Capítulo 4

4

—¡Ojalá mejorara este tiempo! —dijo Félix Jaeger mientras se arrebujaba mejor en su desteñida capa roja de lana de Sudenland.

Se inclinó para acercarse más al pequeño fuego chisporroteante que apenas iluminaba la cueva. Félix se alegraba de estar allí. Unos pocos minutos más bajo la nevisca habrían acabado con él.

—Estamos en invierno y esto es Sylvania, humano. ¿Qué esperabas? Se supone que es tan fría como el corazón de un elfo.

Félix miró al Matatrolls. Si el macizo enano sentía alguna incomodidad a causa del cortante frío, no daba señales de ello. La nieve se adhería a su enorme cresta de pelo anaranjado brillante y cubría los tatuajes de su cráneo afeitado, pero él continuaba vestido como siempre, sólo con el chaleco, los calzones y las botas de grueso cuero. La enorme hacha cubierta de runas yacía al alcance de su mano. Se apartó un poco del fuego, como si quisiera dejar claro lo duro que era. Había momentos en los que Félix detestaba viajar con enanos. Miró a Max para ver cómo estaba tomándose aquella exhibición de dureza ante los elementos, pero vio que el mago se encontraba perdido en sus pensamientos y contemplaba fijamente el fuego, como si en él pudiese discernir algún secreto místico.

Se había comportado así desde que habían descubierto la suerte corrida por Ulrika en el castillo. Sólo había reaccionado cuando Félix le había pedido que encendiera el fuego tras fallar incluso los intentos de los enanos por hacerlo con yesca y pedernal. El hechicero tenía la expresión de un hombre atrapado en una ensoñación particularmente maligna. Félix podía entenderlo. Pensar en Ulrika, en lo que le había sucedido, clavaba un cuchillo de emociones contradictorias en su propio corazón. Cualquier cosa que hubiese habido entre ellos en otro tiempo había terminado ya; el hecho de que ella se hubiese transformado en uno de los no muertos había acabado con todo. Intentó alejar ese pensamiento. No deseaba recordar aquello mientras se encontrara en los oscuros bosques de esa tierra encantada.

—Snorri tenía la esperanza de que hubiese un oso en la cueva —observó Snorri.

También el enano parecía decepcionado. Una casi cómica expresión de desánimo pasó por su dilatado y estúpido rostro. Alzó una mano enorme y se acarició los clavos pintados que habían sido hundidos en su cráneo. Al igual que Gotrek, Snorri era casi tan ancho como alto y tenía una sólida musculatura, «aunque en el caso de Snorri eso incluye el espacio que media entre sus orejas», pensó Félix.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Lo habrías desollado y te hubieras puesto la piel a modo de capa?

—¿Para qué iba a necesitar Snorri una capa, joven Félix? Esto es como una comida campestre de verano en comparación con el invierno de las Montañas del Fin del Mundo.

«Si vuelvo a oír una vez más esa frase sobre comidas campestres de verano, voy a clavarte algunos clavos más en la cabeza», pensó Félix con acritud. Ya hacía algunos días que escuchaba con creciente hostilidad los alegres comentarios de los enanos sobre el empeoramiento del tiempo.

—¿Piensas que esto es frío, humano? —preguntó Gotrek—. Deberías haber estado en los Pasos Elevados durante el Invierno Terrible. ¡Eso sí que era frío!

—Estoy seguro de que vas a contármelo —dijo Félix.

—Snorri recuerda eso —intervino Snorri—. Snorri estaba con la partida de guerra de Gotrek Gurnisson cazando orcos. Hacía tanto frío que una noche los dedos de Forgast Mellado se pusieron todos negros y cayeron dentro de la sopa que estaba removiendo. Y era una buena sopa. —Se echó a reír como si se tratara de un recuerdo agradable—. El frío era tan intenso que su barba se congeló y se le cayó a trozos como si estuviera hecha de carámbanos.

—Eso te lo estás inventando —dijo Félix.

—No, Snorri no se lo inventa.

«Probablemente, es verdad», pensó Félix. Snorri no tenía imaginación para inventarse nada.

—Y estaba muy orgulloso de esa barba —dijo Gotrek—. Cuando volvió a casa su esposa no lo reconoció. Se sintió tan avergonzado que se afeitó la cabeza. Al final, se lo comió un troll. Por supuesto, él lo ahogó al pasar por la garganta.

—Ése sí que era un Matador —declaró Snorri con aprobación, y Gotrek asintió con la cabeza.

Félix no se sorprendió. Los Matadores sólo vivían para morir en combate contra los monstruos más terribles y grandes, a fin de redimirse de crímenes o pecados que habían cometido. Félix no estaba seguro de si él consideraría una muerte heroica eso de matar por ahogamiento a un troll mientras éste lo devoraba a uno, pero entonces no estaba dispuesto a mencionarlo.

—¡Ojalá hubiese habido un oso dentro de la cueva! —repitió Snorri con aire soñador—. Uno grande; tal vez dos. Los osos son buenos para comer.

—Tú sabrás —replicó Félix.

—Mejores que las ardillas, los conejos o las liebres —prosiguió Snorri—. ¡Ojalá hubiese un oso en esta cueva!

—Algunos dicen que las cuevas de por aquí están encantadas —comentó Max.

Era la primera vez que intervenía en la conversación en mucho tiempo, pero el comentario parecía ajustarse a su humor sombrío.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Félix.

—En Leyendas de Sylvania, Neumann menciona que las gentes de Drakenhof decían que las cuevas de los alrededores estaban encantadas y las evitaban. Algunos afirmaban que sus raíces llegaban hasta el infierno.

—Tal vez deberías haber mencionado eso antes de que Snorri y Gotrek nos condujeran al interior de una de esas cuevas —señaló Félix.

—No es más que una fábula, Félix. Y considerando que la alternativa era morir congelados, ¿habrías permitido realmente que eso te disuadiera?

Félix supuso que no, pero a pesar de ello se sentía irritado.

—¿Crees que hay algo de verdad en esas fábulas, Max?

—Algunas contienen ciertos indicios inquietantes, Félix.

—¿Hay alguna otra cosa que hayas olvidado decirnos?

—Al parecer, gente que se adentró en las cuevas desapareció y no volvieron a verla nunca más.

—Tal vez había un oso dentro —dijo Snorri—. Los osos podrían haberse comido a esa gente.

Snorri miraba hacia el fondo de la cueva con expresión anhelante, como si esperara que se hiciera más profunda. Félix se alegró de haberla inspeccionado con anterioridad. La cueva se adentraba sólo unos pocos pasos más en la colina.

—Y había muchos mutantes que a veces las usaban para cobijarse.

—¿Las osas? —preguntó Snorri, confundido.

—Las cuevas —replicó Max.

Félix advirtió que Gotrek había dejado de escucharlos y estaba mirando por encima del hombro hacia la noche. Sus dedos se habían cerrado sobre el hacha. Max se había erguido y también miraba hacia la oscuridad.

—¿Qué sucede? —preguntó Félix, que ya temía lo peor.

—Ahí fuera hay algo —dijo Gotrek—. Huelo a bestias. En el viento flota la contaminación del Caos.

Snorri se animó de inmediato.

—Vamos a por ellas.

—Sí —dijo Félix con sarcasmo—. No nos preocupemos por insignificancias como cuántas son o si podrían estar esperándonos.

—Claro que no —asintió Snorri—. ¿Por qué iba a hacer eso Snorri?

—Hay magia en el exterior —dijo Max con tono sepulcral—. Magia oscura. Los vientos del Caos soplan con fuerza esta noche.

Félix gimió. ¿Por qué cuando él creía que la situación ya no podía empeorar siempre lo hacía? Estar sentado en una cueva helada junto a un chisporroteante fuego en compañía de dos enanos que buscaban la muerte y de un hechicero melancólico mientras la nevisca rugía en el exterior parecía suficiente. Sin embargo, daba la impresión de que las fuerzas del Caos y la magia negra estaban a punto de intervenir. «¿Por qué los dioses me odian tanto?», se preguntó Félix.

—Y hay algo más —añadió Max.

El macilento rostro del hechicero parecía tenso, y en sus ojos había una luz febril.

—Ya no soy capaz de sentir sorpresa —se burló Félix—, pero cuéntame qué es, de todas formas.

—No sé qué es. Aquí hay un poder que no se parece a nada con lo que me haya encontrado antes. Se trata de una extraña obra mágica. La percibí hace una hora.

—Es muy amable por tu parte mencionar también eso —dijo Félix.

Los dos enanos los contemplaban con impaciencia.

—No tenía sentido inquietaros mientras descansabais, al menos hasta que tuviera una idea clara de lo que era. Podía no tener nada que ver con nosotros.

—Al parecer, sí lo tiene.

—Sí. ¿Por qué otro motivo iban a acudir aquí los hombres bestia? ¿Cómo podrían habernos encontrado en una noche como ésta?

—¿Estás diciendo que vienen a por nosotros? —preguntó Félix al mismo tiempo que desenvainaba la espada.

—Ya están aquí, humano —anunció Gotrek.

Félix miró más allá del Matatrolls, hacia la nevisca, donde pudo ver formas corpulentas que guardaban sólo el más lejano parecido con los seres humanos y poderosos guerreros de negra armadura cuya apariencia conocía demasiado bien.

—¿Es que nos han seguido desde Praag? —preguntó Félix, frunciendo los labios.

—Si lo han hecho, han recorrido un largo camino para morir, humano.

—Snorri piensa que Snorri debería ir el primero —dijo Snorri.

El enano tradujo sus palabras en acción y cargó hacia el exterior blandiendo el hacha con una mano y el martillo con la otra. En cuestión de segundos, se encontraba ya en medio de los hombres bestia; los atravesó como un rayo, alzando una tempestad de nieve en torno a sus botas. La expresión de alegría que había en su rostro simple y brutal le recordó a Félix la de los niños trabados en una guerra de bolas de nieve.

Gotrek salió tras él. Avanzó a través de la nieve como si ésta no existiera, sin verse más entorpecido por los altos ventisqueros que los hombres bestia o los guerreros del Caos. A su espalda, Félix oyó que Max comenzaba a entonar un hechizo. No era tan tonto como para volver la cabeza. Una pequeña distracción en el combate podía resultar fatal, y no apartó los ojos de sus oponentes.

Había al menos una veintena de hombres bestia. Como siempre, eran arbitrarias parodias de humanidad, con cabezas de cabra, lobo o buey. Empuñaban una variedad de armas de tosca factura en sus manos mutadas y provistas de zarpas. Sus escudos lucían el símbolo del Caos: ocho flechas que radiaban de un enorme ojo felino. Los comandaba un monstruoso guerrero del Caos, tal vez el más grande que Félix había visto jamás. Era tan grande como un ogro…, lo que tal vez había sido alguna vez. Su estatura superaba en más de la mitad la de Félix, que era un hombre alto. El joven humano calculó que el guerrero del Caos pesaba cuatro veces más que él, y eso sin contar la armadura incrustada de runas que cubría su enorme cuerpo.

No podía continuar ahí parado por más tiempo. Ya había retrasado bastante su intervención en la refriega y había llegado el momento de luchar o caer. Y aunque unos minutos antes podría haber pensado que la muerte sería una merced comparada con el tedio de la conversación de los enanos, entonces que su vida estaba en peligro, ni siquiera las banalidades de Snorri le parecían carentes de encanto.

Bramando como un demente, cargó contra el hombre bestia más próximo al mismo tiempo que blandía la espada con puño en forma de dragón con toda la fuerza de que era capaz. El hombre bestia alzó la lanza para parar el golpe, y la afilada hoja arrancó trozos del asta. Félix le lanzó una patada con la bota, que acertó entre las piernas del hombre bestia. La criatura, aullando de dolor, se dobló por la mitad, y en ese momento un nuevo golpe de Félix le separó la cabeza de los hombros.

No aguardó a que otro hombre bestia fuese a por él, sino que se lanzó hacia adelante, pese a la nieve y lo resbaladizo que estaba el terreno. Había aprendido el manejo de la espada en las casas de armas de los maestros de Altdorf, sobre pisos de madera dura y piedra. «¿Me pregunto por qué mis maestros de esgrima jamás se molestaron en decirme que la mayoría de las luchas no tendrían lugar en esas condiciones ideales?», pensó con amargura.

Por un breve instante, deseó tener una pistola, pero luego se dio cuenta de que habría necesitado mucha suerte para conseguir que una funcionara en aquel ambiente excesivamente húmedo. Cruzó armas con un corpulento hombre bestia, una cabeza más bajo que él pero el doble de ancho. Una de las manos de la criatura estaba rematada por una masa de finos tentáculos provistos de ventosas. Cuando le lanzó un golpe, Félix vio que en el centro de la palma tenía una boca como de sanguijuela. En otra época, el horror causado por esa visión podría haberlo paralizado, pero a lo largo de los últimos años se había habituado a ese tipo de cosas. En el tiempo que llevaba viajando con el Matatrolls, las había visto mucho peores.

Los tentáculos le abofetearon la cara y sintió que algo le escocía. La baba que dejaban era corrosiva o, aún peor, venenosa. La aversión y el miedo hicieron que imprimiera más fuerza a los golpes. La espada cayó sobre la muñeca de la criatura y le cercenó la pata mutada. El siguiente tajo abrió al monstruo desde la clavícula hasta la ingle.

En lo alto, algo brillante siseó y chispeó. Por experiencia, Félix se cubrió los ojos. Se produjo una brillante explosión de luz dorada, y un estallido de nieve vaporizada le escaldó el rostro. Cuando miró de nuevo vio que la bola de fuego de Max había abierto un cráter en la nieve y que muchos hombres bestia se habían detenido, sacudían la cabeza y parpadeaban estúpidamente en un intento de aclararse la visión. En el centro del cráter, rodeados por un charco de nieve fundida, yacían un par de cuerpos abrasados.

Félix comprendió que no era el momento de luchar honorablemente, en especial cuando, a la luz de algunos arbustos que llameaban, podía ver veintenas de otros hombres bestia que se aproximaban. Se lanzó hacia adelante al mismo tiempo que lanzaba estocadas con la espada y mataba a tantos hombres bestia cegados como podía. Snorri y Gotrek se movían entre las criaturas haciendo lo mismo mientras avanzaban hacia la masa de los que llegaban. Sólo el poderoso gigante de armadura negra se mantuvo firme. En lo alto, se movía algo extraño que lo rodeaba. «Algún tipo de gema mágica», dedujo Félix.

Más bolas de fuego describieron un arco en el aire para estallar entre la masa de hombres bestia que se acercaba; uno o dos, convertidos en antorchas de carne, se derritieron, y otros cayeron al suelo por la fuerza del impacto.

—Sígueme, Snorri —gritó Félix sin ignorar que era una locura, pero incapaz de pensar en nada más—. ¡Acabemos con ellos!

Había método en su locura. Snorri lo siguió con resolución, prescindiendo del enorme guerrero del Caos; era incapaz de permitir que un humano se le adelantara en la carrera destinada a matar hombres bestia. «Hasta aquí, va bien —pensó Félix—. Al menos, tengo la espalda cubierta». Sabía que si alguien podía hacerse cargo del enorme guerrero del Caos ése era Gotrek. El enano aún no había perdido un enfrentamiento, y Félix dudaba de que tuviera intención de hacerlo entonces.

Félix tomó como objetivo a los heridos y los caídos cuando se lanzó hacia los hombres bestia, dedicándose a los blancos fáciles, golpeó a cualquiera que estuviese cegado. Snorri no hacía semejantes discriminaciones y atacaba todo lo que tenía cerca, ya estuviese herido o ileso, cegado o no, o huyendo. Reía mientras mataba, feliz como un niño con un juguete nuevo.

Max envió más bolas de fuego, que describieron un arco en lo alto. Las explosiones convirtieron brevemente la noche en día, y la nieve, en vapor. Félix vio que un hombre bestia caía con el rostro transformado en una masa de ampollas, mientras la piel se le desprendía de la carne, y la carne, de los huesos, como sucedería con un jamón demasiado cocido. Se tomó un momento para orientarse y luego se lanzó hacia adelante, siguiendo a Snorri hasta lo más profundo de la masa de hombres bestia. Detrás de él, un sonoro entrechocar metálico le reveló que el hacha de Gotrek había encontrado el arma del enorme guerrero del Caos.

—Ahora, Matador de Arek, prepárate a morir —dijo una voz que resonó más grave que la de cualquier humano por al menos una octava—. Tu hacha será mía.

—No me digas —replicó Gotrek, cuya ronca voz resultó audible incluso por encima del estruendo de la batalla.

Félix se agachó para evitar el golpe de otro hombre bestia y lanzó una estocada que pasó por debajo de la guardia de la criatura y le atravesó la pared del estómago. Inclinó la espada y la empujó entre las costillas hasta llegar al corazón con la punta, y luego la retiró. La criatura cayó hacia adelante mientras su boca lobuna, de la que manaba sangre, chasqueaba los enormes dientes tan cerca de la garganta de Félix que pudo olerle el repulsivo aliento. Lanzó nuevos golpes para despejar un círculo a su alrededor y descubrió que el enloquecido girar de la batalla lo había desplazado hasta dejarlo frente a Gotrek y su oponente.

«El guerrero del Caos es realmente enorme», advirtió Félix, ceñudo. No había visto nada tan grande con forma humana desde que había luchado con la guardia mutante de Vidente Gris Thanquol en la Torre Solitaria. Y en términos de destreza bélica, no había comparación. Aquella cosa llevaba puesta la relumbrante armadura incrustada de runas de un guerrero del Caos, cuya superficie de metal negro tenía estampados extraños sigilos e incrustaciones que formaban cabezas de demonios. Con la mano derecha sujetaba un escudo monstruoso moldeado con la forma de una burlona cara del Devorador de Almas, uno de los más grandes demonios. Con la mano izquierda aferraba una maza hecha de algún metal extraño, la cabeza tenía forma de cráneo de algún otro demonio enorme. Tal vez era un demonio de verdad, recubierto de negro y oro. Radiaba un poder extraño, y las cuencas vacías de sus ojos relumbraban con una luz infernal, lo que daba la impresión de que el demonio estaba vivo. Cuando el guerrero del Caos la alzó, el arma emitió un alarido ensordecedor, tan potente que amenazó con despertar a los muertos.

—Yo soy Grume de Colmillo Nocturno y no voy a concederte una muerte rápida —bramó el guerrero del Caos—. Te partiré las rodillas y te destrozaré las articulaciones hasta transformarlas en gelatina, y luego arrojaré tu cuerpo mutilado a mis seguidores para que se diviertan.

—¿Has venido aquí a fanfarronear o a luchar? —se burló Gotrek.

—Tu muerte será larga y terrible, y tus parientes gemirán y les rechinarán los dientes cuando la oigan narrar.

—Yo no tengo parientes —replicó Gotrek, a quien con el solo hecho de proferir esas palabras se le erizó la barba de furia.

El enano asestó un golpe con el hacha que resonó contra el escudo del enemigo, y pareció que la cara del demonio se contorsionaba y hacía una mueca de sorpresa cuando el hacha la hirió. Del escudo saltó metal fundido como si fuese sangre o lágrimas. «Ahí está obrando una extraña brujería», pensó Félix, y luego se agachó cuando otro hombre bestia intentó decapitarlo.

Giró sobre sí mismo y golpeó el hocico del hombre bestia con el puño de la espada. Se oyó un crujido cuando el hueso y el cartílago cedieron. Con la mano libre, le asestó a la criatura un puñetazo en la zona herida, y se vio recompensado con un aullido de dolor. Cuando el hombre bestia retrocedía dando traspiés, le cercenó la mitad de la cara con la espada, lo que dejó momentáneamente a la vista dientes y hueso blanco, antes de que acabara con el sufrimiento de la criatura cortándole la cabeza.

Más bolas de fuego estallaron a su alrededor y despejaron la zona. Félix se quedó parpadeando. O bien Max había adquirido una precisión quirúrgica con la magia, o simplemente no le importaba si hería a Félix o no. No era, desde luego, un pensamiento tranquilizador.

Félix observó la escena. La mayor parte de los hombres bestia rodeaban la refriega para evitar el campo de batalla; intentaban llegar hasta Max antes de que pudiera atacarlos otra vez con su magia. Por un momento, Félix y Snorri se quedaron mirándose el uno al otro. El Matador había liquidado todo lo que estaba a su alcance, y entonces parpadeaba contemplando estúpidamente al humano; era incapaz de entender adónde habían ido, de repente, todos sus enemigos. Félix vio que Grume descargaba la maza sobre Gotrek. Su movimiento adquirió una velocidad increíble y habría reducido a pulpa al enano de no haber sido porque el Matatrolls ya no estaba en el mismo sitio. Con un ágil desplazamiento de los pies, se había apartado del punto de impacto.

Por la expresión de la cara de Gotrek, Félix se dio cuenta de que estaba teniendo que concentrarse ferozmente en la lucha. No era de extrañar, ya que el espectral alarido de la demoníaca maza podía incluso distraer bastante a cualquiera que se hallara a cincuenta pasos de distancia. Sólo los dioses sabían el efecto que causaba cuando uno se encontraba más cerca. Nadie que no hubiese visto luchar al enano con tanta frecuencia como Félix habría reparado en que parecía más lento de lo normal y no se movía del todo con su acostumbrada velocidad cegadora.

El monstruoso guerrero del Caos profería risillas horribles, como si comprendiera el efecto que estaba causando su arma y lo hubiese visto ya muchas veces. Cuando habló, su voz sonó llena de confianza.

—La Maza Calavera de Malarak no tiene oponentes. Congela los miembros y hiela los corazones de aquellos que se enfrentan a ella. Prepárate para saludar a tus ancestros.

Félix midió la distancia que lo separaba del guerrero del Caos y apuntó a lo que parecía ser un punto vulnerable del espaldar de su armadura, pero incluso mientras hacía eso sabía que estaba demasiado lejos para alcanzarlo a tiempo. ¿Acaso había llegado finalmente la hora de la muerte del Matatrolls?