36
Londres. Junio de 1889
DR. BOND
Por fin tenía un nombre con el que obsesionarme. Elizabeth Jackson. La insistencia del inspector Moore había dado sus frutos, y aunque él y sus colegas se vieron abrumados entre la gente que acudía con sincero interés y los morbosos que querían ver los restos de ropa encontrados con el cadáver, finalmente la policía logró unir las piezas más difíciles.
Estaba en la morgue cuando Annie Jackson fue a identificar a su hija. Acababa de salir de un asilo para pobres y era evidente que tampoco le iba muy bien en la vida, pero la imagen de su hija decapitada y solo reconocible por las cicatrices en los brazos tuvo que destrozarla.
Después de la identificación, Moore y Andrews fueron capaces de trabajar mucho más rápido, y reconstruyeron los fragmentos de la vida de la chica de manera parecida a lo que Charles y yo hicimos con sus restos físicos. Había quedado para cenar temprano con Andrews en lo que empezaba a ser una costumbre, consciente de que compartiría gustoso cualquier información conmigo. Traté de mantener la calma, me decía que aquello podía poner fin a mis descabelladas sospechas sobre el marido de Juliana de una vez por todas. Desde la primera investigación, había oscilado salvajemente de un pensamiento extremo a otro; incluso tuve que encerrarme en casa varias veces para no salir a por al sacerdote. Me preguntaba por qué no habían venido a buscarme… sin duda estarían enardecidos por la muerte de la pobre chica. Tenía que admitir, al menos ante mí mismo, que una parte de mí deseaba que el sacerdote hubiera sufrido un accidente fatídico, para librarme de él.
Pero nada de lo que dijo Andrews alivió mis sospechas. Creo que la mano me temblaba cada vez que me obligaba a comer. Tenía la boca seca, y la poca hambre que podía traer había desaparecido. Elizabeth Jackson procedía de Chelsea. Atravesó una mala racha, una historia no poco habitual, aunque en su caso su patrono no sabía por qué abandonó de repente un trabajo seguro como criada en una casa respetable. Luego se juntó con un hombre de mala reputación. Pasó una temporada en Whitechapel (lo cual, según Andrews, había suscitado bastante expectación entre quienes estaban convencidos de que nuestro Asesino del Támesis y Jack eran la misma persona), para después regresar a sus calles natales, embarazada de muchos meses. Se la había visto durmiendo cerca del Támesis; era lógico asumir que el cadáver del feto hubiera sido arrojado también al río.
Era una historia triste, y podía ver que la falta de verdaderas pruebas empezaba a pesar sobre mi amigo, pero yo sin embargo sentía un escalofrío de emoción. La mujer tenía nombre, y eso aumentaba mis posibilidades de refutar cualquier relación con el joven Harrington. Y entonces al menos podría dejar atrás toda aquella locura, si no borrarla completamente de mi mente.
Le pedí a Andrews la dirección de la casa donde trabajaba Elizabeth Jackson, y allí estaba ahora, envuelto en la penumbra de la noche avanzada, contemplando unas casas que ya conocía. Claro que las conocía: allí había recogido y dejado varias veces a Juliana tras nuestras cacerías.
El pavor se retorcía en mi estómago, anudándose como una serpiente en un movimiento escurridizo y constante, enrollándose hacia un lado y otro. Observé la casa vacía, perdido en mi pensamiento en medio de la calle. Hasta la pálida piedra de sus muros parecía más oscura que las casas vecinas, como si atrajera el aire sucio y restregara sus residuos por su superficie. Juliana y James seguían en Bath, así que todas las luces estaban apagadas, pero las ventanas seguían centelleando, como retándome a cuestionar la maldad que había en su interior. ¿Habría dejado su eco allá adentro mientras él no estaba, susurrando a través de las habitaciones vacías? ¿Habría calado ese eco hasta las mismas entrañas del edificio? ¿Era esa la razón de que estuvieran renovándola por completo en lugar de venderla y mudarse a otra propiedad?
Una farola parpadeó por un instante, proyectando una ráfaga de sombras en la calzada. Me estremecí al pensar en mi propia sombra, y me volví a mirarla. Se movía conmigo, y traté de ignorar la idea de que hubiera algo en ese espacio, algo justo fuera de la vista. Saqué la botella de láudano del bolsillo y le di un trago largo para calmar mis nervios. Empezaba a estar tan azogado como Kosminski, y aquel pobre hombre atormentado estaba a un paso de un asilo. Miré nuevamente hacia las casas, la de cerca de la de Harrington tenía las luces encendidas. Tal vez fuera un poco tarde para una visita, pero no tanto como para despertar la alarma. Tenía que hacer lo que me había llevado hasta allí.
Volví la espalda a la casa de Harrington y crucé la calle.
—Si es usted periodista, ya puede irse de aquí. No tenemos nada que decirle. La familia está cenando y no se la puede molestar. —El ama de llaves apenas abrió la puerta, pero a través de aquel estrecho hueco podía ver que era una mujer imponente. Su mirada era recelosa, pero despierta, y supe que si había secretos en aquella casa, ella los sabría.
Cogí mi sombrero entre las dos manos.
—Siento molestarles tan tarde. Soy el Dr. Bond. Forense de la Policía. Yo… —Titubeaba entre las palabras, hasta que finalmente lo conseguí—. Yo hice la autopsia de Elizabeth. Solo tengo unas preguntas.
Me miró detenidamente durante un largo instante, pero al mencionar el nombre de la chica vi cómo un destello de dolor e intranquilidad atravesaba su serio rostro.
—Debería usted entrar.
Me guió hasta la sala de estar, y tras unos momentos apareció junto a una mujer elegante que rondaría los cuarenta años.
—¿Dr. Bond? —dijo, señalando un asiento, que yo tomé. Ella se quedó de pie—. Soy la Sra. Blythe. Me temo que mi marido no está en casa. ¿Se trata de Elizabeth Jackson? —Era elegante y educada, pero había en su voz una cierta indignación, como si todo el asunto de la muerte de Elizabeth, a pesar de lo desafortunado, fuera intensamente irritante por el escándalo que había traído a su puerta—. La Sra. Hastings será más adecuada para contestar a sus preguntas. Pero le puedo decir que nunca tuvimos ningún problema con Elizabeth… al menos que yo sepa.
Le di las gracias, y se retiró airosamente para volver con su familia a su refinada cena, dejándonos al ama de llaves y a mí a discutir los hechos brutales del asesinato, como si fueran a manchar sus manos cual polvo de carbón. Elizabeth Jackson había estado a su servicio durante varios años, pero dudo que le hubiera dedicado más de unos minutos de su pensamiento desde que se enteró de la muerte. Sin embargo, estaba claro que la Sra. Hastings había reflexionado bastante más sobre ello.
—¿Era buena chica? —le pregunté, una vez nos quedamos solos.
—Sí, lo era. Muy buena chica. —La actitud defensiva que había visto en sus ojos a la entrada seguía ahí, pero ahora me pareció que estaba protegiendo a Elizabeth. Pensé que quizás se sintiera algo culpable y afligida por el terrible final de la criada.
—Y sin embargo, se fue… —Vi cómo la boca de la Sra. Hastings se tensaba—. No pretendo empeorar la supuesta deshonra de su nombre, Sra. Hastings. —Dije rápidamente—. He visto lo que le ocurrió… lo que le hicieron a su cuerpo. Soy más consciente que la mayoría de lo que debió de sufrir. Quiero ayudar a que descanse en paz.
—Perdone que lo diga, pero es usted forense, no policía.
—La Policía confía en mí —dije, y era cierto, aunque ninguno de los inspectores supiera que estaba allí—. Tengo una habilidad natural para comprender las motivaciones humanas. Quiero saber algo más de la vida de Elizabeth. —Conforme hablaba, me di cuenta de lo ciertas que eran mis palabras. Quería saber— necesitaba saber —si Elizabeth conocía a los Harrington. Evidentemente, aunque ella no le hablara, James podía conocerla. Podía…
—Era una niña muy bonita, ¿sabe usted? —dijo de repente la Sra. Hastings—. No creo que se lo dijera mucha gente —yo no lo hacía—, pero era bonita. Y era tranquila, hacía bien su trabajo, nada de cotilleos, ni era quejica.
—¿Tenía algún pretendiente? ¿Tenía a alguien?
—No, entonces no, pero hubo un joven cerca de un año antes de marcharse… Estaba más contenta de lo habitual, sonreía más cuando estaba aquí abajo. —Suspiró ligeramente—. No soy tan vieja como para haber olvidado lo que causa eso en las chicas.
—¿Qué ocurrió? —pregunté.
—Pues un buen día se acabaron las sonrisas. Volvió a centrarse en su trabajo, pero estaba más callada… al menos lo estuvo unos meses. Supuse que el joven habría encontrado a otra chica, o se habría mudado… ya sabe usted cómo son los jóvenes. Pero no hubo ningún escándalo. Era buena chica.
—Dígame —le pregunté, intrigado por su insistencia en describir a Elizabeth como una «buena chica»—, ¿por qué se marcharía entonces? ¿Otra vez por un hombre, tal vez el mismo?
La Sra. Hastings iba a hablar, pero se detuvo, y su boca titubeó un instante mientras reconsideraba su respuesta inicial.
—Eso es lo que les dije a los agentes, sí: yo pensé que había un hombre, y creí que había pasado algo desafortunado. Ella había cambiado. No dormía bien. Tenía unas ojeras muy profundas —me miró con mordacidad— como las de usted. Estaba preocupada. Sí, creo que tenía que ver con un hombre.
—Pero, hay algo más… —dije suavemente.
—Elizabeth tenía miedo. —Su afirmación sonó totalmente sincera—. Creo que estaba aterrada. He visto chicas metiéndose en asuntos vergonzosos… llevo muchos años en el servicio, y hay muchas chicas tontas ahí fuera… pero su miedo no era como el de Elizabeth. He visto vergüenza, sí, pero lo suyo era terror.
—Me pregunto qué (o quién) pudo aterrorizarla de esa manera. —Pensé en sombras aferradas a la espalda de la gente; pensé en un joven que se fue de viaje y volvió enfermo y poseído.
—Me temo que no me meto en la vida privada de los empleados. —Esta vez, el tono defensivo en su voz era completamente en su propio beneficio.
Yo sonreí y asentí con la cabeza y, queriendo que volviera a abrirse a mí, dije:
—Como debe ser. ¿Tenía visitas, o la esperaba alguien después del trabajo?
—No, como le… —Se detuvo de súbito—. A decir verdad, sí que tuvo una visita un poco inusual… pero no fue justo antes de marcharse. Debe de ser por eso que no lo recordé cuando me preguntó el inspector de policía. Fue un poco antes de eso, pero recuerdo bien el día, porque fue el día antes de que ella muriera.
—¿Quién? —estaba confuso, y a pesar de que el láudano me calmaba, mi corazón empezaba a acelerarse de emoción.
—La Sra. Harrington.
Tuve que emplear todo mi autocontrol para no saltar en el sitio. La sangre me subió de repente a la cabeza haciendo que el rostro me ardiera, y sentí un cosquilleo en las yemas de los dedos.
—¿Quién era la Sra. Harrington? —aunque fingí estar apenas interesado, me encontré inclinado hacia delante, como si así pudiera absorberle la información más rápido.
—Ella y su marido vivían en esta calle, hasta que murieron de un terrible envenenamiento por un alimento que trajo su hijo de sus viajes por el extranjero. Él también estuvo a punto de morir, pero le salvó su juventud. Ocurrió aquella noche, después de que la señora viniera a hablar con Elizabeth. El hijo se mudó a otro sitio durante un tiempo, pero ahora ha vuelto, con una joven esposa. Están haciendo todo tipo de renovaciones en la casa. —Esto último lo dijo con cierto tono de desaprobación.
—Ese joven —traté de evitar que mi voz revelara impaciencia—. ¿Cree que es posible que conociera a Elizabeth? ¿Tal vez?
—Tendría que preguntárselo a él, señor. —Las barreras volvieron a levantarse; era evidente que la Sra. Hastings era contraria a los cotilleos, pero ahí estaba, contándome chismes acerca de lo que ocurría al otro lado de la puerta de gamuza verde del servicio. Al menos así lo vería ella, aunque en realidad estuviera aportando información valiosa en un caso de asesinato.
—Por supuesto —dije—. Puede que lo haga. —Me levanté. Necesitaba asimilar las piezas del rompecabezas que me acababa de dar, y por mucho que me odiara por ello, tenía que ver al sacerdote. En justicia, debería acudir al inspector Moore, o a Andrews, pero ¿qué iba a decirles? ¿Que sospechaba que el yerno del Dr. Hebbert estaba detrás de aquellos espantosos crímenes? En realidad, el único indicio que tenía era que pudo conocer a una de las víctimas en algún momento. El resto de mis «indicios» se fundaban en lo sobrenatural; y jamás podría contarle nada de aquello a Henry Moore, o pensaría que el insomnio había podido conmigo.
Al pasar por delante de la casa de los Harrington no me detuve a mirar, pero cuando me alejaba de ella, creí notar que los fantasmas de sus padres me gritaban desde detrás de los oscuros vanos de las ventanas. Sentí escalofríos y me ceñí el abrigo alrededor del cuerpo, tratando de no ponerme nervioso al escuchar el eco de mis propios pasos sobre la acera.
Esta vez no me costó encontrar el edificio medio derrumbado donde vivía el sacerdote. Quizás Kosminski hubiera fijado claramente el camino al meterse en mi mente, o tal vez me llevara hasta allí un impulso más básico, el instinto de supervivencia. Necesitaba verles, necesitaba estar con otros que creyeran, ahora que yo, el último escéptico, tenía que admitir que creía.
—Sabía que venía —dijo Kosminski. Sonrió, sin rastro de sus habituales gestos o tics. Su cuerpo mugriento estaba relajado y sus ojos eran orbes de oscuridad. Era evidente que había tomado la droga.
El calor de la habitación me abrumó, pues el fuego estaba encendido y las ventanas cerradas.
—Le vi andando —dijo Kosminski—. Iba hacia la casa de la chica muerta, el último sacrificio, la última carnaza, y después necesitaba vernos; podía sentirlo, el cambio. Le ha traído hasta nosotros.
El sacerdote estaba de rodillas delante del fuego. Se había quitado el hábito y la camisa; y tenía el torso desnudo. Su espalda estaba empapada en sudor, y lo que debería haber sido un suave lienzo de piel bajo sus hombros musculosos estaba cubierto de laceraciones. A pesar de la tenue luz del fuego, podía ver que debajo de las recientes heridas había años de cicatrices. A su lado, en el suelo, estaba la vara con la que se había flagelado.
—¿Qué está haciendo? —pregunté.
Cogió su camisa con la mano buena y se vistió mientras se levantaba con movimientos hábiles y diestros que escondían su deformidad.
—Me preparo —dijo—. Estoy reconciliándome con lo que debe ocurrir. —Señaló hacia la cama y me senté en el otro extremo. Kosminski hizo lo propio en el suelo, con las piernas cruzadas.
Pensé en nuestra locura, en lo locos que debíamos de parecer, pero aun así, hallaba consuelo estando con ellos. Kosminski sabía que yo iba hacia allí, lo había visto. Aquellas visiones no eran una locura, tenían que ser un don.
—¿De verdad cree usted que esto es obra de Dios? —pregunté. Aunque las palabras salieron de repente, una vez fuera me pareció algo importante. En todo aquel proceso, nunca me había parado a pensar en lo que ocurriría si encontrábamos al Upir y a su huésped, pero después de ver al sacerdote castigándose de aquella manera, la respuesta me parecía cada vez más clara—. ¿O es que nos estamos convirtiendo en juguetes del Demonio? —El objeto de nuestra caza ya no era un desconocido: era James Harrington. Tenía rostro y nombre… y esposa. ¿Qué iba a ser de él?
—Creo en mi vocación —dijo el sacerdote, con sencillez—. Más allá de eso, no puedo contestarle. Su alma debe hablar por sí misma.
Mis ojos fueron del sacerdote al pequeño Kosminski y sentí una ola de ira exhausta e irracional hacia ellos. ¿Qué habían estado haciendo todo ese tiempo? Yo había encontrado a Harrington. Ellos solo se habían quedado acechando entre las sombras.
—Teníamos que esperar a que usted creyera —dijo Kosminski, contestando a la pregunta que ni siquiera había hecho como si la arrancara directamente de mi cabeza—. Tres, la fuerza de tres. Dos no son nada, tres lo es todo. —Sus palabras eran mucho más claras que su habitual inglés chapurreado, y salían bien pronunciadas en rápidas ráfagas—. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo… tres… Podía verle… podía ver sus miedos. Alguien que había estado enfermo, alguien que había viajado y alguien más, alguien a quien usted quiere. —Se arrancó un par de cabellos de la cabeza y los puso sobre el suelo polvoriento—. Piezas: todas las piezas… están encajando. Él no lo sabía. —Su voz sonaba anhelante—. Durante mucho tiempo no lo supo; no lo sabía en París, quizás tampoco en Rainham. Pero ahora lo sabe. Ahora el Upir es más fuerte que él.
—Aaron le ve en sus visiones —dijo el sacerdote—. Y yo le he estado observando.
—Es usted muy bueno observando —dije—. Pero por ahora, eso es todo lo que ha hecho. Si está usted tan seguro de que la criatura está entre mis amigos, ¿por qué no le ha dado caza usted mismo? —Las llamas proyectaban sombras danzantes sobre las paredes y el sacerdote estaba sentado en medio de ellas, como un señor oscuro en un fuego negro y frío.
—¿Sabía que la policía ha interrogado al peluquero dos veces más? Su extraño comportamiento, su nerviosismo, les hacen pensar que puede ser Jack el Destripador. Le he hecho quedarse en casa la mayoría de las noches. Esta noche, hace dos horas, se plantó aquí. Estaba aterrado —alterado y fuera de sí— pero aun así vino. Tuve que darle la droga para tranquilizarle. Probablemente sea el más valiente de los tres. Nosotros no tenemos que ver lo que él ve. Dijo que usted venía hacia aquí. Dijo que usted había encontrado al Upir.
Estaba estupefacto. Evidentemente, yo no tenía por qué saber que le habían detenido, ni tampoco me lo tenían que comunicar —nadie sabía que conociera a Kosminski— y sin embargo me molestó la idea de que hubiera algo en marcha que afectaba a nuestra caza y que yo desconocía. Tenía que intentar desviar la atención de la investigación de él; hablaría con Andrews, o quizás con Moore. ¿Pero cómo conducir una conversación en esa dirección? Eso era otra cuestión.
—¿Y bien? —preguntó el sacerdote, inclinándose hacia delante para mirarme más de cerca.
—¿Y bien qué? —Estaba tan concentrado en la primera parte de lo que dijo que no había prestado atención al resto.
—¿Ha encontrado al Upir?
Por un instante no dije nada. Kosminski se balanceaba ligeramente de atrás hacia delante, farfullando palabras que apenas eran un suspiro, pero que yo entendía lo suficientemente claras:
—Lo ha hecho, lo ha hecho, lo ha hecho…
Me pregunté qué habría visto Kosminski en sus momentos oscuros. ¿Habría visto a Harrington? Lo dudaba… de ser así, me lo habrían dicho. No se habrían quedado allí, esperando. Habrían venido a mi casa. O incluso me habrían dejado a un lado y atacado a James. Tal vez Kosminski solo vislumbrara cosas y percibiera emociones. Partes de un todo, igual que las partes que me llegaban de las mujeres asesinadas por el monstruo. Lo suficiente para saber algo sin saberlo todo.
—¿Qué vamos a hacer con él? —pregunté.
—Entonces, lo ha encontrado —dijo el sacerdote, volviéndose a mirarme e inclinándose tanto que se quedó a unos centímetros de mi cara. Sus ojos ardían de oscura emoción. De repente me atenazó un miedo irracional y tuve que controlar un impulso de apartarme lo más posible de él. Había olvidado que bajo sus tranquilas palabras había un fanático: aquello era toda su vida, y moriría si fuera necesario antes que permitir que la criatura a la que buscaba escapase. Sin embargo, yo era un tipo corriente que se había visto atrapado en sucesos que estaban fuera de su control… un hombre que dudaba de su propia cordura por esos mismos sucesos. Era evidente que aquel sacerdote se había dañado el brazo en una caza como la que nos ocupaba.
—¿Qué vamos a hacer con él? —repetí.
—Intentaremos destruir al Upir —contestó—. Separarlo del huésped y matarlo de hambre.
—¿Y cómo vamos a separarlo del huésped? —pregunté.
—Usted sabe cómo —dijo el sacerdote—. Matándolo.
Me quedé mirando al fuego durante un buen rato. El calor apenas paliaba el frío que invadía mis venas. Pensé en las mujeres que no habíamos sido capaces de identificar. Pensé en el torso descompuesto que hallaron hacía ya tantos meses en el sótano de Scotland Yard. Y pensé en la pobre Elizabeth Jackson, una buena chica que estaba tan aterrorizada que corrió hacia un terrible fin del que no pudo escapar. Pensé en Juliana y en James. ¿Sería su cuerpo algún día el que trajeran a la morgue para que su padre y yo lo examináramos? ¿Cómo acabaría todo aquello si no le poníamos fin nosotros antes?
Les conté todo lo que sabía. Al fin y al cabo, por eso estaba allí: para compartir la locura, para hablar en voz alta de mis sospechas y mis indicios.
Una vez hube terminado, le tocó hablar al sacerdote, y lo hizo de forma calmada y delicada. Una tranquila explicación de lo que yo tenía que hacer.
Juliana estaba embarazada, y aquella noticia me paralizó, a pesar de lo comprometido que estaba con mi misión. Regresaron de Bath una semana después de mi encuentro con el sacerdote, del que salí convencido de estar preparado para dar el siguiente paso.
Junio se había convertido en julio, y aunque en las calles de Londres el calor y el hedor eran sofocantes, para mí los días transcurrían fríos y oscuros. Estaba obsesionado con Elizabeth Jackson y su desgracia al conocer a James Harrington.
Me había puesto en contacto con el médico de la familia Harrington, y con la coartada de investigar una enfermedad que había visto en el hospital, averigüé más detalles del mal que sufría James. Luego me explicó la historia de la dolorosa muerte de sus padres. Indagué acerca de asesinatos parecidos a los nuestros, y descubrí que había habido uno similar en París, en el mismo momento en que James viajaba por Francia de regreso a Londres.
Nada de aquello me tranquilizó, y cada vez ansiaba más enfrentarme a él, aunque fuera porque no podía seguir aguantando la desalentadora tensión que se acumulaba en mi interior.
Los Hebbert me habían invitado a cenar a su casa al día siguiente con James y Juliana, que estaban instalados allí hasta que terminaran el piso de arriba de su casa en Chelsea. Tenía la intención de tomar el extraño opio y preguntar directamente a Harrington acerca de su relación con Elizabeth Jackson, para ver si podía ver al Upir. Traté de convencerme de que esto último era menos importante que lo primero, pues por mucho que el sacerdote me asegurara que el monstruo le tenía poseído, necesitaba encontrar rastros de comportamiento extraño en el propio hombre. Sabía que si abandonaba la lógica por completo, yo también me perdería irremediablemente.
Sin embargo, un encuentro casual cuando volvía de hacer unas averiguaciones dio al traste con mis planes. Londres es una ciudad grande, sí, pero me los tuve que encontrar en plena calle, riendo felizmente juntos. Mi desasosiego inicial quedó abrumado por su entusiasmo, y aunque era evidente que tenían la intención de guardarse la noticia hasta el día siguiente, no podían ocultarlo más.
—Estamos esperando nuestro primer hijo —exclamó Juliana, cogiéndome del brazo—. ¿Verdad que es fantástico?
Casi me caigo para atrás por el impacto de sus palabras. Me quedé boquiabierto, buscando alguna clase de punto de apoyo para mis emociones. Por suerte, estaban tan ensimismados con la noticia, que no se dieron cuenta, ni me dieron tiempo para reaccionar.
—Se lo íbamos a contar mañana —dijo James. Su mirada bailaba alegremente y su piel había recobrado un aspecto saludable—. Pero, como puede ver, no somos capaces de contenernos. ¡Un recién nacido en nuestra casa! Y nos gustaría que fuera usted el padrino.
—Oh, no podría… —Todavía estaba tambaleándome por la noticia, y ahora eso. ¿Padrino?
—¡Claro que puede! —dijo Juliana—, y debe… insistimos en que lo sea. No queremos que lo sea nadie más. Ha sido usted tan bueno con nosotros…
—Lo celebraremos mañana durante la cena —dijo Harrington—. Pero ahora debemos dejarle, o llegaremos tarde a nuestra cita.
—Claro, claro —dije finalmente, recobrando la compostura—. Y mi más sincera enhorabuena a los dos.
La noche siguiente no tomé opio. Era incapaz. Juliana parecía tan feliz que no podía fastidiarlo. Estaba deslumbrante mientras todos reíamos, comíamos y bebíamos, y por primera vez en mucho tiempo, sentí como si la vida hubiera vuelto a la normalidad. Charles brindó exultante por nuestros futuros papeles en la vida del bebé, y aunque estábamos en pleno verano, la velada tenía algo de navideño, una expectación ante las cosas buenas por venir. No podía estropear todo aquello con preguntas acerca de mujeres muertas, por mucho que sintiera sus frías miradas sobre mí, esperando que hiciera justicia por ellas. No era capaz de destruir la felicidad de Juliana de aquella manera.
Observé a James. De vez en cuando rozaba distraídamente la mano de Juliana, con un gesto de amor y cariño que ella le devolvía. No veía ningún indicio de locura en él. Parecía un hombre amable, sosegado y aplicado. ¿De veras podía creer que llevaba una vida secreta en la que descuartizaba mujeres y las arrojaba al río, pedazo a pedazo? Porque me había acabado convenciendo de ello, hubiera o no un Upir. Mas, si hubiera tomado la droga, ¿cómo podía estar seguro de que el opio no me mostraba exactamente lo que esperaba ver? ¿Cómo podría eso demostrar nada?
Comprendí que no podía fiarme de mi propio juicio, y de repente me vi lleno de dudas. Durante los días siguientes, me volqué en el trabajo, obligándome a evitar cualquier pensamiento sobre James Harrington. Discutí los casos con Moore y Andrews y me dieron una lista de sospechosos de ser el Destripador. El sacerdote no mentía: Kosminski era uno de los sospechosos —favoritos— de uno de los superiores de Moore. Les sugerí que el asesino al que buscaban probablemente fuera bastante más contenido y controlado que el pequeño peluquero, y que su locura no sería tan evidente, sino que solo saldría a la superficie durante los accesos delirantes en los que asesinó a aquellas desgraciadas mujeres. En resumen, parecería bastante normal, a todos los efectos.
Sabía que Moore respetaba mis opiniones y las trasladaría a sus superiores, y con algo de suerte, eso ayudaría a Kosminski. El pobre ya estaba bastante atormentado sin que se sospechara que era un monstruo. Y no sentí ninguna culpa al pronunciar mi evaluación, pues había sido completamente honesto: de veras creía que el Destripador se movía entre gente respetable y sin que nadie notara que era un loco.
Ahora bien, muy a mi pesar, era inevitable aplicar esa misma lógica a mis propias sospechas acerca de Harrington: al fin y al cabo, había conocido a Elizabeth Jackson y no dijo nada al respecto… ¿Por qué? Sin duda sabría que había sido asesinada. Juliana siempre estaba al corriente de los casos que nos ocupaban a su padre y a mí, y aunque no habláramos de ellos, tuvo que ver la noticia en los periódicos. Mi cabeza estaba llena de preguntas, y no era capaz de sacármelas.