expresión del enano, añadió—: Y también a mí me la cubriría.
Se sorprendió al ver que Murdo y veinte guerreros subían a bordo tras ellos. Daba la impresión de que los hombres de Crannog Mere les proporcionaban una guardia de honor. Se sintió menos complacido al ver que Culum era uno de ellos, pues el hombre le echó una feroz mirada de suspicacia al pasar junto a él. «Seguro que el hombre no puede ser tan celoso», pensó, pero el sentido común le dijo lo contrario.
Estudió la barca. Su construcción era extraña, de fondo plano con calado muy somero, en nada parecida a los barcos que navegaban por el Reik; en realidad, era más bien una gabarra. Félix supuso que se debía a que allí las aguas eran comparativamente someras. A fin de cuentas, se encontraban en un inmenso pantano, no en el mar abierto ni en un gran río. Algunos de los hombres habían cogido largas pértigas y habían comenzado a empujar la embarcación para adentrarla en las aguas, alejándola de la isla. Desde las murallas, las mujeres observaban en silencio, y unos pocos niños los saludaban agitando los brazos. En algún lugar lejano, un gaitero tocaba lo que parecía un lamento. No se trataba de una despedida alegre.
—¿Por qué parecen todos tan felices? —preguntó Gotrek con sarcasmo.
—Nunca se toma a la ligera ningún viaje por el gran pantano, Gotrek Gurnisson —respondió Murdo—. Existen muchos extraños peligros: los diablos de los tremedales, los demonios de los pantanos, los muertos ambulantes; en estas tierras, reside toda clase de maldiciones. ¿Quién sabe si volveremos a ver nuestros hogares, ni cuándo?
A Félix no le gustó la expresión de interés que afloró al rostro del Matatrolls.
—Si aparece cualquiera de vuestros diablos de los tremedales, dejádmelo a mí —dijo—. Probará mi hacha.
—Bien dicho —asintió Murdo.
Algunos de los hombres habían cogido arcos y lanzas, y permanecían vigilantes. Parecían más atentos a lo que podían oír que a lo que podían ver, y Félix supuso que era debido a que la niebla limitaba el campo de visión.
Sobre una plataforma situada en la proa de la barca, el viejo Murdo permanecía de pie para guiarlos; tomaba decisiones cada vez que llegaban a una bifurcación del canal que seguían. Según avanzaba, Félix se fue dando cuenta de que el pantano era un inmenso laberinto de aguas tenebrosas y terreno inestable. Dudaba de que fuese capaz de hallar el camino de regreso a Crannog Mere aunque quisiera. Tal vez, eso formaba parte del plan.
—¿Qué sucede, Félix Jaeger? —preguntó Teclis—. Pareces pensativo.
Félix sabía que una barca abierta donde todos podían oírlo no era el lugar más adecuado para expresar sus sospechas. Las cosas ya eran bastante delicadas entre ellos y los hombres de Albión, y en ese preciso momento dependían de estos últimos para llegar a donde querían.
—Estaba preguntándome cómo vamos a regresar a casa después de esto —respondió, y el elfo se echó a reír.
—Es bueno que mires el lado positivo de las cosas, Félix Jaeger.
—¿Qué quieres decir?
—¿Estás diciendo que después vas a volver a casa?
—Siempre es bueno tener un plan.
—Esperemos a llegar al puente para cruzarlo —dijo el elfo.
Teclis devolvió su atención a los caminos acuáticos. Al parecer, tenía intención de memorizarlos. «Tal vez, puede hacerlo», pensó Félix, y maldijo la niebla y la lluvia.
—¿El clima siempre es así? —le preguntó a Murdo.
—No suele ser tan bueno —replicó Dugal, uno de los hombres de Crannog Mere, con una alegre sonrisa.
Félix se rio hasta que comprendió que el tipo no estaba bromeando.
* * *
Al principio, mientras avanzaban, Félix sólo percibía el sonido del chapoteo contra los flancos de la barca y el susurro de las pértigas dentro del agua. De vez en cuando, un hombre refunfuñaba algo, y luego, guardaba silencio, como si se diera cuenta de lo que acababa de hacer. Pasado un rato, comenzó a detectar otros sonidos: los cantos de los pájaros, los gruñidos de los animales, lejanos chapoteos furtivos cuando algo grande entraba en el agua. El aire era húmedo y olía a podredumbre. El pantano tenía algo que le recordaba a una vieja casa medio en ruinas, situada a orillas del río, en la que él y su hermano habían entrado una vez como acto de osadía, cuando eran niños. Reinaba el mismo aire de abandono y gélida lobreguez, y la sensación de que había cosas que se movían justo fuera del alcance de la vista. Al evocar esa aventura de hacía tanto tiempo, Félix estaba seguro de que lo peor que había habido entre las ruinas eran los fantasmas creados por su propia imaginación. Allí, no lo tenía tan claro.
Albión era una tierra encantada. No parecía necesario ser un mago como Teclis o Max Schreiber para saberlo. Podía presentirlo. Allí se movían poderes antiguos y había una magia potente en el mismísimo aire que se respiraba. Pensó en el relato de Teclis de que la isla formaba parte integral del tejido mágico del mundo, y entonces le pareció verosímil.
Por todas partes, podía ver los retorcidos árboles que se alzaban de las tenebrosas aguas. Tenían un aspecto tan amenazador como los trolls, más parecidos a retorcidos gigantes malignos que a plantas. Por las ramas, correteaban cosas, y una de ellas cayó sobre la cubierta de la barca ante él y comenzó a arrastrarse. Al principio, Félix pensó que se trataba de una serpiente, pero luego vio que era segmentada y parecida a un insecto. Culum descargó sobre el animal un pesado pie calzado con una sandalia y le echó a Félix una mirada feroz, como si deseara que el bicho se le hubiese cogido al cuello.
Murdo se acercó para estudiar a la criatura, y Félix examinó los restos con él. Parecía un ciempiés gigante, pero provisto de mandíbulas enormes y semejantes a las de una hormiga.
—Es un alacrán arborícola —dijo el anciano—. Tienes suerte de que no te haya picado.
—¿Es venenoso? —preguntó Félix.
—Sí… Una vez vi a un hombre al que había picado uno. Antes de que pudieran tratarlo, el brazo se le hinchó, se le puso negro y abotagado con el veneno, y tuvimos que amputárselo. Y a pesar de todo, murió delirando acerca de demonios y diablos. Algunos chamanes y hechiceros recogen el veneno y lo usan en pequeñas cantidades para provocar visiones. Yo creo que ése es el camino a la locura.
Teclis se acercó para mirar el cadáver del alacrán con ojos brillantes de curiosidad.
—Interesante —comentó al mismo tiempo que volvía al bicho patas arriba con la daga—. Nunca antes había visto uno tan grande.
Félix se preguntó cómo podía mostrarse tan sereno ante aquella cosa cuya sola visión lo hacía estremecer a él. Las patas se movían a pesar de que el cuerpo estaba aplastado por la mitad. Teclis sacó una pequeña bolsa de dentro del ropón e hizo una cuidadosa incisión en la cabeza para dejar a la vista los sacos de veneno, que extrajo con la punta de la daga para guardarlos. Un gesto y una palabra, y la bolsita quedó sellada.
—Nunca se sabe. Puede ser que tenga oportunidad de probar esto en algún momento futuro.
—Cortabarbas decadente —dijo una voz desde la popa de la barca, y Félix tuvo la seguridad de que pertenecía a Gotrek.
* * *
Félix se hallaba sentado en la popa de la barca y escuchaba los sonidos del anochecer, que habían adoptado una calidad diferente a la de antes. Los cantos de los pájaros eran más bajos y menos musicales. De vez en cuando, pasaba volando algo grande y alado, que ululaba. Insectos luminosos emergían de entre la vegetación y volaban en torno a ellos como almas perdidas. Las sombras se alargaban. En el ambiente había una belleza extraña y bastante atemorizadora.
—¿Cuánto falta? —le preguntó a Murdo.
El anciano, de pie, estaba tan quieto como una roca, sin dar señales de fatiga a pesar de haber permanecido allí durante la mayor parte del día.
—¡Cuánta impaciencia, muchacho! Necesitaremos más de un día de remar con las pértigas para llegar hasta la Mujer Sabia, pero por hoy el viaje ya casi ha acabado. Amarraremos cerca de la Ciudadela Embrujada.
—Eso suena emocionante —comentó Félix, sarcástico.
—No hay necesidad de tener miedo… El lugar ha estado desierto durante una docena de generaciones.
—Esperemos que así sea —respondió Félix cuando una gigantesca forma ominosa de piedra surgió entre la niebla.