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Londres. 7 de septiembre de 1889
DR. BOND
Los tres estábamos calados hasta los huesos. A mi regreso, había encontrado a Kosminski sentado exactamente donde le dejé, fumamos un poco más de opio y bebimos una copa de brandy antes de salir a encarar lo que quisiera depararnos la noche.
Y allí estábamos, fuera del pequeño almacén de una sola planta, con las plataformas mirándonos desde lo alto, y los adoquines bajo nuestros pies resbaladizos a causa de la lluvia. La tormenta había terminado de convencer a los pocos estibadores que quedaban haciendo piquetes en el muelle de dejarlo por aquella noche, y mientras ellos emprendían el regreso a sus casas, seguí a Kosminski y al sacerdote a través de la penumbra. Estábamos solos, lo único que se oía era el pesado tamborileo de la lluvia, el rugido ocasional de algún trueno y el sonido de nuestra propia respiración. El resto del mundo existía en un plano distinto. A pesar de mi fe en la razón, allí estaba, dispuesto a luchar con un demonio. Tal vez solo así podría retomar mi lugar en la sociedad, el lugar que tanto anhelaba.
A través de los huecos de las bisagras podía ver una pálida luz amarillenta: Harrington tenía que estar dentro. La sólida puerta de madera estaría cerrada con toda seguridad, pero no pretendíamos entrar por allí. El sacerdote ya se había colocado delante de una de las ventanas cegadas y se desprendió del abrigo y la camisa, quedando desnudo de cintura para arriba. Dejó la camisa en el suelo, pero utilizó el abrigo encerado para envolver su brazo. Incluso allí, donde la visión se reducía a formas de tonos grises y negros, podía ver las espantosas heridas sobre su espalda. El golpe de cada gota de lluvia tenía que ser una agonía cuando caía sobre su piel lacerada.
Los tres nos agazapamos. Sentí que se me secaba la boca y empecé a temblar al levantar los ladrillos que llevábamos encima. Había llegado la hora; ya no había tiempo para vacilar. El sacerdote hizo un gesto escueto y arrojé con todas mis fuerzas el ladrillo y una silenciosa plegaria a Dios, que sin duda me abandonaría por mis acciones de aquella noche.
La paz nocturna se hizo añicos con el cristal. Me eché hacia atrás, cubriéndome la cara, pero el sacerdote ya se había puesto en marcha, y después de utilizar su brazo envuelto en el abrigo para quitar los vidrios rotos que quedaban, saltó al interior sin preocuparle lo que pudiera haber al otro lado.
Respiré hondo, tapándome el rostro con un brazo, y le seguí. Caí dando un fuerte golpe contra el suelo que me dejó sin respiración, pero la mezcla de adrenalina y droga me volvió a levantar en apenas unos segundos, con un vidrio roto en la mano enguantada. Me quité de en medio para dejar espacio a Kosminski, que iba pisándome los talones.
Por un instante, nos quedamos helados, contemplando la imagen ante nosotros.
Antes de saltar por la ventana, llegué a pensar que tal vez todo aquello fuera realmente una locura: que quizás irrumpiríamos en el almacén de Harrington y nos lo encontraríamos desembalando té o concentrado en alguna actividad perfectamente normal, dejándome terriblemente avergonzado y obligado a buscar una explicación ante el inocente esposo de mi querida amiga. Pero mis dudas se esfumaron en cuanto mis ojos se encontraron con los suyos.
Estaba a pocos metros de nosotros, entre un baúl abierto y una mesa cubierta de instrumentos manchados de sangre, y tenía las manos alrededor del cuello de una mujer. Los ojos de ella estaban abiertos de par en par, desesperados y aterrados, y yo sabía por qué.
El Upir se había ensanchado desde su hombro, con su lengua envolvía el cuello de la mujer junto a las manos de Harrington, y entre los dos le estaban exprimiendo el último hálito de vida. Volvió la cabeza hacia nosotros, con ojos de un rojo abrasador, estiró la lengua un poco más y siseó rabiosamente, mostrando sus dientes largos y afilados.
El sacerdote sacó un cuchillo plateado de la cinturilla del pantalón, y lo alzó mientras entonaba un conjuro en lo que parecía latín. Al reflejarse la luz en la hoja, vi que el filo tenía cruces doradas incrustadas. El Upir chilló al verlas y Harrington se volvió hacia nosotros, empujando a la mujer a un lado. Ella cayó a un lado con un fuerte golpe, mientras el sacerdote se lanzaba sobre Harrington.
No pude reprimir un grito, pues pensé que iba a atacar solamente al joven, pero acometió contra la furiosa criatura chirriante, y trató de arrancar con su cuchillo a la bestia del hombre. Kosminski pasó corriendo junto a mí hacia el extremo del almacén, y empezó a tirar de los pasadores que cerraban la puerta que daba al río.
Siguiendo mi instinto, corrí hacia la mujer que yacía junto al baúl. Al arrodillarme a su lado vi que tenía el cuello amoratado y la lengua y los ojos hinchados y desorbitados, pero aún intentaba respirar. Nuestros ojos se encontraron.
—Está bien —dije, aunque era evidente que no lo estaba, ni lo estaría nunca—. Estoy aquí… soy médico. —Le apreté la mano y ella se agarró a la mía, apenas unos segundos, y entonces se fue. Noté cómo cambiaba el peso, y en mi mano solo quedaba carne flácida. Su rostro se había quedado helado como una máscara de terror, y al inclinarme para juntar mis labios con los suyos para insuflarle un aliento de vida, creí ver el reflejo del Upir en sus ojos.
Mis esfuerzos fueron vanos, la vida ya la había abandonado. Me giré para no mirarla, pero tampoco quería ver el furioso combate entre el sacerdote y su demonio detrás de mí, así que mis ojos acabaron volcándose en el fondo del baúl. Durante un largo instante, fruncí el ceño, incapaz de comprender lo que estaba viendo: una colección de objetos redondos, de aspecto curtido, y con algo ralo colgando…
… las cabezas.
El inspector Moore se preguntaba qué hacía el asesino con las cabezas, y ahora ya tenía la respuesta: las guardaba, por supuesto. Eran sus trofeos, algo para recrearse la vista. Pero había demasiadas —tal vez, quince—, ¿a cuántas otras desgraciadas no habíamos encontrado? ¿Dónde estarían sus restos?
En una esquina del fondo del baúl había otra cosa, algo con una forma diferente, separada del resto de aquel grotesco montón. Aunque estaba decapitado y le había abierto el estómago, sin duda era el bebé de Elizabeth Jackson. Se lo había sacado del vientre después de matarla.
Pensé en Harrington, y en aquella pobre chica que un día estuvo tan enamorada de él. Pensé en Charles y en Juliana, y me di cuenta de que ya me daba igual el Upir; era el demonio del sacerdote. James Harrington era el mío. Toda aquella gente había muerto en sus manos… había asesinado a la madre de su hijo, y luego había mutilado sus cuerpos. Podía haber detenido aquello, se podía haber entregado a la policía, pero no lo hizo. Hombre y monstruo se habían hecho uno, y no había redención posible para ninguno de los dos.
Por primera vez en más de un año, mi mente estaba despejada. Sabía exactamente lo que tenía que hacer.
Me puse en pie y me volví hacia el combate a mi espalda. En la lucha entre el sacerdote y el Upir, el cuerpo de Harrington estaba siendo sacudido como una marioneta. Me abalancé a coger al joven, enderezándole y sosteniéndole con fuerza, y entonces el sacerdote dio un tajo con su cuchillo y separó definitivamente al hombre de la bestia. Harrington lanzó un alarido y se derrumbó sobre mí, mientras el sacerdote se llevaba a rastras a la criatura retorciéndose hacia la puerta de atrás.
—¡Gracias! —dijo Harrington jadeando, y vi que las manchas violáceas sobre su rostro desparecían—. ¡Gracias!
Le miré a los ojos durante un largo instante, y vi alivio, sí, pero no remordimiento. Me pregunté hasta qué punto le habría dejado huella el Upir; ¿cómo confiar en que no volvería a cometer actos tan espantosos? ¿Podía dejar que Juliana sufriese el horrible trauma de un juicio? La mente me abrasaba, y comprendí que nunca sería capaz de olvidar la imagen de aquel bebé mutilado… el hijo del propio Harrington. De forma casi automática, levanté el trozo de vidrio y se lo clavé hasta lo más profundo de la garganta. Harrington se tambaleó hacia atrás, mientras la sangre salía a borbotones de la arteria cortada y me salpicaba el rostro con sus cálidas gotas. Movió las manos vagamente delante del cuello, como si quisiera señalar dónde le dolía, como si aún pudiera salvarse.
Pero no podía. Yo sabía adónde apuntaba, y mi mano me había sido fiel.
Harrington empezó a caer hacia atrás al fallarle las piernas como si la muerte le estuviera agarrando por los tobillos, mientras el líquido seguía borboteando en su garganta. Se desplomó, y al ver cómo la luz de sus ojos se apagaba, traté de sentir arrepentimiento. Pero solo sentía alivio.
Cuando aparté la vista de Harrington, vi al sacerdote junto a la puerta de atrás del almacén. Tenía al Upir firmemente asido, y de repente comprendí el porqué de lacerarse la espalda. Cada vez que el demonio intentaba agarrarle, el dolor hacía que el sacerdote se encogiera y se apartara. Entonces cogía a la bestia con más fuerza con su mano buena mientras la golpeaba con la mala, y envueltos en aquel extraño baile, los dos avanzaban por las piedras resbaladizas del embarcadero. Cada vez que el Upir se estiraba sobre el hombro del sacerdote, se derretía haciéndose invisible, y cada vez que el sacerdote tiraba de él, recobraba su forma negra y espantosa.
Me quedé de pie en la puerta, observando entre jadeos, con Kosminski a mi lado. Todo su cuerpo temblaba y cuando me agarró del brazo no me aparté. Kosminski llevaba tanto tiempo soñando con el Upir, que me sorprendía que fuera capaz de estar tan cerca de él ahora. El pequeño peluquero era frágil, pero valiente.
De repente me sentí sobrecogido por nuestra humanidad, y por todo lo que habíamos vivido para llegar hasta este punto. Era el destino, estaba seguro de ello; si no, ¿qué otra cosa pudo llevarnos a aquella locura?
El río parecía moteado bajo la luz de la luna y aunque la lluvia había amainado un poco, seguía tamborileando suavemente contra el suelo, dificultando la visión de las dos figuras luchando. El sacerdote se arrodilló, y aunque entorné los ojos no podía ver al Upir —era demasiado oscuro para discernirlo en la penumbra de la noche— pero de repente un aullido siseante rasgó el aire, y se oyó algo salpicar en el agua. Al cabo de un momento, el sacerdote se puso en pie e inclinó la cabeza hacia la lluvia.
A la luz de una pequeña lámpara, contemplamos la muerte que nos rodeaba. No dijimos nada durante un largo rato. El río parecía cantar para nosotros fuera, y pensé en la criatura hundiéndose en sus profundidades. Ya no tenía tanto miedo. Puede que no estuviera muerta, pero se había ido, al menos durante un tiempo. Me dolía el cansancio.
—¿Por qué desaparecía así…? —dijo Kosminski con un hilo de voz; se sorbió la nariz, y luego se limpió con la manga como un niño—, ¿… cuando intentaba subirse a su espalda?
—Estaba intentando cambiar de huésped… puede que la droga lo muestre solamente si está en un huésped. —El sacerdote estaba apoyado en la mesa. Tenía el pecho cubierto de rasguños, y estaba empapado de lluvia y sudor—. No creo tener todas las respuestas.
—Entonces, ¿puede que se haya enganchado a usted?
Miré a Kosminski, y luego al sacerdote. ¿No estaría sugiriendo que…?
—Escuché algo salpicando en el agua —dije al cabo de un momento—. Oí a la criatura gritar.
El sacerdote tendió su cuchillo plateado hacia Kosminski.
—Máteme si quiere. Créame, sería un alivio.
Kosminski miró al hombre y luego al cuchillo, y negó con la cabeza.
—Ya se ha derramado bastante sangre por hoy —dije yo. Miré hacia el horror que había en el baúl—. Y durante demasiado tiempo.
—¿Qué vamos a hacer con todo esto? —preguntó Kosminski, señalando a nuestro alrededor.
—Limpiarlo —dijo el sacerdote—. Podemos tirar a Harrington al río… parecerá que los estibadores le atacaron aquí, que irrumpieron por la ventana y le pidieron dinero… en cualquier caso, así es como lo verá la policía. Dr. Bond, ¿podría llevarse el baúl y quemar su contenido?
—Será un placer —dije. Tal vez así podría borrar el recuerdo de mi mente—. Pero ¿y ella? —Miré a la mujer muerta que no habíamos logrado salvar.
Se hizo un largo silencio, y volví a mirar al sacerdote.
—¿Qué hay de esta pobre mujer? —repetí.
—Me desharé de ella —dijo—. Igual que Harrington se deshizo de las otras.
—¡No! —dije con voz entrecortada—. ¡Eso es una monstruosidad…!
—Evitará que la policía investigue la causa de su muerte. No podemos arriesgarnos a dejar nada que la relacione con nosotros. Con usted, ni tampoco con Harrington, a quien por cierto, usted ha matado. Debe parecer otra víctima. —Volvió a mirar el cadáver—. Lo haré yo. Ella nos perdonará.
—¿Y limpiará todo esto? —dije.
El sacerdote asintió.
Cerré la tapa del baúl y lo levanté. Era sorprendentemente ligero para el peso de sufrimiento humano que contenía.
—Y después de esto —dije suavemente—, no quiero volver a verles nunca más. ¿Está claro?
Ni siquiera miré hacia atrás al alejarme.
El fuego ardía con el calor que esperaría encontrar en el mismísimo infierno, pero la imagen de las llamas era reconfortante, y me hipnotizaban mientras destruían los restos de la obra depravada del Upir. Al verlos arder, empecé a sentirme más limpio. En pocos días, sacarían el cuerpo de Harrington del río, y Juliana le lloraría, pero era joven. Se recuperaría. Todos lo haríamos, incluso yo.
Sonreí levemente, y bostecé. Tal vez incluso lograra dormir esa noche. Había acabado. Realmente había acabado.