Capítulo 43

43

Londres. Septiembre de 1889

DR. BOND

El destino vive a la sombra de la coincidencia.

Chocamos ambos a mitad de un paso, en medio de Westminster. Al principio no le reconocí, pero al agacharme para ayudarle a recoger sus papeles, su cara familiar me sacudió la memoria. ¿Dónde le había visto antes?

—Discúlpeme —dije, entregándole los documentos sucios. Había llovido mucho durante la noche y las calles estaban embarradas, y mientras recogía un libro de contabilidad saqué un pañuelo de mi bolsillo para limpiarlo lo mejor posible. Estaba seguro de que el encontronazo había sido mi culpa, porque como en todos aquellos días, mi mente no estaba donde estaba yo. Había regresado a mi casa cerca de una semana antes, pero el desahogo que esperaba encontrar no llegaba. Seguía teniendo la terrible sensación de que el Upir venía a por mí, y no había cumplido las promesas que me había hecho a mí mismo de dejar el opio y rebajar las dosis de láudano en cuanto saliera de la casa de los Hebbert.

Aquella mañana había estado en la investigación del asesinato de un zapatero a manos de su mujer tras quince años de matrimonio. Ella le había apuñalado quince veces mientras dormía, luego se vistió, desayunó y se fue a la comisaría de policía. Le dijo al inspector que ya no podía soportar la idea de aguantar su compañía. La policía pensó que estaba loca, pero yo no. Según me dijeron los agentes que trataron con ella, se había resignado a su destino. Se arrepentía de sus actos, pero no de que él estuviera muerto. Aunque no estaba del todo segura de por qué lo había hecho, sabía que lo había hecho.

No veía locura en aquel razonamiento, pero mientras regresaba a casa poco después de las 11 de la mañana, me empecé a preguntar si aquella mujer habría cometido el asesinato de no estar el Upir en Londres. ¿Sería su destino consecuencia de las ondas generadas por aquella criatura en el agua londinense? Lo que era seguro es que yo no miraba por dónde iba.

—Lo siento mucho —repetí—. Es mi culpa. Si puedo hacer… —Me detuve y fruncí el ceño. Había algo familiar en aquel hombre: la pulcritud de su atuendo, la ligera papada que sobresalía por el cuello de la camisa—. Disculpe, pero ¿nos conocemos? Su cara me resulta familiar.

El hombre parecía unos diez años menor que yo, su pelo era castaño y raleaba, tenía un fino bigote, y su piel conservaba la vital suavidad de alguien mucho más joven, aunque quizás se debiera a su complexión ligeramente gruesa.

—Creo que no… Yo… —se detuvo en cuanto sus ojos me reconocieron—. Ah, vino usted a los muelles… a ver al Sr. Harrington. Creía que era usted del banco, uno de nuestros acreedores.

—¡El secretario de Harrington! —dije con tono triunfal.

—Sí —contestó, tratando de liberarse del fajo de papeles para estrecharme la mano—. James Barker. Aunque me temo que ya no trabajo para el Sr. Harrington.

—Siento oírlo… espero que no sea como consecuencia de esta terrible huelga. —Casi todos los estibadores de Londres estaban en huelga; llevaban más de dos semanas sin trabajar, y la situación estaba causando estragos en los negocios que dependían de la entrada o salida de mercancías. El propósito inicial era hacerles volver al trabajo matándoles de hambre, pero los periódicos decían que estaban llegando cantidades ingentes de dinero para apoyar la causa desde lugares tan lejanos como Australia. Personalmente, apenas le había dedicado atención, más allá del efecto que pudiera tener sobre Juliana y su marido.

—Esa fue la razón que adujeron, sí. —Barker frunció los labios ligeramente—. Pero el negocio no iba bien bastante antes de eso. Yo no podía hacerlo todo solo. El difunto Sr. Harrington, que en paz descanse, era todo rigor con los detalles, pero su hijo… En fin, permítame decir que no tiene un instinto natural para los negocios.

Mi cansancio se esfumó de repente.

—Pero siempre está trabajando… Debe de estar intentándolo.

—Tal vez. —Mi comentario le había resultado gracioso, a juzgar por la expresión de su cara. Era evidente que estaba algo resentido por haber perdido su trabajo debido a la incompetencia de Harrington—. Pero pasaba muy poco tiempo en su actual despacho. Usted mismo vio en qué estado lo tenía: no era precisamente el escritorio de un destacado hombre de negocios.

—Entonces, ¿qué es lo que hace? —Aunque la pregunta sonó despreocupada, todos los nervios de mi cuerpo se estremecieron.

—No debería hablar de lo que no me corresponde… Mi trabajo se basa muy a menudo en la discreción, y no me gustaría labrarme fama de chismoso.

—Lo entiendo perfectamente. —Sonreí para tranquilizarle—. Colaboro estrechamente con la policía y comprendo mejor que nadie la necesidad de mantener la información en secreto. Pero, entre usted y yo, su familia está muy preocupada por él.

—Probablemente crea que suena absurdo —empezó a decir después de unos instantes—. Pero puede que haya una explicación perfectamente razonable de que pase tanto tiempo allí…

—¿Dónde? —Quería agarrarle y zarandearle para sacarle hasta el último detalle.

—En uno de esos almacenes… El más pequeño, de hecho, el que está más cerca del río. No hay ninguna lista de lo que entra o sale de él, pero se negaba a dejarme trasladar cargas allí. No sé lo que guarda en él… quizás simplemente vaya allí a beber. He oído cosas más raras. —Su boca volvió a fruncirse en una sonrisa desagradable. Estaba claro que Barker no sentía lo que se dice amor por Harrington.

—¿Y pasa gran parte de su tiempo allí dentro?

—No siempre… pero hay épocas en las que lo hace… y entonces pierde todo interés por su negocio, que se está derrumbando. Y también por las noches, claro… lo sé porque me quedaba a trabajar hasta tarde muy a menudo. Me llegué a preguntar si no era feliz en su casa, pero he oído que están esperando un hijo.

Un almacén: por supuesto. Cualquier pensamiento de irme a casa e intentar conciliar el sueño se esfumó, y en cuanto me despedí del secretario, paré un carruaje y me dirigí hacia el este.

La habitación del sacerdote parecía más destartalada a la luz del día, y creí ver pequeñas marcas oscuras en el suelo de madera sobre el que había sangrado al fustigarse. Además, se movía con sumo cuidado, sin duda porque los cortes en la espalda le causaban mucho dolor bajo su áspera ropa. No le pregunté el motivo del castigo, había muchas cosas del cura que no comprendía, y suponía que muchas de ellas prefería no saberlas. Si aquello era parte de sus preparativos para enfrentarse al Upir, no lo cuestionaría; tenía que suponer que él valoraba tanto su bienestar como yo el mío. Quizás no mostrara su miedo como Kosminski o yo, pero si no lo sintiera, sería tan monstruoso como la criatura a la que había seguido por toda Europa.

—¿Un almacén?

—Sí —caminaba de un lado al otro del pequeño espacio, y entre mi agitación y el sofocante calor, el cuello de mi camisa estaba pegajoso del sudor. Ya me había quitado el abrigo y el chaleco, tirándolos descuidadamente sobre la silla desvencijada—. Deberíamos habernos dado cuenta… Los muelles están cerca del río, y allí lleva a cabo sus negocios, así que no le costaría mucho atraer a una mujer hasta allí. Ese debe de ser el lugar donde Harrington las mata y las descuartiza. Tiene que serlo.

—Y desde allí, el Upir puede alimentarse a sí mismo y al río —dijo el sacerdote asintiendo—. Tenemos que entrar.

—La huelga facilitará las cosas. Habrá menos gente preguntándose qué hacemos allí.

Un furioso aporreo nos interrumpió, y de repente escuchamos una ráfaga de palabras en otro idioma fuera de la habitación. Abrí la puerta y Kosminski entró corriendo. Se abalanzó sobre la cama y empezó a mecerse hacia delante y hacia atrás, tirándose del pelo y murmurando entre jadeos.

El sacerdote le habló en su lengua materna, como ladrando las palabras en lugar de calmarle, que es lo que yo hubiera hecho, pero la brusquedad de su tono surtió efecto y tras unos minutos Kosminski volvía a respirar con normalidad.

—Una mujer —dijo. Me miró, con los ojos llenos de miedo—. Tiene a una mujer, la vi.

—¿En una visión? —pregunté.

—Sí… no, primero la vi con Harrington… pero no comprendí que todavía la tenía… Hasta que tuve estas visiones.

—¿Cuándo? —me agaché junto a él, esforzándome por no girar la cara para evitar el fuerte tufo que desprendía, espeso como la niebla de invierno.

—No puedo… no puedo recordarlo. —Temblaba entre gestos nerviosos y se pellizcaba el labio superior con las uñas mugrientas.

—Piense —insistí, adoptando el tono agresivo del sacerdote—. ¡Piense, hombre!

—Tal vez hace dos semanas… Harrington estaba bebiendo. Todavía estaba usted en la casa.

Dos semanas… ¿seguiría aquella mujer con vida? No habían sacado nada del río, ni se habían encontrado restos humanos en ningún lugar público. Traté de concentrarme en Harrington como la presa de nuestra búsqueda en lugar de pensar en lo que llevaba a su espalda, repitiéndome una y otra vez que debía pensar en ello como un asesinato, y no como algo sobrenatural, o de lo contrario me fallaría el poco valor que me quedaba.

—Debe de tenerla en el almacén —dije—. Puede que aún esté viva.

—¿Almacén? —dijo Kosminski, y entonces pensé en la casualidad: dos piezas del rompecabezas aparecían en un mismo día. Después de todo, quizás fuéramos juguetes del destino.

El sacerdote preparó una pipa del extraño opio para Kosminski, y yo di un trago al láudano.

Y entonces, Dios nos asista, mientras la tarde avanzaba lentamente hacia la noche, planeamos nuestro ataque a la bestia.

—Necesito meditar —gruñó finalmente el sacerdote—. Tengo que estar mentalmente fuerte y preparado para esta noche.

—Pero deberíamos salir ya —dije, poniéndome en pie—. Puede que esa mujer siga con vida. Si Harrington la tiene en ese almacén…

—La mujer no importa. —Se inclinó hacia delante y sacó una caja de debajo de la cama—. Lo importante es el Upir.

—Pero ¿y si podemos salvarla…?

—No piense en salvar, sino en destruir. No estamos aquí por la mujer: estamos aquí por él. Si la salvamos, daremos gracias al Señor, pero debemos concentrarnos en la criatura. Aún no es de noche, y si vamos ahora, puede que la liberemos, pero Harrington huirá, nuestra caza pasará a manos de la policía y ellos no entenderán a su asesino como nosotros.

Sus ojos oscuros se clavaron en los míos:

—Confíe en mí, Dr. Bond. Ya he visto todo esto muchas veces. —Abrió la caja—. Coja esto. —Me pasó una de dos botellas pequeñas llenas de un espeso líquido marrón. No necesitaba preguntar qué era—. ¿Todavía tiene la pipa?

Asentí.

—Bien. Ambos deben fumar un poco. Todos tenemos que ser capaces de verlo si vamos a luchar contra ello. También nos hará falta su… —señaló a Kosminski—, su don especial para llegar hasta Harrington.

—¿Cómo me trajo hasta usted? —pregunté.

—Pero creo que necesitará algo que pertenezca a Harrington para poder seguirle. Tendrá que encontrar usted algo que le sirva. —Se levantó—. Nos reuniremos a las nueve fuera de las oficinas de Harrington. Hasta entonces, deben permanecer juntos.

—¿Juntos? —la sola idea me horrorizaba, y no pude ocultarlo en la voz—. Pero no puedo llevarle a mi casa. Para empezar, la policía sospecha de él, por no hablar de… —¿Cómo describir la presencia física de Kosminski de manera amable? Al final cedí un poco para decir—: En fin, la gente verá raro que esté conmigo.

—Deben permanecer juntos —repitió el sacerdote. Se quitó los hábitos exteriores, luego su áspera camisa y se arrodilló delante de mí. Cogió la vara que había delante de la chimenea y todos mis argumentos para discutir se esfumaron ante la imagen de su espalda destrozada. Estaba tan lacerada de cortes que apenas le quedaba un centímetro de piel sin dañar. Tenía verdugones hinchados y aún sangrando, y algunos estaban infectados. ¿Cuánto tiempo de cada día habría dedicado a aquello? ¿Y por qué? ¿Porque tal vez tuviera que matar a Harrington? ¿Porque la mujer podía morir? Si era así, los tres deberíamos estar de rodillas flagelándonos, pues estábamos juntos en aquel terrible pacto.

No podía quedarme a verlo. Cuando el sacerdote alzó la vara sobre su hombro, cogí mi abrigo y mi chaqueta, agarré a Kosminski por el brazo y le saqué de la habitación.

El aire de la noche era denso y caluroso, pero insistí a Kosminski en que se pusiera mi abrigo, para intentar darle un mínimo toque de normalidad a su aspecto, aunque sabía que eso significaba que nunca más me lo podría poner. Sin embargo, era demasiado pesado para su frágil complexión, y le hacía parecer un niño con la ropa de su padre, lo cual llamaba más la atención en lugar de tener el efecto contrario, así que le metí en un carruaje lo más rápido que pude.

Una vez en casa, abrí la puerta de entrada con sumo cuidado. Viendo que el vestidor estaba vacío, empujé a Kosminski hacia la escalera, azuzándole para que se diera prisa.

—Pensé que debía esperar para asegurarme de que se encontraba usted mejor. —La Sra. Parks apareció desde la sala de estar justo en el momento en el que Kosminski alcanzaba el rellano—. Le he dejado un poco de cena… cerdo frío y patatas.

—Es usted muy amable… me temo que el día ha sido bastante ajetreado. —El desagrado, y un ligero indicio de desconfianza, se habían convertido en la expresión habitual de la Sra. Parks cuando me veía, y anhelaba el momento de dejar atrás todo aquello y retomar la vida normal con ella. Anhelaba volver a toda clase de normalidades, especialmente a dejar el láudano y el opio… y a dormir bien. Tal vez volviera a tener todo aquello tras un solo día más.

Podría haberme echado a llorar de solo pensarlo… pero aquella noche, tenía otras preocupaciones.

—Gracias —repetí, y luego añadí—, pero, por favor, ahora vuelva a casa con su familia.

—Bueno, en fin, buenas noches, Doctor Bond —dijo secamente—. Le veré mañana.

Esperé hasta que hubo desaparecido en las entrañas de la casa (siempre salía por la puerta de la cocina) y corrí al piso de arriba. Kosminski estaba de pie en medio de mi despacho. Se había quitado el abrigo y lo había dejado cuidadosamente sobre la silla. Parecía claramente incómodo: mi casa no era lujosa, pero había visto las habitaciones que compartía Kosminski con su familia, y este era un mundo completamente distinto a Westminster.

—Por favor, siéntese —dije.

Miró a su alrededor, pero se quedó de pie. El reloj marcaba casi las siete. No había tiempo para cortesías. Le ordené que se sentara y preparé la pipa.

En menos de un cuarto de hora, ambos habíamos fumado bastante, y mi mente estaba despierta y agudizada. Observé detenidamente los colores vivos y contrastados que bailaban sobre la cabeza de Kosminski y que tanto decían de su alma atormentada, y seguí mirándole concentrado hasta que los colores se desvanecieron. Era evidente que no eran reales de la misma manera que la visión del Upir. Mi cerebro creaba aquellos colores, y luego los deshacía. Era una buena noticia. Facilitaría nuestro siguiente paso.

—Tendrá que quedarse aquí —dije—. Creo que será lo mejor. Volveré lo antes que pueda.

Kosminski, más calmado bajo la influencia de la droga, asintió y se dejó caer al suelo, sentándose con las piernas cruzadas. No dijo nada más, de modo que le dejé allí. Cerré con llave la puerta del despacho y me guardé la llave en el bolsillo. Kosminski era un buen hombre, de eso estaba seguro, pero no era predecible.

—¡Thomas! Qué agradable sorpresa… —Mary estaba en la sala de estar—. Qué tiempo tan sofocante, ¿no crees? Casi no puedo respirar. Me ha tenido despierta toda la noche. Charles aún no ha vuelto del hospital, y creo que Juliana está durmiendo. La pobre lo está pasando mal con el niño. Y además, James siempre está fuera, intentando encontrar una solución para esta horrible huelga…

—Me temo que no es una visita social —intenté no sonar demasiado brusco, pero no tenía ni el tiempo ni la disposición para mantener una charla de cortesía. El corazón me latía desbocado, la lengua me sabía a metal, y el mundo se había achatado con la droga, aunque todas las formas eran claras e intensas. Había demasiada claridad y verdad en todo. Estaba completamente alejado de Mary Hebbert y su agradable compañía, y de repente sentí la necesidad de volver con Kosminski y el sacerdote, los únicos que me entendían, al menos hasta que todo aquello acabara. Me recompuse como pude y dije amablemente:

—Creo que puede que me dejara el reloj de bolsillo cuando estuve durmiendo aquí. ¿Te importa si echo un vistazo?

—Claro, claro… ¿te gustaría que fuera yo a…?

—No, no —dije sonriendo—. Con este calor es mejor no moverse a no ser que sea estrictamente necesario.

—Cierto… Ojalá siguiéramos en Whitby. El aire de mar es tan refrescante… Deberías probarlo, Thomas. Te vendrá muy bien.

Sonreí como respuesta, pero ya le había dado la espalda. La casa estaba oscura en el piso de arriba. Me apresuré por el pasillo, aliviado de que Juliana durmiera, pues no sería capaz de hablar con ella, sin saber lo que iba a pasar. Me sentía como una serpiente cerca de ella, aunque la verdadera serpiente fuera el hombre con quien se había casado. Al menos, esa misma noche tendría una prueba, demostrara lo que demostrara, porque sin pruebas no podía actuar. Si el joven James Harrington era en efecto el asesino, la prueba estaría en el almacén.

Cuando entraba en el dormitorio de Harrington, un trueno sacudió el cielo de la noche: la tormenta estaba a punto de estallar. Con el corazón en la boca, me acerqué a la cómoda, convencido de que cada paso me delataba. ¿Qué debía coger? La ropa del armario estaría limpia y planchada… ¿serviría? Miré hacia la cama y me disponía a buscar el pijama, cuando de repente vi un pañuelo arrugado sobre la mesilla de noche. Me lo acerqué a la nariz por un instante. Hedía a sudor rancio y enfermedad. ¿Eran reales esos olores, o solo producto del opio? En cualquier caso, seguro que nos servirían.

Mary me esperaba al pie de la escalera, y por un instante creí que podía ver en mi interior; casi esperaba que extendiera la mano exigiendo que devolviera el objeto que me había metido en el bolsillo.

—¿Lo has encontrado? —preguntó, sin embargo.

—Me temo que no… debe de estar en el hospital. O tal vez lo haya perdido hoy durante la investigación.

—¿Por qué no te quedas a cenar? Estoy segura de que Charles llegará en breve, aunque el pobre James no vendrá… está volviendo a enfermar, ¿lo has notado? Me preocupa que tanto trabajo le pueda llevar pronto a la tumba.

Sus últimas palabras me hicieron estremecer y agarré con fuerza la barandilla.

—Estoy seguro de que se recuperará —dije con tono tranquilizador—. Al fin y al cabo, es joven. —Las palabras me sabían a barro grumoso. Afuera, resplandecían los relámpagos, arrojando astillas de luz blanca sobre los azulejos del vestíbulo al caer.

—Lamentablemente, ya tengo planes. —Miré hacia la puerta—. Mi coche espera —dije, queriendo sonar pesaroso—. Debería marcharme.

Nos despedimos y mientras salía apurado. Empezaron a salpicar gruesas gotas de lluvia, los primeros esputos de la tormenta que se avecinaba. Mi corazón se estremeció. Todas las piezas iban encajando. De una forma u otra, todo acabaría aquella noche.