26
Londres. Noviembre de 1888
ELIZABETH JACKSON
—¡No es asunto tuyo, Annie! —le gritó a su hermana antes de darse la vuelta y salir a paso acelerado por Turks Row. Por su espalda caían mechones pelirrojos que se le habían salido del gorro.
—¡Eres una deshonra! —replicó Annie—. ¡Una deshonra vergonzosa!
Annie siempre tenía que decir la última palabra, y si hacía daño, mejor que mejor. Elizabeth notaba las mejillas ardiéndole, mientras se tragaba las lágrimas de ira. Por lo menos, al echarse a correr después de aquella pelea inesperada se había quitado el frío, aunque fuera solo durante unos minutos. Dobló la esquina y se apoyó contra la pared, con los hombros ligeramente hundidos. De entre tanta gente ¿por qué había tenido que encontrarse con Annie? Dejó que las lágrimas cayeran, frotándose las mejillas con la mano mugrienta.
Su familia no la entendía, claro que no, ¿quién lo haría? ¿Por qué iba a dejar un buen empleo para trabajar en las calles, y abandonar una acogedora habitación en un ático para meterse en un albergue lleno de pulgas? ¿Qué podía decirles? Desde luego, no la verdad: que él había vuelto.
No podía contarles que James había vuelto, que se iba a casar y que tenía intención de volver a la casa en la que murieron sus padres, porque no entenderían lo que aquello significaba para ella. Y desde luego tampoco podía contarles lo sucedido durante su último encuentro. Se frotó la tripa y el desastre que crecía dentro de ella, y al recordar el terror que sintió en el momento en que James se convirtió en otro, las lágrimas cayeron con más fuerza y empezó a sollozar. Sabía que si lograba encontrarla, iría a por ella… pero esta vez no querría su cuerpo, no. Querría su sangre.
Prométeme que huirás.
Tenía que marcharse de Chelsea, y el hecho de que Annie la hubiera encontrado tan fácilmente era clara prueba de ello.
Pero ¿lograría huir lo suficientemente lejos?