Capítulo 10

10

Félix vio que las mudables corrientes del extraño espacio que los rodeaba volvían a cambiar. Rostros monstruosos se apretaban contra el exterior de la esfera. Algunos se parecían a los de personas que había conocido en otros tiempos —Ulrika, Max, Snorri, Aldred y muchos otros—, pero estaban monstruosamente mutados, provistos de colmillos y llenos de malevolencia. Algunos eran como los de su padre y hermanos, y otros completamente irreconocibles, a pesar de que todos compartían la misma apariencia inquietante y malvada.

Algunas de esas presencias tenían rostros de mujeres y niños enanos, así como de varones; los había que guardaban un claro parecido familiar con el Matatrolls. Otros eran elfos, hermosos y de aspecto mortífero; había apuestos varones y bellas mujeres, y una gigantesca figura ataviada con una armadura incrustada de runas. Oyó que sus compañeros proferían exclamaciones ahogadas al reconocer algunos de los semblantes. Gotrek escupió una maldición y dirigió su hacha hacia la periferia de la esfera.

La hoja la atravesó y hendió uno de los rostros que se reían. Entonces, sonó un alarido horripilante, y la esfera se estremeció y pareció a punto de deshacerse. El elfo profirió un jadeo de dolor.

—¡No hagas eso! —dijo—. Si rompes la esfera, nos hundiremos todos en esa materia vil. Es lo único que nos protege en este momento.

—Yo no necesito protección —declaró Gotrek, furioso.

—No estés tan seguro de eso, enano —respondió el elfo, y en aquella voz musical apareció un tono duro que no había tenido antes—. Incluso esa hacha sólo podría protegerte durante un cierto tiempo dentro de estas corrientes místicas. Pronto te volverías como ellos: almas perdidas, demonios; una deshonra para tu clan.

El elfo añadió la última parte de la frase como si se le hubiera ocurrido en el último instante, pero Félix creyó ver en eso una mordacidad sutil. Gotrek hizo una mueca.

—Yo ya soy una deshonra para mi clan.

—En ese caso, no tendrías ninguna posibilidad de redención, sólo una oportunidad de aumentar tal deshonor.

A pesar de ser un elfo, resultaba obvio que sabía algo acerca de los enanos. Gotrek guardó silencio, sólo roto por las maldiciones que profería de vez en cuando.

Antes de que Félix tuviese oportunidad de decir nada, un misterioso sonido agudo atravesó la esfera. Era como el que podrían hacer las almas en estado de éxtasis: calmo, plácido y maravilloso. Prometía todo lo que el corazón pudiese desear: paz, si uno estaba hastiado de luchar; felicidad, si se estaba cansado de la melancolía; incluso el júbilo puro parecía posible entonces, y para siempre.

Al principio, pareció absurdo que aquellos rostros pudiesen entonar una canción semejante. Félix se dio cuenta de que sólo se trataba de algún hechizo sutil usado por los demonios con el fin de engañarlo. Era una treta patética, un señuelo obvio que resultaba tan fácil de detectar como de prescindir de él. Luego, miró con mayor atención y vio que los rostros habían cambiado. Eran más amistosos y le sonreían como si fuese un ser querido que se había marchado largo tiempo antes y acababa de regresar.

—Todavía no pueden atravesar mi escudo, a menos que tu compañero los ayude con su hacha —dijo Teclis—, pero es sólo cuestión de tiempo. Rézales a tus dioses humanos para que podamos escapar antes de que lo consigan. En este lugar, ninguno de nosotros tendrá la fuerza necesaria para resistirse a ellos durante mucho tiempo.

«¿Qué quiere decir el hechicero?», se preguntó Félix. Cada vez resultaba más evidente que los seres que estaban allí fuera no querían hacerles ningún daño. Eran amistosos, cordiales… Todo lo sucedido antes no había sido más que un malentendido. Estaban deseosos de compartir con ellos los secretos de la felicidad eterna. Todo cuanto tenía que hacer era estar dispuesto a escucharlos.

Una parte de Félix sabía que eso, sencillamente, no era verdad. Se trataba de falsas promesas de demonios; pero la parte de él que estaba asustada y cansada quería desesperadamente creer que lo que decían era cierto, y poner fin al sufrimiento y la ansiedad para siempre. Elevó una plegaria a Sigmar. Había formas en que los demonios más sutiles influían en los hombres; los tentaban cuando tenían las defensas más bajas, prometiéndoles el fin de sus afanes. Sabía que no debía creerlos, pero a pesar de todo deseaba hacerlo. Peor aún, sabía que, a medida que aumentaba su deseo, se debilitaban los hechizos que lo protegían. Sus propias conexiones con los demonios estaban disminuyendo la fortaleza de los escudos.

Vio otro rostro que reconoció. Era el de la criatura que lo había atormentado, pero ya no parecía tan malvada como antes. Tenía un aire avergonzado, como si pidiera disculpas. A pesar de sí mismo, Félix sintió el impulso de responder.

En el exterior de la esfera, las sendas de los Ancestrales pasaban a gran velocidad. En torno a ellos, los demonios se apiñaban esperando el momento en que los hechizos protectores cedieran.

* * *

Teclis sabía que sólo era cuestión de tiempo que sus protecciones se erosionasen. El hacha del enano había hendido el tejido. Podría haber rehecho la trama de nuevo si hubiese tenido la oportunidad, pero en ese momento apenas si lograba mantener los bordes del corte unidos. Peor aún, Félix Jaeger estaba flaqueando. Ya tenía una conexión con los demonios del exterior por haber caído una vez en sus garras. Si salían de ésa con vida, Teclis sabía que antes o después podría tener que realizar algunos rituales de exorcismo con el fin de eliminar aquella contaminación del alma del hombre y cortar cualquier lazo residual que quedara entre él y las criaturas del infierno. Si sobrevivían… En ese preciso momento, debía hallar una forma de asegurar que así fuese.

Una mirada al enano le bastó para comprobar que en éste no se manifestaba debilidad alguna. En todo caso, la raza de los enanos era más resistente que la de los elfos a las tentaciones del Caos; había sido incluida cierta testarudez en su naturaleza en los primeros momentos de la creación. Y aunque no hubiese sido así, el arma que blandía Gotrek Gurnisson lo habría protegido de cualquiera de aquellos ardides. No cabía duda de que las primeras criaturas que atravesasen las defensas del hechicero hallarían una muerte definitiva; no obstante, después de eso, Teclis no veía cómo podría sobrevivir ni siquiera aquel poderoso enano en ese lugar.

Lo más frustrante era que podía percibir que se estaban acercando más al origen de las alteraciones que él había estado siguiendo. Con cada segundo, se hallaban más próximos a los grandes latidos de poder que amenazaban con destruir esa antigua red de caminos. Con que sólo dispusieran del tiempo necesario, él estaba seguro de que sería capaz de localizar el origen de la alteración y neutralizarla. En términos de distancia, en el interior de los senderos, no les quedaba mucho por recorrer. Por desgracia, era sólo cuestión de segundos antes de que las defensas se desmoronaran y ellos se vieran arrojados a la corriente, donde deberían enfrentarse a los demonios como pudieran.

Mientras ese pensamiento pasaba por su mente, advirtió la presencia cercana de un arremolinado vórtice de energía. Se trataba de un sendero de salida, estaba seguro de ello. Si disponían de unos pocos segundos, podrían llegar hasta él y volver al mundo de los hombres, los elfos y los enanos. El canto de sirenas se hizo más sonoro, y una mano provista de zarpas atravesó la esfera protectora. Percibió la presencia de los demonios en torno a ellos. No quedaba otra alternativa; si iban a escapar tendrían que hacerlo entonces y enfrentarse luego con las consecuencias de la decisión que estaba a punto de tomar.

—Preparaos para la batalla —dijo al mismo tiempo que los precipitaba de cabeza hacia el portal.

* * *

Félix oyó lo que decía el elfo y se preparó. No tenía ni idea de qué estaba a punto de suceder, pero dedujo que no iba a ser bueno. Casi lamentaba que el elfo hubiese interrumpido su ensoñación, porque pensaba que había estado más cerca que cualquier otro hombre antes que él de comprender a los moradores de aquel extraño y maravilloso lugar. Sabía que con que sólo lograse comunicarse con aquellas extrañas inteligencias, podría conseguir cosas maravillosas que superarían con mucho los sueños de los mortales corrientes.

Todos esos pensamientos fueron barridos a un lado cuando sintió una aceleración repentina. Se liberaron de los seres que los perseguían y se dirigieron hacia un remolino de luz. Momentos más tarde, fueron lanzados a través de lo que parecía una atmósfera normal y aterrizaron sobre dura piedra. Félix sintió que todo el aire era expulsado de sus pulmones por la fuerza del impacto. Rodó al tocar el suelo. Pese a que hizo todo lo posible por reducir la velocidad que lo impulsaba, supo que estaba obteniendo unos cuantos rasguños más.

Con rapidez, se puso de pie. Una vez más se encontraban en un largo corredor de piedra como aquel en el que él y Gotrek habían estado antes de verse arrojados al interior del vórtice de extraña energía. Detrás de ellos, había una arcada relumbrante, parecida a las que había visto antes, aunque ésta tenía talladas unas runas diferentes. Gotrek ya se había incorporado, veloz como un gato, y se había vuelto para encararse con la arcada. De algún modo, el elfo se mantenía flotando en el aire a la altura del hombro, rodeado por un extraño resplandor místico. Rayos prisioneros describían círculos alrededor del báculo, y las gemas engarzadas en los brazales y el alto casco despedían una luz sobrenatural. La expresión de su semblante era tan ceñuda como la de Gotrek. Ambos parecían preparados para la lucha.

Félix se llenó los pulmones de aire y agradeció la sensación sustancial que le proporcionó, a pesar de ser húmedo y oler a moho. Cualquiera que fuese la sustancia que había estado respirando en los senderos, era algo mucho más enrarecido. Se sentía ligeramente mareado, pero se mantuvo erguido y aguardó la llegada de lo que fuese que esperaban sus compañeros.

Y no tuvo que aguardar mucho. Al cabo de escasos momentos, formas demoníacas, humanoides pero aladas, provistas de colmillos y garras, ya habían tomado forma en la resplandeciente luz de la arcada y emergían como nadadores del agua. Aquella visión no tranquilizó para nada a Félix. Algunos eran féminas, pero con la cabeza afeitada y enormes pinzas como las de un cangrejo. Desprendían un extraño olor almizcleño. Junto a ellos, había mastines provistos de largas lenguas prensiles y dulces ojos de liebre con un destello de humor maligno. El pensamiento de que podía reconocer semejantes cosas le resultó profundamente inquietante.

El jefe de todos ellos era un humanoide con alas de murciélago que le recordaba a la criatura que lo había torturado, pero que allí parecía a un tiempo más hermosa y más horrible. Detrás del jefe, vio otras criaturas que intentaban atravesar la arcada, cuyas runas relumbraban; mientras, rayos de luz rojiza recorrían la superficie luminosa. Los demonios y sus mastines proferían alaridos, pero no dejaban de avanzar. Era evidente que se había activado algún ancestral dispositivo colocado allí como defensa contra los de su especie, pero con independencia de lo que fuese, estaba entonces demasiado debilitado para contenerlos durante mucho tiempo.

Gotrek profirió una carcajada y se lanzó hacia adelante. La gran hacha hería y hacía pedazos a los demonios, que se desintegraban en una lluvia de chispas y un olor nauseabundamente dulce. No quedaban cadáveres. Mientras Félix observaba, algunas de las chispas intentaron atravesar otra vez la arcada, pero se encontraron con los rayos rojos y fueron destruidas.

A pesar de ver la suerte corrida por sus camaradas, otros demonios y sus bestias de largo hocico atravesaban el portal. Mediante la pura superioridad numérica, hicieron que el Matatrolls retrocediera y se alejara de la entrada. Gotrek, sin embargo, continuaba propinando hachazos, tajando y destruyéndolos a medida que se le acercaban. Unos pocos decidieron buscar una presa más fácil y dieron un rodeo alrededor del enano para avanzar hacia Félix y el elfo.

El joven Jaeger se lanzó contra el primero de los demonios femeninos, el cual intentó darle un golpe en la cabeza. La enorme pinza de langosta parecía capaz de partirle el cuello como si fuese una ramita. Él se agachó para evitarla y dirigió una estocada hacia arriba que atravesó la garganta del demonio. Éste desapareció en una nube de chispas y sólo dejó detrás aquel peculiar perfume almizcleño.

Félix ya había luchado antes contra esas criaturas, y, en aquella ocasión, habían parecido más difíciles de matar. Dudaba de que fuese él quien se hubiese vuelto más fuerte, así que sólo podía concluir que algo que había en la magia de aquel lugar las estaba debilitando y haciendo vulnerables. Daba la impresión de que si bien él y sus compañeros habían estado en desventaja dentro de la mágica red de los senderos, allí las tornas habían cambiado de un modo definitivo.

La criatura alada que lo había torturado a él se lanzaba en ese momento hacia Teclis, pasando por encima de la cabeza del Matatrolls. Se estrelló contra el resplandor que rodeaba al elfo y rebotó profiriendo alaridos. Colmado de cólera y deseo de venganza, Félix dio un brinco, clavó su espada en la entrepierna de la criatura y la retorció. También ese demonio desapareció y su esencia intentó fútilmente regresar al lugar del otro lado del portal.

En el rostro de Félix, apareció una sonrisa feroz mientras avanzaba para ayudar a Gotrek, aunque el enano no parecía necesitarlo. Ya se había abierto paso a través de los demonios que se enfrentaban con él. La acometida procedente del otro lado aminoró, y en ese momento, el elfo comenzó a entonar un hechizo. Al instante, las criaturas que quedaban fueron absorbidas de vuelta hacia el vacío y cortadas como por finos alambres al entrar en contacto con la red de rayos rojos de los Ancestrales. En cuestión de segundos, el corredor quedó limpio, aunque la aulladora masa de demonios era visible al otro lado del portal. Mientras Félix observaba, la luz rojiza pareció hacerse más gruesa y coagularse; formó primero una película translúcida y luego una dura capa opaca sobre el portal. Sacudió la cabeza, sin entender del todo lo que estaba sucediendo.

—Parece ser que esta incursión ha activado alguna protección antigua —comentó el elfo—. Por desgracia, nos impedirá también a nosotros volver a usar este portal durante bastante tiempo, aunque dudo de que usarlo sea una buena idea. Seguramente, los demonios estarán aguardando al otro lado con la esperanza de que seamos lo bastante estúpidos como para atravesarlo otra vez y permitirles tomar venganza.

Gotrek se chupó sonoramente los dientes, pero no dijo nada. La presencia del elfo era un factor de mucha tensión para él, y daba la impresión de que nada le gustaría más que coger el hacha y emprenderla a golpes. Félix se alegraba de que se contuviese, pues resultaba obvio que tenían una deuda de honor para con el hechicero.

—¿Dónde estamos? ¿Qué lugar es éste? ¿Cómo salimos de aquí? —preguntó.

—Nos encontramos dentro de un artefacto de los Ancestrales, y éste no es el momento ni el lugar para explayarse en explicaciones acerca de él. En cuanto a cómo salimos, seguidme. Si os place, señor enano —añadió el elfo con exagerada cortesía.

Los dedos de Gotrek se tensaron alrededor del mango del hacha. Félix vio que los nudillos se le ponían blancos. Un hombre sensato habría huido en ese mismísimo momento, pero el elfo no pareció darse cuenta de nada, y Félix comenzó a preguntarse si sus propios nervios podrían resistir la tensión de todo aquello durante mucho tiempo.

Echó a andar tras el elfo y meditó sobre lo que le había dicho. Los Ancestrales eran una leyenda, una raza de seres deiformes que habían desaparecido del mundo hacía mucho tiempo. Algunos eruditos afirmaban que eran los padres de los actuales dioses, desterrados por sus rebeldes hijos. Otros escribían que habían atraído sobre sí una maldición cósmica y habían huido. La mayoría de los libros no decían nada en absoluto. Sólo vagas insinuaciones podían hallarse incluso en los textos más antiguos.

A pesar de eso, el elfo parecía seguro de lo que había dicho, y él, precisamente, debía saberlo. Félix dedicó, entonces, una mayor atención al entorno, buscando indicios de los seres que habían construido aquellas cosas. La obra de piedra era de talla tosca, pero tenía grabados glifos de dibujo extrañamente serpentino. Félix no estaba muy seguro de cómo había recibido esa impresión, pero así era. Tal vez eran sólo dibujos decorativos, o quizá se tratase de protecciones. ¿Cómo podía saberlo? «Sin duda, Max Schreiber habría tenido una teoría acerca de esto», pensó. ¿Por qué nunca estaba cerca cuando lo necesitaba?

De repente, en su mente surgió un pensamiento. Parecía obvio que esos corredores eran un nexo entre el mundo real y el extraño mundo del otro lado del portal.

—Una antecámara —dijo en voz alta.

—Buena conjetura, Félix Jaeger —replicó el elfo—. Sí. Indudablemente, este lugar es un puente entre nuestro mundo y el lugar por el que corren esos senderos. No está aquí ni allí, sino atrapado entre los dos mundos.

—Y eso significa que al otro lado de este corredor hallaremos el camino de regreso a nuestro mundo —concluyó Félix.

—Os aseguro que así lo espero con todo mi ser —dijo Teclis—; de lo contrario, podríamos quedarnos atrapados aquí para siempre.

—Sepultado para siempre con un elfo —murmuró Gotrek—. Verdaderamente, éste es el portal del infierno.