7
—Bueno, humano, estás vivo —dijo Gotrek con un tono que no parecía ni complacido ni disgustado. La expresión de su cara podría haber estado esculpida en piedra.
Félix se puso trabajosamente en pie. Se sentía un poco mareado y tenía los pulmones irritados. Tosió y, al escupir, vio que la flema estaba teñida de negro. «Probablemente, eso no sea una buena señal», pensó.
—¿Qué sucedió?
—Cegaste a la bestia, que escupió esa nube pestilente y luego se retiró.
La mano de Félix palpó la vacía vaina de la espada. La única arma que le quedaba entonces era el cuchillo. Al darse cuenta de lo que estaba pensando, Gotrek señaló el piso con un pulgar, y Félix vio que su espada yacía allí, destellando.
—Debe de haber caído cuando esa cosa sacudió la cabeza —comentó Félix al mismo tiempo que avanzaba para recogerla.
La hoja estaba manchada con restos de una sustancia gelatinosa. La limpió con un jirón que desgarró de la capa y luego la devolvió a la vaina. Una vez más, dedicó su atención al entorno.
—¿Dónde estamos? —preguntó. El Matatrolls sacudió la cabeza.
—No tengo ni idea, humano. Estos túneles no son obra de enanos y huelen a brujería.
—¿Túneles? —dijo Félix, pensando en voz alta.
Por supuesto que eran túneles, pero simplemente no le producían la sensación de cualquier otro que hubiese visto jamás. Era algo que se parecía más a estar atrapado dentro de alguna estructura de origen desconocido, un laberinto, y los laberintos de las leyendas estaban siempre llenos de monstruos.
—Sí, túneles, humano, aunque son diferentes de los que cavan los enanos. Sin embargo, tienen el aura de la obra rúnica. Aquí se está canalizando magia; de eso, no cabe ninguna duda.
—No me digas —comentó Félix con ironía—. Jamás habría sospechado eso, dada la forma en que pasamos a través de esa arcada y desaparecimos.
Gotrek le dedicó una mirada inexpresiva e ilegible, y Félix pensó que tal vez su comentario le había hecho gracia. El sarcasmo tenía algo que resultaba atractivo para el sentido del humor de los enanos, y a veces Félix sospechaba que el Matatrolls no carecía de él.
—Más concretamente, ¿cómo vamos a volver?
—No creo que podamos, humano. Me parece que el camino por el que entramos está cerrado.
Félix tuvo la terrible sensación de saber qué iba a decir Gotrek a continuación y, efectivamente, no quedó decepcionado.
—Lo único que podemos hacer es continuar avanzando con la esperanza de hallar una salida, o nuestra muerte.
Cansado, Félix arrastró los pies tras el enano; tosía y escupía una desagradable flema negra cada dos pasos.
* * *
—¿Qué crees que comen esos monstruos cuando no pueden conseguir hombres bestia? —preguntó Félix.
Era una pregunta que tenía muy presente en la cabeza porque comenzaba a sentir mucha hambre. Había pasado largo tiempo desde su última comida, y sus raciones estaban todas en los hatos que habían dejado en la cueva. Y lo cierto era que lo mismo sucedía con su botella de agua. En cuanto ese pensamiento invadió su mente, se le secó la boca.
—Humanos curiosos —gruñó Gotrek.
Félix se preguntó si estaba haciendo un chiste.
—Tal vez entran a través de las arcadas de piedra.
—Tal vez. No lo sé, humano, no soy hechicero.
—Hablando de hechiceros, ¿adónde crees que ha ido nuestro amigo del ropón negro?
—Tan lejos de mí como le sea posible si tiene algo de sensatez. O quizá se lo comiera el monstruo.
—Dudo de que seamos tan afortunados.
* * *
Kelmain salió de las sendas de los Ancestrales a la cámara del templo. Se alegraba de haber evitado el hacha del Matatrolls. Se sentía aún más agradecido por hallarse fuera, ya que, por muy grande que fuese el poder protector de los amuletos que le habían enseñado a confeccionar sus maestros, siempre sentía que había un elemento de terrible peligro en el interior de las sendas. Uno nunca podía saber cuándo iba a despertar algún antiguo dispositivo o algún travieso demonio de los senderos mutados, que, indiferente ante la advertencia de las runas de los talismanes, intentara tragársele el alma.
Se sintió complacido al ver que el rostro de su acólito mostraba la aprensión que él disimulaba tan bien. El joven Tzeshi estaba aún más pálido de lo habitual, a pesar de tener al menos un centenar de hombres bestia y caballeros del Caos a sus espaldas. Se inclinó al ver a Kelmain y trazó en el aire un gesto que evidenciaba el más profundo respeto. Kelmain le respondió con un asentimiento de cabeza y le indicó que continuara. Al partir, oyó que el joven mago comenzaba a entonar las palabras que extenderían los hechizos protectores que lo rodeaban a él para abarcar a todos sus seguidores.
No había razón para que no lo hiciera. Hasta entonces, sus experimentos habían tenido éxito, y los grupos de reconocimiento habían cubierto la mitad del globo terráqueo. Si todo continuaba de acuerdo con los planes, pronto los ejércitos del Caos podrían desplazarse rápidamente desde los Desiertos del Caos hasta cualquier nación de la superficie del planeta, evitando fronteras y fortificaciones, para emerger en lo más profundo de los territorios de sus enemigos.
Con la mente llena de visiones gloriosas, avanzó por los antiguos corredores encantados para hablar con su hermano.
* * *
Félix se estremeció. Ya hacía horas que estaban caminando, y el sendero se había vuelto más extraño. Parecía que las piedras se hubiesen derretido, fundido, un aspecto que él relacionaba con la mutadora influencia del Caos. A veces, daba la impresión de que unos rostros sonreían burlonamente desde las paredes, o que había cuerpos atrapados e inmóviles dentro de la piedra. Había momentos en los que tenía la sensación de que se movían muy lentamente cada vez que apartaba los ojos de ellos. En ocasiones, las extrañas gemas que había en el techo se desvanecían, lo que los privaba de luz. Cuando eso sucedía, se veía forzado a avanzar confiando en los agudos sentidos del enano, desarrollados dentro de túneles; entonces, seguía el resplandor de las runas del hacha de Gotrek, que estaban continuamente encendidas, lo que nunca era buena señal. En el pasado, eso siempre había predicho la presencia de magia maligna o monstruos viles.
Avanzar por la oscuridad no era tranquilizador. Daba la impresión de que en ella podría haber cualquier cosa esperando. A veces, imaginaba la presencia de extrañas cosas informes en las tinieblas, justo detrás de él. Podía visualizar mandíbulas enormes que se abrían para morderlo. Aunque sabía que era inútil, a menudo se volvía a mirar a sus espaldas. Tenía que luchar contra el impulso de desenvainar la espada y barrer el aire a su alrededor. Se decía a sí mismo que si allí hubiera algo, el Matatrolls lo sabría y obraría en consecuencia. Ese pensamiento le proporcionaba cierta tranquilidad.
—Estos túneles no corren por debajo de la tierra —comentó Gotrek con una voz casi reflexiva.
—¿Qué quieres decir?
—Un enano puede percibir la profundidad. Sólo un tullido no sabría a qué profundidad se encuentra debajo de las montañas. Durante toda mi vida he poseído ese conocimiento y ni una sola vez he tenido que pensar en ello. Ahora, ha desaparecido. Casi se parece a la pérdida de la visión.
Félix no podía imaginar del todo que pudiese ser tan terrible como eso, pero se dio cuenta de que no estaba en posición de saberlo. Se preguntó cómo se sentiría si de pronto perdiese por completo la noción de arriba y la de abajo, y entonces comprendió que simplemente no podía lograr que su cabeza concibiese esa idea.
—Me pregunto adónde habrá ido el mago —dijo Félix.
No se trataba de que estuviese ansioso por dar alcance al brujo del Caos, sino que sencillamente se preguntaba cómo había salido de allí.
Era de presumir que debía de haber alguna manera de entrar o salir de aquel extraño lugar, y el hechicero debía conocerla. Si pudieran encontrarlo, tal vez podrían convencerlo de que los condujera al exterior. Dudaba de que incluso el más malvado de los hechiceros pudiese resistirse a los poderes persuasivos del Matatrolls, dadas las circunstancias. Pensándolo bien, él ayudaría a Gotrek en caso necesario.
—Sin duda, estará corriendo tanto como pueda, humano. Hasta ahora, jamás me he encontrado con un brujo que se enfrente con el frío acero si tiene otra elección.
Félix meditó el asunto. Recordaba haberse enfrentado con varios magos que no habían huido de ellos, pero ése no le pareció el momento más adecuado para señalárselo al confiado enano.
—Él podría ser nuestra única posibilidad de salir de aquí.
—No necesitamos depender para nada de los seguidores del Caos.
—Podríamos tener que hacerlo. De lo contrario, tu heroica muerte podría adquirir la forma de inanición.
Gotrek gruñó. No parecía impresionado.
—Si así tiene que ser, que así sea.
Por primera vez, Félix tuvo que considerar el hecho de que podrían morir allí. No había comida ni nada que beber. No a menos que regresaran sobre sus pasos y se comieran los cadáveres de los hombres bestia y bebieran su sangre, y no podía imaginarse que el Matatrolls hiciese eso. De todas formas, suponiendo que no los hubiese devorado ya algún otro inmundo habitante de aquellos caminos sobrenaturales, probablemente eran venenosos.
«Contrólate —se dijo—. Apenas se te ha ocurrido la idea, y ya estás considerando la posibilidad de comer hombres bestia y sólo los dioses saben qué otros horrores. Las cosas aún no han llegado a ese extremo, y has pasado por situaciones peores. Has estado en batallas, asedios y peregrinaciones a través de montañas heladas. Has luchado con dragones, demonios y monstruos de todas clases. Aún no estás muerto». No obstante, a pesar de sí mismo, Félix no podía evitar la sensación de que nunca habían estado tan aislados ni tan lejos de casa.
* * *
Teclis siguió las runas extrañamente resplandecientes hasta lo alto del saliente. Ante él, la senda acababa en otra arcada en la que fluían los extraños remolinos policromáticos de energía que había visto antes. La sensación de que en el interior había inmensas energías controladas era pasmosa. Se detuvo por un momento, sabedor de lo que debía hacer, pero no del todo dispuesto a hacerlo.
Ése era un sendero sobre el que Tasirion había escrito. Lo único que tenía que hacer era entrar. Todos los extraños corredores interdimensionales por los que había transitado hasta el momento habían sido una mera preparación para eso. No eran más que los accesos a las sendas de los Ancestrales. Ahora, percibía ya su estructura. Eran como túneles excavados bajo la superficie de la realidad. Lo que tenía delante se parecía más a la entrada de un río subterráneo.
El rastro era claro. ¿Por qué estaba vacilando? Ya conocía la respuesta. Las cosas habían estado en perpetua decadencia desde los tiempos de los Ancestrales. Era algo evidente. Los trabajos, pese a ser potentes, habían sido corrompidos por los Poderes del Caos. ¿Quién podía saber si iban a funcionar como se suponía que debían hacerlo, o siquiera como lo habían hecho cuando Tasirion había pasado por allí hacía tantas décadas?
Según estaban las cosas, tenía dos opciones: podía dar media vuelta y regresar por donde había llegado, para hallar otro medio que evitara la condena de Ulthuan, si eso era posible en el poco tiempo que le quedaba, o bien, podía atravesar la arcada, confiando en sus conocimientos y sus hechizos como había hecho siempre. Se permitió una sonrisa. Muchos lo habían llamado arrogante, y suponía que entonces era demasiado tarde para demostrar que se equivocaban.
Avanzó un paso y tocó la superficie de la relumbrante sustancia. Tenía un tacto fresco y líquido, y fluyó alrededor de sus dedos hasta envolverlos. Respiró profundamente y traspasó la arcada. En un segundo, se vio arrastrado por la feroz corriente del otro lado. Tuvo una breve visión de inmensos corredores a lo largo de los cuales rodaban miles y miles de destellantes esferas multicolores, que pasaban a gran velocidad como asteroides por el espacio. Percibió oscuras presencias malignas y se preparó para hacerles frente.
* * *
—Al menos, las luces han vuelto —comentó Félix al mismo tiempo que se daba cuenta de que estaba gimoteando.
Ahora, podían ver otra vez. El sendero ascendía describiendo una curva, o tal vez descendía en un ángulo extraño; ya no era capaz de determinarlo. Lo único que sabía era que, a pesar de que parecía que estaban caminando por una superficie horizontal, podía ver la pendiente de la senda. Era un efecto de lo más desorientador. Tal vez, después de todo, podía entender de qué había estado hablando Gotrek un rato antes, cuando mencionó cuánto podía confundir el hecho de no ser ya capaz de percibir la profundidad. Los indicios que le daban sus ojos no coincidían con los que percibía su cuerpo, y eso provocaba una enorme sensación de desolación.
—Hay otra fuente de luz —comentó Gotrek, y Félix se dio cuenta de que tenía razón.
El sendero que había ante ellos se dividía en dos, uno que ascendía y el otro que bajaba. Ambos acababan, tras unos cincuenta pasos, en relumbrantes arcadas. «No —advirtió—, no son sólo las arcadas lo que resplandece y late con luz multicolor». Había manchas rielantes que resbalaban por la superficie como aceite sobre agua y palpitaban a medida que ellos avanzaban. El efecto era inquietante y decididamente sobrenatural.
En el momento en que se le ocurrió ese pensamiento, Félix oyó un descomunal sonido a sus espaldas. Algo inmenso se arrastraba por los oscuros túneles por los que habían pasado. En definitiva, se acababa de demostrar que sus presagios eran acertados desde el principio.
De la oscuridad salió una gigantesca criatura cuyo cuerpo pustuloso se deslizaba. Tenía cabeza de dragón, pero donde debería haber estado la boca había una masa de tentáculos como los de un calamar; cuando se retorcieron, dejaron a la vista de Félix una enorme boca de sanguijuela, del tamaño de la tapa de una alcantarilla, situada en el centro. En todo caso, era peor que la primera criatura con la que se habían enfrentado.
Hedía espantosamente y su piel parecía pútrida. Al mirarla con más atención, vio que enormes gusanos se retorcían debajo y, a veces, se abrían paso a dentelladas y salían poco a poco. Félix necesitó sólo un momento para darse cuenta de qué eran: crías. La bestia estaba siendo devorada por su progenie, aunque eso no parecía disminuir el apetito materno. En el aspecto y el hedor había algo que le resultaba familiar; le recordaban a los seguidores del Dios de la Plaga, Nurgle, que había visto en el cerco de Praag. ¿Era posible que aquella cosa fuese algún tipo de pestilente criatura demoníaca del Señor de la Pestilencia? Supuso que eso no importaría demasiado si el monstruo se lo comía. Mientras lo observaba, comprendió que podía suceder algo peor: los gusanos que saltaban del interior de la bestia estaban arrastrándose hacia él.
Peor aún, una monstruosa y aguda carcajada salió de lo alto del cráneo de la criatura. Cuando alzó la mirada, vio que una de las excrecencias se parecía sospechosamente a una cabeza humana. Al reparar en ello, oyó que la criatura hablaba.
—En otros tiempos fui como tú… Pronto tú serás como yo… ¡Ja, ja! Los dones del Señor Nurgle serán tuyos, y tú serás de él… ¡Ja, ja!
Una vez, Félix había visto a una oruga devorada viva por la larva de una avispa que le habían implantado dentro. Se preguntó si a él le sucedería lo mismo en el caso de que aquellos chapoteantes sacos de inmundicia lo mordieran. Se preparó para el combate mientras la repulsiva progenitora se encumbraba enfrente. La sombra del monstruo se proyectó sobre él, junto con un hedor espantoso. Luego, se inclinó hacia adelante como una avalancha de carne y pus.
«He luchado contra algunas cosas espantosas —pensó Félix—, pero sin duda ésta debe de ser la peor».
* * *
Las corrientes de magia arrastraron a Teclis por el interminable corredor de luces multicolores. Tocó cosas, atravesó sutiles tejidos de energía y emergió por el otro lado. Antes de que pudiera orientarse, cayó de cabeza y lo acometieron extrañas alucinaciones. Atravesó escenas que recordaba bien. Su infancia, su primer libro de hechizos, las batallas que habían asolado Ulthuan cuando los Hermanos Oscuros los habían invadido mientras él era aún joven. El tremendo enfrentamiento de Llanura Finuval donde él había luchado con el Rey Brujo y triunfado al fin. Todas esas imágenes pasaron a gran velocidad. Entre ellas, había intervalos en los que viajaba como un rayo por el corredor extradimensional.
A veces, las escenas eran sutilmente distintas. En algunas, él miraba el libro y ejecutaba hechizos de retorcida malignidad que lo convertían en un miembro de la Oscuridad. Había batallas en las que él no luchaba contra el Rey Brujo, sino a su lado, ataviado con una armadura oscura que era reflejo de la del propio Malekith. En otras, se veía de pie junto al cuerpo de su gemelo agonizante y riendo. A pesar de que sentía horror, se daba cuenta de que esas cosas reflejaban algo de su interior, alguna posibilidad. ¿Se trataba, acaso, de pesadillas y sueños secretos, o significaban algo más?
Tocó los amuletos protectores que colgaban sobre su pecho y concentró la mente para apartar aquellas imágenes de sus pensamientos. Al regresar la cordura, le vino a la mente una frase, una expresión del libro de Tasirion: «Las sendas de los Ancestrales han sido corrompidas por el Caos; debes guardarte de los senderos mutados».
Entonces entendía qué había querido decir el mago demente. Tasirion había afirmado que los senderos mutados eran los puntos donde la obra de los Ancestrales atravesaba burbujas de Caos puro. El material era maleable. Respondía a los pensamientos y sueños, y a veces a la simple presencia de mentes pensantes. Se dio cuenta de que había estado cayendo a través de ellas y que, al hacerlo, las había alterado.
En un sentido, eran ventanas que daban a otros mundos, cosas temporales, burbujas que ascendían por el hirviente mar extradimensional del Caos, lugares que existirían durante uno o diez segundos, o tal vez toda una vida o un milenio. Sabía que, si lo deseaba, podía dirigirse hacia allí y entrar.
Se preguntó cómo sería verse atrapado en una burbuja así, un universo en miniatura conformado a partir de sus deseos más íntimos, que reflejara su historia personal. ¿Podría construir un paraíso? ¿Podría crear un lugar donde su enfermedad no lo hubiese atacado, donde fuera tan fuerte y perfecto como Tyrion, donde la oscuridad que llevaba dentro jamás tuviese que surgir a la luz, donde jamás hubiese necesidad de sentir celos, envidia ni amargo dolor?
¿Acaso era ése el secreto de la desaparición de los Ancestrales? ¿Habrían partido del mundo hacia ese lugar para crear sus propios universos burbuja, que entonces anidaban dentro del mar del Caos? ¿Era posible una cosa semejante? Tal concepto desconcertaba la mente. En el momento en que se le ocurrió, aceleró aún más a través de los corredores de aquel extraño espacio y, al hacerlo, vio que las burbujas de la materia del Caos viajaban por ellos como gotas de mercurio dejadas caer dentro de un alambique. A veces, dos de ellas chocaban y se fundían en una sola, o una se dividía en dos que seguían direcciones independientes. Era como observar algún tipo de vida primigenia. Se desplazaba para evitar que cualquiera de ellas se le acercara demasiado, por temor a que fuesen semipensantes o se viesen atraídas de alguna forma por él y pudieran consumirlo. Las alucinaciones cesaron, como había pensado que sucedería.
Estudió atentamente los alrededores y advirtió que las esferas que rodaban eran agitadas por grandes pulsaciones de energía; flotaban primero hacia un lado y luego hacia el otro como algas arrastradas por las mareas. Casi de inmediato se dio cuenta de que las fluctuaciones de energía estaban conectadas con las alteraciones de Ulthuan y de los demás lugares. Si las seguía hasta su origen, muy probablemente podría hallar lo que las causaba.
Allí también había otras presencias, ninguna de ellas mortal. Algunas eran completamente extrañas y no sentían interés alguno por él. Otras eran malignas y lo seguían como tiburones a un barco. Se trataba de demonios que, de alguna manera, habían hallado el camino de entrada al colosal laberinto. Sabía que sólo sus amuletos protectores los mantenían a distancia y que lo atacarían a la primera señal de debilidad.
De repente, tuvo una extraña intuición, una sensación de secas presencias fantasmales, como las que había percibido en sus sueños. «¿Son producto de mi imaginación —se preguntó—, o esos hechiceros atrapados tienden realmente las manos hacia mí? ¿O se trata de alguna forma de sutil ataque proyectada por las criaturas que me siguen?». Mediante la voluntad aminoró la velocidad, y al hacerlo reparó en una arcada que relumbraba de una manera que le resultaba extrañamente familiar. Más aún, percibió un rastro de resonancia mágica pasmosamente potente y creada por algo que en sí mismo no era caótico. Se trataba, de hecho, de la resonancia de un arma o dispositivo que era muy resistente al Caos, un artefacto de poder casi divino. ¿Sería algún tesoro perdido hacía mucho tiempo en las sendas? ¿Debía buscarlo?
Algo así podría resultarle muy útil en su empresa. Mediante un esfuerzo de voluntad, se impulsó hacia la arcada. Al cabo de lo que parecieron segundos, emergió ante el horror.
* * *
Félix se apartó a un lado cuando los zarcillos descendieron hacia él. Lanzó un golpe que cercenó las puntas de algunos y cayó al suelo rodando, justo a tiempo de ver que una masa de abotagados gusanos blancos avanzaba hacia él. Advirtió que a cada lado de las bocas de sanguijuela había pequeños racimos de ojos que le recordaron los de una araña, con la diferencia de que éstos dejaban ver una extraña inteligencia y una malicia destellante que resultaba extraordinaria. Por grandes que fuesen, sin embargo, no veía qué daño podían causarle mientras no se le acercaran lo bastante para morderlo, y él no tenía ninguna intención de permitir que eso sucediera.
Gotrek ya se encontraba en medio de la masa de gusanos, y les asestaba tajos con el hacha. La carne, temblorosa como gelatina, no ofrecía ninguna resistencia. Las criaturas estallaban bajo el impacto, lanzando hacia todas partes un fluido blancuzco que olía a leche cuajada podrida. En lo alto, volvía a resonar la aguda risa del ser demoníaco. Félix se preguntó qué sabría aquel monstruo que él ignoraba.
El joven Jaeger se lanzó hacia adelante, manteniéndose detrás del Matatrolls para guardarle las espaldas contra cualquier cosa que amenazara con atravesar su línea de ataque, aunque no había mucho peligro de que eso sucediera gracias a la carnicería que estaba haciendo el enano. El enorme monstruo se inclinó al frente al mismo tiempo que volvía a estirar los tentáculos. Los largos y correosos miembros, provistos de ventosas como los de un calamar, amenazaron con envolverlo. Les lanzó estocadas, y la espada penetró profundamente; un poco del repugnante fluido lechoso salió a la superficie. Entonces, Félix se dio cuenta de que el suelo estaba volviéndose pegajoso, y sus movimientos eran más lentos. El hedor extremadamente nauseabundo amenazaba con abrumarlo.
Gotrek no daba muestras de progresiva lentitud. Siempre que un tentáculo pasaba cerca de él, lo cortaba en dos. Pero el tentáculo no moría; caía al suelo y se alejaba serpenteando como una víbora, lo que demostraba que tenía una vida, si no una inteligencia, independiente de su propietario original. Mientras Félix observaba, los tentáculos cercenados comenzaron a cicatrizar y a crecer otra vez, como las extremidades del troll de la fábula, o las cabezas de alguna hidra demoníaca.
El enorme cuerpo hinchado del monstruo había comenzado a expandirse como un globo al inspirar aire. Félix tuvo la sensación de que eso no preludiaba nada bueno, pero aunque le fuera la vida en ello no podía predecir qué iba a suceder. Aquel ser era demasiado extraño, y las circunstancias en que se hallaban escapaban en exceso al ámbito de todas sus anteriores experiencias. Comenzaba a preguntarse si, de alguna forma, habían sido arrojados al infierno. En ese momento, parecía más que probable.
El monstruo exhaló una ráfaga de fétido aliento que produjo un sonido que no se parecía a nada que Félix hubiese escuchado antes. Fue como un ventarrón negro que rugiera en sus oídos, pero luego se dio cuenta de que el zumbido nada tenía que ver con el aliento; era el inmundo batir de las alas de millones y millones de moscas que, además, tampoco eran moscas normales. Se trataba de bichos enormes, con destellantes cuerpos enjoyados y ojos tan inteligentes como los del monstruo o los de los gusanos. Tal vez, todos formaban parte de lo mismo; tal vez, todos compartían la misma inteligencia.
Ése fue el último pensamiento consciente que tuvo durante unos momentos, mientras lo invadía el horror. Millones de gordos cuerpos zumbadores caminaban por encima de él mientras acariciaban su piel con las alas, suave y obscenamente; las criaturas aleteaban contra sus ojos y amenazaban con llenarle la boca y las fosas nasales. Félix manoteaba de un modo frenético, pero era como luchar contra la niebla. Aplastó centenares de ellas, quizá miles al rodar por el suelo, pero llegaron más y más. Podía imaginarse enterrado bajo una pequeña montaña de aquellas criaturas que cubrían cada palmo de su cuerpo. Sintió que intentaban abrirse paso a través de sus labios, que se le metían por las orejas. El olor se intensificó y el zumbido de las alas pareció tener una voz propia. Creyó oír las palabras Nurgle, alabanza y pestilencia transportadas en aquel extraño zumbido, pero no podía saber si se trataba de algo real o de un producto de su propia imaginación aterrorizada.
Justo cuando pensaba que las cosas ya no podían empeorar más, sintió que lo rodeaba una enorme cuerda de músculos. Las orugas le mordieron el cuerpo. Algo lo levantó en el aire como si fuese ingrávido, y no dudó de que estaba siendo transportado hasta las fauces de la monstruosa criatura, que era el señor de todas aquellas moscas.