12
Félix se envolvió más apretadamente en la capa empapada y observó el vaho que su respiración formaba en el aire. «Estamos en invierno —pensó—, pero es un invierno diferente del que se da en el Imperio, donde la nieve cubre el suelo con una gruesa capa». Allí sólo había lluvia, aun que una lluvia tan fría que parecía que un millar de cuchillos le herían a uno la piel. Sus pies chapoteaban en el suelo, y el cielo tenía el color del plomo. Las rocas asomaban entre la turba. «Casi prefiero la nieve», pensó. Allí, daba la impresión de que los cielos lloraban junto con la tierra.
A pesar de todo, el paisaje no carecía de belleza. En ocasiones, cuando pasaban ante aberturas entre los árboles, captaba atisbos de onduladas colinas puntiagudas, por cuyas laderas descendían a saltos juguetones arroyos. De vez en cuando le parecía haber atisbado un venado o un corzo que se movían por el bosque. En ese momento avistó a lo lejos una fina columna de humo que ascendía hacia el cielo. Al principio, no estaba seguro, ya que se fundía de tal modo con el cielo que resultaba casi invisible, pero tras unas pocas leguas más de avance agotador, supo que se aproximaban a un sitio habitado, y que el elfo había estado guiándolos hacia allí desde el principio. «Su vista es mucho, mucho más aguda que la mía», comprendió Félix.
Le maravillaba la confianza del elfo. Él no podría haber mantenido su aire de supremo autocontrol con Gotrek murmurando a sus espaldas. No obstante, el elfo no daba señal alguna de preocupación. Avanzaba calma y remilgadamente ladera abajo, sin fallar un solo paso por muy resbaladiza que estuviese la turba. A despecho de su apariencia debilucha, parecía incansable. Al estudiarlo, Félix reparó en otras cosas. Mientras sus botas estaban manchadas de fango, que también había salpicado la capa y los calzones, y las de Gotrek estaban mugrientas y salpicaduras de arcilla rojiza le tiznaban los brazos desnudos, Teclis estaba tan limpio como cuando habían comenzado a andar: sus botas brillaban, el ropón azul rielaba, y ni siquiera la punta del báculo, que tocaba el suelo, se veía manchada.
Félix se preguntó cómo era posible algo así. ¿Acaso sus prendas estaban encantadas de modo tal que repelían la suciedad, o había hecho algún hechizo que lograba ese efecto? Por haber escuchado a Max Schreiber, Félix sabía que cada vez que un hechicero usaba la magia, esto le costaba una parte de su fuerza y resistencia personales, y que era algo que lo cansaba tanto como el correr una carrera cansaría a un humano normal. Sin duda, ni siquiera un hechicero tan poderoso como parecía serlo el elfo gastaría sus fuerzas sólo para mantenerse limpio. «¿O tal vez sí lo haría?», pensó Félix. Teclis mostraba unos remilgos felinos que, según Félix supuso, debían ser típicos de los elfos. No sólo eso, sino que cada vez que el viento soplaba por el lado de Teclis, le traía el aroma de un perfume ligeramente almizclado, como el que podría llevar una mujer. Los nobles del Imperio utilizaban pomas para protegerse contra los hedores de la calle, pero sabía de pocos que se perfumaran. «Otra cosa en la que los elfos se diferencian de los hombres», pensó.
A pesar del casco, las elaboradas joyas y la fina seda de su ropón, no había nada afeminado en el elfo. Vestía según unas pautas diferentes de las de los hombres, eso era todo. Los nobles humanos se vestían como pavos reales para lucirse, para exhibir su riqueza. Tal vez lo mismo sucedía con los elfos. En ése había algo muy aristocrático, un aire de arrogancia y languidez que a Félix le hubiese resultado enfurecedor en un noble humano, pero que de algún modo no le molestaba en el elfo. No tenía la sensación de que el elfo se comportara así para ponerlo a él en su sitio, como hijo de un engreído comerciante que se mezclaba con las clases superiores, sino que se trataba del aire natural de la Raza Más Antigua.
Y entonces, se le ocurrió la pregunta de si una gran parte de la pose de la aristocracia humana no estaría basada en una imitación del comportamiento de aquella raza, muy antigua y culta. De todos modos, nunca se hallaría en posición de averiguarlo. Y en la situación en la que se hallaban, tampoco era que importase mucho.
Volvió a mirar la columna de humo que ascendía y experimentó un escalofrío de vaga aprensión. Allí eran extranjeros, y había oído rumores que decían que todos los habitantes de Albión eran caníbales. Tal vez, sólo se tratara de cuentos de marineros. Corrían otras historias de sacrificios humanos y monstruos que moraban en los pantanos. Toda aquella tierra estaba amortajada por nieblas impenetrables y bordeada por afiladas rocas salvajes, de modo que los marineros raras veces bajaban a tierra, como no fuese a causa de un naufragio, y de éstos eran aún menos los que regresaban para narrar el traicionero viaje. Y en cualquier caso, ¿quién sabía si podía confiarse en sus historias? Los marineros no eran conocidos por la sinceridad a la hora de hablar de sus viajes en las tabernas.
En retrospectiva, el viaje de pesadilla por las sendas de los Ancestrales ya comenzaba a adquirir la calidad de los sueños. Dudaba de que la mente humana fuese realmente capaz de absorber lo que había visto allí. Parecía todo tan irreal; en particular, estando empapado de la lluvia demasiado real de Albión. Apartó a un lado los oscuros pensamientos.
¡Albión! ¿Estaban realmente en Albión? Teclis parecía seguro de que así era, y se trataba del más indicado para saberlo. ¿Y qué había de sus otras afirmaciones sobre que los demonios podrían percibir a Félix e incluso ir a buscarlo? Esa parte de su experiencia le resultaba demasiado fácil de aceptar, ya que antes se había encontrado con esas criaturas en Praag y Karak-Dum. No le cabía duda alguna acerca de su malevolencia ni del hecho de que podrían tomarse como algo personal su huida. Elevó una plegaria a Sigmar para pedirle la salvación de su alma, pero dado lo eficaces que sus plegarias habían sido en el pasado, no esperaba ninguna ayuda del Portador del Martillo. Su mano volvió a desplazarse hacia el amuleto protector que le había dado el elfo, quien le había advertido que no se lo quitara nunca, ni siquiera cuando durmiese. Era una hermosa pieza de artesanía élfica. La cadena era de alguna aleación de plata, y el amuleto estaba formado por un disco de marfil taraceado con curvadas runas élficas, todas de plata. Félix esperaba que fuese tan poderoso como bello, ya que el pensamiento de que su alma terminara devorada por un demonio no le resultaba placentero.
Devolvió su atención a Gotrek. El Matatrolls se mostraba todavía más hosco de lo habitual. Su único ojo sano se clavaba en la espalda del elfo, como si estuviese considerando utilizarla para practicar con el hacha. Al recordar cómo Gotrek había talado el árbol sin mayores esfuerzos, Félix se sintió más impresionado que nunca por la compostura de Teclis. Sin embargo, no esperaba que Gotrek atacase al elfo; en todo caso, no sin advertencias. Derribar a un oponente desarmado y por la espalda no era propio del Matatrolls.
Igualó su paso con el del enano, pero Gotrek se limitó a echarle una mirada feroz y apartar los ojos. Félix se encogió de hombros y se adelantó para hablar con el elfo. Cualquier cosa serviría para distraerlo de esa gélida lluvia incesante.
—¿Estás emparentado con el Teclis que luchó junto a Magnus el Piadoso?
—Soy ese Teclis.
Félix apenas logró impedir que se le cayera la mandíbula. Una cosa era especular sobre algo semejante, y otra muy distinta que se lo confirmaran. El elfo le dedicó una mirada de maliciosa diversión.
—Largas son las vidas de los elfos —dijo.
—Cortas son las paciencias de los enanos —murmuró Gotrek, cuya voz sonó justo lo bastante alta como para que lo oyeran.
Félix no sabía muy bien qué decir a continuación. ¿Qué se decía cuando uno conocía a un personaje sobre el que había leído en los libros de historia cuando era niño, alguien que se había codeado con los contemporáneos de los bisabuelos de los tatarabuelos de uno? Supuso que había muchas preguntas por las que sus profesores habrían matado para lograr que él las formulase, pero en ese instante tenía la mente en blanco.
—¿Y cómo fue? —preguntó.
—Desesperada, sucia, sangrienta y vil —replicó el hechicero—, como la mayoría de las batallas. Vi morir a amigos antes de lo que les correspondía. Ahora quedan pocos elfos, y cada uno que se pierde constituye una tragedia.
—Eso es cuestión de opiniones —refunfuñó el Matatrolls.
El elfo hizo caso omiso de él con una compostura extraordinaria, y Félix supo que él no podría haber hecho lo mismo.
—¿De verdad luchaste contra el Rey Brujo de Naggaroth?
—Me sorprende que estés enterado de esas cosas —dijo Teclis.
—Mi padre es comerciante, y a menudo hace negocios en Marienburgo. Allí hay una colonia de elfos. Corre la voz, se cuentan historias.
—Ya me lo imagino. Los comerciantes siempre andan con chismorreos. Supongo que debe de ser parte de su oficio.
Félix reparó en otra característica del elfo. Su forma de hablar tenía el mismo tipo de acento que él le había oído usar a su abuelo cuando era un niño muy pequeño. En el tono de sus palabras había un marcado ritmo arcaico, lo que sugería que se trataba de un ser de mucha edad, un hecho que contradecía de modo singular el aspecto juvenil del elfo. De repente, recordó a la condesa, la antigua mujer vampiro que había conocido en Sylvania, y se estremeció, aunque esa vez no fue debido al frío.
—¿Sucede algo? —preguntó el elfo con tono cortés—. ¿Acaso mis palabras te han trastornado?
—No; simplemente me has recordado a alguien que conocí una vez.
—Por tu expresión, no se trata de un recuerdo agradable.
A Félix le sorprendió que el elfo fuese tan perspicaz respecto a los humanos, aunque supuso que, tras varios siglos de encontrarse con ellos, debía tener una penetración psicológica que pocos poseían. Una vez más, sus pensamientos volvieron a los vampiros, y de ellos a Ulrika, y eso tampoco resultó agradable.
—Era un vampiro —le soltó Félix.
Gotrek profirió un corto ladrido a modo de risa, y Félix imaginó que la comparación le parecía más que adecuada.
—¿Has conocido a uno de los resucitados? —preguntó Teclis, y Félix vio que estaba interesado.
—De hecho, a varios.
—Parece que has tenido una carrera interesante, Félix Jaeger. Constantemente me sorprende las muchas cosas que los humanos lográis amontonar en vuestras cortas vidas.
Félix se daba cuenta de que Teclis no intentaba ser ofensivo, pero comenzaba a entender lo que les disgustaba a los enanos de los elfos. Empezaba a revisar sus primeras opiniones respecto a los modales de Teclis. El tono de su voz era ligeramente paternalista sin que intentara serlo, y precisamente eso hacía que fuese peor.
—Puedo ver que te he ofendido en algo —dijo el elfo, aunque el timbre dejaba claro que no le preocupaba lo más mínimo.
Tal vez, los sentimientos y opiniones de los seres inferiores carecían por completo de relevancia si uno era un hechicero poderoso de siglos de edad. Félix se obligó a sonreír con benevolencia. «Este juego pueden jugarlo dos personas», pensó.
—En absoluto. He sido yo quien te ha ofendido al compararte inadvertidamente con uno de los no muertos. Si te he ofendido, te pido disculpas.
—No es necesaria disculpa alguna, Félix Jaeger. No lo he tomado como una ofensa.
«Probablemente, sea lo mejor», pensó Félix, ya que lo último que quería era que aquel poderoso mago se enfadara con él. La situación del momento ya resultaba lo bastante explosiva en potencia sin necesidad de que él aumentara la tensión.
—¿Qué pensaste de los Resucitados? —El tono del elfo era genuinamente curioso—. ¿Por qué te recuerdo a uno de ellos?
—No es exactamente que tú me los recuerdes —replicó Félix, que escogía las palabras con cuidado—, sino que estaba pensando que, al haber tenido una vida tan larga, tal vez podías tener unos puntos de vista y una penetración similar de la mente humana.
—No. Los Resucitados consideran a tu raza como una presa —replicó Teclis—. Hay varias monografías fascinantes del período de los condes vampiros que exponen sus puntos de vista de modo muy convincente. Reflexiones sobre la mortalidad, la inmortalidad y la inmoralidad, de Manheim, por ejemplo.
—Nunca oí hablar de él —reconoció Félix.
El joven se sentía muy sorprendido. Se consideraba bastante erudito, y sin embargo no había oído hablar ni del autor ni de la obra.
—El autor era uno de los Resucitados, un lacayo de uno de los Von Carstein. Era algo así como un filósofo. Sus libros se imprimían de forma privada y se distribuían entre los de su clase. Algunos cayeron en manos de Finreir después de las guerras de los condes vampiros, y los llevó a Ulthuan cuando regresó.
—Cualquier otro que fuera encontrado, probablemente fue quemado por los cazadores de brujas —dijo Félix.
—Lo sé —asintió el elfo—. Y eso fue un crimen atroz.
—¿Un crimen atroz? Yo no lo creo. ¿Qué puede haber de atroz en destruir la obra de una de esas malvadas criaturas?
—Nunca es bueno destruir el conocimiento —le aseguró Teclis—. ¿Y quién puede decir lo que es bueno y lo que es maligno? Manheim no se consideraba a sí mismo más malvado que un granjero humano. De hecho, creía que era menos malvado, puesto que no mataba a su ganado, sino que hacía todo lo posible para procurar el bienestar del mismo.
—Eso es algo que sólo un elfo podría decir —declaró Gotrek.
—Lo dijo Manheim, no yo. Él no era un elfo.
—Comparar a la gente con el ganado implica posesión —dijo Félix—. ¿Es correcto poseer a las personas?
—Los elfos lo han hecho en el pasado. Los humanos aún lo hacen.
—Los enanos nunca lo han hecho —puntualizó Gotrek.
—Sí, sí —dijo Teclis—. ¿Qué te parece si damos por sentado que tu raza goza de superioridad moral respecto a todas las otras? De ese modo, estaremos de acuerdo con los propios enanos.
—Los elfos aún poseen personas. Humanos, enanos, elfos —dijo Gotrek—. Los esclavistas aún atacan las costas.
—Es verdad —intervino Félix.
—Los elfos oscuros —aclaró Teclis.
—¿Es que los hay de alguna otra clase? —preguntó Gotrek.
Teclis se detuvo por un momento y se volvió para mirar al Matatrolls. Parecía a punto de perder la paciencia, y en los labios de Gotrek asomó una ancha sonrisa de expectación.
—Hay enanos que adoran al Caos. ¿Significa eso que todos los enanos son adoradores del Caos?
Los nudillos de Gotrek se pusieron blancos mientras la mano apretaba el mango del hacha. Alzó la otra y pasó el pulgar a lo largo del filo de la hoja; en el dedo apareció una brillante gota de sangre. Félix sabía que tenía que hacer algo antes de que la violencia estallara inevitablemente.
—Estoy seguro de que sólo los seguidores del Caos se beneficiarían si surgiera la división entre nosotros en este momento. Tenemos que cumplir una misión que es más importante que los insignificantes altercados.
—No hay nada de insignificante en acusaciones como ésas, humano —dijo Gotrek, en cuya voz había una gran dureza.
—No hago más que señalar el fallo de tu lógica, no acuso a nadie de nada —aclaró Teclis.
—Y una vez más se demuestra lo acertado del viejo refrán: un elfo es capaz de retorcer el significado de las palabras para que se adapten a cualquier propósito.
—Es un refrán de los enanos, imagino. Podría responder con un refrán de los elfos…
«¿Qué diantre sucede con estos dos?», se preguntó Félix. Raras veces Gotrek se mostraba particularmente racional, pero no era estúpido. Sin duda, se daba cuenta de la necesidad que tenían de cooperar. Teclis parecía un ser muy inteligente, pero resultaba obvio que el enano tenía algo que lo irritaba hasta la furia. Era como observar a un gato y un perro que se contemplaran el uno al otro. A decir verdad, sentía que su propia paciencia comenzaba a acabarse.
—Gatos y perros, elfos y enanos, hombres y bretonianos —dijo.
—¿Qué? —preguntó Teclis, y Gotrek se limitó a lanzarle una mirada feroz.
—Es un viejo chiste —explicó Félix— del Imperio, de donde procedo yo. He pensado que como estáis exhibiendo vuestros prejuicios, también podía yo exhibir los míos.
—¿Acaso tu viaje por el infierno te ha dañado la mente, humano? —preguntó Gotrek.
—Estoy seguro de que se trata de un buen ejemplo del humor humano —comentó Teclis con un tono de voz que era bastante más gélido que el viento.
«Fantástico —pensó Félix—. He conseguido que se olvidaran el uno del otro por el sistema de hacer que se enfaden conmigo». Se daba cuenta de que constituía una estrategia eficaz, pero no estaba seguro de sobrevivir muchos días si seguía aplicándola.
Félix se encogió de hombros, y la capa, empapada como una sopa, se movió de modo incómodo. Tenía ganas de comparar el comportamiento de aquellos dos con el de los niños, pero creía saber que eso no sería bueno para su salud.
—Tal vez —dijo en cambio—, deberíamos concentrarnos en el problema inmediato. Pensaba que tú querías salvar a tu pueblo, Teclis de Ulthuan. Y creía que tú habías hecho juramento de ayudarlo, Gotrek.
El enano se erizó por un momento, y Félix temió por su propia vida, pero luego, como un perro de ataque que decide no lanzarse a la garganta de alguien, se relajó y bajó el hacha.
—Algo está sucediendo cuando un enano necesita que un humano le recuerde su palabra —dijo.
De hecho, parecía ligeramente avergonzado, y Félix se alegró de que Teclis fuese lo bastante elegante como para no deleitarse con eso. En realidad, el elfo también parecía un poco avergonzado. «Tal vez, pueda sobrevivir, después de todo», pensó Félix. Entonces, reflexionó acerca de la naturaleza voluble de sus compañeros y pensó en la situación. «Tal vez, no».
* * *
Se encontraban en un montículo y posaban la mirada sobre el poblado más insólito. Incluso en el brumoso crepúsculo, su rareza resultaba evidente. Estaba construido en mitad de un lago, en medio de una masa de juncos, y las casas parecían alzarse sobre pilares o estar situadas sobre pequeñas islas artificiales. De hecho, la palabra casas no era la más adecuada, ya que parecían mucho más primitivas que las moradas de los campesinos sylvanos. Las conectaban calzadas de fango y troncos, y en el interior, relumbraba el fuego. Unas pocas personas aún se encontraban en el exterior; algunas sentadas en las calzadas, pescando, y otras flotaban sobre el lago en barquillas de cuero. Había quienes parecían estar caminando por la superficie, y Félix sospechó que usaban magia hasta que una mirada más atenta le reveló que se desplazaban sobre zancos.
El joven Jaeger miró a Teclis.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó.
—Será mejor que busquemos cobijo para pasar aquí la noche. Habrá comida, calor y tal vez un refugio donde pueda realizar los rituales necesarios.
—¿Y qué rituales serán ésos? —preguntó una voz cerca de ellos.
Tanto el elfo como el enano reaccionaron de un modo instantáneo.
Gotrek alzó el hacha y giró sobre sí mismo. Teclis alzó el báculo, a cuyo alrededor danzó un nimbo de luz. Félix quedó impresionado. Nunca antes había conocido a nadie que tomara por sorpresa al Matatrolls, y tampoco el elfo parecía alguien a quien pudiese tenderse una emboscada con facilidad.
Se llevó la mano al puño de la espada, pero no la desenvainó.
—Paz —dijo la voz. Tenía un suave acento rítmico, pero en ella no había rastro alguno de debilidad—. No hay necesidad de violencia entre nosotros. Simplemente, he hecho una pregunta cortés.
—En el lugar del que procedo —intervino Félix—, es costumbre que un hombre se presente antes de interrogar a los otros.
—¿Y qué lugar es ése, joven amigo mío?
Félix entrecerró los ojos para penetrar la oscuridad y ver quién podía ser aquel maníaco suicida. Le había dado al hombre una excusa para presentarse de forma civilizada ante los dos seres más peligrosos que Félix había conocido jamás, pero parecía completamente decidido a no aprovecharla.
Apenas pudo distinguir la silueta de un anciano, nudosa como una rama de roble y de aspecto igualmente duro. Llevaba pantalones y una capa plisada de tartán que se camuflaba con la vegetación. Tenía una larga espada colgada de través sobre la espalda. Se apoyaba en una larga lanza como si fuese un báculo. Tenía la nariz pequeña y chata, una sonrisa ancha y dientes amarillos y de aspecto feroz. En sus brillantes ojos azules apareció un destello malicioso al devolverle a Félix la mirada inquisitiva. Unos extraños tatuajes angulares le decoraban las mejillas y la frente.
—El Imperio —respondió Félix, y el anciano se echó a reír.
—Hace mucho tiempo que nadie del Imperio ha logrado atravesar las nieblas, no desde los tiempos de mi abuelo, cuando llegaron los pieles verdes, engendros del infierno.
—Te refieres a los orcos… Ellos no pertenecen al Imperio —aclaró Félix.
—Ocupan las mismas tierras de clan —insistió el anciano.
—¿Y los hombres del Imperio llegaron al mismo tiempo? —preguntó Teclis.
El anciano le dedicó una mirada de estudiado desprecio.
—Sólo tus gentes van y vienen a voluntad, engendro de Naggaroth —dijo el anciano—. Y para cuando esta noche haya acabado, habrá un elfo menos, a no ser que entreguéis vuestras armas.
Gotrek se limitó a mirarlo con incredulidad. El desconocido alzó una mano y profirió un penetrante silbido.
De entre las altas pasturas aparecieron una veintena de arqueros. Y lo más asombroso de todo para Félix fue que del lago salieron más lanceros con sus largos arpones echados atrás como lanzas a punto de ser arrojadas.
—No hay necesidad de violencia —dijo Teclis.
—Me temo que sí la hay —respondió el anciano—, a menos que entreguéis vuestras armas ahora mismo.
—Esta hacha la cogeréis de mi fría mano muerta —declaró Gotrek—, aunque me duela tener que defender a un elfo.
Félix dio un respingo, pues en cualquier momento esperaba sentir cómo una flecha se le clavaba en la espalda o en un ojo. Ciertamente, las cosas no tenían buen aspecto. Justo en ese momento, la lluvia empezó a caer de nuevo.