37
Londres. Julio de 1889
DR. BOND
Conforme pasaban los días, mis pensamientos eran cada vez más oscuros y me abandonó cualquier esperanza de conciliar el sueño. Tomaba demasiado láudano y me pasaba las largas horas de la noche deambulando por la casa. Me sentía como un fantasma, el eco de un hombre que solía vivir allí.
Una tarde acabé en la iglesia. Como todo buen inglés, soy cristiano, y tengo fe en el Señor, pero mi creencia era más un hábito y una consecuencia de mi educación, que algo que sintiera en lo más profundo de mi ser. El estudio de la ciencia puede contradecirse con los asuntos espirituales, pero ahora que gran parte de mi pensamiento giraba en torno a la existencia de lo sobrenatural, creí que tal vez encontraría algo de consuelo en la casa de Dios.
Así las cosas, el silencio vacío de aquel austero edificio me resultó opresivo. Intenté rezar, pero mi mente divagaba y mis ojos cansados reposaban en las figuras de las vidrieras, que me miraban. ¿Era con lástima o con rechazo? ¿Estaba obrando para Dios, o en su contra? Mi mente estaba embotada por el cansancio y el láudano, y ansiaba la tranquilidad de otros tiempos. Por fin, me levanté, con las rodillas doloridas, y me dispuse a salir del templo, No había paz para mí en aquel lugar. Me pregunté entonces si el infierno me estaría devorando por dentro a base de dudas y promesas renqueantes.
—Volverá a alimentarse.
Las palabras salieron tan súbitamente de ninguna parte que no pude reprimir un grito ahogado, y mi corazón quedó casi paralizado.
—No puede esconderse de lo que sabe, de lo que necesita saber. —El sacerdote apareció de entre las sombras junto a la sacristía. Yo me había sentido fuera de lugar allí pero él era sin duda un intruso. Tal vez fuera un hombre de hábito, pero no había lugar para él en la cara pública de la Iglesia.
—No estoy seguro de que sea él —dije. Hasta a mí me sonaron débiles mis palabras, mientras retomaba el paso, con la cabeza baja, tratando de pasar rápidamente por delante de él y volver a sentir el latido de la ciudad.
—Entonces, asegúrese —gruñó. Me cogió del brazo, y fue cuando me di cuenta de lo escuálido y frágil que me sentía en sus manos. Los últimos doce meses me habían pasado factura físicamente, y aunque los que me rodeaban no notaran los cambios graduales, cuando me miraba desnudo en el espejo era evidente que aquel asunto me había devorado literalmente.
—Volverá a matar. Y tenemos que detenerle.
No pude evitar buscar su mirada decidida.
—No haré nada sin tener pruebas. No puedo… va en contra de todo lo que soy. Necesito más pruebas sólidas contra él.
El sacerdote siseó asqueado y me soltó bruscamente el brazo, empujándome contra el muro de piedra.
—Siempre tiene que haber un escéptico —dijo—, un creyente a medias.
Nos quedamos mirando el uno al otro mientras protegía mi brazo. ¿Siempre? ¿Cuántas veces había hecho aquello? ¿Había siempre un Kosminski y alguien como yo involucrados?
—Tal vez —dije, enderezándome y recordando lo sagrado del edificio en el que estábamos—. Estoy aquí para actuar como su conciencia.
Sus hombros se hundieron ligeramente al oír mis palabras. Le había tocado un punto débil de verdad.
—Debe usted fiarse de sus instintos —dijo. Sus palabras salían más calmadas—. No voy a esperar eternamente. Si lo necesita, encuentre su prueba, pero encuentre también la mía: tome la droga y dígame lo que ve. —Su mirada se suavizó—. Créame, la mía será la más difícil de nuestras pruebas.
No quería saber qué quería decir con eso, pero había una tristeza deprimente en sus palabras que me hizo temblar.
Salió de la iglesia, y cuando llegué a la calle, había desaparecido por completo. Metí la mano en el bolsillo del abrigo para coger la botella de láudano, sin importarme si alguien me veía. Tampoco me detuve a mirar cuánto quedaba en la botella, ya que la había rellenado aquella misma mañana. ¿Se reconocería ahora el Dr. Bond de hace un año? ¿Se daría asco?
El sacerdote tenía razón: lo único que me traería la paz que ansiaba eran las respuestas. Tenía que llevar a cabo nuestra descabellada aventura hasta el final.
Casi eran las seis cuando llegué a los muelles, pero seguían llenos de hombres corriendo de un lado para otro, cargando o descargando grandes cajones y cajas, metiéndolos y sacándolos de los almacenes que bordeaban la orilla del río. Empezaban a trabajar temprano y acababan tarde, largas jornadas de trabajo duro arrastrando mercancías a bordo o colocándolas en los almacenes y en los vehículos.
Finalmente alguien supo indicarme dónde se encontraba el despacho de James Harrington, y me dirigí hacia él. Tras unos escalones se llegaba a las oficinas. Mantuve la mirada apartada del río en todo momento. Nunca antes había visitado los muelles y no sabía lo cerca que trabajaba James del agua. Lo más cerca que yo había estado hasta ahora era Bluegate Fields, el laberinto de callejones donde se ocultaban los antros de opio, pero mi atención siempre había estado en otra parte.
El secretario de Harrington era un hombre bastante nervioso de mediana edad. Estaba ordenando un enorme montón de facturas y anotándolas en el libro de contabilidad. Me miró con algo de recelo hasta que dije que era amigo de la familia, y entonces sonrió con amabilidad.
—El Sr. Harrington está en su despacho, señor —dijo—. Acompáñeme. —Me condujo por unas estrechas escaleras de madera que llevaban a la parte de arriba del almacén, donde estaban apilando varios cajones, probablemente de un barco recién atracado. No había dedicado mucha atención a los negocios de Harrington, pero daba la impresión de que su padre le dejó una compañía próspera, tal y como me había dicho Juliana. Los hombres que estaban cargando miraron hacia arriba, y de nuevo vislumbré un cierto desasosiego en su mirada. ¿Por qué ese recelo? ¿Quién creían que era yo?
James estaba sentado a su mesa cuando llegué, y se sobresaltó un poco con la interrupción. Había papeles por todas partes, pero él parecía estar mirando al vacío. El secretario cerró la puerta dejándonos solos, y aunque sonreí jovialmente al saludarle, Harrington tenía un gesto receloso.
—Si viene a hablar de Juliana, preferiría que se marchase —dijo bruscamente.
—¿Juliana? —me había descolocado un poco—. No, simplemente pasaba por aquí y pensé que podía entrar a ver su imperio. Sabe usted tanto de mi mundo, y yo… pero ¿qué pasa con Juliana?
—Disculpe —dijo, claramente incómodo—. Creí que tal vez habría hablado con usted. Sé que los dos están muy unidos.
—¿Va todo bien? —Aunque fueran mis sospechas sobre Harrington las que me condujeron hasta allí, mis sentimientos por Juliana estaban por encima de todo. Se me hizo un nudo en el estómago de solo pensar que le había pasado algo.
—Sí —dijo—. Ella está bien. Hemos discutido. —Frunció el ceño y removió varios papeles sobre su escritorio. No parecían estar en orden, y empecé a entender la causa de la preocupación en el gesto de su secretario y los empleados del almacén—. Quería ayudarme —dijo—. Ha habido varios… problemas. Confusiones con unas facturas. Nada que no pueda arreglarse. —Se puso derecho en la silla y dibujó una sonrisa forzada—. Pero no puedo permitirle que venga. Ahora que lleva nuestro hijo dentro, ya no. ¿Qué pasaría si le ocurriera algo? Jamás podría vivir con ello. Le dije que no, que sería mejor que se quedara en casa. ¿Puede usted entenderlo, verdad Dr. Bond? Usted comprende que este no es lugar para una mujer.
—Por supuesto —dije, aunque no veía razón por la que Juliana no pudiera estar a salvo en aquel despacho, lejos de los muelles y de los barcos, de los cajones de hierbas y especias que entraban y salían. Pero quería tranquilizarle.
—Las mujeres son tan sensibles —murmuró James—. Simplemente no quiero que venga aquí… aquí no. Yo trabajo aquí.
—Supongo… —dije, tratando de mantener un tono casual—. Supongo que ella recuerda que usted le dijo que podría ayudarle en el despacho. Imagino que le echa de menos. Trabaja usted jornadas muy largas…
—¿Le dije yo eso? —Parecía verdaderamente confundido. ¿Le estaría afectando la proximidad del río? ¿Fortalecería el agua al Upir, anulando su amabilidad natural? Aunque no hubiera un Upir, era evidente que Harrington estaba atormentado, y estaba seguro de que tenía algo que ver con la muerte de Elizabeth Jackson, lo sentía hasta el último nervio que tintineaba en mi cuerpo exhausto.
Dentro de James Harrington había un monstruo de alguna clase, no me cabía duda, y ya fuera parte de su mente atormentada o una bestia salida del fondo de un río polaco, estaba conectado con el agua. De allí habían sacado los cuerpos de la mayoría de las chicas asesinadas.
—Sí, lo hizo.
—Pues no lo recuerdo. Últimamente estoy muy olvidadizo. Creo que es por la enfermedad… por eso mismo tengo que trabajar tanto, para mantenerme concentrado. —Levantó los ojos hacia mí, y en ellos no vi rastro alguno del hombre feliz que me había encontrado en la calle apenas unos días antes. Ya no estaba en aquellos ojos vidriosos. Tal vez, tras la buena noticia, Harrington hubiera logrado combatir sus demonios internos durante un tiempo, pero ahora que estaba de vuelta en Londres, fuera lo que fuera que le infestaba estaba recuperando su lugar.
—Por eso no puedo dejar que Juliana me distraiga —continuó Harrington—. Ya sabe cómo son las cosas: los hombres tenemos que concentrarnos en nuestro trabajo. El trabajo es importante.
—Por supuesto que lo es.
—No recuerdo haberle dicho tal cosa… Qué extraño. —Harrington tenía la mirada perdida, con el ceño todavía fruncido, hasta que de repente clavó los ojos en mí, y volvió a sonreír—. Y hablando de trabajo… —Señaló al montón desordenado que cubría su mesa—. Debería seguir con ello, o no podré irme a casa antes de medianoche. Si hubiera sabido que venía, habría reservado algo de tiempo para enseñarle las instalaciones, pero…
—Por supuesto —dije—, lo entiendo perfectamente. Siento haberle molestado. —Volví a mirar los papeles desordenados sobre su escritorio. Para alguien que supuestamente trabajaba tantas horas, en absoluto parecía tener sus asuntos bajo control—. Y estoy seguro de que Juliana estará bien cuando llegue usted a casa.
No se levantó para despedirme. Al abrir la puerta, su secretario casi se abalanza sobre mí. Murmuró una disculpa por la torpeza y dijo:
—Tenemos que encontrar un sitio para colocar el té que acaba de llegar. He pensado en el almacén tres. Es el más cercano al…
—No. Ese está ocupado.
—¿Lo está? Creía que…
Cerré la puerta detrás de mí y les dejé solos para aclarar cuál era el motivo de su confusión. Suponía que sería Harrington. Aquel no era el humilde hombre de negocios que había conocido el año anterior.
No quería de irme a casa y quedarme a solas con mis pensamientos, de modo que decidí hacer una visita a Juliana y a los Hebbert. Ya casi era un miembro más de la familia, y no les importaría que me presentara sin avisar. Evidentemente, estaba preocupado por Juliana: el hecho de que nada más verme Harrington hubiera concluido que estaba allí por ella significaba que había hecho algo más que pedirle cortésmente que se marchara de su despacho. Ella debió de acabar bastante afectada para que James pensara que había ido a reprenderle, cuando desde que nos conocimos nunca le había levantado la voz. Me costaba imaginar que nadie pudiera enfadarse con Juliana, y el solo pensarlo me disgustaba. Mis sentimientos por ella eran más fuertes de lo que deberían, de eso no cabía duda, pero tampoco mentían acerca de su carácter: era dulce, inteligente y cariñosa. Y además estaba embarazada.
Estábamos en pleno verano, y aún era de día cuando llegué, pero al entrar en casa de Charles, la temperatura descendió radicalmente y toda la luminosidad del exterior se extinguió al cerrarse la puerta. Las lámparas ya estaban encendidas, pero su luz era tenue, y las sombras se adherían a cada superficie. Entré en el despacho de Charles, y le encontré en una situación parecida a la de Harrington, sentado a su mesa y rodeado de informes y carpetas.
—Estoy intentando escribir un artículo sobre la joven Jackson —dijo—. Pero no logro concentrarme. Hace falta una tormenta atronadora, ¿no crees? O algo que limpie este aire.
Aunque el día era cálido, no me había parecido bochornoso. Pero dentro de la casa, el aire era opresivo, y las paredes cubiertas de libros empezaron a echárseme encima, como si amenazaran con venirse abajo y aplastarme con todas mis supersticiones bajo el peso de la ciencia. Mi corazón empezó a latir de la extraña manera que tanto temía, y sentí un hormigueo por la cara. ¿Qué tenía aquella casa que desataba mi ansiedad? Desde luego, llevaba suficiente láudano en el cuerpo como para combatirlo. Traté de respirar hondo, mientras fingía estudiar los lomos de los polvorientos volúmenes, hasta que recobré al menos una apariencia calmada.
—He decidido tomarme unas vacaciones —anunció Charles súbitamente—. Me llevo a Mary pasado mañana… a algún lugar junto al mar. Creo que dormiré mejor cerca del mar. —Sonreía, pero sus ojos estaban cansados—. Creo que dormiré mejor lejos de Londres durante un tiempo.
—Has estado trabajando mucho —dije.
—Y tú también deberías plantearte unas vacaciones, Thomas. Perdona que te lo diga, pero te has convertido en una sombra de lo que eras… no creas que no me he dado cuenta. Al fin y al cabo, soy médico. —Sonrió, con una expresión casi exacta a la alegría con la que siempre le asocié… pero sin llegar a serlo. Los dos nos habíamos transformado en fantasmas de nosotros mismos, y parecía como si hubieran dibujado su sonrisa sobre papel de calco y se la hubieran estirado sobre la cara.
—¿Sabías que Elizabeth Jackson trabajó en una casa en la misma calle donde vive James? —pregunté.
—¿De veras? —Charles bajó la mirada hacia sus papeles—. No, no lo sabía. En fin, la gente tiene que vivir en algún sitio. Por cierto, Juliana está descansando. Creo que no lo está pasando muy bien con el embarazo. No descansa lo suficiente, ese es el problema. Siempre ha sido muy activa, incluso cuando era niña. —Soltó su pluma y se apartó del escritorio—. Creo que deberíamos tomar una copa.
Sus palabras salieron en un torrente alegre, como si intentaran anegar mi comentario en su oleada. ¿Acaso no iba a decir nada más? Tenía que haber alguna clase de discusión, aunque solo fuera para concluir que se trataba de pura coincidencia. Me quedé mirando la espalda de mi amigo. Tal vez ya lo supiera. No era información confidencial, y si yo lo sabía, no había razón por la cual Charles no la pudiera conocer. Pero en tal caso, ¿por qué no lo había mencionado? ¿Simplemente porque creyó que no había motivo? ¿O porque él también estaba atrapado en un remolino de sospechas? Y si ya lo sabía, ¿por qué no lo decía ahora que yo había sacado el tema?
Se volvió y me dio una copa de brandy.
—Esta casa está demasiado llena —dijo—. Será bueno estar a solas con Mary. Le pregunté a Juliana si le apetecía venir, pero prefiere quedarse con James. Supongo que es normal.
La joven pareja apenas se había instalado hacía unos días, y la última vez que estuve allí estaban todos absolutamente colmados de regocijo ante la llegada de un bebé. Cuánto había cambiado todo en tan poco tiempo… la casa no era pequeña, había espacio de sobra para todos, e incluso para más gente, antes de que resultara agobiante. Sin embargo, no podía negar que había algo definitivamente opresivo en aquel lugar. Notaba la respiración más entrecortada, como si el aire mismo fuera pesado y se resistiera a ser inhalado, como si quisiera asfixiar en vez de dar vida. Además, a pesar de que las cortinas estaban abiertas y el sol del atardecer seguía brillando afuera, la casa estaba oscura. Di un trago al brandy.
—Supongo que no quiere estar lejos de su casa —sugerí—. Si James está siempre trabajando, probablemente quiera supervisar las obras.
—Cierto —dijo Charles—, pero lamento que no venga con nosotros. La costa le haría bien.
—Acaba de estar en Bath. Eso la habrá revitalizado.
Charles estaba claramente disgustado ante la idea de tener que dejar a Juliana en Londres, y me pregunté si se daría cuenta de que parecía como si estuviera huyendo de algo en lugar de tomarse un bien merecido descanso. Al único al que dejaba atrás era a Harrington… ¿estaría huyendo de su yerno? ¿Sería siquiera consciente de ello? El sacerdote dijo que el Upir traía el caos consigo; si en efecto estaba unido a Harrington, no sería de extrañar que Charles estuviera tan desasosegado cuando lo tenía en su casa; quizás fuera esa la razón de que sufriera tantas pesadillas, cuando siempre había sido el más optimista de los hombres.
¿Qué había dicho Kosminski…? Que el Upir era ahora más fuerte que el hombre… ¿Podría Charles sentir de algún modo la maldad en su casa? Si los pensamientos de oscuridad en las calles de Londres me habían atormentado hasta provocar un insomnio inédito en mí y había acabado en los antros de opio, no era descabellado pensar que Charles estuviera afectado de forma parecida.
—Si quieres, puedo echarle un ojo a Juliana —dije—. Ella y yo somos amigos ahora, y no creo que sienta mi presencia como una imposición.
—¿Lo harías, Thomas? —Me miró con una extraña mezcla de alivio y desesperación—. Odio dejarla aquí, pero tengo que hacerlo… Tengo que marcharme si quiero servir de algo en mi profesión. —Volvió a sonreír con esa expresión que no terminaba de encajar; como el reflejo del sol en un río sucio.
Comprendí que estaba aterrorizado, lo suficiente como para dejar a su hija en la ciudad.
—Y tengo que terminar este artículo. —Hizo un gesto hacia los papeles que había detrás de él.
—Será un placer —dije. También me daría la oportunidad de observar a Harrington con más detenimiento. Ahora que Charles me había pedido que cuidara de los dos, el joven no tendría el descaro de decirme que me marchara dadas las circunstancias. Charles volvió a su mesa y empezó a barajar sus apuntes.
—¿Por qué el caso Jackson? —dije—. ¿Por qué presentar un artículo sobre ella?
—¿Y por qué no? —dijo Charles—. Encontramos todo salvo su cabeza, y tiene un nombre. Sabemos quién era. —Apuró su brandy.
—Un nombre con el que obsesionarnos —dije suavemente.
—Este año ha estado lleno de nombres para obsesionarnos, Thomas —dijo Charles—. Veo a esas mujeres en mis sueños. Veo su sangre. Espero que no vivamos un verano como el del año pasado.
Asentí y bebí el último trago de mi copa. Tal vez viera en sus sueños a las víctimas del Destripador, pero se estaba obsesionando con la joven asesinada que conocía a su yerno. En algún lugar de su subconsciente, Charles estaba luchando con algo que no quería afrontar. Ya no sabía si envidiaba su situación, pero ¿acaso era mejor mi posición que la suya? Al menos, él podía marcharse de Londres sin la sensación de abandonar una responsabilidad. Yo estaba atrapado en un mundo de locura y superstición, empapado de asesinatos que temía podían desembocar en otra muerte: una en la que yo estaría involucrado, aunque mi mano no fuera la que cometiera el crimen.
De repente sentí la necesidad de salir de aquella casa, aunque eso significara deambular por la mía y quedarme contemplando la noche desde la ventana. Al menos, el aire allí era limpio, y no había ese sabor estancado que me había inundado las fosas nasales de repente.
—Te dejo con tus preparativos —dije—. Espero que el aire de mar te haga bien.
Nos dimos la mano, con las palmas de ambos impregnadas de un sudor frío que contenía más honestidad que cualquiera de las palabras que habíamos intercambiado.
No llegué a casa hasta mucho más tarde. Por primera vez en mucho tiempo, cogí un carruaje a Bluegate Fields. Tenía los nervios sorprendentemente calmados, pero necesitaba la inconsciencia, algo de paz, aunque no trajera ningún descanso. Sabía que, quisiera o no admitirlo, esa sería mi última oportunidad hasta que acabara todo aquel horrible asunto, de una manera u otra.
El sacerdote tenía razón, por supuesto: el Upir —o el monstruo dentro del hombre, pues ambos eran demonios, independientemente de quién dirigiera sus acciones— volvería a matar, y tenía que llegar a alguna conclusión antes de que eso ocurriera. Por encima de todo deseaba que estuviéramos equivocados, y que hubiera encontrado en Harrington a un sospechoso para satisfacer nuestros deseos locos de cazadores. La próxima vez que le viera, tomaría la droga que me había dado el sacerdote —cumpliría con mi obligación— pero no me fiaría de mis ojos. Al fin y al cabo, las criaturas marinas que vi alrededor de la cabeza de los marineros en los antros eran completamente realistas, pero en ese momento mi mente racional sabía que no existían en la realidad, así que tenía que ser igual con cualquier cosa que viera alrededor de Harrington. A pesar del extraño comportamiento de Charles, y de la innegable atmósfera que se percibía en la casa, tenía que demostrar la inocencia o culpabilidad de Harrington basándome en pruebas físicas.
Mi decisión de empezar al día siguiente me dejó con una sensación de vaga y nefasta tranquilidad. Lo que tuviera que ser, sería. Por fin había logrado encontrar tranquilidad: la tranquilidad del condenado.
Dejé que el dulce humo me acariciara, y al reclinarme sobre el catre mugriento mis visiones no se plagaron de monstruos. Había echado de menos la sencillez de aquel lugar, de una época en la que me atenazaba el insomnio y el desasosiego, cuando el sacerdote era solo un desconocido con un abrigo largo. La tensión desapareció de mis extremidades mientras veía el océano y buceaba por las profundidades, entrando y saliendo de la inconsciencia, y cada vez que sentía que mi mente consciente se acercaba demasiado a la realidad, pedía al chino que rellenara la pipa. No recuerdo salir del antro, pero debí de hacerlo, porque estuve deambulando por la calle hasta Whitechapel, donde avancé zigzagueando entre borrachos y otros desgraciados desdentados que salían tambaleándose a gritos de los pubs y burdeles que llenaban las calles.
Los extraños teatros callejeros me ofrecían escenas espantosas, en las que mi mente drogada solo veía gente atormentada bajo el rostro maquillado de los actores. Dondequiera que mirara, veía a la vida y la muerte luchando por el control de cada cuerpo mugriento y seco. Las mujeres pasaban por mi lado, mirándome con lascivia y riéndose con el rostro tan cerca de mí que aunque estuvieran a unos metros de distancia, podía oler su aliento rancio. A pesar del asco, yo quería besarlas: aquello era la humanidad en toda su brutal belleza, con su inigualable capacidad para reír, incluso estando atrapada en una existencia tan despiadada. Había visto hombres y mujeres como aquellos en el hospital de Westminster, gente cuya vida miserable le vino impuesta por el accidente de nacer, y cuya existencia estaba condenada al fracaso y a la enfermedad mientras se arrastraban un día tras otro. Tal vez hubiera sido mejor extinguir aquellas vidas nada más nacer, pero ellos parecían decididos a aferrarse a la existencia, y a la esperanza de felicidad, por muy huidiza o improbable que fuera.
Quería impregnarme de su calor; quería atrapar su crudo coraje y armarme de él. ¿Sentiría lo mismo Jack cuando caminaba por aquellas calles? ¿Era esa la razón de que matara a aquellas mujeres? ¿Quería arrancarles esa energía hambrienta para quedársela?
Anduve hasta la extenuación, y el mundo volvió lentamente a una especie de normalidad. El alba cobraba vida chirriando y escociéndome los ojos, y el canto temprano de los pájaros pronto se ahogó bajo el latido de la ciudad. Pasaban las ocho de la mañana cuando llegué a casa. Garabateé una nota para el ama de llaves, diciendo que me sentía mal y que prefería que no me molestara, y me metí en la cama, donde dormí como un muerto.
Al despertar, eran más de las cuatro y había perdido todo el día. Aún estaba cansado, y aunque había dormido ocho horas —casi un milagro en mi caso— me sentía desorientado y amodorrado.
—Así que el señor ya está despierto —dijo la Sra. Parks, apareciendo sigilosamente por la puerta como solo puede hacerlo un ama de llaves—. Si el señor se encuentra mejor, le traeré un poco de café. Llevaré la bandeja a su despacho.
—Gracias.
—La Srta. Hebbert pasó hace un rato para invitarle a cenar a su casa esta noche. Le dije que no se encontraba usted bien, pero que si le veía se lo diría. La señorita dijo que le esperarían de todas formas, por si le apetecía… —Levantó una ceja—. Imagino que no necesitará que prepare cena.
—No, no, gracias, Sra. Parks. Me siento mucho mejor. Quizás me venga bien un poco de compañía.
La Sra. Parks se quedó mirándome durante unos instantes con una expresión indescifrable.
—Muy bien, señor —dijo por fin, y desapareció de vuelta hacia su territorio.
Esa noche. Si tenía que tomar la droga y observar a Harrington, lo haría esa noche. Me había andado con más rodeos que Hamlet, y mi incapacidad para actuar o saber qué creer me estaba volviendo tan loco como al príncipe danés. Si tomaba la droga, apaciguaría al sacerdote, y también mi propia curiosidad por preguntar a Harrington acerca de Elizabeth Jackson.
Esperé hasta que la Sra. Parks se hubo marchado, me bañé y vestí, saqué del fondo del cajón bajo llave de mi escritorio la estrecha caja que contenía los instrumentos de fumar opio, y me la metí en el bolsillo astutamente dispuesto en el forro de mi chaleco. Aunque contuve las ansias de tomar un poco de láudano, sí me serví una copa de brandy. Me quedé de pie junto a la ventana, observando el pesado cielo de verano, y por fin cerré las cortinas ocultando la vista.
A veces desearía haberme permitido contemplar un poco más de aquel día moribundo…
Me dijeron que Charles estaba en el club cenando con compañeros del hospital para hablar de cómo cubrirían sus responsabilidades durante su ausencia. Al igual que yo, Charles casi nunca se tomaba vacaciones, y era bastante probable que el personal sintiera su ausencia más de lo que creía. De hecho, yo también le echaría en falta en el caso de que hubiera más hallazgos cartilaginosos en el Támesis, aunque rogaba que no fuera así.
Juliana y Mary llevaban las riendas de la conversación, discutiendo los preparativos para el viaje a Whitby, y lo temprano que tendrían que levantarse para coger el tren adecuado. Harrington y yo nos limitábamos a hacer algún comentario ocasional mientras tomábamos la sopa, interviniendo cortésmente cuando y como se nos requería, y noté que parecía mucho más tranquilo y relajado que en nuestro encuentro en los muelles. De vez en cuando, mientras hablaba otra persona, los ojos de Juliana saltaban nerviosos de James a mí y de vuelta a su marido, despertando mi curiosidad sobre qué habrían hablado de nuestra conversación del día anterior. Imaginaba la vergüenza que habría sentido ella al saber que su marido me había contado lo de su enfrentamiento. Tal vez James no me creyera y reprendiera a Juliana al volver a casa. Eso no me sorprendería en absoluto dado el humor que tenía. Puede que la invitación a la cena fuera un esfuerzo conciliador para calmar la delicada situación, y entonces pensé en lo mucho que podía empeorarla en un futuro muy próximo.
Entre el primer y el segundo plato, me excusé y me encerré en el cuarto del baño. Fui bastante rápido, y en unos instantes ya estaba inhalando el extraño sabor del humo hasta lo más profundo de mis pulmones. Sentí un hormigueo recorriéndome la piel, el poco cansancio que me quedaba desapareció y el mundo volvió a enfocarse. Abrí el ventanuco para disipar el olor y fumé un poco más, inhalando rápido. Una vez terminado, puse la pipa de vuelta en la caja de madera, la escondí otra vez en el chaleco y me refresqué la cara con agua.
Respiré hondo. Estaba preparado.
Cuando regresé a la mesa, la ternera estaba servida, lo cual evitó cualquier comentario acerca de mi estado, y mantuve la cabeza baja mientras volvía a tomar asiento. Una vez estaba seguro de poder mantener el gesto firme a pesar de las visiones que me encontrara, miré a James Harrington.
No veía nada.
Ni siquiera tenía el aura de color alrededor de la cabeza. Observé con más detenimiento, azuzando la imaginación, pero solo veía a un joven rubio sentado frente a mí. El corazón me latía con fuerza. ¿Habrían fallado las drogas? ¿Sería inmune a sus efectos por mi reciente adicción a su droga hermana, el láudano sedante? Volví a mirar a Juliana, y me costó contener un suspiro de alivio, al ver amarillos y rojos brillando como el sol a su alrededor, con preciosos colores de verano y haces azules corriendo de aquí para allá. Aquellos eran los colores que siempre asocié con Emily, la chica que perdí hacía ya tantos años… eran los colores que asociaba con el amor.
—¿No tiene hambre, Thomas? —preguntó Juliana, interrumpiendo mi ensoñación—. ¿Aún se encuentra mal?
—De hecho estoy mucho mejor, gracias —dije—, y esto tiene un aspecto delicioso. —En realidad, me había desaparecido el apetito y tenía la boca seca, tal vez a causa de la droga, o de mi propio nerviosismo. Bebí un sorbito de vino y empecé a cortar la carne, que estaba muy cruda. Traté de no mirar la sangre que inundaba mi plato, ni pensar en la que tenía en la boca al masticar un trozo de carne. Tenía los sentidos agudizados, y podía oír el ruido que hacían mis comensales al mover los labios, y el sonido de la carne húmeda y tierna siendo devorada… una manada de bestias despedazando a la víctima de la caza.
—Está delicioso —dije, sonriendo a Mary, aunque mi aparente tranquilidad contrastaba con el asco que sentí por dentro al notar cómo la ternera casi cruda se deslizaba por mi garganta. Me parecía como si pudiera sentirla retorciéndose como un ser vivo, pero sabía que era todo cosa de la droga, que todo aquello era normal. La comida estaba cocinada a la perfección, tal y como a mí me gustaría comerla. Me distraje observando las escenas que transcurrían alrededor de la cabeza de Mary. Los colores eran más apagados, más desgastados que los que rondaban a Juliana, pero entre los pliegues de los tenues rosas y azules había destellos de objetos domésticos, como prendas de bebé. Aquella era Mary: una madre y esposa.
De nuevo miré a Harrington, que casi había terminado su plato con evidente hambre de más.
—Hablando de malestar —dije—. Me alegro mucho de verle tan recuperado, James… Especialmente considerando la noticia del bebé.
—Gracias, esperemos que pueda mantenerlo alejado durante más tiempo esta vez.
Me pareció una manera extraña de hablar de una enfermedad.
—Tal vez debería dejar que otra persona de la oficina llevara los negocios durante una temporada —sugerí, y di otro sorbo al vino, tratando de suavizar mi garganta. De algún modo, el que no hubiera ninguna visión a su alrededor era más inquietante que los colores que giraban y revoloteaban alrededor de las dos mujeres—. Me sorprendió la envergadura de las operaciones, debe de ser bastante desgaste para usted.
—Tal vez, pero era el negocio de mi padre y quiero llevarlo como él lo hacía: desde el timón. —James cogió su copa de vino y me sonrió. Sus dientes eran blancos y sus ojos penetrantes como cristales azules. Me estremecí mientras nos sosteníamos la mirada. Aún tenía el sabor de la sangre de la carne en la boca, y me imaginé la que habría en la boca de James. De repente, me sentí como una presa.
—Creo que James no es el único que trabaja demasiado, Thomas —dijo Juliana—. Como todos los médicos, incluido mi padre, tampoco es usted capaz de aplicarse sus propios consejos. Últimamente no ha estado bien, ¿me equivoco? Ha perdido peso. —Miró hacia mi plato—. Al menos James no ha perdido el apetito.
—Desde luego, tiene razón —respondí—. Los médicos somos los peores pacientes. Pero es que vivimos tiempos excepcionales.
—Supongo que es una manera de decirlo —repuso Juliana—. Yo diría tiempos horribles. Cada vez que pienso en lo que usted y mi padre han visto me echo a temblar… esas pobres mujeres.
Allí la tenía: mi oportunidad de poner a prueba a Harrington, y ni siquiera había tenido que desviar la conversación hacia ese tema. Noté que Mary estaba a punto de reprobar a su hija por sacar a colación algo tan desagradable en la mesa —los colores alrededor de su cabeza se habían oscurecido y su boca empezaba a entreabrirse— así que aproveché el momento.
—Pobres chicas, sí. ¿Les ha hablado su padre de la última, Elizabeth Jackson?
—¿Qué debía contarnos? —Juliana frunció el ceño, y el tenedor de James se paralizó por un instante entre el plato y su boca. Fue un titubeo mínimo, pero lo vi.
Mantuve los ojos clavados en él mientras proseguía:
—Trabajaba en la misma calle en la que viven ustedes… Era criada en una casa, y por lo que aseguran, muy buena.
—¡Eso es horrible! —dijo Juliana.
—Es terrible —añadió Mary—. Y una extraña coincidencia. Pero creo recordar que Charles dijo que vivía en la calle.
Harrington dejó el tenedor y me miró, y entonces vi claramente un destello de sonrisa retorciéndose en la comisura de sus labios.
—Así es. Huyó de su trabajo y de su casa en noviembre del año pasado.
—Pero ¿por qué? —preguntó Mary. Por mucho que le disgustara el tema en general, se le había despertado la curiosidad—. ¿Se metió en un apuro?
—La policía piensa que hay un hombre involucrado, sí. —No apartaba la mirada de Harrington, que se llevó el tenedor de nuevo a la boca y masticó la carne lentamente, con sus ojos fijos en los míos—. Algo le hizo dejarlo todo de repente y huir.
—Eso es cuando decidimos volver a la casa, ¿verdad, James? Estoy segura de que fue sobre esas fechas. —No había acusación alguna en la voz de Juliana, solamente curiosidad por cómo la vida entrelaza a las personas en forma de coincidencias.
—Sí, fue entonces —dijo James tranquilamente—. Qué extraño.
—Estuvo en el servicio de la casa durante varios años. Me preguntaba si quizás la llegó a conocer… —Traté de mantener un tono casual mientras fingía comer jugando con la carne en el plato, pero la tensión crujía en el aire entre nosotros. Me preguntaba si las mujeres lo notarían.
—Si casi no me sabía los nombres de nuestras criadas, menos aún el de las de otros… —dijo Harrington—. Y pasaba mucho tiempo lejos de casa por mis estudios y luego por mis viajes.
Un simple «no» hubiera bastado, pero se sintió obligado a elaborar más sus razones. Yo tampoco sabía los nombres de las criadas de mis vecinos, y dudaba que Mary o Charles los supieran, así que ¿a qué venía dar más explicaciones?
La sangre me ardía en las venas, mi rostro abrasaba y la mente no dejaba de darme vueltas. El secreto estaba ahí. Con o sin droga, lo sabía. Conocía a Elizabeth Jackson; él era la razón de que huyera.
—¿Por qué cree que James la conocía? —dijo Juliana riendo, con una voz que me sonó ligeramente nerviosa. ¿Acaso estaba derribando con mi franqueza velos que ella había ido superponiendo para protegerse de sus propias supersticiones? Ni por un momento pensaba que Juliana pudiera considerar siquiera la posibilidad de que su marido fuera el asesino, pero dado su extraño comportamiento recientemente, tal vez se preguntara si había algún sórdido secreto en su pasado, y una criada en un apuro encajaba perfectamente. A mí ya se me había pasado por la cabeza que Elizabeth Jackson pudiera ser la causa de que Harrington se fuera de viaje por Europa. Juliana era una mujer inteligente, y pensé que la idea podía estar ocurriéndosele.
—Porque su madre la conocía. —Era una estrategia agresiva, pero quería que Harrington reaccionara de alguna manera—. Fue a visitar a Elizabeth Jackson un día antes de que ella y su padre murieran.
—Pero eso tuvo que ser bastante antes de que la criada se fuera de la casa —dijo Harrington. Sus ojos seguían clavados sobre mí, aunque no podía descifrar su expresión—. Y debo decir que me parece poco probable que mi madre fuera a ver a una sirvienta.
—Eso es lo que me han dicho —dije—. Evidentemente, es posible que la persona que lo dijo estuviera equivocada… con el tiempo, la gente confunde los detalles.
—Debe de ser eso, entonces. Es posible que mi madre fuera a ver a una vecina, pero no a una criada.
Cuando terminó de hablar, noté que apretaba ligeramente los labios en una mueca de asco e irritación, y tuve que contener una sonrisa triunfal. Él sabía que le estaba interrogando, y yo que él escondía algo. Lo conseguiría, pensé, aunque solo fuera por Elizabeth Jackson.
De repente sentí un escalofrío en lo más profundo del estómago. Harrington se estremeció y su mirada se perdió en el vacío, quedando aturdido por un instante. Entonces su espalda se tensó mientras algo se movía detrás de él, y por fin se volvió a centrar.
Frunciendo el gesto, cogió los cubiertos y empezó a cortar agresivamente lo que quedaba de carne en su plato y se metió un buen trozo en la boca. Una gota grasienta de líquido rosáceo le recorrió la barbilla mientras masticaba con rabia, pero ni siquiera se dio cuenta. Sus labios se movían con violencia, y la gota se adhirió a su perfil y luego cayó por su cuello.
Mis ojos siguieron a la gota, y centré la atención en la sangre para no tener que mirar a la oscuridad que reptaba por el hombro de Harrington. Mi corazón latía desbocado y tragué saliva al ver cómo una lengua negra que olía a podrido se deslizaba rápidamente por su cuello y lo apretaba durante un instante para luego desaparecer, lamiendo la gota de sangre.
Un hedor denso y nauseabundo a agua estancada inundó el fondo de mi nariz y mi garganta, causándome arcadas. El cuello de la camisa me apretaba, y no lograba respirar. ¿Qué era aquella cosa, esa espantosa forma oscura y tan densa detrás de Harrington? Su forma bulbosa estaba justo fuera de mi vista, pero al intentar mirarla me dolían los ojos, como si me punzaran por detrás de los globos oculares obligándome a parpadear rápidamente.
Harrington seguía comiendo, rellenándose de nuevo el plato de la bandeja de patatas con mantequilla que tenía delante, y atiborrándose la boca con dos o tres de ellas a la vez. Ya le había visto comer así, y entonces pensé que había algo antinatural en ello. Ahora entendía por qué.
La conversación de Juliana y Mary vibraba en mis oídos, pero no podía entender sus palabras. Me sentía alejado de ellas, a un mundo de distancia, como si estuviera perdido bajo el Támesis y ellas siguieran en la superficie.
El Upir se estaba dejando ver. Se aferraba al hombro de Harrington, con sus oscuras garras asiéndole mientras se asomaba alrededor de su cuello, como una espantosa parodia de un bebé llevado a la espalda por su madre, a la manera que tanto se ve entre los orientales.
No salía del todo, y solo una mitad de su cara estaba a la vista. Pero aquel ojo se clavó en mí, y sentí cómo el corazón me latía fuerte y vertiginosamente. Traté de mantenerme concentrado en Harrington; a diferencia de la esfera roja que me contemplaba rabiosa desde el vértice de su cuello y su hombro, los ojos del joven eran azules, y completamente humanos. Me centré en ellos, en lugar de en la horrible maldad que seguía en el rabillo del ojo, pues no me atrevía a mirarlo directamente. Aunque hubiera querido, no podía, porque era la muerte; era la locura; era todo cuanto estaba mal en el mundo, todo ello envuelto en una forma densa y negra. La sombra del mundo entero se había metido en aquella horrible gárgola pegadiza. Su cabeza se levantó ligeramente, soltó otro latigazo con su lengua negra, cazando una mosca invisible en el aire, y luego siseó, y entonces noté una finísima espuma de baba venenosa rociando mi piel. Al oler el hedor a perversión, una ola de bilis me subió por la garganta e intenté no vomitar por todos los medios.
—Por supuesto —dije, escupiendo las palabras—. Yo también pensé que debía ser un error. Los sirvientes tienen una imaginación muy viva en momentos como estos… se dejan llevar por la emoción del momento.
De repente me arrepentí de haber abierto la boca para hablar. La idea de que algo de aquella horrible espuma entrara en mi interior fue demasiado, y tuve una ligera arcada.
—Disculpen —dije, levantando la mano para coger mi copa de vino. Me temblaba la mano, así que volví a bajarla. Por un breve instante, mis ojos se posaron en el Upir, y sentí ganas de llorar, porque me miraba directamente.
Sin embargo, mis palabras debieron tranquilizarlo un poco, pues tras unos momentos, se bajó de los hombros de James en una serie de movimientos vacilantes hasta desaparecer detrás de su espalda. El terrible hedor se disipó, pero aún me costaba respirar. Todo mi cuerpo estaba helado y sentía el rostro húmedo y pegajoso. Veía puntos negros moviéndose como dardos por el rabillo del ojo, y durante un instante creí que me iba a desmayar.
—¿Está usted bien, doctor? —preguntó Mary.
—Sí —contesté mientras me limpiaba el rostro con la servilleta, que acabó empapada de sudor—. De veras lo siento… creo que puede que sí tenga un poco de fiebre.
—Desde luego está usted pálido.
—Tome un poco de agua —Juliana tocó el brazo de su marido—. Sírvele un poco de agua, cariño.
—Por supuesto.
Harrington se puso en pie y trajo la jarra de agua hasta donde yo estaba. Al inclinarse por encima de mi hombro para servirme, no pude evitar temblar ligeramente por su cercanía.
—Gracias —dije, y se retiró volviendo a su lado de la mesa. Con el corazón aún desbocado, no pude sino mirar su espalda, pero no había nada allí. Ninguna criatura deforme y oscura agarrada a su espina dorsal. Cogí el vaso y bebí, pero aunque el agua era limpia y transparente, no podía soportar tenerla en la boca, no después de ver a aquella cosa que vivió durante tanto tiempo en el fondo de un río en alguna parte. ¿Se habría detenido Harrington a beber en algún lugar? ¿O quizás fue por bañarse un día de calor en algún río durante sus viajes? Le tenía tanta lástima como miedo.
Me hice fuerte para ignorar mi terror y reconduje la conversación hacia el tema de las vacaciones de Mary durante el resto de la cena. Ya no quería que Harrington pensara que sospechaba de él, quería huir de él todo lo lejos que fuera posible. ¿Sería esto lo que le ocurrió a la pobre Elizabeth Jackson? ¿Vio ella algo reptando por el hombro de su amante y se dio cuenta de que vendría a por ella?
Los colores y formas seguían bailando sobres las cabezas de madre e hija, pero sabía que todo aquello estaba tan relacionado conmigo como con ellas. Pero lo que había visto en James era distinto; puede que se hubiera desvanecido, pero ahora desconfiaba de la realidad, porque había visto al Upir. Había sentido su existencia en mi pobre alma y ya no creía que fuera una invención de mi cerebro desquiciado por las drogas, ni una visión generada por la autosugestión. Sabía que mi mente era demasiado racional como para crear algo así y que en lo más profundo de mí no acechaba ese grado de monstruosidad. Aquello era real, viejo y amenazador. Volví a sentir un nudo en la garganta.
Casi era medianoche cuando me despedí, tras rechazar amablemente la oferta de quedarme a pasar la noche si aún me encontraba mal. Dije que el aire fresco me vendría bien, y que caminaría un poco antes de coger un carruaje. Sentía mi sonrisa como una mueca. Nada en este mundo me habría convencido de pasar la noche allí, no aquella noche, después de ver lo que compartía casa con ellos.
Caminé hasta que estuve fuera de la vista de sus ventanas, y entonces, temblando descontroladamente, me apoyé contra la pared. Los dientes me rechinaban y los ojos se me llenaron de lágrimas. Había sentido miedo en mi vida —en los campos de batalla de Prusia, sentir un miedo mortal era el pan de cada día— pero aquello era distinto: aquello era básico y primario. Era como estar en el umbral del infierno, contemplando todos los horrores concebibles en una sucesión interminable de oscuridad, y sabiendo que te vas convertir en parte de ello. Aquel terror estaba enraizado en la muerte de mi propia humanidad.
—Lo ha visto.
Casi suelto un alarido al oír aquellas palabras cortando la noche, pero mis hombros se desplomaron aliviados cuando vi al sacerdote. Me había seguido. Por supuesto que lo había hecho. Toda mi animosidad contra él desapareció en el instante en que vi aquella lengua podrida lamiendo la sangre del cuello de Harrington, y ahora apenas podía reprimir las lágrimas de alivio. El sacerdote era fuerte, él sabía qué hacer. Y él lo destruiría, pues esa era su vocación.
—Sí —dije—, y era verdaderamente espantoso.
Con su mano buena, sacó una caja de debajo de su pesado abrigo, encendió un cigarrillo y me lo pasó. Aspiré el humo, queriendo borrar cualquier rastro de aquel horroroso hedor de mi boca y mi garganta. Fumamos en silencio durante unos instantes, con los ojos perdidos en la calle de los Hebbert, hasta que finalmente recobré la compostura. Una vez acabado el cigarrillo, me dio una pequeña botella de líquido y lo bebí, atenuando los efectos del opio que seguía corriendo por mis venas. Me sentía prácticamente normal, y aunque el terror no me había abandonado, al menos se había asentado en un lugar más tranquilo de mi interior, y de nuevo era capaz de respirar.
—Vamos a tener que vigilarle —dije—. Los tres tenemos que saber dónde está en todo momento. Tenemos que estar preparados para cuando vuelva a intentar coger a una mujer…
—O podemos atraparle ahora —dijo el sacerdote con voz fría.
—Puede que usted haya destruido su alma, padre —dije sigilosamente, reconociendo por primera vez su posición en la Iglesia—, pero yo aún tengo la mía. Tengo que ver a Harrington y al Upir actuar juntos… tengo que ver que es cómplice de algún modo.
—Muy bien. —Esperaba más resistencia, pero el sacerdote ya me conocía lo suficiente como para entender ni necesidad de encontrar algo racional en todo aquello. Incluso ahora, especialmente ahora, era de vital importancia. Si creyera que Harrington era inocente de la culpa del Upir, no podría participar en su muerte sin condenar mi propia alma. Nos quedamos allí de pie un rato, ambos perdidos en nuestros pensamientos, hasta que me sobrecogió otro escalofrío.
—¿Cree que me vio? —pregunté—. ¿El Upir?
—Quizás… probablemente. —El sacerdote se encogió de hombros—. Pero eso no debería preocuparle. Lo que importa no es si él le ha visto; lo que importa es que no se haya dado cuenta de que usted lo vio.
Aquella noche no dormí.