Capítulo 30

30

Londres. Abril de 1889

DR. BOND

Estaba impaciente por llegar a casa. Tenía que cambiarme y llegar a cenar a casa de los Hebbert en dos horas. Una vez más, nuestras pesquisas habían sido infructuosas. Aunque mis averiguaciones dieran con varias listas de pacientes tratados de distintas enfermedades raras, a menudo los detalles eran demasiado imprecisos, especialmente en lo referente a si habían viajado a Europa, y en tal caso, dónde habían estado antes de enfermar.

El hombre al que habíamos ido a ver aquella tarde —y que resultó ser fabricante de telas— llevaba más de un año muerto, según nos comunicó su pobre esposa. Ignoro lo que pensaría de nosotros. A menudo nos recibían con algo de recelo, y no podía culparles. Hasta la joven a quien el sacerdote tiró al suelo nos miró de forma extraña. Me hizo pensar que tal vez debería vestir mejor, así al menos uno de nosotros tendría un aspecto respetable.

—Tenía esperanzas con este tipo —murmuró el sacerdote—. Vivía y trabajaba cerca del río. Había viajado.

—Pues a menos que esté asesinando desde más allá de la tumba, creo que podemos tacharlo de la lista. —Aunque intentaba que la irritación no se trasluciera en mi voz, no lo logré. La policía tampoco había tenido suerte, pero al menos ellos estaban tratando de seguir indicios clásicos, no pruebas basadas en supersticiones.

—Lo siento mucho más cuando estoy con usted, Dr. Bond —dijo Kosminski, observándome. Aunque sus tics y sus peculiares gestos hubieran vuelto, todavía tenía las pupilas dilatadas por los efectos de la droga—. Es como si llevara un poco de ello dentro.

Sus palabras me hicieron estremecer.

—Tal vez sea porque he examinado a las víctimas.

—Tal vez. —El peluquero no parecía convencido. Había algo en su manera de comportarse cuando estaba bajo la influencia del opio que daba credibilidad a lo descabellado de nuestra búsqueda. Me hacía creer, y no podía evitarlo. Kosminski veía cosas.

El sacerdote, que seguía sin decirnos su nombre, dejó de caminar de repente, haciendo que todos nos detuviéramos. Si fuéramos un pequeño ejército en aquella descabellada búsqueda, él sería nuestro general.

—¿Qué? —pregunté al notar que me observaba, acercándose tanto que podía ver sus grandes poros y las profundas arrugas que surcaban su piel desgastada. Ignoró la pregunta y miró a Kosminski.

—¿Dice usted que siente la presencia cerca del doctor?

—Sí —Kosminski asintió enérgicamente mientras se arrancaba pellejos del labio superior con sus escuálidos dedos—. Sí, ¿usted no?

—Yo veo de forma distinta.

—Le aseguro —indignado, interrumpí su momento—, que no soy el asesino que buscan. —Sentí una ola de calor inundándome el rostro. Era ridículo. ¿De veras estaban sugiriendo una cosa así? ¿Qué había de las visiones? ¿Y las auras? Seguro que…

—Tranquilícese, doctor. —El sacerdote me asió del brazo con su mano buena—. Claro que no lo es.

—Entonces ¿por qué me mira así? ¿Con cara de sospecha? —Estaba contrariado, y también cansado. Quería irme a casa a lavarme y arreglarme para parecer un ser humano decente que no se pasaba la vida a la caza secreta de un monstruo.

—Al Upir le gusta estar cerca de sangre y muerte. Cuanto más fuerte se haga, más nos sentirá, a todos los que queremos matarlo o arrojarlo al río. Es una criatura retorcida y juguetona, y tratará de encontrarnos… Es posible que ya lo haya hecho, o puede que nos haya encontrado por casualidad, a través de su huésped.

—¿Qué quiere decir? —ya no tenía fuerzas para más supersticiones. Añoraba los tiempos en los que la ansiedad y el insomnio me llevaban a refugiarme en los antros de opio y en los que el sacerdote era solo un desconocido con un brazo atrofiado. Tal vez no fuera una vida perfecta, pero era más sencilla. Ahora mi cansancio había empeorado, mi ama de llaves había empezado a murmurar acerca de mis extraños horarios y mi comportamiento errático, y si la policía me viera con aquellos compañeros, nos detendrían o nos meterían a Colney Hatch al instante. Estaba al límite de mi paciencia.

—Lo que dice es que deberíamos buscar a nuestro alrededor —dijo Kosminski con suavidad—. ¿No es así?

—No —dijo el sacerdote—. No creo que nosotros debamos hacerlo.

Miré a uno, y luego al otro, mientras mi mente exhausta asimilaba las palabras del sacerdote.

—¿Cree que conozco al asesino? ¿Es eso lo que quiere decir?

La respuesta quedó suspendida en el aire.

—Eso es una locura.

Casi se me escapa una carcajada ante mis propias palabras. Por supuesto que era una locura… todo aquello lo era; tres tipos dementes y confundidos por las drogas alimentando sus fantasías salvajes sobre viejas bestias y hombres poseídos.

—¿Cree usted que se esconde entre mis amigos o mis compañeros de profesión? Mmm, tal vez sea el inspector Moore, o el inspector Andrews, ¿no cree? —Notaba que el tono de mi voz se había encrespado y los peatones alrededor de nosotros aceleraban el paso para eludir problemas, pero no podía evitarlo.

—¿O tal vez sea mi ama de llaves…? Trincha muy bien la carne.

—Dr. Bond… —Kosminski me interrumpió, tratando de tranquilizarme, pero le aparté y di un paso hacia atrás, alejándome de los dos.

—Ya he tenido suficiente —dije, y en ese momento hablaba en serio—. Aléjense de mí. Y manténganse alejados de mis conocidos. Si les veo cerca de mi casa llamaré a la policía. ¿Lo han entendido?

Nos quedamos mirando mientras mi respiración se tranquilizaba. Ninguno de ellos dijo nada, y mejor así. Ya no tenía fuerzas para seguir discutiendo. Me arreglé la chaqueta barata.

—Ahora, caballeros, si me disculpan, tengo una cena a la que acudir. —Incliné mi sombrero como si fuéramos meros desconocidos intercambiando unas palabras en medio de una calle concurrida, y me volví para buscar un carruaje.

Me juré que no volvería a verlos.

Al principio creí que era el eco de lo ocurrido aquella tarde, pero la cena fue bastante extraña. Resuelto en mi decisión de no dar ninguna credibilidad al sacerdote y a Kosminski, concentrarme en mi trabajo e intentar volver a dormir con algo de normalidad, cuando llegué a casa me lavé y me cambié, pero además quemé la ropa que utilizaba en mis visitas a los antros. Me acerqué tanto al fuego del estudio para ver cómo las llamas consumían la tela de las prendas, que al sentarme a la mesa de los Hebbert, todavía podía oler el hollín.

El comedor, que siempre rebosaba cordialidad y risas, parecía más oscuro de lo habitual. Las velas del candelabro parpadeaban de vez en cuando, proyectando sombras sobre la mesa. Los tenedores y cuchillos conversaban entre si al chocar contra la porcelana como si se burlaran de la falta de conversación y humor entre los comensales. No estábamos en silencio, pero había un comedimiento inusual, un vacío en el tema de conversación, como si las preguntas salieran sin deseo de respuesta, solo impulsadas porque eso era lo que había que hacer durante la cena.

Me sorprendió la enorme cantidad de comida que habían preparado. Charles siempre había sido un anfitrión generoso, pero aquella noche era casi obsceno. Además de liebres estofadas al vino de oporto, había jamón cocido y empanada de paloma, acompañados de un surtido de patatas y verdura, después de una suculenta bullabesa de entrante.

Tantas exquisiteces contrastaban con la tensión que se palpaba en el aire. Miré a mi alrededor mientras Charles y James rellenaban sus platos y pensé que aquello no era tensión, sino más bien como si cada uno estuviera cenando solo. Estábamos perdidos en nuestros pensamientos, todos excepto Mary, que mantenía la apariencia de interactuar con sus preguntas y reacciones a lo ocurrido durante el día.

—Come un poco más, Thomas —dijo, con una tenue sonrisa asomando en su rostro, como si casi se avergonzara de estar allí.

Negué con la cabeza y me recliné en la silla.

—Está todo delicioso, pero me temo que si como algo más no podré moverme de esta silla… de hecho, sospecho que la romperé.

Se rio con más energía de lo que merecía mi broma.

—Mientras hayas disfrutado de la cena… Sé que puede parecer un poco exagerado para una simple cena, pero James no se encuentra bien, y su enfermedad le hace tener hambre constantemente. —Sus ojos revolotearon rápidamente hacia su yerno, y vi preocupación en ellos—. Como puedes ver, ha perdido peso. —Luego miró a su marido y añadió—. Y parece que su hambre es contagiosa.

Charles levantó la mirada y sonrió mientras se servía otro trozo de empanada, pero me dio la impresión de que solo la había oído a medias. No hizo ningún comentario ingenioso. Miré a Juliana. Tenía la boca fruncida, y jugaba con el contenido de su plato, haciendo como si comiera. Su frente estaba surcada de pequeñas arrugas, y aunque se relajaban cuando levantaba la cabeza, no desaparecían.

—Si al menos pudieran dar con la causa —dijo.

—Estoy bien —dijo James. Dejó el cuchillo sobre el plato y se limpió un poco de salsa de la barbilla—. Ya pasará. Siempre lo hace.

—Es extraño —dije—, que una enfermedad cause hambre y a la vez le haga perder peso, pero no es algo inédito, ¿verdad, Charles? Puede que un parásito le haya invadido el organismo.

—Eso es repugnante. —La frente de Juliana volvió a arrugarse.

—Suena peor de lo que es. —Le sonreí—. Eso explicaría su hambre. —Me satisfacía haber generado algo de atención en torno a nuestra conversación y miré a su marido. Era evidente que había perdido peso, y su cabello rubio ya no tenía el mismo brillo, como si careciera de fuerza—. Estas cosas suelen estar en el agua —proseguí—. No ha estado usted en el río, ¿verdad, James?

—¿El río? —alzó la mirada bruscamente—. ¿Por qué demonios iba a meterme yo en el río? —Nunca le había oído hablar con tal destemplanza, y hasta Charles apartó la mirada de su comida.

—Bueno, hijo… —dijo—. Thomas solo intentaba ayudar.

—¿Pero quién en su sano juicio se metería en el río?

Comprendí que era la primera vez que me fijaba en el joven Harrington desde que llegué a la cena, y me sorprendió su aspecto. Tenía la cara y el cuello cubiertos de manchas violáceas, y su piel había pasado de la palidez a un tono azulado que normalmente asociaría con un cadáver congelado.

—La verdad es que trabajas cerca de los muelles —dijo Juliana con un hilo de voz. Aquella noche no era la joven confiada de la que me había encariñado—. Quizás te salpicara el agua.

—No es el río —respondió Harrington, esta vez sin agresividad en su voz—. Ya estaba enfermo cuando tomé las riendas del negocio de mi padre… y lo sabes. Lo siento, Dr. Bond: no era mi intención parecerle descortés. Simplemente estoy cansado, tengo el pecho débil.

—En cualquier momento empezará a toser sangre —Juliana me miró, y en sus ojos había tristeza.

—Siempre se acaba pasando —dijo James—. No deberías preocuparte tanto.

—Tal vez te lo hayan provocado los gases de la pintura en casa —dijo Juliana. Luego miró a su madre—. O el polvo. Creo que deberíamos instalarnos otra vez aquí.

—Tiene que haber alguien en la casa para supervisar —Charles interrumpió. Parecía algo alterado—. Sabes que te quiero mucho, Juliana, pero no puedes dejar tu casa en manos de unos obreros.

—No lo haríamos, por supuesto que no, pero…

—Por supuesto que podéis venir si queréis —dijo Mary, pero la conversación se convirtió en un murmullo a mi alrededor mientras fijaba la mirada en mi plato, sin llegar a ver la grasa que cubría la superficie. De repente sentí que la sangre se precipitaba hacia mis oídos, como si fuera yo quien hubiera caído al río. Mi cabeza estaba llena de las palabras del sacerdote que, a pesar de mi decisión, seguía acaparando mis pensamientos. Mis palabras habían sido un eco de las suyas.

Un parásito. Del río.

Volví a mirar a James mientras recordaba la conversación que tuvimos aquella tarde. Quizás el Upir fuera alguien a quien conocía… Noté la boca seca y al estirar la mano instintivamente para coger el vino, me empezó a temblar. El calor del vino en la garganta no me trajo ningún alivio, necesitaba algo más fuerte. Tenía que ser pura coincidencia. Sí, el joven Harrison estaba enfermo, pero eso no significaba nada. Los hospitales estaban llenos de enfermos. Seguro de que si preguntaba a cualquiera de mis amigos o compañeros, me describirían males parecidos.

Bebí otro trago de vino, y luego dije:

—¿Cuándo enfermó? —Suponía que diría que padecía la enfermedad desde niño, y entonces podría reírme de mis propias fantasías.

—James hizo el Gran Tour —dijo Juliana—, alrededor de Europa.

—Puedo contestar por mí mismo —murmuró Harrington—. No estoy tan enfermo. —Me miró con tiento, y no sé si fue por la tenue luz del comedor, pero me pareció como si el rabillo de uno de sus ojos estuviera teñido de un rojo rabioso—. Fue algo que contraje en Europa, sí. Pero nunca dura mucho —volvió a reclinarse sobre el asiento—. En fin, me encuentro un poco cansado. Siento ser tan mal invitado, pero creo que será mejor que Juliana y yo regresemos a casa. Debería haberme quedado en la cama… tengo trabajo que hacer mañana.

—Deberías descansar, querido. —Juliana le apretó cariñosamente su delgada mano—. No deberías trabajar tanto. Entre el negocio y la casa, no me extraña que vuelvas a estar enfermo.

—¿No preferiríais quedaros aquí? —preguntó Mary—. Siempre hay una habitación preparada.

—Gracias, pero no. —James sonrió, dando indicios de su amabilidad habitual—. De nuevo, discúlpenme. —Se levantó y Juliana le tomó del brazo, ayudándole a mantener el equilibrio. Yo también me incorporé, pero Charles me hizo un gesto para que me sentara.

—Quédate conmigo, Thomas. No somos de ceremonias, ya lo sabes. Al fin y al cabo, somos todos familia.

Una vez Juliana y James se hubieron retirado, Mary también se despidió, y Charles nos sirvió un brandy. Traté de templar mis pensamientos. Así que James había viajado por Europa, pero ¿por qué zonas? Necesitaba averiguar muchas cosas, aunque fuera solamente para calmar el miedo que me inundaba la sangre. Sentía como si se me fuera la cabeza, y tenía las palmas de las manos frías y húmedas. Me costaba respirar y la ansiedad era cada vez mayor.

Me tiré del cuello de la camisa cuando Charles me pasó la copa.

—¿Te encuentras bien, Thomas? —sus ojos observaban mi mano temblorosa.

—Puede que James no sea el único que no esté bien —dije. Mis palabras sonaban como si vinieran de muy lejos y mi vista empezó a rielar, como si un cristal me separara del resto del mundo. Conocía aquellas sensaciones. La ansiedad me estaba pudiendo otra vez. Intenté controlarla. Respiré hondo y di un trago largo a la copa… eso me ayudaría—. No logro quitarme esta ligera fiebre.

Hice un esfuerzo para sonreír, pero de nada sirvió; Charles ya estaba pensando en lo suyo otra vez, y su buen humor habitual había desaparecido.

—Lo siento, Thomas.

—¿Por qué?

—Esta noche… me temo que no éramos nosotros mismos. James está enfermo, Juliana está preocupada por él, Mary está preocupada por Juliana —se encogió de hombros—. Y yo… bueno, yo sigo teniendo estos horribles sueños.

Quería preguntarle acerca de los viajes de Harrington, ansiaba hacerlo, pero no era el momento. Era evidente que Charles estaba angustiado por otra cosa.

—A veces me cuesta respirar de la maldad que veo en ellos —susurró. Nunca le había visto tan afligido. Me recordaba a la noche en la que me habló del mal que veía en sus ventanas. El hombre que tenía delante no era mi amigo Charles, un tipo fanfarrón, con los pies en la tierra y lleno de vida, aun cuando estuviera rodeado de muerte. Era indudable que algo le atormentaba.

Se quedó mirando su copa.

—Veo cosas en ellos. —No alzaba la mirada—. Me da miedo lo que veo.

—Ya pasarán, Charles —dije suavemente. Era todo cuanto podía decirle. Sin embargo, me hizo pensar en los dones de los que hablaba el sacerdote. Si yo podía sentir cosas, quizás Charles también. Y si Harrington era en efecto el Upir

Pero no era capaz de seguir esa línea de pensamiento. No podía ser verdad…

Al poco rato de marcharse la joven pareja, me excusé, y Charles no puso obstáculo a que me fuera. Todos estábamos exhaustos de nuestras respectivas luchas internas. Cuando llegué a casa, el aire tonificante había borrado los restos de mi ataque de ansiedad, y aunque estaba bastante cansado, me serví otra copa de brandy y me quedé contemplando la oscuridad de la noche a través de la ventana de la sala de estar. La calle estaba vacía; ni rastro de ningún extraño sacerdote, ni de ningún peluquero loco. Mi reflejo me observaba, ligero y fantasmagórico, con los perfiles negándose a quedarse quietos. Era como si me estuviera mirando en el río, con la noche afuera tan negra como las turbias profundidades, y el cristal como única superficie que me separaba de lo que allí había oculto. Temblaba.

Me dije que me aferraría a la decisión de alejarme de aquella locura, y no volvería a buscar al sacerdote. Sin embargo, necesitaba demostrar lo absurdo de mis descabellados pensamientos, y solo podría hacerlo aclarando cualquier duda de mi mente rebelde, así que tenía que seguir investigando acerca de James Harrington y sus viajes.

Mi reflejo no dejaba de observarme, y comprendí que necesitaría más que brandy para intentar dormir esa noche. Me di la vuelta y cogí el láudano.