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Londres. 3 de junio de 1889
ELIZABETH JACKSON
Los días eran más cálidos, pero las noches seguían siendo frías, y Elizabeth no encontraba mejor refugio que bajo de los puentes junto al río. Al caer la tarde, había encontrado un rincón recogido contra el muro, y a lo largo de la última hora varias personas más se habían reunido a su alrededor. Al menos allí tenía compañía, aunque sabía que entre los vagabundos y extraviados también había cazadores, personas que no dudaban en coger cualquier cosa y tirar a su propietario al agua.
Se había convertido en una experta identificando presas y depredadores, aprendiendo a reconocerlos: había un gruñido silencioso en su forma de caminar, un rugido en prácticamente cada inclinación de su cabeza. Pero ninguno de ellos era como el que la perseguía. Por eso casi siempre permanecía tranquila, como si aquellos hombres feroces comprendieran que estaba marcada por algo más allá de cualquier mal que pudieran concebir.
Sin embargo, en aquel lugar había otra gente, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, desechos de una ciudad despiadada. Se acurrucaban en grupos, sin apenas hablar, pero buscando algo de compañía humana para hacer soportables sus tristes y aisladas existencias, y entre ellos Elizabeth se sentía a salvo. La elegante ropa que John Faircloth le había comprado para su inútil empresa de buscar trabajo estaba ahora sucia y harapienta, y en sus miradas furtivas la reconocían como una más de su clase. Elizabeth encontraba consuelo en aquella falsa seguridad, aunque en el fondo sabía que nunca estaría a salvo, ni siquiera en sus sueños, donde siempre corría en busca de una luz perdida en la distancia huyendo de la oscuridad que la arrinconaba.
La pared estaba húmeda y podía sentir el frío reptando por su abrigo, pero no le importaba; era agradable poder sentarse. Estaba de siete meses ya, y el bebé le pesaba. Dada su fina complexión, le costaba llevar el peso; estaba débil, a menudo se mareaba y tenía la impresión de llevar toda la vida así. Todo cuanto había pasado antes parecía intrascendente.
Y de nuevo estaba allí, en Chelsea. Tanto correr, para volver al principio.
Elizabeth suspiró. Siempre supo que acabaría de vuelta allí, desde el momento en que le vio en el Embankment, observando. Cazando. Desde entonces, el tiempo se había derretido en un largo e interminable instante de supervivencia, pero sabía que al menos hacía dos semanas de aquello, quizás algo más. Fue antes de encontrarse por la calle con la Sra. Minter, una vieja amiga de la familia que se apiadó de ella y le dio el abrigo de Ulster que llevaba ahora.
Era muy tarde, ya en las horas silenciosas, cuando vio a la espigada figura moviéndose a través de los cuerpos dormidos, pero al instante supo que era él. Siempre le reconocería, el movimiento de sus hombros, sus andares, aunque hubiera perdido su tímida rigidez habitual por ese instinto antinatural que ahora le impulsaba.
Aquella noche pegó la cara contra el suelo y él pasó de largo. Pero sabía que solo era cuestión de tiempo, y acabaría encontrándola. Sabía que él olía su propia esencia creciendo dentro de ella y no la dejaría marchar, del mismo modo que lo que crecía en su interior ansiaba estar con él y cerca del río. Y por ese motivo estaba aquí, porque la había traído de vuelta. Todo aquello sonaba como una locura, incluso en los confines de su propio pensamiento, pero sabía que era verdad. Desde la noche en que la violó, había vivido en el Purgatorio, y lo único que le esperaba era el infierno. Ya no le quedaba fuerza de voluntad para seguir huyendo del demonio.
Mientras viajaba hacia el norte con John Faircloth, ya sabía que Chelsea acabaría arrastrándola de vuelta, y en cuanto él se marchó y Elizabeth tuvo que volver a la calle, cayó directamente en sus garras. Al principio intentó acudir a su madre, tragándose el orgullo; unas cuantas noches durmiendo a la intemperie en Londres la empujaron a hacerlo. Iba dispuesta a rogar para que la dejara quedarse con ella si le daba la mínima oportunidad, pero le abrió la puerta una desconocida que le dijo con toda brusquedad que su madre estaba en un asilo para pobres, y no sabía dónde estaba el resto de sus hermanas, ni tampoco le importaba. En ese momento Elizabeth rompió a llorar. La maldad que la había marcado les estaba golpeando a todos.
Fue a la calle donde estaba su casa —la misma en la que había trabajado seis felices años— y observó las dos casas con todo el dolor de su corazón. Las estuvo observando durante tanto tiempo que al cerrar los ojos seguía viendo su reflejo como sombras en el fondo de la mirada. Se asomaba desde las esquinas tratando de que nadie la viera. Todo le resultaba tan dolorosamente familiar que por un momento pensó que tal vez fuera todo un producto de su delirio, que en realidad no vio nada a noche en la que la familia de él enfermó, y que la madre ya estaba mal cuando le explicó sus preocupaciones.
Al ver a la mujer saliendo de su casa, Elizabeth agarró la pared con tal fuerza que se rompió dos uñas. Era esbelta e iba elegantemente vestida, pero era poco más una niña, seguramente más joven que Elizabeth. Bajo el sombrero se podía ver su brillante cabello pelirrojo, grueso y rizado. Aquella chica vivía en otro mundo, un mundo de calor, seguridad y confort. Al mirarla con más detenimiento, Elizabeth notó que la joven tenía la boca ligeramente fruncida hacia abajo, en una mueca que la envejecía, y entonces la distancia que las separaba desapareció. Comprendía la causa de su preocupación, probablemente mucho mejor que la propia chica. De repente notó una forma moviéndose detrás de la ventana, y le vio. Allí estaba él, con su rostro pálido y enjuto destacado sobre las oscuras sombras a su espalda. Incluso viéndolo desde lejos y a través de un cristal, Elizabeth sintió una ola de repulsión por aquel hombre, que se había convertido un desconocido para ella.
Se atragantó al sentir cómo la invadía el recuerdo de la noche en la que él llenó sus entrañas. Desde entonces había estado con hombres más rudos, pero nunca experimentó nada tan inhumano, tan frío, tan aterrador. La chica pelirroja se volvió hacia la casa, como si ella también presintiera su presencia. Elizabeth sintió el deseo de correr hacia ella y apartarla de allí, quería decirle que se salvara, que huyera y nunca regresara.
Sintió la mirada de él. Con la respiración entrecortada, volvió los ojos hacia la ventana. Sus labios estaban fruncidos en una sonrisa repugnante y entonces se encogió contra la pared, tratando de mantenerse fuera de su vista, exactamente donde él le había dicho que se quedara.
El miedo devoró todo pensamiento sobre la joven elegante. Apartó los ojos de la mirada de él y corrió. Por algún motivo, sus piernas cansadas encontraron la fuerza necesaria mientras se tapaba la boca con su sucia mano para no gritar. Vendría a por ella, lo sabía. Era solo cuestión de tiempo.
Y aquí estaban ahora, de nuevo. Ella le miró, y aunque sintió el mismo miedo espantoso de siempre, esta vez estaba mezclado con una resignada tranquilidad: aquel era su destino, y no podía hacer nada para evitarlo. Notaba la aspereza de la pared, incluso a través de su abrigo, y varios mechones de pelo apelmazado caían sobre su rostro. El río gorgoteaba y se oía a un bebé llorando a unos metros de distancia. Dentro de ella, su hijo se retorcía, notando quizás la presencia de su padre, desesperado por liberarse del cuerpo de la madre. No sentía ningún ansia de protegerlo, pero tampoco de protegerse a sí misma.
Por un instante se le pasó por la cabeza que quizás él no la reconocería. Estaba más delgada, a pesar del embarazo, su cabello rubio ya no brillaba, y hacía mucho que no sonreía de la manera en la que él dijo le había enamorado. Tenía los hombros hundidos. No había belleza alguna en una mujer rota, y eso era en lo que se había convertido, una mujer rota más allá de la redención. Caminó hacia ella, y a pesar de la tenue luz de la tarde, podía distinguir las manchas violáceas sobre sus mejillas. Empezó a temblar, pero sin llegar a moverse. ¿Adónde ir?
Se detuvo delante de ella y extendió la mano. Una lágrima recorrió la mejilla de Elizabeth. Al menos había visto a su madre dos días antes; tal vez aquel encuentro por pura casualidad en plena calle fuera también cosa del destino. No hablaron demasiado, pero quedaron bien, y eso la alegraba, la alegraba por su madre. La ayudaría con lo que le deparaba el futuro. Tendió la mano. Los dedos de él estaban fríos.