Capítulo 3

3

Los servidores lo contemplaron con reverencia cuando entró en el establo. Teclis iba ataviado para la batalla; llevaba la corona de guerra de Saphery y el báculo de Lileath. Haciendo caso omiso de las miradas, inspeccionó al grifo. Era una bestia magnífica: un león alado, con cabeza de águila, lo bastante grande como para que pudiera montarlo un elfo. Abrió la boca y profirió un grito tan penetrante que las cortesanas primero chillaron nerviosamente y luego profirieron risillas. Era el grito de guerra que a lo largo de los siglos había aterrorizado a los enemigos de los elfos. Desde que la mayoría de los grandes dragones yacían dormidos, esas poderosas criaturas mágicas eran las cabalgaduras aéreas preferidas por los elfos. Por supuesto, eran escasas. Ésa, un campeón de carrera, habría costado el rescate de un rey humano. La gran criadora Ranagor la había alimentado de su propia mano desde que había salido de un huevo que había encontrado en las laderas del Monte de Incubación.

Había momentos en los que Teclis deseaba haber aprendido a gobernar correctamente un grifo, pero no lo había hecho. Era una habilidad reservada para los elfos más fuertes, y se trataba de un arte que debía aprenderse en la juventud. Cuando él era joven, había sido demasiado enfermizo. Nunca sería capaz de montar una de aquellas magníficas criaturas para ir a la batalla sin antes paralizar su feroz voluntad con magia. Tendría que emplear un hechizo de estupefacción para anular todo el potencial del grifo y lograr que fuese lo bastante dócil como para dejarse montar.

Lo recorrió un espasmo y tuvo sensación de mareo. Cada vez era peor. Contó lentamente hasta veinte y no se sorprendió cuando la tierra tembló y el edificio crujió. Su extraordinaria sensibilidad para percibir las fluctuaciones en el nivel de la energía mágica que lo rodeaba —efecto colateral de los hechizos que usaba para proporcionarse una salud y un vigor normales— le había advertido de que se produciría el temblor de tierra. Sabía que debía ponerse a la tarea; el tiempo se le escapaba de las manos y se agotaba para su pueblo, y probablemente también para él si los hechizos de sujeción fallaban.

Inspiró profundamente el aire del establo. Contenía el penetrante hedor del cuerpo de los animales, de los excrementos y de las plumas. Sus ancianos servidores sujetaron la montura sobre el lomo de la criatura, guardándose durante todo el tiempo de las poderosas garras y el gran pico en forma de cimitarra. Comprobaron las cinchas y las riendas, y luego lo miraron. Él se encogió de hombros y proyectó su voluntad al exterior, a la vez que murmuraba las palabras de un encantamiento. Sintió que el flujo de energía giraba a su alrededor y le proporcionaba calor, como siempre hacía; entonces, envió algunos zarcillos para que tocaran a la gran bestia, calmaran su feroz corazón y aquietaran su ardiente cerebro. Los párpados de la criatura cayeron y su postura se relajó cuando el hechizo le hizo efecto. De algún modo, parecía más pequeña, menos regia.

Teclis masculló una disculpa, avanzó cojeando, se subió trabajosamente a la silla y se sujetó con la correa. No eran para él las bravatas de algunos jóvenes elfos que cabalgaban sin silla ni arreos y realizaban equilibrios sobre el lomo de las cabalgaduras. Se aseguró de que todas las hebillas estuviesen bien cerradas, lo que le causó un cierto azoramiento. Aunque ése era el modo como montaría un niño, no quería correr el riesgo de caer de la silla. Desde luego, conocía hechizos de levitación, pero de todas formas una caída podría resultar fatal si perdiese el sentido por un momento o se distrajera.

Su hermano avanzó para mirarlo, despreocupándose por completo del enorme pico y las descomunales garras del grifo, y con una calma que a Teclis le produjo envidia. Hasta los más valientes solían demostrar nerviosismo cuando estaban cerca de aquellas bestias; pero Tyrion, no. Parecía tan cómodo y tranquilo como sentado a la mesa para la cena, y en ello no había alarde alguno.

—¿Estás seguro de que no deseas que te acompañe? —preguntó.

—Tu deber está aquí, hermano, con nuestra flota, y la mía es una tarea que se realiza mejor sólo con hechicería.

—En ese caso, me inclino ante tu superior conocimiento, pero mi experiencia me dice que una espada bien afilada puede resultar útil en los momentos más inesperados.

Con la mano izquierda, Teclis dio unos golpecitos al arma que le pendía de un costado.

—Ya tengo una espada bien afilada, y fue un maestro quien me enseñó cómo utilizarla —replicó.

Tyrion le dedicó una ancha sonrisa y se encogió de hombros.

—Espero que hayas aprendido bien mis lecciones, hermanito.

El afecto y la condescendencia de su voz irritaban infinitamente a Teclis, pero lo ocultó tras una sonrisa amarga.

—Que vivas un millar de años, hermano.

—Y tú también, Teclis de la Torre Blanca.

Con su habitual oportunismo impecable, Tyrion retrocedió para apartarse del camino del grifo, y ejecutó una perfecta y cortés reverencia.

Teclis saludó con la mano a las mujeres y a sus servidores, tiró de las riendas y esperó. Las ancas del grifo se hincharon bajo su cuerpo cuando los músculos se tensaron para saltar. Sintió un ligero vuelco en el estómago cuando la criatura dio un brinco hacia adelante y se lanzó al espacio a través de la abertura del balcón. Durante un breve momento vertiginoso, vio cómo toda la ciudad se extendía allá abajo, desde el palacio-templo del Rey Fénix hasta la gran estatua de Aenarion que saludaba el regreso de los marineros al puerto, todo iluminado por el sol dorado de Ulthuan.

Su estómago se contrajo aún más cuando el grifo se precipitó hacia la tierra, y sintió un pánico momentáneo. Las correas que lo sujetaban y que unos instantes antes le habían parecido tan seguras le causaban la sensación de ser una trampa mortal. En los segundos que necesitaría para soltar las hebillas y hacer un hechizo de levitación, él y su montura se estrellarían sobre el duro mármol de allá abajo. Luchó contra el impulso de cerrar los ojos y observó cómo se aproximaban las tejas de color púrpura de las villas de los nobles menores.

Luego, con un crujido, el grifo desplegó sus enormes alas y las batió con ímpetu. Por un momento, el vertiginoso descenso cesó, y pareció que la criatura flotaba en el aire, atrapada entre la fuerza de gravedad y la potencia de su propio movimiento ascendente. Por un instante, Teclis se sintió ingrávido, presa de una mezcla de horror y regocijo, pero luego el grifo aumentó la fuerza de su aleteo, y su gigantesca, mágica potencia triunfó sobre la atracción terrestre.

Debajo de él, Teclis podía sentir cómo el pecho de la montura se expandía y se contraía al ritmo de los movimientos de las alas. Podía sentir incluso los latidos acompasados del corazón, que impulsaba la sangre hacia los músculos y alimentaba las fibras como un poderoso motor. El grifo profirió un penetrante grito de puro triunfo, y Teclis supo cómo se sentía exactamente. Al bajar los ojos hacia la ciudad que se extendía allá abajo como una maqueta en una habitación de niños elfos, estaba exultante. «Tal vez los dioses sientan lo mismo —pensó— cuando miren desde los cielos para ver cómo se comportan los peones mortales».

Veía que la gente en las calles —los de Tiranoc en sus carros, orgullosos señores de dragones sobre sus caballos, preceptores esclavos procedentes de la lejana Catai, comerciantes de una docena de tierras humanas— alzaba los ojos hacia él. ¿Acaso reconocían al principal hechicero de esas tierras dedicado a sus asuntos? La verdad era que eso no importaba. Alzaban los ojos con pasmo y asombro ante la visión de un señor elfo que pasaba por el aire, y lo saludaban con gritos y agitando las manos. Mientras les devolvía el saludo, dejó que la montura pasara rasando los tejados en dirección al puerto, hacia los miles de altísimos mástiles que señalaban la posición de los barcos.

Sobrevoló decadentes mansiones y casas deshabitadas; reparó en las calles medio vacías que habían sido construidas para dar cabida a una población diez veces superior a la de entonces, y lo abandonó, en parte, la sensación de triunfo. La evidencia de que su pueblo era una raza agonizante lo golpeó con la fuerza de un martillo, como le sucedía siempre. Ninguna pompa o circunstancia podía ocultar ese hecho. No podían disimularlo ni los interminables desfiles y ceremonias. El sublime genio que había flanqueado cada avenida con hermosas estatuas y altísimas columnas estaba desvaneciéndose del mundo. Muchos de los edificios que rodeaban el puerto estaban habitados por esclavos y forasteros que los llenaban de una bulliciosa vida que imitaba las antiguas glorias de Lothern. Pero no era vida élfica. Era la vida de los forasteros, gentes que habían llegado al continente insular poco tiempo antes y que nunca habían puesto un pie fuera de aquel barrio.

Como le sucedía a menudo, en su mente se formó una visión de la inevitable muerte de todo lo que le era querido. Sabía que, un día, aquellas calles, aquella ciudad, todo el continente, estarían despoblados de elfos. Su pueblo habría desaparecido sin dejar siquiera fantasmas detrás, y sólo los ecos de los pasos de aquellos extranjeros resonarían entre las ruinas de lo que en otro tiempo había sido el hogar de los elfos.

Intentó apartar de sí la imagen, pero no pudo. Al igual que todos los elfos, era propenso a la melancolía, pero a diferencia de los demás, él no se deleitaba con ello. Despreciaba esa actitud como un rasgo de debilidad; no obstante, mientras abandonaba la antigua ciudad gloriosa tal vez por última vez, no pudo resistirse a ceder a ese impulso. Según pudo ver, el número de barcos humanos amarrados en el puerto ya casi superaba al de las embarcaciones élficas.

Era verdad que había muchas poderosas águilas, halcones y azores de sangre, cuyas líneas alargadas y esbeltas habían sido diseñadas para romper las olas como lanzas. Impulsadas por vientos mágicos, eran las embarcaciones más veloces y maniobrables que surcaban el mar. Pero incluso allí, en su ciudad originaria, en el más grande de todos los puertos de los elfos, estaban rodeadas por los navíos de otros. Había poderosos galeones de Bretonia y Marienburgo. Podía ver también veleros de Arabia con velas como aletas de tiburón, y juncos de la lejana Catai, con altos castillos de popa y velamen latino diseñado para hincharse con los vientos de otros mares. Todos habían acudido allí para comerciar, para adquirir las mercancías mágicas —potentes drogas y medicinas por las que eran famosos los elfos—, y a cambio habían llevado sedas, maderas exóticas, perfumes, especias y esclavos educados para el placer; todas las cosas necesarias para hacer cómodos los años del ocaso de su pueblo.

Percibió el aroma a salitre del mar y vio que un humano lo miraba con un catalejo desde el puesto de vigía de uno de los barcos. Reprimió el felino impulso maligno de hacer que el grifo volara cerca de la cabeza del hombre para aterrorizarlo, y tiró de las riendas para que la montura ascendiera y se dirigiera al norte, hacia las nubes y las montañas distantes ceñidas por el aura de antiguos y poderosos hechizos. Se dio cuenta de que, por un momento, se había visto tentado por la vieja crueldad de su pueblo, que veía las vidas de las razas inferiores como juguetes, y sintió la ola de náusea y odio hacia sí mismo que tanto lo diferenciaba del resto de su gente.

Había ocasiones en las que sentía que los elfos, en su arrogancia, merecían ser reemplazados, sustituidos por las razas más jóvenes. Al menos, éstas aún se esforzaban por construir cosas, por aprender, por renovar, y en muchos sentidos, estaban lográndolo. En cambio, su pueblo vivía en el pasado, en sueños de glorias desaparecidas hacía mucho tiempo. Para ellos, todo conocimiento que mereciera la pena, ya había sido adquirido, y la hechicería, perfeccionada al máximo por los expertos elfos. Teclis había estudiado los misterios de la magia largamente y con gran empeño, y sabía hasta qué punto su gente se engañaba. En su juventud había soñado con descubrir hechizos nuevos y recobrar artes perdidas, y así lo había hecho; pero en los últimos años, hasta eso había perdido interés, y a veces, deseaba no haber aprendido ciertas cosas.

Pensó en la carta que le había dejado a su hermano para que se la entregara al Rey Fénix, donde explicaba qué estaba sucediendo. Pensó en los mensajes ya enviados por medios mágicos a los expertos de la Torre Blanca. Había hecho lo que había podido para poner sobre aviso a aquellos a quienes había jurado proteger, y entonces tenía que cumplir con ese deber o morir en el intento. Considerando la magnitud de la tarea con que se enfrentaba, eso último no parecía improbable.

Tiró de las riendas del dócil grifo e hizo que describiera un arco hacia las lejanas montañas.

* * *

Debajo, veía los labrados picos de Carillion. La magia antigua les había dado forma de gigantescas estatuas, testimonio del poder de los elfos. Teclis se estremeció al pensar en cuánta energía mágica y cuántos años de trabajo de hechicería se habían dedicado a tallar aquellas piedras para darles la forma de grandes bestias. Dos pegasos gigantes flanqueaban el valle, cada uno de una altura cien veces mayor que la de un elfo, de modo que las nubes se reunían bajo las alas. Estaban en postura de alzar el vuelo o golpear con un enorme casco. Daba la impresión de que podían cobrar vida en cualquier momento y aplastarlo como a un patético insecto.

Y tampoco eran simplemente decorativos. Su visión de mago le permitió percibir que estaban envueltos en hechizos de fantástica complejidad, rejillas de pura energía mágica que latía y crepitaba de poder. Formaban parte de la enorme red de hechizos que cubría el continente de Ulthuan y lo mantenía estable. Sin esa posibilidad de absorber poder y conformarlo para otros usos, la totalidad de aquella tierra se desestabilizaría y volvería a hundirse bajo las olas, o se haría pedazos en medio de inmensas convulsiones volcánicas. Sin embargo, esas enormes estatuas estaban lejos de ser la más poderosa obra de su pueblo, ya que, en las tierras del norte, montañas enteras habían sido talladas en forma de bestias aún más fantásticas y grotescas.

«Hay una vena de demencia en nosotros —pensó—, algo que arde con mayor fuerza en los corazones de nuestros parientes oscuros de Naggaroth, pero que acecha en el corazón de todos los elfos». El orgullo, la locura y un retorcido genio artístico se evidenciaban en aquellas estatuas, al igual que se manifestaban en todas las ciudades de los elfos. «Tal vez los enanos tienen razón con respecto a nosotros —pensó—. Quizá estamos realmente malditos». Finalmente, apartó esos pensamientos y se concentró en la tarea que tenía entre manos.

Hizo que el grifo describiera un círculo por encima del valle y buscó lo que sabía que encontraría a la sombra de aquellas descomunales alas de piedra. En ese momento, relumbraba para su visión de mago de un modo aún más brillante que los flujos de magia que recorrían los pasos de la montaña. Eso era nuevo. Cuando había pasado por ese lugar en alguna otra ocasión, no interfería la obra de los antiguos.

Hizo que el grifo bajara para acercarse más. Allí se alzaba una enorme piedra longitudinal y, los pegasos habían sido tallados para guardarla. Era monolítica y, pese a haber sufrido la erosión de milenios, permanecía en pie.

En el flanco de la colina, a la sombra de la piedra, había una entrada. Descendía hasta una antecámara que había permanecido sellada durante miles de años, y por buenas razones. Detrás de la puerta, estaba la obra de aquellos capaces de desafiar todo el poder y la sabiduría de los elfos, artefactos de un pueblo que había abandonado esas tierras cuando los ancestros de Teclis aún eran bárbaros. Aquél era el lugar maldito que Tasirion había mencionado en su libro, uno de los varios que podían encontrarse en Ulthuan.

Tiró de la rienda superior para darle al grifo la orden de aterrizar. No veía nada amenazador, pero era cauteloso. En esas tierras podían encontrarse muchos monstruos extraños, y a veces había partidas de guerra de elfos oscuros que llegaban hasta ese sitio tan cercano a Lothern. No tendría sentido haber tomado todas las precauciones contra la hechicería para acabar derribado por una flecha envenenada.

En el momento en que la bestia descendía, lo acometió otra oleada de debilidad, y la tierra se estremeció. El monolito se bamboleó, y los poderosos caballos alados temblaron como si tuviesen miedo. A lo lejos, las montañas ardientes escupieron hacia el cielo extrañas nubes multicolores. Teclis maldijo. Fuera lo que fuese, estaba haciéndose más fuerte; o bien, él se hallaba más cerca del epicentro.

Las garras del grifo se aferraron a la tierra, y sintió que los músculos de la bestia se contraían debajo de él para absorber la fuerza del impacto. Por un instante, permaneció sobre la cabalgadura sin saber qué hacer mientras la tierra temblaba. Un momento después, todo volvió a la normalidad. Teclis bajó de la silla de montar mientras luchaba contra el temor de que la tierra comenzara a sacudirse una vez más o de que él, de alguna forma, se hundiera en ella como si fuese agua. Un terremoto era algo que alteraba los sentidos de muchas maneras y hacía que el cerebro dudara de todo. Casi se sorprendió cuando el suelo no cedió bajo sus pies.

Se acercó a la entrada y la estudió. Un arco y una puerta de piedra le cerraban el paso. En el dintel estaba escrito el antiguo edicto que prohibía a los elfos continuar adelante. Al abrir la antecámara, Teclis sabía que estaba violando leyes dictadas en el tiempo mismo en que se había construido ese lugar. Era un delito que se castigaba con la muerte, y uno de los motivos por los que no había querido que su hermano lo acompañara.

No era que ese tipo de cosas tuvieran importancia para la mayoría de los elfos. Muy pocos conocían los hechizos capaces de abrir aquellas cámaras prohibidas: la Reina Eterna, unos cuantos maestros de la Torre Blanca y él mismo. Tasirion los había leído y los había usado siglos antes para su eterno arrepentimiento. Su muerte había supuesto una advertencia para otros que pudiesen entrometerse en lo que yacía allí dentro. Teclis lo consideró durante un momento, y luego pronunció el hechizo. Las protecciones colocadas por sus ancestros se desvanecieron y la enorme puerta se deslizó silenciosamente hacia el interior para dejar a la vista la gigantesca antecámara oscura que había más abajo. Al otro lado de la cámara, había una arcada por la que podía verse el camino que descendía hacia las tinieblas.

El grandioso arco era varias veces más alto que él; tenía talladas runas de aspecto antiguo y cabezas de una raza ancestral parecidas a sapos. Emanaba un aroma maligno que resultaba casi palpable. Teclis se estremeció y murmuró los encantamientos contra el Caos en el mismo momento en que dio el primer paso que lo llevaría desde la balsámica luz solar a las frescas sombras. La puerta se cerró a sus espaldas. Continuó el descenso, que pasaba por debajo de varias arcadas más. Las paredes estaban hechas de enormes bloques de piedra adornados con tallas de extrañas runas lineales. También dentro de ellas percibió que había malignidad.

«No —se dijo—, no son las piedras en sí lo que es maligno; es lo que las empapa». Allí había magia oscura, el material del Caos en su estado puro, una radiación que podía retorcer de muchas maneras la mente y el cuerpo. Los hechizos colocados en la arcada habían estado destinados a contenerla, pero entonces él podía ver que eran antiguos, tenían defectos y estaban desintegrándose. Así pues, era ese debilitamiento lo que permitía que la energía siniestra fluyera al exterior.

Por ese motivo, se habían colocado hechizos protectores en torno al lugar y se había prohibido entrar allí a su pueblo. Toda el área acabaría por contaminarse y corromperse; un cáncer en el corazón de Ulthuan, una mancha de oscuridad que se esparciría con lentitud por todo el territorio. Por el momento, sin embargo, tenía otras preocupaciones. Si no resolvía el misterio de lo que estaba causando los terremotos, no habría necesidad de preocuparse por la corrupción de nada que no fueran unos pocos peces de las profundidades marinas, ya que su tierra desaparecería bajo las purificadoras olas. Debía encontrar a la mujer Oráculo de los Veraces y averiguar qué debía hacerse.

Tendió una mano y tocó la superficie de una de las piedras. No era lisa: se habían tallado extrañas runas angulares, glifos pictográficos similares a aquellos que los exploradores elfos habían llevado desde el continente perdido de Lustria y las humeantes ciudades del pueblo lagarto, ganadas por la selva. También podía sentir el flujo mágico, corrientes poderosas, potentes y profundas. Por sus lecturas, sabía que algo no iba bien. Se suponía que los caminos estaban aletargados, sellados, por lo que no debería circular a través de las piedras aquella cantidad de energía.

En consecuencia, sus sospechas habían sido correctas. Ese lugar y otros parecidos eran la fuente del desequilibrio que amenazaba a Ulthuan. Su activación estaba absorbiendo energía de las piedras protectoras, trastornando el precario equilibrio de los hechizos que protegían esa tierra. Si se seguían drenando enormes cantidades de energía mágica de aquel sistema, sería sólo cuestión de tiempo que se produjera la catástrofe.

«¿Quién puede haber hecho esto?», se preguntó. Siempre era posible que no se tratara más que de un colosal accidente cósmico, o de que las antiguas protecciones simplemente se hubiesen agotado. Con un sistema tan complejo, antiguo y frágil, no podía descartarse algo semejante. No obstante, su instinto le decía que no era ése el caso. Desconfiaba de cualquier cosa relacionada con el oscuro poder del Caos. En el mundo estaban sucediéndose demasiados cambios para que él pudiera contentarse con el pensamiento de que todo eso era una coincidencia.

En el Viejo Mundo, los ejércitos de la Oscuridad avanzaban como una marea carmesí, dejando ruinas rojas a su paso. Los mares se habían vuelto peligrosos porque surgían monstruos de las profundidades, y las naves negras del Caos asolaban todo lo que encontraban. En el norte, el antiguo enemigo se agitaba. La guerra se aproximaba a Ulthuan del mismo modo como había llegado al resto del mundo. En tiempos como ésos, era una necedad creer en la coincidencia.

Rodeó la última y más honda de las arcadas, hundida en las profundidades de la tierra; entretanto, estudió las runas y el subyacente tejido de energía mágica que éstas canalizaban. Pronunció un hechizo de adivinación que dejó a la vista la totalidad de la intrincada trama. «Se trata, en efecto, de una obra de pasmoso ingenio», pensó mientras contemplaba las líneas mágicas. Era como si un millón de arañas hubiesen dedicado mil años a tejer una tela de complejidad casi inconcebible. A pesar de todos sus siglos de estudio, ésa era una obra que lo deslumbraba.

No necesitaba entender cómo se había creado aquello más de lo que alguien que bebía la poción de la virilidad precisaba comprender el proceso alquímico mediante el cual había sido hecha. Sólo debía entender para qué se usaba aquello, algo que parecía bastante claro.

Algunos de los hechizos eran protecciones diseñadas para impedir el paso a través de ellas. Estando ya degradadas y en su mayor parte desaparecidas, ya no tenían la potencia suficiente para cumplir el propósito de quien las había creado. Sin embargo, era lo que guardaban lo que le interesaba en ese momento. Las protecciones preservaban una puerta, una abertura que conducía a alguna otra parte. Hacía tiempo que los hechiceros elfos sabían que existían cosas como ésa, pero los Ancestrales las habían cerrado por sus propias e incomprensibles razones, y los elfos antiguos habían pensado que era mejor dejarlas como estaban. Entonces, sólo podían abrirse en determinados momentos, cuando la posición de las estrellas era la adecuada, cuando quedaban temporalmente a la vista los fallos de los viejos hechizos. «Hasta ahora», se recordó Teclis a sí mismo. Era evidente que alguien o algo había hallado la forma de abrirlas de nuevo.

Se sentó con las piernas cruzadas en el centro de la cámara. Pensó en la antigua red de hechizos que sus ancestros habían tejido para mantener estable el continente insular. En general, se daba por sentado que había sido creación de los propios elfos, una creación única del genio élfico. ¿Era posible que aquellos magos simplemente hubiesen construido encima de la obra de los Ancestrales, drenando la energía para sus propios fines? Ahora que alguien había reactivado esos artefactos de los Ancestrales, éstos drenarían el poder de las protecciones mágicas de Ulthuan. «Sí —pensó—. Es perfectamente posible que ocurra de este modo». Era un camino hacia la catástrofe.

Sólo podía hacerse una cosa: debía encontrar el origen de todo eso e invertir el efecto. Tenía que hallar la manera de atravesar el portal para volver a sellarlo. Teclis cerró los ojos y comenzó a meditar. Sabía que se le acababa el tiempo.