13
El anciano hizo otro gesto, y repentinamente las flechas destellaron al atravesar el aire. Félix se lanzó al suelo hacia el hombre, pero con una agilidad sorprendente para alguien de su edad, el anciano ya había rodado hasta detrás de una roca y había desaparecido de la vista. Félix maldijo y se volvió a mirar si Gotrek o el elfo habían resultado heridos, y se quedó atónito ante lo que vio.
Las flechas rebotaban en torno al área en que ellos estaban, repelidas por la relumbrante esfera cuyo centro era el mago elfo. Teclis hizo otro gesto, y los hombres de Albión quedaron todos como petrificados. Unos pocos profirieron jadeos de temor, pero continuaron tan quietos como si fuesen de piedra. Félix miró a los que parecían haber surgido del agua como tritones, y vio que cada uno sujetaba en la boca una caña cortada, que probablemente habían usado como tubo para respirar. Era un truco del que había oído hablar, pero ser capaz de emplearlo indicaba una enorme paciencia, además de valentía.
Félix miró detrás de la roca y vio que el anciano se hallaba allí de pie, inmóvil. Por la frente le corrían gotas de sudor debido al esfuerzo que realizaba por resistirse al hechizo. Durante un instante muy breve, Félix consideró la posibilidad de atravesarlo con la espada, pero se resistió al impulso. Estaba cansado y asustado, pero no había ninguna necesidad de matar sólo por eso; al menos de momento.
—Tu magia es poderosa, servidor de Malekith, pero la Luz te vencerá.
Félix miró al elfo esperando que estuviese enfadado, pero descubrió, en cambio, que parecía divertido.
—Da la impresión de que tenemos a otro que comparte tu opinión acerca de los elfos, Gotrek Gurnisson.
—Es un hombre sensato —replicó Gotrek—. Me dolería tener que matarlo, y no hay ningún honor en emprenderla a hachazos con hombres que se quedan quietos como ovejas ante el matarife.
—Tu amigo habla con tino —dijo el anciano—. Libéranos y déjanos arreglar esto como guerreros.
La cólera nubló el semblante de Gotrek, y dio la impresión de que iba a atacar al anciano con el hacha en ese preciso momento.
—Yo nunca he sido amigo de un elfo —declaró.
Félix sacudió la cabeza. Resultaba bastante obvio que la diplomacia no era ni mucho menos el punto fuerte de ninguno de los presentes. Miró al anciano con mayor detenimiento. Tenía la cara tatuada con extraños dibujos geométricos que a Félix le recordaban algo. «Por supuesto —pensó—, a las runas de los monolitos».
—¿De verdad estás tan cansado de vivir, anciano? —preguntó—. No contento con ordenar un ataque contra un poderoso hechicero, tienes que insultar a un enano. Existe una fina línea que separa la valentía de la estupidez, y tú la has atravesado.
—Y es obvio que tú estás hechizado por la magia élfica. Es algo que he visto a menudo. Los hombres buenos a menudo regresan como esclavos al servicio de los Oscuros.
—Eso, ahora mismo, nos incluye a los tres —dijo Félix.
Miró al elfo en busca de una señal. Max Schreiber le había contado lo agotadora que podía ser la magia, pero el elfo no daba señales de esfuerzo por el hecho de mantener inmovilizados a una veintena de guerreros. «¿Qué debemos hacer? —se preguntó Félix—. No podemos simplemente rajarles el cuello a estos hombres, ¿verdad?».
—No soy lo que crees que soy —dijo Teclis—. No soy un sirviente del Rey Brujo. De hecho, hace muchos años que soy su enemigo.
—Eso dices tú —replicó el anciano—, pero yo sólo tengo tu palabra.
—Dime una cosa: ¿no significa nada para ti el hecho de que os tenga en mi poder y sin embargo no os mate, a pesar de tus insultos contra mí y mis compañeros?
—Eso podría ser sólo un truco de elfo. Podrías desear hechizarnos o provocar nuestra perdición de alguna manera oscura y terrible…
En los ojos del hechicero apareció un fuego, y cuando habló sus palabras estaban cargadas de amenaza. Se transformó en una figura de inmenso poder, repentinamente recubierta de una extraña majestad. Su semblante parecía tallado en piedra.
—Yo soy Teclis, de la estirpe de Aenarion, de los primogénitos de Ulthuan. Si deseara destruiros o hechizaros, o atraer la perdición sobre vuestra lastimosa aldea bárbara, ya lo habría hecho, y no hay nada que tú, tus seguidores o tu magia infantil podáis hacer para impedírmelo, anciano.
Félix le creyó. En ese momento, era tan amenazador como nada que hubiese visto jamás, y había contemplado poderosos demonios. En ese instante, había algo casi demoníaco en el elfo. Luego, Teclis se encogió de hombros, y el hechizo se rompió. De repente, el anciano y sus seguidores recobraron la libertad de movimiento y se desplomaron al mismo tiempo que las armas caían de sus dedos insensibles.
—Afortunadamente para vosotros, no es mi intención —dijo Teclis—. Solicitamos comida y un lugar donde dormir. Nos lo proporcionaréis y, por la mañana, continuaremos nuestro camino. Se os recompensará por las molestias.
—Sí —replicó el anciano como si las palabras le fuesen arrancadas de la garganta—, como deseéis. Por esta noche, y sólo por esta noche, seréis los huéspedes de Crannog Mere.
Félix había oído acogidas más sinceras, y se preguntó si el elfo sabía qué estaba haciendo. Tal vez despertarían en plena noche para encontrarse con la garganta atravesada por cuchillos. Miró a Teclis y luego a Gotrek, y decidió que no, que eso no iba a suceder. Cualquiera que fuese el final que aguardara a aquel par, no era el cuchillo de un bárbaro tribal en medio de la noche.
* * *
Siguieron a los bárbaros hasta la orilla del agua. Félix no apartaba los ojos de ellos porque temía que, a despecho de las palabras del jefe, pudieran volverse y atacarlos. Si eso sucedía, sabía que iba a producirse una carnicería.
Al llegar a la orilla del lago, los hombres entraron sin más. Félix profirió una exclamación ahogada porque parecían caminar sobre el agua. Sus pies apenas se hundían bajo la superficie, aunque las aguas habían sido lo bastante hondas como para ocultar a los lanceros. «¿Es éste algún nuevo tipo de magia?», se preguntó.
Teclis los siguió, y lo mismo hizo Gotrek tras apenas encogerse de hombros y sorber por la nariz. Dado que sabía que los otros lo esperaban, Félix metió los pies en el agua, y el misterio se aclaró. Justo por debajo de la superficie corría una pasarela astutamente disimulada, de modo que sólo podía verse desde muy cerca. Era obvio que los hombres de Crannog Mere conocían el camino de memoria, pues no tenían necesidad de mirar hacia abajo. Lo mismo sucedía con Gotrek, que siempre parecía estar seguro de dónde posaba los pies en situaciones como ésa. Una inspección más atenta le reveló que el elfo, en realidad, flotaba apenas por encima de la superficie del agua, sin esfuerzo e indudablemente mediante el uso de magia. Félix tenía que mantener la mirada baja mientras caminaba, porque la pasarela serpenteaba como una víbora para confundir a los atacantes. Se trataba de un sistema sencillo pero eficaz, tan simple como el uso del pantano a modo de foso.
Al aproximarse a la puerta, los saludaron mujeres armadas con arcos y lanzas. Se encontraban subidas al bajo parapeto de madera que rodeaba la isla principal, evidentemente la fortificación más importante de la comunidad. Era obvio que habían permanecido ocultas mientras los hombres esperaban. Y resultaba igualmente evidente que algunas estaban preparadas para luchar junto a los hombres.
—Son huéspedes, Klara —dijo el anciano—. No son enemigos; al menos, durante esta noche.
—Pero uno de ellos es un elfo oscuro…
Gotrek rio para sí.
—Y el otro parece ser alguna forma de demonio achaparrado.
La risa del enano cesó abruptamente mientras acariciaba la hoja del hacha con gesto significativo.
—Soy un enano de las Montañas del Fin del Mundo —declaró.
—Vaya, ¿y qué pueden ser? —inquirió la mujer.
Gotrek no se dignó replicar, aunque daba la impresión de que estaba considerando la posibilidad de emprenderla a hachazos con la puerta del poblado. Félix se asombró del aislamiento de aquel lugar. Él había crecido en una ciudad donde a menudo podían verse elfos y enanos caminando por las calles. Supuso que una aldea diminuta, construida en medio de un pantano, era un lugar ligeramente menos cosmopolita.
—A pesar de todo, son nuestros huéspedes —insistió el anciano—. Nos han tenido en su poder y no nos han matado. Dicen que no son nuestros enemigos, y hasta que demuestren lo contrario aceptaremos su palabra de que así es.
—Ya me preguntaba yo por qué estabais allí de pie como atontolinados —dijo la mujer—. Son magos, ¿verdad?
—Uno de ellos lo es, y muy poderoso. Aún más que la Mujer Sabia, o mucho me equivoco.
—No te agradecerá que digas eso —comentó al mujer.
—¿Vamos a quedarnos toda la noche aquí discutiendo esto, mujer, o vas a abrir la puerta? —preguntó el anciano.
—Supongo que abriremos.
Se abrió lo justo y entraron para ser recibidos por el olor a humo de turba, excrementos y pescado, y por los ladridos de los perros y los llantos de los niños. Teclis se llevó una mano a la nariz y tosió delicadamente.
—He olido cosas peores —comentó Gotrek.
—Dudo de que te hayas bañado alguna vez —replicó el elfo.
Félix necesitó algo de tiempo para darse cuenta de que Teclis estaba haciendo un chiste. Sospechaba que Gotrek jamás llegaría a advertirlo. Mientras caminaban por las calles, observaba el entorno. Un niño pequeño que tenía las mejillas manchadas de hollín lo miró y estalló en lágrimas. A otros niños se los llevaban apresuradamente sus madres. Avanzaban hacia el gran salón con tejado de turba que dominaba el montículo central. Los ojos que los contemplaban eran hostiles. Si Félix se hubiese visto obligado a conjeturar, habría dicho que la mayor parte de la hostilidad iba dirigida contra Gotrek y Teclis, pero a pesar de eso los lugareños conseguían reservar un poco para él también. Daba la impresión de que iba a ser una noche incómoda.
* * *
El salón era largo y bajo, y estaba iluminado por una luz mortecina de antorchas empapadas en brea y lámparas que contenían algún tipo de aceite perfumado. Resultaba evidente que el lugar era una especie de sala de estar y comedor comunal. Un enorme hogar dominaba una de las paredes, y otra estaba cubierta por lo que parecían ser pequeños barriles de licor. Los hombres se quitaron las capas y se dejaron caer donde pudieron; se sentaron con las piernas cruzadas o se acuclillaron, según el gusto de cada cual. Sin embargo, no dejaron las armas en ningún momento, y Félix advirtió que aún había centinelas ante las puertas del poblado.
—Soy Murdo Max Baldoch. Bienvenidos a este salón —dijo el anciano.
—Soy Teclis de Ulthuan, y te doy las gracias por la bienvenida.
—Gotrek, hijo de Gurni.
—Félix Jaeger, de Altdorf. Os agradezco la bienvenida.
Murdo recorrió la sala y presentó a cada hombre por turno. Félix vio que las mujeres miraban desde el exterior. Parecían curiosas y asustadas a partes iguales. El joven Jaeger supuso que no veían muchos desconocidos por aquellos parajes, y que los que veían eran probablemente enemigos, como indicaban las fortificaciones. Los hombres no construían ese tipo de cosas si no tenían necesidad de ellas.
El anciano cogió un vaso de uno de los estantes y abrió la espita de los barriletes. El olor a alcohol fuerte colmó el aire al caer en el vaso un licor dorado. El hombre se llevó el vaso a los labios para catar la bebida, y luego se lo entregó a Teclis, que lo cogió y olió.
—El famoso whisky de Albión —dijo—. Os lo agradezco.
Bebió un sorbo y se quedó con la copa. Murdo repitió el proceso con Gotrek, que le echó al elfo una mirada despectiva para luego vaciar el vaso de un sorbo. La proeza arrancó exclamaciones de lo que Félix interpretó como admiración por parte de los miembros de la tribu.
—Vaya, eres un bebedor, Gotrek Gurnisson —dijo Murdo.
—Soy un enano —replicó Gotrek—. El whisky es bueno… para ser un licor humano.
—Entonces, ¿quieres otro?
—Sí.
Murdo volvió a llenar el vaso de Gotrek y le llevó uno a Félix. El joven lo olió. El olor a alcohol era muy fuerte. Bebió un sorbo y estuvo a punto de escupirlo. Le quemó la lengua y ardientes vapores ascendieron desde el fondo de su garganta hasta el interior de la nariz. El sabor era ligeramente ahumado, aunque no resultaba desagradable si uno estaba acostumbrado a él. Ciertamente, no era peor que el vodka de patata de los kislevitas.
—Muy bueno —dijo. Félix advirtió que Gotrek había vaciado el segundo vaso y no por ello parecía estar peor. Esa vez, entre los hombres de la tribu se alzó un aplauso general. Con independencia de cualquier otra cosa que pudiesen pensar sobre los desconocidos, era evidente que apreciaban a los buenos bebedores. Como si eso fuese una señal, cada uno de los hombres cogió un vaso y lo llenó con licor de un barril. Daba la impresión de que cada uno tenía el suyo, o bien había uno por familia porque algunos grupos de hombres bebían todos de un mismo barrilete, pero fue la única pauta que pudo diferenciar.
Todos ocuparon un sitio junto a las paredes, con la espalda apoyada y de cara al círculo interior. Alguien sacó una gaita y lo que parecía ser un violín, y comenzaron a tocar. El aroma de la comida empezó a imponerse al hedor a excrementos.
—¿Y se puede saber qué te trae por Albión, hechicero de Ulthuan? —preguntó Murdo Max Baldoch, cuyo rostro tenía una expresión benévola, aunque en sus ojos se manifestaba un vivo interés.
Félix reparó en que sólo bebía pequeños sorbos de whisky, mientras que otros intentaban repetir la proeza de Gotrek. El joven se dio cuenta de que el Matatrolls estaba escuchando, aunque parecía no hacer nada más que mirar fijamente el fuego.
—Cumplo una misión —respondió Teclis—, al igual que mis compañeros.
—¿Una misión, eh? Trabajo de hechiceros y sabios, sin duda. No fisgaré en el asunto.
—No estás fisgando, amigo Murdo. Tal vez puedas sernos de ayuda. Busco a la mujer Oráculo de los Veraces o, en caso de que no pueda hallarla, un templo antiguo que tal vez ha sido recientemente ocupado por las fuerzas de la Oscuridad.
Félix podría haber jurado que el destello de los ojos del anciano se hizo más brillante. El hombre asintió.
—¿Y qué harás si la encuentras?
—Le pediré ayuda. Tengo una gran necesidad de ella.
—No es frecuente que uno de tu raza admita eso.
—Éstos son tiempos oscuros.
—Sí, en todo el mundo, al parecer. Has hablado del templo… ¿Qué sabes de eso?
—Se dice que es obra de los Ancestrales. ¿Sabes algo de ellos?
En esa ocasión, el anciano dio un respingo, y Félix vio que sus dedos jugaban con un amuleto que le pendía sobre el pecho. Por primera vez, el joven Jaeger reparó en que había runas en la punta de piedra de la lanza del anciano. Era, indudablemente, algún tipo de hechicero.
—Sé de ellos, aunque éstas no son el tipo de cosas de las que un hombre sabio hable en público. Hay misterios sagrados relacionados con eso.
—Entonces ¿es un asunto para los Veraces?
El anciano parecía entonces un poco conmocionado.
—Eres muy erudito.
El elfo sonrió, y Félix lo interpretó como burlona desaprobación de sí mismo.
—¿Qué harías si encontraras un templo como el que buscas y estuviese ocupado por los Poderes Oscuros?
—Los expulsaría o, en caso de no ser posible, me aseguraría de que no puedan usar el poder que reside en el templo para sus propios fines maléficos.
—¿Tú y tus compañeros vais a hacer eso? Os habéis fijado una tarea que no es nada fácil.
—Entonces, ¿sabes de las cosas de las que hablo?
—Sé de esas cosas.
—¿Me hablarás de ellas? No puedo revelarte mis razones, pero creo que mi empresa también ayudará a tu pueblo.
—¿En qué sentido?
—¿La tierra ha temblado recientemente? ¿Ha empeorado el clima?
—El clima siempre es malo en Albión, pero últimamente parece ser particularmente malo. Tormentas imponentes azotan las tierras. Los ríos se desbordan y arrasan poblados. Una gran maldición ha caído sobre nuestras tierras, Teclis de Ulthuan. Primero, los pieles verdes descendieron de las montañas en hordas, y luego han sucedido todas las cosas que acabas de describir. Algunos dicen que los Dioses de la Luz han apartado su rostro de Albión, y que los Siete ya no nos protegen.
—Estoy seguro de que todas esas cosas están relacionadas —dijo el elfo—. Hombres malvados han despertado las magias antiguas. Estos hechizos están centrados en Albión. Si hay una maldición, ésta tiene un origen, y ese origen puede ser purificado.
—Eso afirma la mujer Oráculo, y yo la creo. Ella dice que los antiguos senderos han sido abiertos y que los demonios se arrastran por ellos. Algunos dicen que está senil y que la visión la ha abandonado, pero yo no estoy tan seguro de eso.
—¿Tu pueblo está dividido por este asunto?
—Los Veraces lo están.
—Vuelves a hablar de la orden de los hechiceros de Albión…
—Sí. ¿Cómo es que estás familiarizado con cosas semejantes?
—Hay textos en mi biblioteca… Pero eres el primero que conozco.
—El primero y el más insignificante, Teclis de Ulthuan, así que no juzgues por mí el poder de mi hermandad.
—No eres el más insignificante de los hechiceros mortales a los que he conocido, Murdo, y no hay nada vergonzoso en ser superado por mí. En otro tiempo, derroté al mismísimo Rey Brujo.
—Eso es algo de lo que pocos se atreverían a jactarse por miedo a atraer la cólera de los Oscuros.
—No es nada más que la verdad.
Tales eran los modales del elfo que el anciano dubitaba.
—Dicen que los elfos tienen lengua de plata —comentó.
—Yo siempre oí decir que tenían el hígado amarillo —murmuró Gotrek, a quien contemplaba fijamente un corpulento hombre tatuado.
Gotrek alzó los ojos y vació otro vaso de whisky.
—¿Qué estás mirando? —le preguntó el hombre.
—No lo sé —replicó Gotrek—, pero me devuelve la mirada.
Félix estudió al guerrero. Era tan ancho como Gotrek y tenía un aspecto casi tan brutal como él. Le habían aplastado la nariz varias veces, y sus orejas tenían la forma de coliflor de los campeones de lucha. Era calvo y lucía una larga barba color jengibre y la musculatura de un herrero. «Pronto será hombre muerto si provoca al enano», pensó Félix.
Si estallaba una pelea en aquel espacio estrecho, iba a haber una carnicería. Y si se unía el hechicero, era muy probable que la población quedara arrasada, aunque hasta el momento aquellas gentes no les habían hecho daño alguno. Parecían más asustadas por sus propios problemas que por cualquier otra cosa, y Félix podía entender la desconfianza que les inspiraban los forasteros. Había que decir que, después de los rigores de los últimos días, él mismo no sentía ningún deseo de luchar en ese momento.
—Crees que eres fuerte, hombrecillo —dijo el desconocido al mismo tiempo que sonreía, entrecruzaba los dedos y los hacía chasquear.
—Soy un enano, pero puedo ver que tienes el cráneo demasiado grueso para recordar eso.
Sobre el salón había descendido un profundo silencio.
—Vamos, Culum —intervino Murdo—. Estas gentes son nuestros huéspedes y no queremos problemas.
—Estaba pensando más en un poco de deporte —aclaró el luchador.
—¿Y qué clase de deporte sería ése? —preguntó Gotrek.
—¿Sabes echar pulsos?
Gotrek se puso a reír.
—¿Sabes hacer preguntas estúpidas? —contestó.
Félix se alegró de que al parecer el whisky hubiese ablandado al Matatrolls lo suficiente como para que no cogiera el hacha. Se puso de pie y luego flexionó los dedos. Ambos se inclinaron sobre la mesa y se cogieron la mano. Los hombres de la tribu habían comenzado a salmodiar el nombre de Culum.
—Nunca ha perdido un pulso —declaró Murdo con orgullo, y Félix vio que entre ambos hombres existía un parecido de familia.
Los enormes músculos se tensaron, y el joven Jaeger se dedicó a estudiar a los contrincantes. Culum era aún más corpulento que Gotrek y tenía los hombros inmensos, pero sus brazos no eran tan gruesos como los del enano; además, Félix sabía que los enanos poseían algo que los hacía más fuertes que los humanos de masa comparable, aunque nunca había llegado a dilucidar por qué era así. A eso había que añadir que Gotrek era fuerte incluso para ser un enano.
Al observarlos, Félix se dio cuenta de que había un enorme poder guerreando entre ambos. Culum parecía capaz de arrancar tocones de árbol con las manos desnudas. Sus músculos estaban hinchados y las gotas de sudor le perlaban la frente. Lenta pero inexorablemente, el brazo del Matatrolls iba inclinándose hacia atrás. Los miembros de la tribu vitoreaban más sonoramente, y la sonrisa del semblante del humano se ensanchaba. Gotrek bebió un lingotazo de whisky con la mano libre, y sonrió enseñando los dientes cariados. El movimiento de su mano hacia la mesa se ralentizó y cesó. Félix quedó asombrado de que pudiese hacer fuerza teniéndolo inclinado en un ángulo semejante. Culum le devolvió la sonrisa y empujó con más fuerza, lo que provocó que los tendones le abultaran como cables en el brazo y el cuello.
Y a pesar de todo, el brazo de Gotrek continuó sin moverse. La sonrisa de Culum se volvió más tensa a medida que empujaba cada vez con más fuerza. Las venas se le abultaban en la frente y tenía los ojos tan desorbitados como un pez. Gotrek comenzó a apretar. El brazo del humano tembló y fue empujado hacia atrás. Los vítores de los miembros de la tribu cesaron. Su brazo continuó desplazándose hasta llegar a una posición vertical, apenas una fracción de milímetro por vez; luego, lentamente, aunque de modo inexorable, el brazo del humano fue empujado hasta tocar la superficie de la mesa. Golpeó la madera con un sonido de impacto, y por un momento, reinó el más absoluto silencio. Luego, los miembros de la tribu comenzaron a vitorear y aplaudir. Gotrek les echó una mirada feroz, pero eso no hizo que dejaran de golpear la mesa con los vasos ni de elogiar la fortaleza del enano.
—Ésa es una proeza sobre la que los arpistas cantarán durante muchas lunas —declaró Mundo—. No lo habría creído si no lo hubiese visto.
Tras la conmoción inicial, incluso Culum parecía estar tomándolo bien. Sonrió con tristeza y le tendió la mano a Gotrek, quien la estrechó brevemente y volvió a su bebida.
Llevaron comida: sopa, pan rústico, queso y jamón cocido. Los habitantes de la aldea parecían entonces más cordiales, pero eso podría deberse sólo al whisky. Félix advirtió que el elfo bebía pequeños sorbitos del suyo, y que el vaso no parecía vaciarse mucho tras cada uno. Decidió que sería mejor emular a Teclis, ya que, aunque aquella gente parecía bastante amistosa, no quería despertar con la garganta rajada.
Mientras esos oscuros pensamientos pasaban a gran velocidad por su mente, reparó en que el elfo y el anciano habían estado hablando y parecían haber llegado a algún tipo de acuerdo. Desvió la mirada hacia el Matatrolls, que se servía comida con melancólico apetito, y advirtió que tenía el hacha al alcance de la mano. Borracho o no, Gotrek no tenía intención de correr riesgos. Félix se preguntó qué les andaba por la cabeza a sus anfitriones putativos.