8
Teclis emergió a través de la arcada y se encontró contemplando desde lo alto una escena de batalla. Dos figuras humanoides se hallaban cubiertas por una alfombra de moscas en medio de una repugnante bruma blanca que olía peor que un estercolero de orcos. Casi podía afirmar que una de las figuras era un enano. Su contorno resultaba más visible a través de las moscas que lo cubrían, y en una mano tenía un hacha que sólo podía ser un arma rúnica hecha por enanos; sin duda, era una de gran poder, pues no la cubría mosca alguna. Cuando los insectos tocaban la hoja se desvanecían y las runas brillaban con luz un poco más intensa.
Era el objeto que él había percibido. Lo que él había pensado, engañosamente, que podría ayudarlo. Sólo podía tratarse del hacha. Había otra arma mágica, una de factura más tosca y menor poder. El que la empuñaba había sido atrapado por un tentáculo del monstruo.
Teclis había estudiado todos los grimorios de los ancestros que habían vivido en la época en que los demonios caminaban por la tierra, pero tenía tanta experiencia con los demonios como podía tenerla cualquiera que no fuese seguidor del Caos, y no pudo reconocer la cosa que se hallaba ante sus ojos. Guardaba algún parecido con una bestia de Nurgle, una de las entidades menores que seguían al Señor de la Pestilencia, pero había crecido casi hasta el tamaño de un dragón y había mutado más allá de lo reconocible. Peor aún, parecía estar engendrando seres más pequeños a una velocidad espeluznante y, en el estado de ceguera en que se encontraba el enano, sólo era cuestión de tiempo que uno de esos seres lo alcanzara. Lo que sucedería entonces sería interesante porque, según dedujo, los gusanos eran un tipo de agentes infecciosos que contagiarían la contaminación del Caos a través del veneno, si no estaban haciéndolo ya con la sangre. ¿Aquella arma asombrosamente poderosa podría proteger al enano si eso sucedía, o emplearía su poder contra él como lo haría contra cualquier otra cosa contaminada por el Caos?
A pesar de que se sintió tentado de dirigir el experimento, Teclis se resistió. «Dos armas mágicas —pensó— blandidas por dos héroes». Allí tenía dos aliados que podrían resultar inestimables en la empresa que debía llevar a cabo, si podía persuadirlos para que entraran en razón. Tal vez por eso habían llamado su atención sobre ellos. En primer lugar, no obstante, sería mejor que ajustara cuentas con el demonio y sus engendros.
Teclis recurrió a los poderes almacenados dentro del báculo, ya que prefería valerse de ellos antes que de las contaminadas aunque potentes energías que fluían a través de las sendas de los Ancestrales. Entonó un hechizo de exorcismo y destierro, lo proyectó con puntería y constancia, y las bandas de alta magia salieron danzando desde sus manos extendidas. El conjuro separó el tejido de poder que envolvía las moscas y las redujo, de inmediato, a insectos carentes de inteligencia; después, tras añadir un pequeño componente incendiario al hechizo, las moscas ardieron. Conformó otro hechizo para purificar el inmundo aire contaminado por los efluvios del demonio, y luego concentró sus esfuerzos en la bestia, a la que envió múltiples líneas de energía, que describieron arcos y giraron al volar hacia la cabeza. El fuego mágico atravesó el cuerpo de la criatura como alambres al rojo vivo que traspasaran grasa rancia. La bestia profirió un alarido y sus risillas cesaron.
Con la vista despejada de zumbadores insectos, el enano no necesitó otro aliento para atacar. Cargó y su enorme hacha hendió la fina piel del demonio. Los lamentos de la criatura se intensificaron cuando fue herida por la hoja incrustada de runas relumbrantes. Los gigantescos tentáculos se desenroscaron mientras la criatura se retiraba presa del dolor, y el hombre que sujetaban salió despedido hacia el otro lado del corredor, como arrojado por una catapulta.
Teclis invocó un pequeño pseudosilfo para que lo atrapara en el aire y amortiguase la caída. Se trataba de una diminuta criatura etérea, formada por energía mágica con la finalidad de que cumpliera con la voluntad del hechicero elfo; así pues, era una extensión de sí mismo más que un auténtico espíritu elemental, aunque se trataba de una forma con la que le resultaba más fácil manifestar sus poderes.
Tal fue la velocidad a la que el hombre salió despedido que Teclis no resultó lo bastante rápido. Para cuando le hubo dado al silfo la orden de actuar, el humano ya había atravesado la arcada para desaparecer en las sendas de los Ancestrales.
Pareció que el enano apenas reparaba en ello, ya que sólo le echó una fugaz mirada. No obstante, su único ojo bueno se entrecerró al ver a Teclis; luego, volvió a emprenderla a hachazos con la gigantesca criatura del Caos. El demonio se retiró sin más, deslizándose hacia la oscuridad, y sus vástagos lo siguieron. Teclis sabía que debía acabar pronto con aquella farsa si deseaba aprovechar la oportunidad que se le había presentado y envió otra ola de poder mágico tras la criatura. A consecuencia de ello, los gusanos fueron incinerados y la carne de la progenitora se carbonizó.
Tras proferir un alarido, la bestia murió.
El enano escupió sobre los humeantes restos, y luego se volvió para encararse con el hechicero.
—Y ahora, elfo, me ocuparé de ti.
* * *
Félix sintió una repentina ola de calor a su alrededor y luego el zumbido cesó. Al abrir los ojos, vio un halo de polvo carbonizado que caía de su cuerpo. El tentáculo se apretó en torno a sus costillas, lo que le causó dolor y lo dejó sin aliento. Se sintió como si sus huesos estuviesen a punto de partirse. Desesperado, aferró la espada e intentó herir con ella la monstruosa extremidad, pero no se hallaba en el ángulo adecuado para conseguirlo.
Oyó resonar el grito de guerra de Gotrek, y el hacha del enano hirió al demonio. Un resplandor dorado inundó el aire y una brisa arremolinada disipó el sofocante hedor de la bestia. «¿Qué está sucediendo?», se preguntó al mismo tiempo que se intensificaba el resplandor y unas líneas de fuego hendían el cuerpo del demonio. Alguien estaba haciendo magia; eso resultaba más que evidente. ¿Acaso Max los había seguido?
Antes de que tuviese tiempo de considerar nada más, el tentáculo de la criatura se desenroscó, y él voló por los aires. Involuntariamente, cerró los ojos, pues sabía que si se estrellaba contra el suelo o una pared desde esa altura y a la velocidad que llevaba, se partiría todos los huesos, y en el peor de los casos, moriría convertido en una pulpa gelatinosa como la de los gusanos. Se preparó para el impacto, que sabía que tardaría sólo segundos en llegar.
En cambio, sintió que lo rodeaba un aire fresco y, al abrir los ojos, vio que se encontraba al otro lado de la resplandeciente barrera, atrapado en medio de remolinos de colores. Sólo dispuso de unos pocos segundos para captar esa imagen, ya que luego se apoderó de él la aceleración. Era como si la velocidad que llevaba, ya enorme, hubiese aumentado en varias magnitudes.
Miró a su alrededor con desesperación, pero lo que vio no tenía sentido. Parecía estar volando, a través de una atmósfera respirable, por un corredor infinito, cuyas paredes cambiaban de color de un segundo a otro. Por él también se movían extrañas esferas destellantes, que latían y cambiaban, y que se fundían unas con otras como gotas de mercurio. Dentro de cada una parecía haber una rielante visión. No tenía ni idea de dónde estaba ni hacia dónde iba, y la sensación de desorientación que había experimentado en los oscuros corredores volvió a él multiplicada por diez.
Peor aún, estaba solo y prisionero dentro de alguna enorme trampa de brujería de la que no escaparía jamás.
* * *
Teclis miró al enano y consideró la posibilidad de morir. Cuanto más miraba aquella hacha, más aumentaba su respeto por el poder que traslucía. No le cabía duda de que se trataba de un arma rúnica ancestral del orden más elevado, ya que el aura de antigüedad que la rodeaba era claramente visible. Las runas brillaban deslumbrantemente, de un modo más potente que cualquier otra que hubiese visto jamás, y había visto muchas a lo largo de su vida.
Quien la blandía no resultaba en nada menos atemorizador. Parecía ser un enano normal, aunque de gran corpulencia y fuerza física, pero su aura le contó una historia diferente a la visión aguda y sensible del mago. El enano había sido cambiado en muchos sentidos, y la magia permeaba su ser, una magia que fluía desde el hacha y lo transformaba de un modo absoluto. Aún estaba cambiándolo. Era mucho más duro y fuerte de lo que cualquier enano tenía derecho a ser, además de mucho más inmune a los efectos de la magia. La fascinación luchaba con el miedo en el interior de Teclis. Allí tenía un ser en proceso de transformación, que estaba convirtiéndose en otra cosa bajo la influencia de una magia aún más antigua que la civilización élfica. Teclis habría pagado el rescate de un rey para tener la ocasión de estudiar aquella arma, pero en ese momento lo embargaban otras preocupaciones.
—No tengo disputa alguna contigo, enano —dijo.
—Eso puedo cambiarlo —replicó el enano, que se le aproximó con el hacha amenazadoramente alzada.
Teclis consideró las opciones que tenía. Había usado una gran parte del poder almacenado en el báculo, y las energías mágicas que podría extraer de allí, del interior de las sendas, estarían todas contaminadas por el Caos y, por tanto, probablemente se encontrarían con la resistencia del hacha. No habría apostado oro a favor de que, en esas circunstancias, pudiese vencer las runas protectoras del arma. En Ulthuan, las cosas podrían haber sido diferentes; pero ese sitio no era Ulthuan.
Desenvainar la espada y hacer frente al enano tampoco parecía una opción aceptable. Era un buen espadachín, pero una sola mirada bastaba para darse cuenta de que ni siquiera un arma mágica en manos de un luchador competente sería ni con mucho suficiente para obtener la victoria.
—Os he salvado la vida a ti y a tu compañero —dijo a la vez que retrocedía hacia la arcada.
En tales circunstancias, la discreción parecía más aconsejable que la valentía. No obstante, sentía aversión a la simple huida. Tenía el orgullo de toda la estirpe de Aenarion y más, y la sensación de que, en algún sentido, aquel enano era importante para él, de que aquel encuentro no era una simple casualidad.
—No me sienta nada bien esa sugerencia —replicó el enano, cuya voz tenía el sonido de la piedra raspando contra la piedra.
«Por supuesto que no —pensó Teclis al mirar el extraño peinado y los tatuajes, además de la actitud predominantemente malhumorada del enano—. Eres un Matador que ha jurado buscar la muerte en batalla. Así pues, no te he hecho ningún favor». Continuó retrocediendo a medida que el enano avanzaba, sin dejar de considerar las opciones que tenía, ni de buscar la clave que le proporcionara la ventaja en aquella situación. Sólo una cosa surgió de inmediato en su mente.
—Si de verdad deseas salvar a tu compañero, ahora debes trabajar conmigo —declaró Teclis.
* * *
Félix empezó a ver cosas al precipitarse de cabeza dentro de las esferas. Al principio, parecían casi informes, pero luego comenzó a reconocer imágenes, fugaces atisbos de sí mismo y de otros. Algunas de ellas eran, obviamente, evocaciones. Otras no podía recordarlas. Podrían haber constituido los sueños de otro, de no ser porque reconocía a las personas que intervenían.
Se vio a sí mismo de jovencito, en la casa paterna, discutiendo con su padre. Se vio como joven estudiante radical en la Universidad de Altdorf, bebiendo, adoptando posturas histriónicas y escribiendo poemas de poco valor en tabernas nada respetables. Vio el duelo que libró con Wolfgang Krassner y el cadáver de éste a sus pies, con espuma sanguinolenta manando aún de los labios. Vio la noche loca en que había conocido a Gotrek en la taberna Hacha y Martillo, y había hecho juramento de acompañarlo y dejar constancia escrita de su muerte. Vio el fatal encuentro de ambos con la caballería del Emperador, durante los disturbios del Impuesto sobre Ventanas.
Más imágenes colmaron sus ojos a medida que sus sentidos se volvían a un tiempo más reales y oníricos. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué medio era aquel por el que estaba moviéndose? Parecía responder al pensamiento y la memoria con rapidez mágica. No podía comprenderlo. Él no era un hechicero ni sentía deseo alguno de serlo. En ciertos libros de filosofía natural, había leído que el material del Caos era supuestamente como eso. Había oído decir que cosas similares sucedieron durante el primer cerco de Praag, antes de que interviniera Magnus el Piadoso y salvara la ciudad. La piedra había fluido como el agua, espantosos monstruos se habían corporeizado y las pesadillas habían caminado por las calles.
Más escenas pasaron fugazmente en torno a él. Vio un antiguo castillo de Sylvania donde él y Gotrek se enfrentaban con un vampiro y salvaban a una muchacha. Reconoció al vampiro por un cuadro que una vez había visto en el castillo de Drakenhof. Era Manfred von Carstein.
Vio una grandiosa batalla en la cual los ejércitos del Imperio se enfrentaban con hordas de orcos, y Snorri Muerdenarices caía en batalla y era llorado por un regimiento de Matadores. Vio una enorme montaña ardiente sobre la cual Gotrek luchaba con un demonio provisto de alas de murciélago que parecía una combinación de hombre y elfo, aunque mucho más grande. Sabía que esas cosas no habían sucedido jamás. ¿Se trataba de alucinaciones a las que había dado forma su cerebro febril, de profecías, de atisbos de mundos que podrían haber sido si hubiese seguido otro camino?
No lo sabía ni le importaba. Ya sentía que sus sentidos estaban a punto de ser abrumados; que si eso continuaba su mente se derrumbaría bajo el tremendo torrente de información y quedaría reducida a un despojo balbuciente. Entonces, vio que algunos de los otros objetos se aproximaban más y adquirían nueva forma. Sintió que las presencias se acercaban y cerraban el cerco a través del éter como tiburones que rodearan a un nadador que chapoteara. Un zarcillo de pensamiento —sedoso, malevolente y maligno— se acercó y se infiltró en su cerebro.
«Pronto nos alimentaremos —dijo—. Tu alma es nuestra».
* * *
El enano dejó de avanzar.
—¿Es esto alguna traición élfica? —preguntó, y Teclis negó con la cabeza.
—Tu amigo ha atravesado el portal de los Ancestrales. No lleva encantamientos protectores ni amuletos de hechizos. No tiene ni idea de cómo protegerse. No dispone de runas como las que pueden verse en tu formidable hacha. Si no lo encontramos pronto, morirá o será devorado por los que moran al otro lado.
El enano alzó el hacha una vez más y avanzó con una expresión de pura determinación en el rostro. Teclis temió verse obligado a luchar, pero el enano, en cambio, caminó hacia la arcada.
—Yo lo encontraré. No necesito tu ayuda, elfo.
—No es tan sencillo. No eres un hechicero. No podrías encontrarlo dentro de las sendas, ni tampoco podrás hallar el camino de salida si no dispones de la clave correcta. Permanecerás ahí perdido para siempre o hasta que te encuentres con algo a lo que ni siquiera tu hacha pueda matar.
—Pero ¿tú me ayudarás? —preguntó el enano, en cuya voz había una áspera ironía—. ¿Por qué tengo la sensación de que hay una trampa?
—Porque, a cambio, tú me ayudarás a realizar mi empresa. Es un intercambio justo; algo que un enano debería entender.
El enano lo miró.
»No te preocupes. No te pediré nada que comprometa tu orgullo de enano ni tus peculiares nociones del honor.
—¿Qué puede saber del honor un elfo?
Teclis sonrió.
—En ese caso, después de que hayamos salvado a tu amigo, dejaré que decidas tú si lo que te pido es o no honorable.
El enano ladeó la cabeza. Sospechaba que le tendían una trampa. «El mismo aspecto podría tener yo —pensó el hechicero— si estuviera negociando con un demonio». Volvió a sonreír al haberse formado una cierta idea de lo que sucedía dentro de la cabeza del enano.
—Muy bien —dijo el enano—. Pero si esto es un truco o si me traicionas, te aseguro que morirás sin remedio, aunque tenga que salir del pozo del infierno para matarte.
La sonrisa desapareció de los labios de Teclis, pues el enano hablaba como si fuese capaz de hacer exactamente lo que decía. Y también tenía el aspecto de alguien que podía hacerlo.
—Si vamos a viajar juntos, deberíamos conocer nuestros nombres. Yo soy Teclis, de la estirpe de Aenarion —dijo al mismo tiempo que le dedicaba al otro una reverencia dirigida a alguien de condición incierta.
—Yo soy Gotrek, hijo de Gurni —replicó el enano sin hacer reverencia alguna—. Y si mi cronista ha muerto —añadió el Matatrolls—, pronto te reunirás con él.
«Ya veremos», pensó Teclis, que sabía que, una vez dentro de las sendas de los Ancestrales, el equilibrio de poderes se decantaría a su favor.
* * *
Félix se preguntó si estaría muerto y habría entrado en los Salones de Hierro de Morr. Esa alternativa parecía la más probable, aunque si aquélla era la vida ultraterrena, se trataba de una peculiarmente infernal.
Tal vez era eso lo que había sucedido. Tal vez lo habían condenado a uno de los purgatorios, donde los malhechores eran castigados por sus pecados. Él no se había considerado un hombre particularmente malo en vida, pero quizá los dioses juzgaban a los mortales según unas pautas diferentes.
Se encontraba de pie en un extraño lugar oscuro donde se veían pozos de fuego por todas partes. Había sufrientes mortales encadenados a las paredes, y entidades demoníacas que los torturaban. El peso de las cadenas era enorme, y el calor que emitían contra la piel le resultaba incómodo.
Peor aún, se le acercaba algo grande, astado y con alas de murciélago. Le recordaba a algunos demonios que había visto antes. Tenía los mismos ojos malévolos, el mismo aire de inhumana crueldad. Pasó por delante y alzó la mirada hacia donde él colgaba.
—Ahora eres nuestro —dijo—. Comeremos tu carne y tu alma. Para nosotros, será un momento de ligera diversión. Para ti, una eternidad de dolor.
* * *
—Espera —dijo Teclis—. Debo enviar un hechizo de protección y búsqueda antes de que atravesemos la arcada.
El enano escupió al suelo y pasó por el filo del hacha un pulgar, en cuya yema apareció una brillante gota de sangre. Se trataba de una visión desconcertante. Teclis reactivó los encantamientos de protección tejidos dentro de los amuletos y extendió su influencia hasta un aura que abarcaba unos tres pasos de distancia de su cuerpo. Lo más probable era que el hacha protegiera a su portador contra la peor parte de las influencias del Caos que reinaban en las sendas, pero no pensaba correr riesgo alguno.
Luego, consideró la localización del hombre. Ese tipo de adivinación no era fácil ni en los mejores momentos, y apenas había captado un atisbo del humano. No obstante, la espada tenía un modelo mágico muy característico, y Teclis poseía la memoria de los hechiceros elfos. Durante su juventud, había realizado millares de ejercicios destinados a incrementar la capacidad para recordar. La aplicación de ese tipo de habilidades era inestimable para un hechicero en incontables casos, como estaba a punto de comprobar.
Visualizó al hombre y congeló el instante en que había sido lanzado por el demonio. Volvió a ver el cabello rubio pajizo, los asustados ojos azules, la cara arrugada y bronceada, y la expresión de horror. Imaginó el cuerpo alto envuelto en la andrajosa capa roja. Visualizó el aura del hombre y la de su espada. En su mente surgió la imagen de un dragón grandioso, y se dio cuenta de que contemplaba el recuerdo de que el puño de la espada tenía forma de cabeza de dragón. Cuando estuvo seguro de que la imagen era todo lo perfecta que podría lograr que fuese, hizo el hechizo de adivinación y localización. Envió zarcillos de energía a través de la entrada, confiando en el principio de magia simpática para que los guiara hasta el origen. Por un momento, temió que no hallaría nada, que la conexión fuese demasiado tenue, que sus habilidades no estuviesen siquiera a la altura de la tarea; luego, percibió algo remoto que continuaba alejándose.
En el instante en que estableció contacto, deseó no haberlo hecho. El hombre era presa de un miedo inmenso, y sobre su mente había caído la sombra de otra presencia. Teclis sospechó que se trataba de la sombra de un demonio.
—Debemos marcharnos ya. Tu amigo corre un grave peligro —dijo Teclis.
—Condúceme —respondió el enano mientras Teclis traspasaba el relumbrante arco y se sumía en la realidad de pesadilla de los senderos mutados.