Capítulo 2

2

—Quiero matar yo mismo a Gotrek Gurnisson —dijo Grume de Colmillo Nocturno.

Asomaba de entre las sombras como una pequeña montaña de metal y armadura. El intrincado entramado de potentes encantamientos de su coraza era casi deslumbrante para la visión de mago de Kelmain. El Señor de la Guerra se había comportado como un demente desde que los derrotados exploradores habían regresado en medio de la nevisca con la noticia de la presencia del enano. Kelmain habría preferido no tenerlo que mencionar, pero había estado en Praag y sabía, por el aspecto de sus adversarios, que sólo Gotrek Gurnisson y sus compañeros encajaban con la descripción aportada por los exploradores.

—¿Por qué? —preguntó el hechicero del Caos por llevar la contraria. Kelmain recorrió con la mirada las paredes de piedra de la antecámara antigua, intentando armarse de paciencia. Las runas lo fascinaban, al igual que las toscas tallas, pero el olor lo distraía. Se cubrió la boca y la nariz con una mano provista de garras. Grume hedía a sudor y a la sangre vieja y los sesos coagulados que cubrían su armadura. Normalmente, Kelmain no se consideraba remilgado, ya que nadie que estuviera en su oficio podía permitírselo, pero eso llegaba al límite.

—Porque su hacha mató a Arek Corazón de Demonio, por eso la quiero. Un arma semejante será digna de mí. Todos consideraban que la armadura de Arek era impenetrable —bramó la profunda voz de Grume.

En el exterior, el viento y la nieve se arremolinaban y pasaban de largo, rechazados por los hechizos que Kelmain había tejido en torno a ellos.

Kelmain miró al interior del cristal flotante y vio a su gemelo idéntico, Loigor, reflejado dentro. Podría haberse encontrado de pie en la misma estancia, no a mil leguas de distancia, en aquel triste templo de la isla de Albión. Era alto, delgado, de cara vulpina y piel pálida. La única diferencia entre ellos consistía en que Loigor iba vestido de dorado en lugar de negro, y tenía un báculo rúnico de oro; el suyo era de ébano y plata. Loigor agitó una mano debajo de su nariz y luego se llevó la otra a la boca. Kelmain sabía lo que eso significaba. «¿Por qué, de entre todos los Señores de la Guerra reunidos, tiene que ser Grume quien me acompañe en este reconocimiento?», se preguntó. ¿Por qué no podía ser Kestranor el Castrador? Al menos, el perfume almizclado de los adoradores de Slaanesh resultaba agradable. Incluso Tchulaz Khan, el ulcerado seguidor de Nurgle, resultaba casi preferible a esto. Era una lástima que hubiese sacado la pajita más corta, la que lo obligaba a participar en esa misión de reconocimiento. Incluso mejor habría sido el miserable tiempo húmedo de aquella isla pestilente. «A pesar de todo —se dijo—, alguien tenía que hacerlo». Sus acólitos estaban todos ocupados en conducir ejércitos a través de los senderos y, a decir verdad, la idea de usar la antigua red de caminos extradimensionales lo había emocionado.

—Ésa es un arma muy peligrosa —dijo Kelmain.

De inmediato, deseó no haber abierto la boca. El hedor casi le provocó arcadas. Tal vez había algo de brujería en aquel olor, ya que normalmente él no era tan delicado. O quizá tenía algo que ver con aquella horrible arma que llevaba el adorador de Khorne. Sólo con mirarla con su visión de mago sentía agitación. Desde luego, no era algo con lo que querría que lo mataran, ya que en ese caso la muerte sería la última de sus preocupaciones.

—Todas las armas son peligrosas, pero yo soy un seguidor de Khorne —respondió Grume con una ancha sonrisa despectiva. Era en todo un Gran Señor de la Guerra, y hablaba con superioridad a sus brujos paniaguados.

«¡Idiota!», pensó Kelmain. ¿Por qué siempre tenían que trabajar con aquellos bufones que pensaban con los músculos? A veces, sospechaba que los Grandes Poderes del Caos escogían a sus campeones guerreros por su estupidez…; en particular, el Dios de la Sangre.

«Lo es, en efecto», murmuró la voz de Loigor dentro de su cabeza, y Kelmain supo que su gemelo estaba pensando exactamente lo mismo que él.

—A mí no me gusta trabajar con vosotros, los seguidores de El que Transforma las Cosas, más de lo que a vosotros os gusta trabajar conmigo —declaró Grume—, pero los Grandes Poderes han hablado y los demonios me han transmitido sus palabras. Ha llegado el momento de que nos unamos y derroquemos los débiles reinos de los hombres.

«En efecto, así es —pensó Kelmain—. Y me pregunto si te das cuenta de hasta qué punto tiene que ver con eso el lugar en que nos hallamos». Alzó la mirada hacia los restos del antiguo arco que dominaba la cámara. Allí había una obra mágica de gran astucia, deiforme en su complejidad, tan intrincada que incluso estando aletargada amenazaba con abrumar su mente. «Las sendas de los Ancestrales —pensó Kelmain, maravillado—. Las hemos abierto, o mejor dicho, lo han hecho nuestros Supremos Señores, y podemos usarlas a voluntad. Pronto pondrán todo este mundo antiguo y corrupto al alcance de nuestra mano, y le daremos nueva forma para que se adapte a nuestros sueños. Pero para hacerlo, debemos trabajar con idiotas que sólo quieren usarnos para sus estúpidos fines».

Grume se alzó la visera para mostrar su cara abotagada y fea, y un destello de astucia brilló en los pequeños ojos porcinos del Señor de la Guerra. Kelmain casi pudo leerle el pensamiento. El hacha de Gotrek se había convertido en una leyenda entre los seguidores del Caos. En el cerco de Praag, había penetrado la supuestamente invencible armadura del Gran Señor de la Guerra Arek Corazón de Demonio. La muerte de aquel poderoso campeón había provocado la dispersión de su ejército y el fin del asedio de la Ciudad de los Héroes. Corrían rumores de que el enano había incluso destruido la forma física de uno de los Grandes Demonios de Khorne en la ciudad perdida de Karag-Dum.

Kelmain era uno de los pocos que se hallaban en situación de saber con exactitud lo ciertos que eran esos rumores. Grume ya tenía varias armas forjadas con las almas prisioneras de poderosos demonios y campeones, y resultaba evidente que quería añadir el hacha del enano a esa colección. Era igualmente obvio que, cuando llegara el momento, tras el triunfo de las fuerzas del Caos, tenía todas las intenciones del mundo de emplear tal arma contra aquellos que se le opusieran.

Era un plan admirablemente propio de alguien tan estúpido como Grume que además se preciaba de astuto. «De poco serviría —pensó Kelmain— explicarle en detalle los peligros que entraña intentar usar esa hacha». Se trataba, en efecto, de un arma muy especial, pues pervertirla a favor del Caos requeriría una enorme inversión de poder y una tremenda comprensión de la magia. Grume no tenía ni el más mínimo conocimiento sobre la materia, y aunque Kelmain sí que lo poseía, era remiso a arriesgarse a usar sus poderes en una empresa tan peligrosa y en un momento tan crítico como ése. Tenían la necesidad de supervisar los recursos de los Ancestrales y asegurarse de servir bien al Caos. Nos obstante, tal vez podría dársele otro uso a la ambición de Grume. Volvió a mirar el cristal para ver si su hermano estaba siguiendo sus pensamientos. La sonrisa de respuesta de Loigor demostró que así era.

—¿Sabes qué le sucedió al último brujo que se burló de mí? —preguntó Grume, amenazador.

Grume mostraba la confianza de quien sabía que tenía cerca un pequeño ejército de hombres bestia. Las bajas que les habían infligido el Matatrolls y sus camaradas sólo habían reducido el número de soldados en una quinta parte, más o menos. Kelmain reprimió un bostezo.

—Creo que su alma fue a alimentar al demonio que reside dentro de tu garrote —replicó—. ¿O acaso no se la ofreciste como tentempié a tu príncipe demoníaco? Lo he olvidado. En estos tiempos, uno conoce a tantos poderosos paladines del Caos que simplemente no puede recordar todos los terribles castigos que les impusieron a aquellos que se burlaron de ellos.

—Juegas a un juego peligroso, brujo —dijo Grume.

Las facciones del guerrero estaban contorsionadas por la cólera. Se encumbró sobre el mago —era casi dos veces más alto que éste— y posó una mano sobre la empuñadura de la maza que normalmente pendía de su cintura.

—Por Khorne, que pagarás el más alto precio.

—Estás demostrando la falta de inteligencia por la que sois tan justamente famosos los seguidores de Khorne —replicó Kelmain en un tono de disculpa y rastrera abyección que claramente confundió al guerrero del Caos—. Si me mataras o alimentaras con mi alma tu poderosa arma, no quedaría nadie que te abriera las sendas de los Ancestrales… ni que te localizara al Matatrolls.

—En ese caso, harás lo que te ordeno —declaró Grume.

La voz de Grume reflejaba lo satisfecho que estaba de sí mismo. Había preferido escuchar el tono en lugar de las palabras, como Kelmain sabía que haría. Aquél era un bruto habituado a imponer su voluntad por encima de las objeciones de los demás.

—¿Por qué no? Si tienes éxito, contaremos con un enemigo menos. No siento ningún afecto por Gotrek Gurnisson y me alegraré de verlo muerto.

»Te proporcionaré encantamientos que te permitirán localizar al Matatrolls y su hacha —prosiguió Kelmain—. Cuando lo encuentres…, mátalo.

»Si puedes —añadió en voz tan baja que Grume no pudo oírlo.

* * *

Kelmain observó cómo las fuerzas de Grume se reunían dentro de la antecámara. Parecía que las cabezas talladas de obscenos dioses con forma de sapo los contemplaban con aire burlón. Al mirar al interior del cristal, sus ojos se encontraron con los de su hermano. Loigor parecía un poco débil. El uso del hechizo de conversación a través de una distancia tan enorme estaba incluso drenando la energía de un mago de su categoría.

—Has encontrado a Gotrek Gurnisson —dijo Loigor, y no era una pregunta.

—Sí. Mis poderes de adivinación muestran que los hombres bestia que huyeron no se equivocaban. Está cerca de donde nos encontramos nosotros, en las proximidades de Sylvania. Casi podría pensarse que ha sido el destino —replicó Kelmain.

—Tal vez lo sea. Parece ser que el destino ha señalado a ese enano; el destino, o los poderes que se oponen a nosotros.

—Lo más probable es que resulte una desgracia para el idiota gigante —prosiguió Kelmain al mismo tiempo que señalaba a Grume con su báculo.

El enorme guerrero del Caos hizo caso omiso del mago y se concentro en obligar con amenazas a una veintena de sus soldados a que se situaran en posición.

—Debería cerrar el portal y dejar que se le enfríen los pies caminando por las nieves invernales del Imperio.

—Tráelo de vuelta, hermano, y siempre podrás enviarlo a Lustria si te preocupa su estado de salud durante el invierno.

La sonrisa de Loigor era fría y había en ella un humor maligno.

—O al portal de la hundida Melay… Eso le lavaría la armadura —dijo Kelmain.

—Creo que nuestro último grupo de reconocimiento no regresó después de probar la senda que creíamos que conducía al corazón del Monte de Fuego. Un poco de lava podría calentar agradablemente a nuestro corpulento amigo.

—O a Ulthuan, para que les enseñe a los elfos lo que les sucede a quienes desafían a los paladines del Dios de la Sangre —añadió Loigor en un tono que imitaba casi a la perfección el estilo bramador del paladín del Caos.

Kelmain se echó a reír, y tan horripilante resultó el sonido de su alegría que los hombres bestia lo miraron y se estremecieron.

—¡Hazlo ya! —exclamó Grume.

Kelmain se encogió de hombros y gesticuló de modo expansivo.

—Veo que tienes otro plan, hermano —comentó Loigor con una expresión de malévola alegría en su semblante.

—Como siempre, me comprendes a la perfección. Hay más de una manera de matar a un enano.

Kelmain cogió el orbe de videncia que había recogido en las ruinas de Lahmia y que tenía un tacto frío como la roca. La gema que había en el centro de la esfera destellaba con energía mágica. Murmuró el hechizo, y el artefacto se elevó en el aire para luego precipitarse y describir un círculo alrededor del guerrero del Caos. Kelmain cerró los párpados y se concentró en la unión. Su punto de vista se desplazó hasta situarse en la gema, que era ya su ojo, y pudo ver a través de ella.

—Esto te conducirá hasta el condenado enano —dijo Kelmain, y el hechizo hizo que su voz saliera del Ojo—. ¡Y nos permitirá ser testigos de tu gran victoria! ¡Ve a matar a Gotrek Gurnisson! —concluyó.

Un poco cansado por el esfuerzo requerido para realizar el ritual, Kelmain bostezó, y su hermano hizo lo mismo. Una pequeña pero significativa sensación de triunfo colmó a Kelmain mientras se preparaba para desplazar su conciencia al interior del Ojo. De una forma u otra, Gotrek Gurnisson estaba muerto, e igual sucedería con cualquiera que se hallara con él.

Grume y sus guerreros ya abandonaban la antecámara para salir a la nieve.

—¿No crees que Grume pueda vencer a Gotrek Gurnisson?

—Es duro y cuenta con unas fuerzas muy numerosas, pero aunque no lo consiga, servirá a mis propósitos. Si no logran derrotar al Matatrolls, lo atraerán hasta aquí…, y en las sendas de los Ancestrales hay cosas que pueden matarlo incluso a él.