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Con el corazón apesadumbrado, Félix Jaeger observó cómo el último de los guerreros kislevitas restantes depositaba el cadáver de Ivan Petrovich sobre la pira. El viejo guerrero parecía algo más pequeño, como si se hubiera encogido a causa de la muerte. Su semblante no reflejaba ni rastro de la placidez que supuestamente era propia de quienes entraban en el reino de Morr, el Dios de la Muerte, pero Félix pensó que, en su caso, los últimos momentos de la vida de Ivan habían sido cualquier cosa menos agradables. Había visto a su única hija, Ulrika, transformada en un vampiro, en un ser sin alma que chupaba sangre, y él mismo había hallado la muerte a manos de los secuaces del amo no muerto de ella. Félix se estremeció y se envolvió con su desteñida capa roja de lana de Sudenland. En otro tiempo había creído estar enamorado de la hija de Ivan. ¿Qué se suponía que debía sentir en ese momento?
La respuesta era que no lo sabía. Ni siquiera cuando ella aún caminaba entre los vivos, había estado seguro de sus sentimientos. Entonces, según se daba cuenta, ya nunca tendría realmente la oportunidad de averiguar cuáles eran. En algún lugar de su interior, las brasas de un lento y hosco resentimiento contra los dioses se vieron avivadas hasta que surgieron llamas. Comenzaba a entender cómo se sentía Gotrek.
Desvió los ojos hacia el Matatrolls. El brutal semblante del enano estaba impropiamente pensativo. Su achaparrado y macizo cuerpo, mucho más ancho que el de cualquier humano, parecía fuera de lugar entre los jinetes kislevitas. Con los nudillos de una mano inmensa se frotó el parche que le cubría la cuenca del ojo vacío, y luego se rascó, con aire reflexivo, el cráneo afeitado y tatuado. Su enorme cresta de pelo teñido de rojo estaba caída a causa del frío y la nieve. Captó la mirada de Félix y sacudió la cabeza. Félix suponía que, a su extraña manera, a Gotrek le había caído bien el viejo boyardo de la Marca. Más que eso, de alguna forma, Ivan Mikelovitch había sido un nexo con el misterioso pasado del Matatrolls. Había conocido al enano en los tiempos de su primera expedición a los Desiertos del Caos, hacía muchos años.
Ese pensamiento hizo que Félix se diera cuenta de que Ivan había caído muy lejos de su hogar. Debía de haber al menos trescientas leguas desde los oscuros bosques de Sylvania hasta las frías tierras de la frontera de Kislev que el boyardo había gobernado en vida. Por supuesto, esos dominios habían desaparecido ya, arrasados por la descomunal invasión del Caos, que se había adentrado hacia el sur hasta llegar a Praag.
—Snorri piensa que Ivan tuvo una buena muerte —comentó Snorri Muerdenarices con aire sombrío.
A despecho del frío, el segundo Matador no iba mejor vestido que Gotrek. Tal vez los enanos simplemente no sintieran la incomodidad como los humanos, aunque era más probable que fuesen demasiado testarudos para admitir que la sentían. El habitual semblante estúpidamente alegre de Snorri era entonces una máscara de tristeza. Tal vez no era tan insensible como parecía.
—No hay buenas muertes —murmuró Félix en un susurro.
Cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir, elevó una silenciosa plegaria para implorar que ninguno de los enanos lo hubiese oído. Al fin y al cabo, él había jurado (hacía tanto tiempo que le parecía una vida entera) seguir a Gotrek y dejar constancia de su muerte en un poema épico. Ambos enanos vivían sólo para expiar algún supuesto pecado o crimen mediante la muerte a manos de un poderoso monstruo, o ante un abrumador número de enemigos.
Los kislevitas supervivientes desfilaron ante la pira para presentar sus últimos respetos a su antiguo señor. Muchos de ellos hicieron la señal del dios lobo Ulric con los dedos de la mano izquierda, para luego echar una mirada por encima del hombro y hacerlo por segunda vez. Félix podía entenderlo. Aún se encontraban casi en la sombra del castillo de Drakenhof, la poderosa ciudadela del mal que el señor vampiro Adolphus Krieger había intentado hacer suya. Había poseído un amuleto antiguo y un plan para erigirse en comandante de toda la aristocracia de la noche. En cambio, sólo había logrado provocar su propia muerte.
Pero ¿a qué precio? ¡Eran tantos los que habían perdido la vida! En las proximidades había otra pira enorme que los kislevitas supervivientes habían erigido apresuradamente para sus propios muertos. Una segunda contenía los restos de los seguidores del vampiro. Allí, en las tierras condenadas de Sylvania, esos hombres no estaban dispuestos a dejar ningún cadáver sin quemar para no tener que enfrentarse a una posible resurrección oscura a manos de un nigromante.
Max Schreiber avanzó, apoyándose en el báculo, con toda la apariencia de un hechicero imponente con sus ropones dorados. Ni siquiera las manchas de sangre y los cortes de espada del atuendo mermaban la dignidad del hombre, pero en sus ojos había algo muerto, y su rostro estaba velado por una expresión sombría que se parecía a la de Gotrek. Max había amado a Ulrika, probablemente más de lo que nunca la había amado Félix, y entonces también él la había perdido para siempre. Félix esperaba que, en su dolor, el hechicero no hiciese ninguna estupidez.
Max aguardó hasta que el último de los kislevitas hubo desfilado ante el cuerpo del boyardo, y luego miró a Wulfgar, el de más alta graduación. El jinete asintió con la cabeza, y Max pronunció una palabra y golpeó tres veces el suelo con el extremo inferior del báculo. En cada ocasión, una de las piras estallaba en llamas. La magia era poderosa y clara. Las llamas doradas surgieron a la vida en torno a la madera mojada, que luego prendió. Los clavos que Snorri tenía clavados en el cráneo reflejaron la luz y dio la impresión de que el enano soportaba un pequeño incendio en lo alto de la cabeza.
El humo ascendió lentamente, la leña se ennegreció y después prendió con unas llamas más naturales. Félix se alegró de contar con la magia del hechicero. En esas condiciones, ni siquiera los enanos habrían sido capaces de encender fuego.
Las llamas se propagaron con rapidez y, al cabo de poco rato, el aire se vio colmado por el repugnante olor dulzón de la carne quemada. Félix no estaba dispuesto a quedarse allí y observar cómo Ivan se consumía. El hombre era un amigo. Dio media vuelta y salió del salón en ruinas al aire frío. En el exterior aguardaban los caballos y los carros de los heridos. La nieve cubría la tierra. En algún lugar, allá fuera, se encontraban Ulrika y su nueva mentora, la condesa Gabriella, pero en ese momento no estaban a su alcance.
La guerra aguardaba en el norte. El Caos se aproximaba, y era allí donde los Matadores esperaban cumplir su destino.
* * *
La anciana mujer tenía aspecto exhausto. Los niños que caminaban a su lado parecían famélicos. Vestían los habituales harapos que eran comunes entre los campesinos de Sylvania, y sus ojos transmitían miseria y desesperanza. Junto a ellos, hombres ataviados con blusones salpicados de sangre aferraban horcas con dedos congelados. Félix vio en sus semblantes que el cansancio luchaba contra el miedo y lentamente ganaba la batalla. Temían a los jinetes y a los enanos, pero estaban demasiado cansados y hambrientos para correr.
—¿Qué os ha sucedido? —preguntó Gotrek en un tono que era cualquier cosa menos tranquilizador, y que la inmensa hacha que sujetaba en un puño hacía aún más amenazante—. ¿Por qué vagáis por estos caminos en invierno?
Era una buena pregunta. En ese momento, cualquier campesino sensato habría estado cobijado en su cabaña. Félix ya conocía la respuesta. Eran refugiados.
—Vinieron bestias —dijo la anciana, al fin—. Salieron del bosque. Quemaron nuestras casas, quemaron la posada, lo quemaron todo, mataron a la mayoría y se llevaron a otros.
—Lo más probable es que quisieran desayunar —dijo Gotrek, y las expresiones de los rostros de los refugiados le revelaron a Félix Jaeger que no tenían ninguna necesidad de saber eso.
—¿Hombres bestia? —preguntó Snorri, que se había animado como hacía siempre ante la perspectiva de una pelea.
—Sí, veintenas de ellos —dijo la anciana—. Aparecieron de repente en pleno invierno. ¿Quién lo habría imaginado? Tal vez los fanáticos tengan razón. Quizá se acerca el fin del mundo. Dicen que los señores pálidos han regresado y que el castillo Drakenhof está habitado otra vez.
—Eso es algo por lo que ya no tenéis que preocuparos —le aseguró Félix, y luego deseó no haberlo hecho.
La vieja lo estaba mirando como si fuera idiota, y él supuso que lo era por decir algo semejante. Por supuesto, a cualquier campesino sylvano le preocupaba el castillo Drakenhof y sus habitantes, con independencia de lo que dijera cualquier andrajoso desconocido.
—¿Dices que quemaron la posada? —preguntó Gotrek.
—Sí. Mataron al posadero y a la mayoría de los huéspedes.
—Snorri estaba deseando beberse un cubo de vodka —dijo Snorri—. Snorri piensa que los hombres bestia necesitan que les den una lección.
Gotrek asintió con la cabeza para manifestar su acuerdo, como Félix había temido. El hecho de que hubiese menos de una docena de arqueros a caballo kislevitas, los dos Matadores, Félix y Max para enfrentarse contra lo que parecía una multitud de hombres bestia no acobardó en lo más mínimo a ninguno de los enanos. Los kislevitas, guerreros endurecidos de las tierras de la Marca donde los territorios humanos lindaban con los del Caos, tuvieron la sensatez suficiente como para preocuparse, según pudo ver Félix por sus expresiones.
—No vayáis —les dijo la anciana—. Sólo conseguiréis que os maten. Será mejor que vengáis con nosotros. Stephansdorp está a sólo un par de días de camino de aquí; a una sola jornada cuando no hay nieve.
—Siempre que no la hayan quemado también hasta los cimientos —comentó Gotrek, mostrándose en cierto modo poco colaborador.
Un par de niños gimotearon, y uno o dos hombres dieron la impresión de luchar consigo mismos para no echarse a llorar. Félix los comprendía. Sin duda, lo único que los había mantenido en pie era el pensamiento de encontrar refugio entre sus semejantes en el pueblo siguiente. Mientras Félix los miraba, un hombre se desplomó y dejó que la horca cayera de su mano entumecida. Dos de los niños se le aproximaron y comenzaron a tironearle de las mangas mientras le susurraban «papá».
—Será mejor que nos pongamos en marcha si queremos dar alcance a esos hombres bestia —dijo Gotrek, y Snorri asintió, pero Wulfgar sacudió la cabeza.
—Nosotros daremos escolta a estas gentes hasta que se reúnan con sus compatriotas —dijo—. Tenemos que encontrar un refugio para nuestros heridos.
Pareció casi avergonzado al decir eso, pero Félix no se lo reprochaba. Los kislevitas habían quedado desmoralizados por la muerte de Ivan, y los acontecimientos de Drakenhof habían sido lo bastante terribles como para hacer mella incluso en el coraje del más valiente. Por un momento, Gotrek miró fijamente a Wulfgar, y Félix temió que el Matatrolls estuviese a punto de agasajar al jinete con unas pocas palabras bien escogidas acerca de la valentía y dureza de la humanidad kislevita; pero el enano se limitó a encogerse de hombros y sacudir la cabeza.
—¿Y tú qué dices, Max? —preguntó Félix.
El hechicero quedó un momento pensativo antes de responder.
—Os acompañaré —decidió luego—. Debemos purificar nuestra tierra de esos hombres bestia.
El tono de la voz del hechicero preocupó a Félix. Parecía casi tan amargado y lleno de furia como Gotrek. Esperaba que no estuviera desquiciándose a causa del dolor que sentía por lo que le había sucedido a Ulrika. Por otro lado, se alegraba de que Max los acompañara. En el momento de la lucha, el hechicero valía por toda una compañía de arqueros a caballo.
Por un breve instante, Félix consideró la idea de escabullirse y acompañar a los arqueros a caballo, pero la descartó. Eso no sólo habría sido contrario al juramento hecho de seguir al Matatrolls, sino que, además, se sentía mucho más seguro con Gotrek, Snorri y Max que con los kislevitas, aunque eso significara ir a dar caza a los hombres bestia.
—Entonces, será mejor que nos pongamos en marcha —dijo sorprendiéndose a sí mismo— si queremos llegar allí a la caída de la noche.
* * *
—Ciertamente, este lugar ha cambiado desde la última vez que estuvimos aquí —comentó Félix, mirando las aún humeantes ruinas de lo que había sido una aldea amurallada, aunque nadie le prestó la más mínima atención, ya que estaban todos demasiado ocupados contemplando los destrozos por sí mismos.
No quedaba mucho. Habían construido la mayoría de las cabañas con zarzos, adobe y tejado de paja, por lo que habían derribado las paredes a patadas y habían quemado los tejados. Sólo la posada había sido una estructura más sólida; siendo de madera y piedra, probablemente había tardado bastante en derrumbarse. El incendio debía haber sido realmente atroz para consumir aquel edificio. «Es una pena que haya desaparecido —pensó Félix— porque el tiempo comienza a empeorar».
Mientras observaba, vio unas siluetas en sombras que se movían dentro de las ruinas. Eran demasiado grandes y contrahechas para ser humanas. Sólo existía una cosa que tuviera ese aspecto. ¡Los hombres bestia! Snorri casi aulló de alegría cuando se dio cuenta de lo que estaban viendo, y agitó en el aire su hacha y su martillo. Gotrek levantó el hacha, pasó un dedo pulgar por el filo de la hoja hasta hacerlo sangrar y luego escupió una maldición.
Si eso intimidó a los hombres bestia, no lo demostraron. Un grupo salió de entre las ruinas de la posada. Algunos presentaban cabezas bovinas, mientras que otros las tenían de cabra, lobo u otras bestias. Todos eran enormes y musculosos, y estaban armados con toscas lanzas, descomunales garrotes erizados de púas o martillos. Componían una estampa incongruente. La última vez que Félix había pasado por aquel lugar, la posada de El Hombre Verde había estado ocupada por seres humanos, y él, durante la velada, había mantenido una extraña conversación con la condesa vampiro. Ahora, todo el pueblecillo que antes rodeaba la posada había sido borrado del mapa. A lo largo de su vida, Félix había visto muchísimas matanzas y unos cuantos pueblos arrasados, pero sabía que jamás se habituaría a ello. Aquella carnicería sin sentido alimentó su cólera y su resentimiento.
La docena de hombres bestia se abalanzó hacia ellos. Resultaba evidente que el hecho de enfrentarse con un pequeño grupo de oponentes no les inspiraba ningún miedo. Procedentes de alguna otra parte, de los bosques ceñidos por la nieve que rodeaban la asolada aldea, llegaron gritos de respuesta, y Félix deseó que él y los otros no hubiesen mordido un bocado demasiado grande.
Mientras los hombres bestia avanzaban a saltos, Gotrek y Snorri echaron a correr hacia ellos. Félix pensó que la palabra «correr» probablemente fuese incorrecta, teniendo en cuenta las circunstancias. Las cortas piernas de los enanos les permitían avanzar a una velocidad que para Félix habría sido un trote cómodo. En cualquier caso, la distancia que separaba a los dos bandos se acortaba con rapidez. Félix miró a Max para ver si el hechicero iba a lanzar un conjuro, pero éste observaba los alrededores en busca de otros atacantes. Parecía seguro de que los Matadores podían acabar con las bestias.
Gotrek llegó al grupo apenas un poco antes que Snorri, y su hacha describió un arco que cercenó un brazo del hombre bestia más cercano. Luego, abrió el estómago de otro de un solo golpe, y una ola de sangre y bilis regó el suelo. Finalmente, atravesó el garrote provisto de púas con que un tercero intentaba parar el hachazo. Un momento después, Snorri derribó al desarmado hombre bestia con un golpe del martillo que blandía con una mano y clavó el hacha en el cráneo de otro; entonces, se escuchó un repulsivo crujido, como de madera podrida al partirse.
En cuestión de pocos segundos, habían caído cinco hombres bestia. Gotrek y Snorri apenas aminoraron el ritmo. Gotrek saltó hacia adelante, cortó limpiamente en dos a una criatura de cabeza de lobo y lanzó la parte superior del cuerpo hacia un lado y la inferior hacia otro. Snorri giró como un derviche árabe y descargó sus dos armas, que aplastaron a otro engendro del Caos. El martillo machacaba la carne mientras el hacha hendía las costillas y penetraba profundamente en los pulmones de la criatura, que permaneció de pie durante un momento; antes de desplomarse, del pecho le brotaron burbujas de espuma sanguinolenta.
Los hombres bestia supervivientes ni siquiera habían tenido tiempo de darse cuenta de la cantidad de bajas que habían sufrido. Se lanzaron hacia el frente en un intento de abrumar a sus enemigos. Resultaba obvio que confiaban en la pura fuerza brutal de sus golpes, pero habían hecho el cálculo sin contar con la fortaleza de Gotrek ni con la cruda ferocidad de Snorri. Gotrek hizo girar el hacha en un tremendo doble arco que los hizo retroceder. Snorri se lanzó al suelo, donde aterrizó de costado sobre la nieve y rodó. Se estrelló contra las piernas de un hombre bestia al que hizo tropezar; mientras, su hacha hirió en una corva a otro, que dio un traspié y cayó al suelo. Sin alterar el paso, Gotrek descargó dos veces el hacha con toda la fuerza de un rayo. Félix sabía que ninguno de los hombres bestia caídos volvería a levantarse, dado el terrible poder de aquellos golpes. Un segundo después, el hacha había vuelto a ascender para decapitar a otro hombre bestia.
Para entonces, las criaturas del Caos habían perdido ya el brío. Dieron media vuelta y huyeron, pero el hacha de Gotrek hirió a otra en la espalda. Snorri se puso de pie y arrojó el martillo, que golpeó en la nuca de un nuevo hombre bestia y lo lanzó a la nieve tropezando. Instantes más tarde, Snorri recuperó el martillo y convirtió en gelatina la cabeza del engendro.
Félix recorrió el entorno con la mirada. De los bosques habían salido más grupos de hombres bestia, justo a tiempo de presenciar la derrota de sus compañeros. Félix pudo ver que no eran ni remotamente tantos como él había temido, pues había tres grupos de cinco miembros cada uno como máximo. Al parecer, el grupo más numeroso había salido de la posada. A pesar de todo, daba la impresión de que estaban considerando las posibilidades de lanzarse a la carga cuando Max alzó los brazos y comenzó a hacer un hechizo. En cuestión de segundos, una esfera de luz más brillante que el sol apareció en cada uno de sus puños.
Cuando abrió los dedos, rayos de pura energía dorada ardiente salieron disparados y causaron estragos entre los brutos; carbonizaron la carne y derritieron los huesos. Aquello fue demasiado para las criaturas del Caos, que dieron media vuelta y huyeron bosque adentro.
Félix estaba pasmado. Los acontecimientos se habían producido con tanta rapidez que ni siquiera había logrado manchar de sangre su espada. Se sintió casi avergonzado cuando pensó en eso, pero al ver su expresión, Gotrek intervino.
—No te preocupes, humano. ¡Ya tendrás la oportunidad de matar engendros del Caos cuando sigamos a esas bestias hasta su madriguera!
—Me temía que ibas a decir eso —replicó Félix, y se adentró en las ruinas de la posada.
Por todas partes había cuerpos destrozados. Los huesos humanos yacían en la nieve; estaban partidos, se les había extraído el tuétano y habían sido masticados por mandíbulas poderosas. Sintió ganas de vomitar, pero se controló.
—Parece ser que se detuvieron aquí para tomar un tentempié —comentó Gotrek.
* * *
Dos horas más tarde, los enormes árboles se encumbraban sobre ellos. La nieve caía tan copiosamente que Félix apenas podía ver a tres metros de distancia. Hacía ya rato que habían perdido de vista las huellas de los hombres bestia. Entonces, sólo era cuestión de avanzar trabajosamente a través de la tormenta, y Félix se aseguraba de mantener fijos los ojos en la ancha espalda de Gotrek. El viento le gemía en los oídos, los copos de nieve se fundían en el cabello, el aliento formaba nubéculas escarchadas y tenía los dedos demasiado entumecidos para sujetar la espada. No estaba seguro de ser capaz de luchar si lo atacaban en ese momento. Esperaba sinceramente que los Matadores estuviesen mejor que él. ¡Ojalá se hubiese marchado con los kislevitas! Ése no era el momento más adecuado para ser sorprendido en los bosques de Sylvania por una nevisca repentina.
Necesitaban encontrar pronto un refugio o estarían condenados.