Capítulo 29

29

Londres. Abril de 1889

ELIZABETH JACKSON

—Le conseguiré el dinero —dijo—. De veras. Volverá. Está trabajando a destajo… volverá con el alquiler, lo prometo.

—No va a volver y lo sabes. —La Sra. Paine tenía los brazos firmemente cruzados sobre el pecho—. Y en tu situación, estás mejor sin él. Si vas a aguantar a un hombre, no elijas a uno que te pega cuando está borracho, porque lo hará toda la vida.

—¡Por favor! —dijo Elizabeth con lágrimas en los ojos—. Por favor, solo una noche más. Conseguiré el dinero, yo…

—Ha pasado una semana. Ya está bien.

Mientras seguía rogándole, Elizabeth empezó a recoger sus pocas pertenencias. La Sra. Paine no iba a cambiar de opinión. Ellos nunca le habían gustado demasiado, y había mucha gente buscando un lugar barato y seguro para dormir una o dos noches; su pensión estaba siempre llena.

Le pesaba mucho el estómago; el bebé que crecía en su interior tenía ya cinco meses. Durante el tiempo que pasó con John Faircloth, había acabado deseando que matara al niño con una de sus palizas. Aunque fuera directamente al infierno por desearlo, no lo podía evitar. Si hubiera tenido valor, habría intentado sacárselo ella misma. Era el hijo de un monstruo.

En cuanto terminó de recoger sus pertenencias, la Sra. Paine la acompañó hasta la entrada, y cerró la puerta bruscamente en su cara. Se hacía de noche y el aire estaba empapado de humedad por todo lo que había llovido durante el día. Elizabeth seguía llorando, pero nadie le prestaba atención, y eso hacía que se sintiera invisible. Deseaba ser invisible. Desde que volvió a Londres un mes antes, las pesadillas habían empeorado: eran sueños tenebrosos en los que algo venía a por ella. Debería haberse ido con John a Croydon en lugar de pelearse con él y decirle que se marchara solo.

Cuando John le pidió que se fuera con él a buscar trabajo al norte, Elizabeth pensó que era su salvador. Casi lloró de alegría cuando se lo sugirió: dejar las calles y alejarse de la ciudad. Pero era difícil encontrar trabajo, y al final John no resultó ser un tipo tan agradable como ella creía. Después de Ipswich vino Colchester, y más negativas, hasta que John dijo que se volvían a Londres, porque más vale diablo conocido que santo por conocer.

Era evidente que Elizabeth se había estado engañando al creer que podía escapar a su destino. Ansiaba la luz del sol, algo de luminosidad para combatir el terrible pavor que le llenaba el alma, pero sabía que eso ya nunca sería posible. Atrás quedaban sus días sin preocupaciones.

Le dolían los pies de arrastrarlos por el barro en dirección a los muelles. No tenía adónde ir, pero sabía que si se quedaba quieta el frío se le metería dentro rápidamente, y cuanto más anduviera, más pospondría lo inevitable. Incluso estando embarazada de cinco meses, habría algún hombre dispuesto a pagar, pero la sola idea de unas manos ásperas, paredes rugosas y un aliento asqueroso volvían a hacerle saltar las lágrimas. Después de la familiaridad de estar con un solo hombre, por muy violento que fuera cuando le llevaba el mal humor, pensar en hacer la calle otra vez era casi insoportable.

Se asomó al río. Tal vez debería buscar algún puente del que tirarse. Le había dicho a John que se volvía a casa de su madre, pero la oscuridad que la perseguía también había tocado a su familia: cuando fue a visitar a su madre unos días antes, tragándose el orgullo con la esperanza de que le diera algunos peniques, su familia ya no estaba. El nuevo inquilino le dijo que la madre estaba en un asilo para pobres, y Elizabeth sintió la culpa como una losa sobre sus hombros. Era la maldad que la iba buscando, estaba segura de ello: ahora también había infectado la vida de su madre.

El agua la llamaba, como si le susurrara que podía esconderse en ella para siempre. Se preguntó si sería tan horrible morir allí… ¿estaría realmente tan sucio? ¿Encontrarían alguna vez su cuerpo y lo sacarían del agua? Sería una forma de ganar, porque así él no la encontraría. Tan perdida estaba en su amargo ensimismamiento que no vio a tres hombres que doblaban la esquina hasta que el más alto de ellos chocó contra ella y la tiró al suelo. Su cabeza dio vueltas durante un instante y se volvió a encontrar en el frío de Londres, y el río volvía a ser solo el río, como siempre. No quería morir. No quería aquella vida, pero tampoco quería morir. Empezó a sollozar y a toser.

—Lo siento mucho. —Uno de los hombres se agachó junto a ella y la agarró de las manos para volver a ponerla de pie—. ¿Está usted bien, señora?

Su voz no encajaba con la ropa andrajosa que vestía, y desvió la mirada hacia su tripa abultada.

—¿Le duele? Soy médico.

Elizabeth negó con la cabeza. No tenía tiempo para bondades. La destruirían.

—Estoy bien, gracias. —Se enjugó las lágrimas.

—Déjela —dijo el hombre más alto. Sus ojos eran oscuros y tenía acento extranjero. El tercero de ellos la observaba mientras se pellizcaba la cara y lanzaba miradas fugaces al río. Elizabeth se soltó y echó a andar.

—Espere.

El hombre que la había ayudado extendió la mano con unas cuantas monedas.

—Cójalo —dijo—. Le hemos manchado el vestido.

Ella dudó por un instante, fingiendo que lo ponderaba por orgullo, y cogió el dinero.

—Gracias —contestó.

Y siguieron su camino.

Sentía el calor del dinero contra la palma de su mano. Al menos podría comer algo y dormir en un lugar seguro por una noche. Dio la espalda al río. No caería en sus garras. No lo haría.