Capítulo 24

24

Polonia. Junio de 1886

DIARIO DE JAMES HARRINGTON

15 de junio de 1886

Es el primer día que estoy lo suficientemente bien como para escribir, después de lo que me parecen años, aunque el guía me asegura que han pasado poco más de dos semanas. Dos semanas perdido en un delirio en que el tiempo ha transcurrido como una confusa niebla de imágenes y sueños que apenas logro recordar. Es muy extraño perder parte de tu vida. No lo hubiera creído si no fuera por lo débil y demacrado de mi cuerpo, después de sobrevivir a base de caldo de verduras y agua, y en mis momentos de mayor lucidez, guisos de patata de un sabor muy fuerte.

Estoy empezando a arrepentirme de haberme embarcado en esta atrevida aventura por la campiña polaca. Aunque sea un poco tarde, ahora entiendo que no soy Edward. No creo que ni mi carácter ni mis aventuras vayan de la mano de las suyas. Dudo mucho que Edward hubiera enfermado como yo. Lo único que quiero es recuperarme lo suficiente como para volver a casa lo antes posible.

No estoy seguro de qué enfermedad he contraído, pero me preocupa que me haya dejado los síntomas de la tuberculosis. Aunque todo mi cuerpo está destrozado, los pulmones son lo peor parados. Me cuesta respirar y desde que me levanté ya he tenido dos ataques de tos, ambos de la misma duración y tan fuertes que creía que me ahogaba. Toda la parte superior del cuerpo me duele horrores por el esfuerzo, y tras el segundo ataque me di cuenta de que tenía sangre en la mano. Le pedí al guía que me trajera un espejo de mi baúl, y después del shock de verme tan delgado, como su hubiera envejecido diez años en estas dos semanas, observé mi rostro. Tenía manchas de un tono violáceo en lo alto de las pálidas mejillas, y el agua de mis ojos estaba teñida de rosa. Se me cayó el alma a los pies, y así sigo, pues sé que la tuberculosis también tiene estos síntomas. Ahora bien, me alegro de que haya pasado la fiebre que me tenía preso.

Ansío volver a Londres. A pesar de la alegría de ver que me estoy recuperando, y de la gratitud que siento hacia estos aldeanos por la bondad que me han mostrado, cuando es evidente que todos viven en la más básica de las existencias, solo quiero estar lo suficientemente bien como para regresar a casa. Estoy harto de aventuras.

16 de junio de 1888

He dormido bien, a pesar del calor y del zumbido de las moscas y las picaduras de los insectos que se abrían paso por los huecos de las contraventanas. Siempre imaginé Polonia como un lugar frío, y evidentemente lo es en invierno, pero no esperaba este calor húmedo del verano.

Empezó en mayo, cuando decidí que ya había visto suficiente de las grises ciudades y quería explorar el campo. Anuncié mi decisión con gran contundencia, como si quisiera más aventuras de las que me podían ofrecer las ciudades con sus problemas universales, pero a decir verdad estaba harto de la dureza gris de la vida que me rodeaba. Quería ver algo más hermoso, y si no podía encontrarlo en el ser humano, esperaba hacerlo en la naturaleza, y en quienes deciden trabajar rodeados de ella. Los jóvenes que conocí en el tren a Polonia me apoyaron enérgicamente, y aunque no se unieron al viaje (me temo que tenían una actitud mucho más política que yo, y debo confesar que sus intensas conversaciones a menudo me confundían y aburrían), me ayudaron a encontrar un guía que me llevara a ver algunos pueblos. Sería mi última visita antes de emprender el camino de vuelta a Inglaterra.

La ola de calor ya había llegado, y me alegré de abandonar la ciudad pestilente. Pero ahora desearía haberme quedado. Estoy bastante inquieto.

Esta tarde, dos ancianos de la aldea vinieron a visitarme acompañados del guía. Hasta entonces, el único contacto humano que había tenido fue una viejecita que me trajo sopa y un mendrugo de pan. Mientras comía, puso un balde en el rincón de la habitación y colocó una jarra de cerámica desconchada sobre el aparador junto a la ventana. Traté de entablar conversación con ella, pero apenas levantó la mirada y al final solo pude asentir con la cabeza y sonreírle en señal de agradecimiento cuando me retiró el plato vacío. No me devolvió el gesto. De hecho, ni siquiera me miró a los ojos.

Después de aquello me quedé dormido, y desperté cuando los tres hombres entraron en mi habitación. A través de la ventana podía ver cómo el sol se sumía en una apacible tarde. El calor se iba atenuando, y una suave brisa se abría paso por la habitación, haciéndome sentir mejor de lo que estaba. Sonreí, me incorporé sobre las almohadas y miré al guía, Josep: un hombre de unos treinta años, de pocas palabras pero con un aire afable, que le ha convertido en un agradable compañero de viaje durante las pasadas semanas.

—Por favor, dígales a estos hombres que estoy enormemente agradecido por la hospitalidad de su aldea. Que no les quepa duda de que les recompensaré por todo cuanto han hecho por mí.

Josep asintió, pero en lugar de transmitirles mis palabras, empezó a hablarme en inglés, mientras tiraba de la gorra que llevaba entre las manos.

—Quieren saber cómo enfermó usted.

Me quedé mirando a los dos hombres. Era difícil decir qué edad tendrían. Su piel estaba curtida como el cuero por el trabajo en el campo, y sus barbas eran grises. Me observaban atentamente.

—¿Hay otra gente enferma? ¿Cómo yo? —Empecé a sentir cómo el miedo crecía dentro de mí. En el breve espacio de tiempo en que había recobrado el juicio, no había pensado en la posibilidad de que la enfermedad pudiera ser contagiosa, o que hubiera traído una plaga a quienes tan amablemente me habían cuidado.

—No —dijo Josep—. Pero… —Dudó un instante, y luego continuó—. Algunos animales han enfermado. Las vacas ya no dan leche.

—Quizás sea este horrible calor —dije.

—Quizás. Pero quieren saber cuándo empezó a sentirse mal. Y qué estuvo haciendo antes, si lo recuerda.

—Ya lo sabe, Josep. Estuvimos viajando varias horas y los dos teníamos calor y estábamos cansados, así que nos paramos a descansar. —Mis ojos iban del guía a sus acompañantes, mientras él iba repitiendo mis palabras en este idioma tan poco familiar y del que me avergüenza decir que solo he aprendido una o dos frases. Ahora me arrepiento. No hay nada peor que depender completamente de los demás para comunicarte. Se puede perder tanto en ese espacio que media entre las palabras y el significado que uno quiere darles…

—Se quedó usted dormido, y cuando terminé de comer (pan y carne seca) fui a dar un paseo. Tenía mucho calor y estaba sudando, y caminé hasta encontrar el río. Usted me había dicho que había uno cerca. Me agaché en la orilla y me mojé la cara y el pelo. Aunque estaba helada (mucho más de lo que esperaba) me habría tirado a nadar desnudo, pero la orilla caía muy pronunciada y no podía ver el fondo. A juzgar por la temperatura del agua, creí que sería bastante profundo y no quería quedarme atrapado con las algas. —Mientras hablaba, me acordaba de Edward. Si él hubiera estado conmigo, se habría lanzado al agua sin pensar en la profundidad. Y de estar con él, probablemente yo también lo hubiera tenido que hacer. De nuevo pensé en que quizás fue una locura cambiar mis planes de viaje y salirme del camino trillado de los Grandes Tours del pasado.

—Me quede allí sentado un rato —continué—, y antes de regresar, me agaché y bebí un poco de agua. Más tarde aquel día, empecé a sentirme raro. —De repente, me vino una idea—. ¿Beben los animales de ese río? Quizás sea la causa de su enfermedad y la mía. Alguna clase de parásito en el agua.

Josep hablaba gesticulando con las manos, y transmitía mis palabras a los dos hombres. Se volvieron y dialogaron rápida y sigilosamente entre sí. Josep parecía confundido al tratar de seguir lo que decían.

—Aunque, en realidad —dije, echándome hacia delante, cuando me vino un recuerdo de aquella tarde—, no estoy seguro de que fuera el agua del río… Puede que tuviera un poco de fiebre antes de eso, pero no me diera cuenta. Quizás haya enfermado por la picadura de algún insecto.

—¿Por qué? —Josep parecía casi aliviado, y entonces me pregunté si los animales no estarían más enfermos de lo que me estaban diciendo—. ¿Por qué dice eso?

—Por algo que pasó mientras bebía el agua —dije—. Lo había olvidado por completo hasta ahora… supongo que por la fiebre y todo eso, casi no sabía ni quién era.

—¿Qué pasó? —dijo con tono brusco.

Me sentí algo a la defensiva al empezar a explicárselo.

—Debía de tener algo de fiebre, porque tuve una alucinación momentánea… ridícula, ahora que lo pienso. Al arrodillarme en la orilla para beber, creí ver algo subiendo hacia mí desde el fondo del río. Una forma oscura. —Solté una leve risa, pero el recuerdo había helado todo calor de la habitación—. Me asustó bastante, todavía puedo verlo: era algo al otro lado de las ondas del agua, se movía increíblemente rápido, y con tanta decisión que casi creí bebérmelo. Me alejé de la orilla de un salto, se lo aseguro.

Josep tragó con dificultad, con la nuez oscilando nerviosamente por su cuello, antes de traducir mis palabras.

—Evidentemente —continué— sería solo el reflejo de una nube o algo así, pero es probable que fuera un primer síntoma de la fiebre que me atenazó aquella tarde.

Josep casi rasga la gorra al traducir las dos últimas frases, y por primera vez vi una emoción en el rostro de los dos hombres: era miedo, pavor, ira. No tenía ni idea de lo que había dicho, pero mientras miraba a mi alrededor, confundido, se pusieron en pie y salieron enfurecidos.

Al llegar a la puerta, uno de ellos escupió una palabra con tal vehemencia que supe que tenía que ser un insulto. La anciana se asomó un instante, y la puerta se cerró.

—¿Qué? —le pregunté a Josep—. ¿Qué ocurre? No entiendo nada.

No respondió, simplemente miró al suelo, con la gorra retorcida entre las manos. Tuve que repetir hasta tres veces su nombre para que me mirara.

—Es solo una estúpida superstición —dijo—. No se preocupe. Usted póngase bien. Yo hablaré con ellos.

—¿Qué clase de superstición?

—Duerma. —Se levantó—. Estaré en la otra habitación.

Si había intentado tranquilizarme, no lo había logrado. ¿Qué creían aquellos hombres que había traído a su aldea?

Hace una hora más o menos, la anciana me trajo otro cuenco de sopa, pero esta vez venía con uno de los dos hombres. Él se quedó en el umbral de la puerta observándome, mientras ella lo dejaba en la mesilla junto a mi cama.

Me incorporé para coger el cuenco y de repente me agarró, asiéndome la cara firmemente con sus manos nudosas. Me miró a los ojos con tal intensidad que casi me hace gritar.

Después de unos treinta interminables segundos me soltó y se apartó, con una mezcla de repulsión y miedo. Traté de hablar con ella, pero no me dejó, sino que murmuró algo para sí (una especie de encantamiento u oración) y volvió junto a su compañero de la puerta. Le dijo una palabra que oí claramente, aunque no tenía ni idea de lo que significaba.

Cerraron la puerta, y esta vez sonó el ruido de un pesado pestillo. Me habían encerrado.

Todo está oscuro, y debería dormir. Sigo exhausto y la velita está a punto de apagarse. Pero no logro relajarme. No dejo de pensar en cómo cambió la expresión de aquel hombre cuando la anciana le dijo esa palabra:

Upir.

18 de junio de 1886

Ayer me dejaron solo todo el día, salvo los dos instantes en los que alguien abrió la puerta para dejar un cuenco de sopa. Me vi obligado a levantarme de la cama para cogerlos. Tenía las piernas débiles, pero me alegró ver que podía ponerme de pie y caminar hasta el otro lado de la habitación y de vuelta sin derramar la comida. No podía malgastar energías.

Seguía teniendo terribles ataques de tos. En un momento, después de dejar una mancha de sangre en la almohada, traté de pedir ayuda, pero nadie acudió. Una vez recobrada la respiración, tuve que levantarme a coger una jarra de agua para aliviar mi garganta. Ni siquiera me ha visitado Josep. Me sentía completamente abandonado, y bastante asustado.

No entendía qué había hecho para ofender tanto a aquella gente. Ni tampoco por qué no me dejaban ir si no me querían allí. Intenté abrir la puerta varias veces, pero sin éxito. Durante el sueño intermitente de la noche anterior, me despertó el martilleo de clavos en el marco de la ventana, y al hacerse el día la habitación estaba estampada con franjas de luz y penumbra, llena de sombras. Me habían aislado por completo. La ventana era mi única posibilidad de escapar y no la había aprovechado cuando aún podía. Tumbado en medio de aquella extraña media luz, me pregunté qué le habrían hecho a mi guía. Al acceder a llevarme al campo y luego ponerme en camino a casa, el pobre hombre solo quería mantener a su esposa e hijo. No tenía vínculo alguno conmigo. Esperaba no haber malogrado su futuro.

Mi estómago se revolvía. La ansiedad luchaba contra el hambre de mi cuerpo, que pedía a gritos alimento para restablecerse, y así pasaron lentamente las horas, derramándose una sobre la otra hasta que la noche se hizo de nuevo. No sé muy bien por qué, pero en la oscuridad me sentía más seguro. Tal vez fuera porque pensaba que aquella gente —que era a la vez mi salvadora y mi captora— dormía. También tenía la extraña sensación de mayor fortaleza, como si el aire fresco me llenara de energía.

Cuando la noche ya me tenía completamente preso, oí que la llave giraba en la cerradura. Era un ruido sigiloso, y me incorporé en la cama, con el corazón latiendo a golpes en mi frágil pecho. Solo pude distinguir una figura oscura entrando en medio de la penumbra.

—¿Quién va? —dije siseando.

El hombre se llevó la mano a la boca para hacerme callar y sentí un enorme alivio al comprender que era Josep. Se acercó rápidamente a mi cama.

—No tenemos mucho tiempo —susurró, y me dio un montoncillo de prendas, la ropa que llevaba cuando llegué—. Vístase. Tenemos que irnos.

—¿Qué ocurre? No entiendo qué le he hecho a esta gente.

—Han hecho llamar al santo hombre. ¡Rápido! —Sus palabras salían entrecortadas en una prisa evidentemente provocada por el miedo.

Mis preguntas podían esperar. Quería salir de allí tanto como él.

Josep cogió el pequeño baúl que me había acompañado incluso aquellos días, y solo me detuve para dejar sobre la mesa unas monedas para la anciana que me había cuidado y alimentado. Fuera lo que fuera lo que les hubiera hecho odiarme, no era una aldea rica y quería pagarles mi deuda.

Afuera estaba muy oscuro, y el suelo apenas era un poco más claro que el cielo, pero aquí y allá se veía antorchas marcando los extremos de los caminos y rodeando los gallineros, seguramente para ahuyentar a los zorros hambrientos. Había suficiente luz como para poder ver las puertas de madera de los hogares destartalados de los aldeanos: todas ellas tenían un extraño símbolo pintado, y algunas incluso crucifijos o baratijas clavadas sobre la madera.

—¿Qué es eso? —susurré—. ¿Ese símbolo sobre la puerta? —En medio del aire inmóvil aún podía oler los gases punzantes de la pintura: acababan de pintarlo.

Josep se quedó mudo durante un instante, pero al ver que me negaba a seguir, finalmente contestó:

—Es para protegerse del mal. Quieren protegerse hasta que llegue el santo hombre. —Siguió caminando y le seguí, aunque la curiosidad abrumaba mi deseo de estar a salvo.

Una vez recuperados nuestros caballos y el carromato, y tras salir sigilosamente de la aldea para protegernos en el bosque, Josep volvió a hablar.

—Nos moveremos rápido a través de la noche. Estaremos a salvo… no vendrán por nosotros. Le llevaré hasta la vía de tren más cercana, y desde allí tendrá usted que viajar por su cuenta. —Ni siquiera me miraba.

—Gracias —dije—. Por todo lo que ha hecho. Temía que le hubieran hecho daño, o que creyera la necedad que se les ha metido en la cabeza acerca de mi enfermedad.

—No es ninguna necedad —dijo Josep—, pero si les ayudo, el santo hombre le matará y devolverá al demonio al río. —Su mirada seguía fija en el camino apenas visible—. Y eso significaría que el demonio seguiría en mi país. —Carraspeó y escupió—. De este modo, se irá. Tiene usted fuerza suficiente para durar hasta que llegue a casa, y entonces será problema de Inglaterra.

Empezaba a sentirme exhausto y a temblar. Me cubrí los hombros con la áspera manta del carromato, y el olor a caballos impregnado en su fibra me dio cierto consuelo. Era un olor natural. Olor a tierra.

—¿Qué demonio? —dije, sin apenas energía. No encontraba sentido en lo que me decía. ¿Se trataba de alguna vieja superstición? Aquella gente era más simple que la de otros países europeos más civilizados como Inglaterra o Francia, y su fe en el folklore y las leyendas había perdurado más que la nuestra, especialmente allí, en medio de la nada.

—Creo que tengo la tuberculosis, nada más —dije, como si aquello no fuera motivo de preocupación en sí mismo—. Siempre he tenido propensión a enfermar del pecho.

—Eso no es tuberculosis —dijo Josep. Los cascos de los caballos repicaban a un ritmo constante contra el camino desigual—. Es el Upir. Lo despertó usted en el río. Y ahora el Upir le posee.

Era la misma palabra que había utilizado la anciana, pero me negaba a admitir el pavor que sentía al oírla.

—No sé lo que es el Upir —dije—, pero le aseguro que estoy sencillamente enfermo. Estamos en tiempos modernos… no hay lugar para supersticiones absurdas. —Le miré—. Usted vive en la ciudad… bien debe saberlo.

—Yo sé muchas cosas —contestó—. Y como esa anciana, sé que usted está maldito. Nunca debí decirle que el río estaba allí. Rezaré por usted.

—¿Me está diciendo que me va a matar? ¿Este demonio, este Upir? —Empezaba a perder la paciencia. Quería volver a casa, o al menos a algún lugar civilizado. En medio de la oscuridad, con los árboles colgando sobre nosotros como si quisieran agacharse y arrancarme parte por parte con sus ramas dentadas, hasta a mí me costaba creer mi propio razonamiento. Había visto los símbolos pintados sobre las puertas. Había visto el miedo. Si no tenía cuidado, podía acabar creyendo sus ridículas leyendas, especialmente cuando el mismo Josep se negaba a razonar.

—Oh, no —dijo—. No le matará. Será mucho, mucho peor que eso,

Y entonces me lo explicó.

Ya ha amanecido, e incluso a la luz del día sigo temblando al escribir sus palabras. Evidentemente, me burlé de ellas, pero mi corazón está ahora lleno de miedo. Fue horroroso, y desearía no haberlas oído nunca.