Capítulo 41

41

Londres. Agosto de 1889

DR. BOND

—¿A qué hora cree que volverá?

Le recogí la bandeja del regazo a Juliana y la dejé sobre la mesa junto a la ventana. Afuera era de noche, y la calle estaba vacía. Miré hacia la esquina donde debía encontrarme con el sacerdote y Kosminski, pero las sombras no albergaban ninguna figura esperándome.

—Supongo que estará muy ocupado. —Cerré las cortinas y me volví hacia ella, forzando una sonrisa mientras daba más gas a la lámpara de pared. Juliana no puso objeción, aunque empezaba a prepararse para dormir.

—Creía que tal vez vendría a casa más a menudo con esa estúpida huelga. Si no están descargando los barcos, no sé qué trabajo puede tener.

Me senté a su lado en un extremo de la cama mientras le tomaba el pulso, que era fuerte y regular. Tenía mejor aspecto que unos días antes, y había comido un poco mejor.

—Pero me equivocaba —continuó—, nunca está aquí. —Suspiró y se reclinó sobre las almohadas, cerrando los ojos. Estaba realmente hermosa—. Thomas, a veces me pregunto qué ha sido del hombre con el que me casé. De veras. Es como si fuera un desconocido.

Cerré el puño para que la mano no me temblara, clavando las uñas en mi dolor.

—A veces —dijo con tristeza—, me alegro bastante de que estemos durmiendo en habitaciones separadas.

—Todo irá mejor en cuanto usted se recupere —dije—. Y, por supuesto, cuando llegue el bebé. Están los dos muy cansados, eso es todo.

Mis palabras parecían aliviarla, y esperé hasta que se quedó dormida para atenuar la luz y cerrar la puerta. Me costaba mucho mantener la compostura en presencia de Juliana, cuando cada instante que pasaba en aquella horrible casa era un suplicio para mí. La desesperación se filtraba por sus paredes, y no podía evitar respirarla. Hasta el papel pintado había perdido su color, como si la maldad en la que vivíamos hubiera propagado su oscuridad.

Ya en el despacho, busqué la pequeña caja que había escondido entre los libros. Todavía tenía la pipa del sacerdote, y tomé la precaución de ir a comprar provisiones de amapola a mi antro favorito. Como era habitual, Chi-Chi no abrió la boca mientras le decía lo que quería. El láudano era suficiente para calmarme durante el día, pero de noche, en aquella casa espantosa, sabiendo que tenía a Harrington y a aquella cosa tan cerca, necesitaba algo más. No podía subir la dosis, empezaba a tener problemas de vejiga, y los temblores ya casi eran convulsiones, pero de veras necesitaba la inconsciencia que antes buscaba en el catre de Chi-Chi. Algo que disipara el horrible pavor que se extendía por la casa de los Hebbert.

Preparé el opio, me senté en el sillón orejero preferido de Charles y encendí la pipa. Respiré profundamente el humo dulce y luego, con mis últimas fuerzas, puse los instrumentos de vuelta en la caja y cerré la tapa antes de relajarme. Despareció la tensión en los músculos de mi cuello y hombros y se me aflojó la mandíbula, regalándome un alivio bendito del dolor que me producía tener los dientes apretados todo el día.

En el piso de arriba Juliana estaría durmiendo, mientras en su vientre seguía creciendo el niño tan resuelto a enfermarla. Su embarazo me inquietaba. ¿Qué era lo que llevaba dentro? ¿El hijo de su marido? ¿O le habría pasado parte del parásito? ¿Era esa la razón de que sufriera tanto: que llevaba el hijo de un monstruo en su vientre? La lámpara daba uña luz tenue, y a pesar de flotar en la nube del opio, había demasiadas sombras como para estar tranquilo. Trataba de no pensar en el bebé, porque no podía hacer nada al respecto. James Harrington era la presa, y todo cuanto podía hacer era vigilar y esperar.

Debí de quedarme profundamente dormido, porque desperté sobresaltado, helado y dolorido, como si hubiera permanecido en la misma posición durante mucho tiempo. Al principio no sabía dónde estaba, como si esperara despertar en mi propia cama, en casa, y en su lugar me encontraba vestido y sentado. Había algo extraño en las formas de la habitación…

Estaba oscuro.

La niebla que inundaba mi cerebro empezó a disiparse y poco a poco recordé dónde me hallaba. ¿Había bajado la luz? No recordaba haberlo hecho. Una luz pálida del cielo nocturno goteaba a través de las cortinas, pero apenas llegaba a la altura de mis pies. Inspiré hondo y tosí, pues tenía la garganta seca de respirar con la boca abierta. Miré a mi alrededor. La cajita de opio seguía allí. Si me hubiera molestado de atenuar la luz, seguro que la habría devuelto a su sitio, pensé. Debía admitir que no siempre tenía claro lo que hacía bajo la influencia de la droga, pero tenía que asumir que actuaría con normalidad. Al inclinarme hacia delante noté un dolor en la espalda, y empecé a temblar por el descenso en la temperatura de mi cuerpo. Tenía que encender la luz. La casa era lo bastante opresiva durante el día, pero de noche la tensión me resultaba insoportable.

Fui a levantarme, pero de súbito me quedé paralizado cuando mis ojos, aún no acostumbrados a la penumbra, vislumbraron algo al otro extremo de la habitación: un perfil oscuro, una figura, justo detrás de la puerta abierta, ni fuera ni dentro del despacho, sino cortada en dos por la oscura madera. Estaba completamente quieto.

Con el corazón en la boca, me levanté cuidadosamente y encendí la lámpara. El reloj marcaba casi la una.

Harrington se quedó dónde estaba, sigilosamente de pie en el umbral de la puerta, con las manos colgando a los lados. Seguía observándome, y traté de no mirar al espacio junto a su hombro. No podía ver al Upir, pero eso no significaba que el Upir no me estuviera observando a mí.

—¿James? —pregunté, con voz quebradiza—. ¿Está usted bien? —Su pálida tez estaba cubierta de un velo de sudor que parecía grasa, y tenía una mancha violácea en el pómulo que contrastaba con su palidez. Su cabello rubio estaba despeinado: era evidente que la enfermedad había vuelto a por él.

Frunció el ceño.

—Debí de quedarme dormido mientras leía —dije, a pesar de carecer de ninguna prueba en forma de lectura. ¿Cuánto tiempo llevaba observándome? ¿Diez minutos? ¿Una hora? Empecé a temblar—. Debería irme a la cama. —Mantenía el tono ligero—. Y usted debería hacer lo mismo. Es muy tarde, y no tiene muy buen aspecto.

—He recibido carta de Charles y Mary. Vi que estaba usted dormido, pero pensé que querría saberlo: vuelven. Dentro de una semana.

Dio media vuelta y se fue sin esperar respuesta. Escuché sus pasos alejarse hacia el piso de arriba. Charles volvía. Podría irme a casa. Cogí la cajita y bajé la luz, a pesar de que odiaba la oscuridad.

Intenté no imaginar que el Upir pudiera haberse separado del huésped y me estuviera esperando en el recibidor.

Todavía tenía restos del opio recorriéndome el organismo, pero el miedo los había anegado. Subí las escaleras rápidamente y cuando llegué a mi habitación, la última del pasillo, casi estaba corriendo.

Cerré la puerta de un portazo y me apoyé contra ella, sin respiración y crispado, pero aquella momentánea sensación de alivio se vio devorada por la convicción de que Harrington estaba en algún lugar de la habitación, observándome desde la penumbra, igual que lo había hecho cuando desperté en el piso de abajo. Me lancé a encender la lámpara de pared, pero el temblor de mis manos hacía casi imposible rascar la piedra para encender el gas. Me estremecí ante la inmediatez del ataque: el Upir venía a por mí, lo sabía.

Por fin logré encender el gas, y me quedé arrimado a la pared durante unos instantes antes de abrir los ojos. El dormitorio estaba vacío. Miré en cada rincón y dentro del armario, y luego me arrodillé para buscar debajo de la cama, pero no había nada. Estaba a salvo. Harrington no estaba allí.

Me senté sobre la cama, empapado en sudor y exhausto, y dejé que caer los hombros. Entonces miré hacia la puerta. Tras un momento, cogí la silla que había junto al lavamanos y la calcé contra el pomo. Dejaría la luz encendida.