Capítulo 6

6

Teclis creía haber hallado la clave para abrir los caminos. Se detuvo un momento para comprobar que todas las defensas estuviesen en su sitio, que todos los múltiples amuletos y encantamientos protectores siguiesen activos. Murmuró el hechizo de apertura; luego, atrajo poder hacia sí y envió algunos zarcillos hasta tocar los hechizos de los antiguos. Con toda suavidad, como un maestro de ladrones que insertara una ganzúa en una cerradura, hizo que su propia magia entrara en contacto con la de ellos. Durante un momento, no sucedió nada. Reprimió una maldición; entonces, primero muy débilmente, pero con una fuerza que iba en aumento constante, percibió un temblor dentro de la estructura mística de los hechizos. La luz danzó pasando de piedra en piedra hasta iluminar la arcada. Giraba de una manera que le recordó el aura que una vez había visto en el extremo norte.

El camino estaba abierto. Podía entrar en las sendas de los Ancestrales. A lo lejos, percibió el más ligero de los temblores cuando la energía mágica se introdujo en el sistema. No veía nada anormal. No había ninguna trampa activada, al menos ninguna que pudiese percibir, aunque era seguro que aquellos que habían construido ese sitio habrían sido capaces de crear hechizos de infinita sutileza. Se preguntó si debía continuar. Era algo inútil. Podría quedarse allí hasta el día del fin del mundo, preguntándose esas cosas. Decidió actuar por instinto y atravesó la arcada.

La transición fue instantánea. En un momento se hallaba dentro de la bóveda de Ulthuan y al siguiente estaba en otra parte. A nada se parecía aquel lugar tanto como a un enorme corredor; cada bloque de piedra presentaba runas del inhumano estilo antiguo. Un examen más atento reveló que la piedra estaba corroída en algunos sitios, vilmente contaminada y mutada, y al instante supo que el Caos andaba suelto por las sendas. En lo alto, unas extrañas gemas engarzadas en el techo proyectaban una mortecina iluminación verdosa.

Miró hacia atrás por encima del hombro. A sus espaldas, el portal aún estaba abierto. Regresó a la bóveda sólo para asegurarse de que podía hacerlo. Pensó en volver a la superficie en busca del grifo, pero sabía que el intento de obligarlo a seguirlo al interior de aquel enorme laberinto llevaría a la criatura al borde de la locura y tal vez más allá. Lo liberó del hechizo y le envió otro que lo impulsaba a regresar a Lothern.

«Y ahora, ¿qué?», se preguntó. No era una buena idea dejar abierta aquella entrada. Algún inocente podría traspasarla por accidente o, lo que era más importante, algo podría salir por ella a la tierra de Ulthuan. Se encogió de hombros, volvió a atravesar el portal una vez más y pronunció el encantamiento que lo sellaría. Con la misma presteza con que caía el hacha del verdugo, la entrada se cerró. La bóveda situada al otro lado desapareció y fue reemplazada por la visión de un largo corredor de piedra. Ya estaba comprometido.

A todo su alrededor percibía las corrientes de energía mágica que palpitaban a través de la antigua red. Permeaban la obra de cantería y las runas. Pensó en las pocas descripciones que había de aquel lugar; habían sido escritas por Tasirion y otros hechiceros que se habían atrevido a estudiarlo. La mayoría afirmaba que estaba muerto; otros, que se encontraba en estado latente, que poseía el más ínfimo pulso de energía. Pero entonces no era así. El lugar estaba vivo, cargado de poder.

¿Eran ésos los antepasados de los trabajos rúnicos de los enanos —se preguntó— o representaban algún tipo de desarrollo paralelo? Tal vez no tenían ninguna relación. No había manera de saberlo. El hechicero se sentía fascinado y deseó tener tiempo para estudiar aquellas cosas y hacer bocetos que enseñar a sus colegas magos, pero había cuestiones más urgentes en las que pensar y no tuvo más remedio que avanzar hacia el vasto laberinto mágico.

Se dio cuenta de que estaba en una zona intermedia, un lugar situado en algún punto más allá del mundo que conocía y cerca de los dominios del Caos, aunque no propiamente en ellos. Se sentía como si estuviese de pie en el borde de un enorme pozo que continuaba bajando hasta profundidades casi infinitas. En algún sitio, más adelante, había otro portal más grande y potente.

En el momento en que ese pensamiento apareció en su mente, se dio cuenta de que no estaba solo. Podía percibir otras presencias: enormes, poderosas y muy probablemente demoníacas. Comprendió que aún no lo habían percibido a él, pero que lo hiciesen era sólo cuestión de tiempo. Tras rodearse de los más potentes encantamientos de invisibilidad, continuó adelante.

El corredor era extraño. Parecía hacerse más alto y ancho a medida que caminaba por él, como si el tiempo y el espacio estuviesen siendo distorsionados. De hecho, podría estar sucediendo precisamente eso; era lo único que se le ocurría para explicar la posibilidad de concluir en pocos días viajes que requerirían varios meses. ¿O acaso se trataba de un truco que le jugaban los sentidos a la mente? Esas cosas podían suceder cuando había grandes cantidades de energía mágica en juego.

En el libro de Tasirion, había hallado insinuaciones de que esos antiguos caminos quizá atravesaban los territorios demoníacos del mismísimo Caos, aunque de algún modo lo constreñían para hacerlo manejable. Sería algo necesario, ya que la materia pura del Caos era funesta y capaz de retorcer el cuerpo y el espíritu de aquellos que se encontraban con ella. Algunos afirmaban que era la esencia misma de la magia, mutable, potente y destructiva. No se trataba de un pensamiento adecuado para tranquilizar a alguien que había escogido la hechicería como vocación.

Por supuesto, los elfos eran más resistentes que la mayoría de las otras formas de vida al aciago poder del Caos. Se decía que los habían creado así. Sin embargo, resistencia no significaba inmunidad. A menudo, Teclis sospechaba que el poder de los Dioses Oscuros había tenido más efecto sobre los elfos de lo que éstos estaban dispuestos a admitir. En ocasiones, creía que los elfos oscuros habían sido producto de la influencia del Caos actuando sobre el espíritu elfo durante un período de milenios. Era una de esas cosas que no podían demostrarse, pero a él le parecía más que probable.

A medida que caminaba, advirtió que las paredes se hacían más altas y finas. En algunos sitios se veían desgastadas, y grotescas formas de luz brillaban a través de ellas. Al parecer, cuanto más avanzaba por aquel camino, más corrupto se volvía. Se alegró de llevar encima sus más potentes amuletos protectores. En todo caso, sólo habría deseado que hubiesen sido más poderosos. Sentía que se hallaba más cerca del portal que buscaba.

Se preguntó si los antiguos habrían caminado así por estas sendas. Ciertos textos habían insinuado que no. Afirmaban que los Ancestrales habían viajado en carros ardientes para recorrerlas a mayor velocidad. Tenía que haber sido todo un espectáculo. Pensó en otras teorías que había leído.

Algunos aseguraban que los skavens habían cavado grandes sistemas de túneles por debajo de los continentes. A lo largo de su vida, había visto algunas de las obras de aquellos seres, y conocía la aterradora magnitud de las excavaciones de los hombres rata; pero parecía improbable que hubiese túneles que recorrieran miles de millas. ¿Era posible que, de algún modo, los skavens hubiesen logrado entrar en aquella antigua red y usarla para sus abominables propósitos? Decidió que era muy posible, en particular cuando su nariz había comenzado a detectar el leve pero inconfundible hedor de la piedra de disformidad en el aire. No había nada que aquellas viles criaturas no fuesen capaces de hacer para poseer la maligna sustancia y sin duda, si podía encontrársela allí, su olfato la descubriría.

La piedra de disformidad, sin embargo, no era lo único que había allí abajo. La sensación de una presencia que ya había percibido regresó redoblada. Echó una mirada por encima del hombro. No estaba nervioso; todavía no, en todo caso. Conocía sus propias capacidades y había pocas cosas en ese mundo o en el otro que lo acobardaran. A pesar de eso, sentía la necesidad de ser cauteloso. Repasó todos los hechizos mortíferos que conocía y se preparó para pronunciarlos al instante.

Fuera lo que fuera, estaba aproximándose. Allá lejos, a la luz de las relumbrantes runas, podía ver cosas que se movían. Pronunció un hechizo de percepción y su punto de vista voló hacia ellas. Para su asombro, vio que eran hombres bestia a los que conducía un guerrero del Caos ataviado con armadura negra. Había al menos un centenar de ellos que avanzaban por las sendas de los Ancestrales en dirección al portal que se abría en Ulthuan.

De inmediato, comprendió todas las horribles implicaciones de lo que estaba viendo. Un centenar de hombres bestia no constituían una amenaza para el reino de los elfos, pero aquéllos podían ser simplemente los primeros de muchos. Por las sendas podían viajar ejércitos enteros e invadir su reino mucho antes de que pudiera reunirse una fuerza capaz de hacerles frente. El dominio elfo de los mares que rodeaban Ulthuan no significaría nada en esas circunstancias; de hecho, no sería más que una desventaja. Los guerreros que formaban parte de la tripulación de los barcos no podrían enfrentarse a una fuerza invasora en tierra. Y si los hombres bestia llegasen a compartir su secreto con los Oscuros de Naggaroth…

Se dijo que estaba sacando conclusiones precipitadas. No tenía ni idea de si los adoradores del Caos eran la vanguardia de un ejército que avanzaba o simples estúpidos desamparados que, de algún modo, se habían metido por accidente en aquel extraño territorio. Aun en el caso de que tuvieran la clave para entrar a voluntad en las sendas de los Ancestrales, tal vez no hubiese ningún portal que emergiera en las tierras del Rey Brujo.

Teclis no se sintió más tranquilo. El libro de Tasirion mencionaba de pasada que había una vasta red de portales, y sin duda, los Ancestrales habían sido capaces de construir un sistema de túneles tal que abarcara la totalidad del mundo.

La intensidad de la amenaza que pendía sobre su tierra natal se había doblado. Esos antiguos portales no sólo ponían en peligro la estabilidad del continente con su mera existencia, sino que eran una ruta de invasión para los enemigos más mortíferos de todos los pueblos cuerdos: los seguidores del Caos. Comprendió que entonces más que nunca debía rastrear esa amenaza hasta su origen, y acabar con ella.

Por un breve instante, pensó en volver atrás para advertir a su gente acerca de lo que se avecinaba, pero se dio cuenta de que no había tiempo. Cualquier momento perdido podía resultar crítico si los portales no eran devueltos a su anterior estado latente. Un segundo después, la decisión ya no dependió de él. El guerrero del Caos alzó la mirada como si sintiera algo e hizo un gesto a los hombres bestia para que avanzaran.

Teclis se dio cuenta demasiado tarde de que no se trataba de un mero guerrero del Caos, sino de alguien dotado de poderes de brujería por El que Cambia las Cosas. Su hechizo había sido percibido y lo buscaban unos enemigos despiadados. El hechicero elfo consideró la posibilidad de resistir y luchar, pero comprendió que no debía hacerlo si no era estrictamente necesario. Tenía que conservar su poder para retos mayores, y no desperdiciarlo en conflictos aleatorios con enemigos con los que se encontrara por casualidad dentro de aquella conejera extradimensional.

Tejió un hechizo de levitación y sintió que algo le oponía resistencia. La corruptora influencia del Caos estaba interfiriendo su magia élfica pura. Mientras pronunciaba el hechizo, podía ver que los hombres bestia se acercaban. No tenía miedo… aún. En el pasado, había vencido a un número mayor. El hechizo hizo efecto, y él caminó hacia arriba. Allí, el techo se hallaba a una altura que podía ser diez veces la de un hombre. Cada paso que daba lo acercaba más al final; si los hombres bestia decidían arrojarle flechas podía tener algunos problemas, aunque conocía hechizos que lo protegerían contra eso. No estaba demasiado preocupado por la magia del guerrero del Caos, ya que poseía una absoluta confianza en su propia capacidad para habérselas con cosas semejantes. Había aprendido hacía mucho tiempo que existían pocos magos en el mundo a los que debía temer.

Tras haber alcanzado una posición segura, consideró sus opciones ofensivas. Había muchos hechizos capaces de acabar incluso con un grupo de hombres bestia tan numeroso como aquél. Podía rociarlos con plasma fundido o hacerlos estallar con bolas de fuego. También podía enviarles una lluvia de misiles mágicos, rodearlos de nieblas e ilusiones que lanzarían los unos contra los otros. En el peor de los casos, cabía la posibilidad de reducirlos simplemente a los átomos que los componían, aunque eso requeriría más poder del que deseaba gastar.

Tan absorto se quedó en esos cálculos que necesitó unos instantes para darse cuenta de que los hombres bestia no cargaban contra él, sino que huían de algo. «Maravilloso —pensó—. Eso le confiere un carácter diferente a todo el asunto». Pasado el momento de amargura, sonrió. «He aquí una lección que aprender —se dijo—. El mundo no gira todo en torno de ti».

Avanzó para situarse más arriba y se cubrió con hechizos refractarios, de modo que la luz a su alrededor se desviara y quedara oculto. Al cabo de diez segundos, se alegró de haberlo hecho. La cosa que perseguía a los hombres bestia era horrorosa, una criatura titánica que parecía un cruce entre una babosa y un dragón. Su enorme cuerpo acorazado se deslizaba blandamente por el sendero y dejaba detrás un rastro de corrosiva baba que burbujeaba. Era tan grande como un barco, y el largo cuello serpentino alzaba la inmensa cabeza casi hasta la posición que entonces ocupaba Teclis.

Aquel ser tenía algo, un aura de amenaza y poder que hizo estremecer incluso el animoso espíritu del hechicero elfo. No les reprochaba a los hombres bestia y a su jefe que huyeran de él. Mientras la observaba, la criatura abrió la boca. Teclis había visto a los grandiosos dragones de Ulthuan y creyó saber qué se avecinaba, pero, una vez más, se sorprendió. En lugar de una bocanada de llamas, lo que vomitó fue una infecciosa masa de moco que salpicó a los hombres bestia. Cuando los tocaba, se endurecía con gran rapidez y los dejaba inmóviles en el sitio. Parecía tener algunas de las propiedades de la seda de araña y de los capullos de las mariposas, y algo más. Cuando tocaba a los hombres bestia, éstos gritaban como almas torturadas.

El alquimista que había en Teclis estaba fascinado. ¿«Moco venenoso o corrosivo?», se preguntó. Con independencia de lo que fuera, parecía causar muchísimo dolor. Teclis no sentía ninguna compasión por los hombres bestia. Eran criaturas viles, que sólo vivían para matar, torturar y violar; sin duda, se merecían lo que les estaba sucediendo en ese momento.

Mientras observaba, la cabeza se precipitó hacia abajo, y el monstruo comenzó a alimentarse. Tras obligarse a apartar la mirada, Teclis prosiguió el avance por las sendas de los Ancestrales. Tenía que seguir aquel sendero hasta el origen de la alteración. Ante él, el corredor concluía en un saliente. No le cabía ninguna duda de que era por ahí por donde habían entrado tanto los hombres bestia como el monstruo. Allí no había nada más que otra arcada relumbrante y sintió que al otro lado comenzaba el peligro real.