Capítulo 34

34

Londres. Junio de 1889

INSPECTOR MOORE

Henry Moore observó a Smoker saliendo de entre los matorrales. Con el morro pegado al suelo, el pequeño perro corrió en una dirección y luego empezó a dar vueltas sobre sí mismo. Moore nunca hablaba de animales utilizando atributos humanos, pero si alguna vez se hubiera podido describir a un perro con expresión de confusión frustrada, sería a aquel terrier. Jasper Waring arengaba al perro, emitiendo sonidos de ánimo alrededor del cigarrillo que tenía entre los dientes. Pero Moore no albergaba esperanzas de que Smoker encontrara ningún rastro. Hacía varios días que el jardinero había hallado el torso envuelto en los matorrales, y desde entonces cientos de personas habían paseado por allí.

—Veo que no estamos teniendo suerte —Andrews se unió a Moore, con el Dr. Bond detrás de él.

—Lo hace mejor que los sabuesos —contestó Moore, inclinando el sombrero en un gesto hacia el doctor—. Al menos está en el matorral correcto. —Observaron al perro durante unos instantes, hasta que finalmente Moore se apartó, y los demás le siguieron. El perro no iba a encontrar nada; no tenía sentido quedarse mirándolo.

—Gracias por su informe, Dr. Bond. Muy meticuloso, como siempre.

—Para ser justos, Charles Hebbert hizo gran parte del informe. No me sorprendería que estuviera preparando algún artículo.

—Es curioso cómo siempre hay algún beneficio en la tragedia —añadió Andrews. En su voz no había acusación alguna, sino pura observación—. Espero que no os importe que haya traído a Thomas. Por si encontrábamos algo.

—En absoluto —dijo Moore, con sinceridad—. Tiene usted buen ojo, Dr. Bond. ¿Algún comentario que quiera compartir con nosotros?

—¿De esto? —el Dr. Bond miró a su alrededor al grupo de gente reunida en el parque—. No creo que encuentren nada aquí, la mayoría del cuerpo acabó en el río. Un perro no puede oler un rastro en el agua. Pero no querría llevársela muy lejos.

—Creemos que el asesinato se produjo por aquí, en algún rincón de Battersea, o tal vez en Chelsea, así que eso encajaría. Lo que sí sabemos es que a pesar del nombre que aparece en la ropa, no es la camarera desaparecida, porque a ella la han encontrado sana y salva en Ramsgate.

—¿Nadie ha denunciado la desaparición de esta? —preguntó Bond.

—No hay ninguna desaparecida que encaje con su descripción —dijo Andrews, y luego añadió—: Al menos, ninguna registrada.

—Y como los jefes creen que todavía no debemos publicar sus averiguaciones, ni los detalles de la muerte —dijo Moore—, es bastante poco probable que nadie más denuncie. ¡Como si los periódicos no estuvieran ya bastante salpicados de sangre…! —Negó con la cabeza en un gesto de desesperación. A veces, la estupidez de sus superiores le hacía querer marcharse de la jefatura y no volver nunca—. Como si alguien fuera a imitar este asesinato a partir de su informe… si alguien quiere matar de esta manera, lo hará así sin más. Y si fue una muerte accidental excepcional, su informe no cambiará nada, ¿no cree?

—¿Muerte accidental? —preguntó el Dr. Bond.

—Hay quien sugiere que la chica pudo intentar deshacerse del bebé, que murió mientras lo hacía, y que sus amigas descuartizaron el cuerpo para esconder las pruebas.

—Es muy poco probable —dijo el Dr. Bond, frunciendo el ceño—. Estaba embarazada de unos siete meses… un estado muy avanzado. Por experiencia, a esas alturas del embarazo, las mujeres suelen suicidarse o abandonar al bebé después de dar a luz.

—Estoy de acuerdo —dijo Moore. Le gustaba la mente analítica del forense, y entendía que Andrews y él hubieran entablado amistad—. Pero a veces parece como si los bastardos de arriba hubieran abortado su cerebro.

Miró hacia atrás por encima del hombro. El perro seguía recorriendo el pequeño rastro que había encontrado de arriba abajo, buscando desesperadamente la siguiente pista, pero sin éxito. Moore entendía cómo se debía de sentir Smoker.

—Si tan solo supiéramos cómo las mató —murmuró—. Al menos nos daría algo con lo que seguir trabajando.

—Siento no poder darles nada más —dijo el Dr. Bond; su mirada iba de un lugar a otro, pero nunca se detenía en Moore, y el inspector pensó que tal vez se sintiera culpable y que la policía les presionaba demasiado para obtener respuestas.

—Usted solo puede darnos los hechos, doctor. —Dijo Andrews—. Y se lo agradecemos mucho.

—Por poco que sirvan —añadió Moore—. Al menos hemos tenido seis meses de descanso… y al menos tampoco es el maldito Jack. Ese bastardo ya se puede quedar dondequiera que se haya escondido… Si es bajo tierra, mejor. —Volvió a mirar al doctor—. Dígame, Bond, que usted tiene buena cabeza para esto. ¿Por qué el río?

—No comprendo. —Bond parecía sorprendido. Moore pensó que quizás había sido demasiado brusco. Se le estaba agotando la paciencia, si es que todavía le quedaba algo, y aunque hubiera preferido atrapar al asesino, que aquel período de calma culminase en la desaparición del tipo también habría sido una segunda opción bastante aceptable. Pero no tenía pinta de que fuera a conseguir ninguna de las dos cosas.

Miró al Dr. Bond y se explicó:

—Quiero decir, ¿por qué está arrojando tantos restos al río, donde podemos encontrarlos, y donde de hecho los estamos encontrando? No tenemos las cabezas porque no quiere que las encontremos… yo diría que o las quema o las entierra. Deja otros restos en lugares donde sabe que los encontraremos… como el maldito torso en Scotland Yard, y el de estos matorrales, pero lo demás acaba en el río, ¿por qué? ¿Por qué es el río tan importante? —Podía escuchar su propia frustración, y se quedó mirando al doctor, como si con ello le fuera a sacar una respuesta. Pero evidentemente no podía. El único que de verdad lo sabía era el propio asesino.

Por un largo instante, el Dr. Bond no dijo nada. Sus ojos se volvieron hacia el Támesis, que aunque no se viera, siempre estaba presente.

—Tal vez… —dijo por fin—, tal vez sea una especie de sacrificio: una ofrenda al agua. Hombres o monstruos, todos tenemos nuestros dioses.

—¿Cree que está rindiendo culto al río? —preguntó Andrews.

—O alimentándolo —terminó Bond.

—Entonces, es un loco —concluyó Moore—. Como si no estuviera ya claro.

Al ver que Jasper Waring se les acercaba, Moore suspiró: le tocaba pagar la ronda de cerveza, y, para ser justos, el perrito había hecho todo lo que podía. Después de eso, regresaría a la comisaría para decirles alto y claro que iba a necesitar la ayuda de los ciudadanos si querían tener alguna opción de descubrir a quién pertenecía el cuerpo. Que Dios les asistiera… y que Dios le asistiera a él, pero necesitaban toda la información que hubiese ahí fuera.

—A veces pienso que todos estamos locos, inspector, a nuestra manera.

El Dr. Bond hablaba tan bajo que sus palabras apenas se entendían, pero había algo pesado en su tono de voz que llamó la atención del inspector Moore. Volvió a observar al forense. Se había acostumbrado tanto a su aspecto flaco y cansado, que no se había fijado en que sus mejillas y sus hombros estaban más hundidos que nunca. Esperaba que el doctor no estuviera hablando por experiencia propia. Necesitaba gente cuerda y racional a su alrededor…

—Yo no, Dr. Bond —dijo—. En eso puede confiar siempre.

Se acercó a donde estaba Waring y, dándole una palmada en la espalda, anunció.

—El perro ha hecho todo lo que ha podido. Démoslo por terminado.

—Si usted lo dice —hasta Waring estaba harto de buscar cuerpos desmembrados, sacara o no historias jugosas—. El Dr. Bond parece cansado —comentó, como si siguiera el hilo de pensamiento del inspector.

—Todos estamos agotados —dijo Moore—. Bond lo está tanto como cualquiera de nosotros.

—Yo creo que Hebbert está más cansado que Bond —dijo Waring, y silbó para llamar a su perro—. O me engañan los ojos, o le vi en el East End con un atuendo muy descuidado.

—¿De qué está hablando?

—Ya se lo he dicho: el año pasado le vi más de una vez en la calle.

—Debe de estar equivocado.

—Mi Smoker tiene el olfato, inspector —dijo Waring, acariciando al perro—, pero yo tengo la vista. Ahora, vamos a tomarnos esa cerveza.