Capítulo 25

25

Londres. Noviembre de 1888

DR. BOND

—Así que esta es su habitación —dije, mientras el sacerdote se apartaba para dejarnos entrar—. No vive en otro lugar.

—Tenía el presentimiento de que esta sería la única manera de que volviera… —Miró a Kosminski, que estaba temblando en el umbral de la puerta—. A no ser que el cuerpo de la Policía Metropolitana haya bajado su nivel de exigencia.

—No está bien —dije—. Ha tomado un poco de la droga que consume usted. Le ayudó… —No sabía si quería decir las siguientes palabras, pero no tenía otra opción, pues era la verdad—. Le ayudó a traernos hasta aquí. —Cogí a Kosminski por el brazo y suavemente le hice entrar y sentarse en una silla de madera que había junto al fuego.

—Tengo algo que le tranquilizará. —El sacerdote se sacó una botellita de debajo del hábito y se la acercó—. Beba esto. De un trago.

—¿Líquido? —Kosminski entornó los ojos—. ¿De dónde es? ¿Es del río…?

—Haga lo que le digo —gruñó el sacerdote. Tenía una presencia imponente y el pequeño peluquero bebió un trago antes de devolverle la botella rápidamente. El efecto fue casi inmediato. Se calmó, y entonces comprendí cómo lograba el sacerdote mantener el control de aquella forma bajo la influencia de la extraña droga. Debía de haberse entrenado para beber un poco de aquel líquido cuando ya hubiera visto suficiente. Pero ¿qué era? Indudablemente, otra droga. ¿Cómo confiar en un hombre que estaba fuera de sí tan a menudo? Sin embargo, allí me encontraba yo, buscando a un loco guiándome por la palabra de otro.

Miré a mi alrededor en la pequeña habitación, tan desnuda de pertenencias.

—¿No tiene usted una Biblia? —dije, extrañado. Esperaba ver una junta a la cama, o al menos sobre la mesa. Si era algo esperable en casa de la mayoría de gentilhombres, qué decir en la de un sacerdote.

—El Señor y yo no necesitamos palabras. —Refunfuñó y se sentó sobre la cama, que crujió con un gemido al recibir su contundente peso—. Fui formado en la Iglesia y formo parte de una orden de la Iglesia… pero la Iglesia no es mi hogar.

—No comprendo. ¿Es usted sacerdote? —Me senté en el otro extremo de la cama, girándome de manera que hiciéramos un triángulo cerrado con el desconocido en el medio.

—Vengo de una zona gris entre el bien y el mal, y nací con un don sobrenatural. Es posible que me viniera de Dios, o tal vez del demonio. Yo elegí servir al Señor con él, unirme a la orden y luchar contra los viejos males que se ocultan entre nosotros. Pero a veces hay que cometer obras malvadas en nombre de Dios. No osaría hablar con el Señor para explicárselas; la culpa es mía y solo mía. Si debo renunciar a mi lugar en el Cielo por lo que he hecho en este mundo, asumiré ese sacrificio.

Su figura era extraña a la luz parpadeante del fuego. Era como si las llamas del infierno ya estuvieran ardiendo a su alrededor. No quería saber nada más de las obras de las que hablaba. Bastante me preocupaba ya la posibilidad de conocerlas de primera mano.

—¿De qué don sobrenatural habla? —pregunté.

—Los dones vienen de muchas maneras —dijo—. El mío lo hace en forma de visiones. —Asintió dirigiéndose a Kosminski, que le miraba con la boca ligeramente abierta, como si no pudiera creer lo que estaba viendo—. No como el suyo —continuó el sacerdote—. Yo no podría ver dentro de su cabeza y traerle hasta aquí. Lo que yo veo es lo que de verdad hay ahí. Veo criaturas y gente tal y como son. A veces puedo controlarlos, hacer que hagan lo que yo quiero durante unos instantes. Cuando era pequeño, todo el mundo me creía loco, pero entonces vinieron los sacerdotes, y cuando vieron la carga que llevaba, me llevaron consigo y me formaron. Ahora, como muchos otros hermanos, viajo a donde se me llama, para buscar males que a la gente corriente le cuesta tanto ver.

Se quedó mirando el fuego durante unos momentos, y luego prosiguió:

—Cada uno de nosotros es distinto. Pero cada hermano tiene una habilidad, algo que nos conecta con el mal. Esa es la razón por la que nuestras almas están malditas.

—Debo admitir que todo esto me resulta difícil de creer —dije honestamente—. Incluso a pesar de lo que he presenciado esta noche… y cómo llegué hasta aquí. Ante todo, soy un hombre de ciencia. Creo en la lógica y en la razón.

—Y sin embargo, aquí está, con nosotros. —Sonrió, revelando sus dientes blancos y afilados—. Creo que el don también le tocó a usted: es un alma maldita.

—Me temo que yo no tengo sus visiones —dije. De repente me vi a la defensiva, y sentí la necesidad de aflojarme el cuello de la camisa por el calor.

—Puede que no, pero no duerme, y está usted desasosegado. Sufre de ansiedad. Sabe que está entre nosotros.

—Siempre he tenido brotes de insomnio —protesté, pero levantó la mano para interrumpirme.

—Este es distinto. Yo entiendo de estas cosas. Le he visto en los antros. Pero más allá de eso está su obsesión por el asesino. Todo el mundo está buscando a ese ostentoso Jack, pero usted no. En el fondo, sabe reconocer la obra del verdadero mal.

—¿Está diciendo que Jack no encarna el mal? —quería desviar la atención de mi persona. Mi credulidad tenía un límite. La ansiedad era sencillamente un estado, y el insomnio también. No era el primero en sufrirlos, ni tampoco sería el último.

—Creo que Jack es el resultado de este mal anterior… quizás sea como nosotros, y pueda sentir su presencia. Llevaba la maldad en su interior, y la ha dejado salir. Pero Jack es un mal humano, y habrá más como él en la ciudad, atraídos por el caos. La ciudad está llena de ira y crimen este año, ¿no es así? ¿Más que otros años? La criatura que nos ha reunido a los tres no lo está.

—Corrían historias sobre su orden —dijo Kosminski en voz baja. Casi había olvidado que el peluquero estaba allí—. La orden romana… los hombres de Dios que no tenían Dios. Mi abuela me habló de ella antes de morir, cuando era muy niño. Tenía visiones, y la abuela de ella también. Tendría que quedarse entre las mujeres. —Sus tics nerviosos habían desaparecido y no le había visto tan cuerdo desde que nos conocíamos. Volví a preguntarme qué habría en la botellita que le dio el sacerdote, y si aquello podría ayudarme a dormir.

—¿Ustedes dos nunca se han visto antes? —Pregunté, aunque conocía la respuesta. El sacerdote no le reconoció cuando llegamos, y no se me ocurría ninguna razón por la que quisieran tramar un ardid tan elaborado.

—Nunca. —El sacerdote negó con la cabeza.

—Cuénteme más acerca de este Upir —dije—. Ya me habló de ello.

—Es muy viejo —masculló Kosminski, con la mirada perdida en algo que solo él podía ver—, y hiede a río. Está en el líquido. —De repente, escupió hacia las llamas como si estuviera aterrado de su propia saliva—. Y hay tanta sangre… Puedo sentirla. —Volvió a atenazarle un temblor, y aunque estaba al lado del fuego, no remitía.

—Es un parásito —dijo el sacerdote—, una maldad antigua, una leyenda casi olvidada. Está podrido. Es viejo, elemental… pero también es sensible: quiere que reaccionemos ante él. Quiere que vayamos en su busca. Disfruta del juego.

—No comprendo. —Notaba como si me estuviera hundiendo cada vez más en un lodazal entre lo que era real y lo que no—. ¿Qué es? ¿Qué hace?

—Se alimenta de nosotros. Cuando está débil, dormita en el fondo de un río. Nunca se aleja de uno, por si necesita refugiarse en él. No puede sobrevivir mucho tiempo sin un huésped.

—¿Un huésped? —Ya lo había mencionado la última vez que estuve en aquella habitación, pero entonces apenas le escuché, estaba demasiado centrado en mi propia decepción. Ahora, aunque trataba de ignorar la posibilidad de que me estuvieran arrastrando a su locura, quería saber.

—Se pega a su huésped, a alguien desprevenido. Y cuando muere el huésped, o pasa a otra persona o se refugia en el agua para recuperar fuerza. —Sus ojos ardían como trozos de oscuro carbón—. Vive en el espacio que hay entre el huésped y su sombra. Está siempre justo fuera de la vista del huésped, y eso le acaba volviendo loco. Le controla para que haga lo que quiere.

—¿Le controla para que haga qué? —Una vez más, conocía la respuesta al plantear la pregunta. Había visto los restos humanos que sacaron del Támesis, y el torso vacío y destrozado del sótano de Whitehall.

—Para alimentarse —dijo el sacerdote—. Quiere la carne blanda. Los órganos.

—Y al río —murmuró Kosminski—. Tiene que alimentar al río. Tiene que hacerlo suyo.

—¿Qué quiere decir con «hacerlo suyo»?

—Por si tiene que refugiarse en él.

En el calor brumoso de la habitación, en medio de la noche, todo cobraba un extraño sentido. Parte de mí seguía rechazándolo como una locura, pero estaba fascinado por lo que aquellos dos hombres decían.

—Pero ¿por qué dejó el torso en el edificio de Scotland Yard? ¿Para qué llamar la atención de esa manera? ¿O acaso es que no piensa?

—Diabluras de la oscuridad —dijo el sacerdote—. Como todos los demonios que persigue mi orden, quiere burlarse de nosotros.

—Siembra el caos —dijo Kosminski, asintiendo algo apresurado. No tardaría en volver a sus tics—. El caos absoluto.

—¿Y ese extraño opio les permite verlo? —pregunté.

—Normalmente solo es visible cuando pasa de un huésped a otro. —Sus ojos me miraron directamente—. O cuando está a punto de matarte.

—Saben ustedes mucho de esta criatura para lo tímida que dicen que es —dije, pero ninguno de los dos mordió mi anzuelo. Una parte de mí esperaba que reaccionaran para poder marcharme furioso de allí. ¿Demonios antiguos? Aún no sabía si mi credulidad llegaba hasta ese punto.

—Hay mucho escrito sobre el tema, y también hay mitos y leyendas. La gente del campo lo entiende, aquellos que viven al lado de la naturaleza. La orden me envió a una aldea de Polonia donde decían que un viajero inglés había liberado sin querer a la bestia del lecho del río. Cuando llegué, había huido. Le seguí por toda Europa.

—¿Cómo pretende que le encontremos en esta ciudad llena de gente si ni siquiera la policía logra dar con él?

—El huésped tuvo que enfermar después de que el Upir se adhiriera a él, y entre asesinato y asesinato, seguirá teniendo brotes de esa enfermedad. Los aldeanos también dijeron que era un joven señorito. Tal vez pueda utilizar usted sus contactos como médico para ver si se trató alguna enfermedad rara entre esa clase antes de que se cometiera el primero de los asesinatos que tan atormentados les tienen.

—Puedo intentarlo —dije—. Pero debo ser sincero con usted. No sé si puedo creer su historia. Por mucho que intente ver la verdad que hay en ella ahora, en plena noche, sé que al llegar el día habré vuelto a la razón. —O al menos, es lo que esperaba que sucediera. Aunque tampoco podía olvidar cómo Kosminski me había llevado hasta allí. Aquello no era natural.

El sacerdote me sonrió.

—En tal caso, busque al hombre, Dr. Bond. No tiene que creer en el Upir. Lo único que importa es encontrar al asesino, ¿no es así?

No tenía argumentos en contra.