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Londres. Noviembre de 1888
DR. BOND
El peluquero y yo formábamos una pareja extraña en nuestra cita nocturna para rastrear las calles de Londres, él con su piel mugrienta, y yo con la rígida postura que me delataba, me vistiera como me vistiera. Aunque evidentemente desconfiaba de mí al no saber qué interés podía tener en el bienestar de Aaron, la hermana de Kosminski se había esmerado en adecentarle, obligándole a ponerse ropa limpia e insistiendo en que al menos se lavara las partes íntimas y las axilas. Yo también lo puse como condición para que me ayudara en la búsqueda, pues no quería llamar la atención más de lo estrictamente necesario. No quería ni pensar en lo que pensaría el inspector Moore si se enterase de mi asociación con uno de sus sospechosos.
Tardamos cuatro días en encontrar al sacerdote. Para mi disgusto, no lograba recordar la ruta hasta sus habitaciones, y acabé llevándome al joven peluquero polaco a varios antros de opio con la esperanza de que mi visita no hubiera alejado al sacerdote de ellos. Aunque, la verdad, lo dudaba: el sacerdote no temía nada de lo que yo pudiera hacerle. Kosminski no hablaba mucho, quizás porque su inglés no era demasiado bueno, o tal vez porque era evidente que le costaba estar en compañía, pero eso me venía bien. Por mucha curiosidad que sintiera por saber qué les hacía utilizar palabras tan parecidas, tenía la sensación de que me estaba dejando arrastrar hacia una vorágine de locura. Estaba convencido de que el sacerdote estaba loco, y el comportamiento de Kosminski apuntaba en la misma dirección, de modo que, ¿en qué me convertía el hecho de estar allí, buscando respuestas a través de ellos dos? ¿Qué decía eso de mi propia cordura?
A la cuarta noche de merodear por la entrada de los antros de opio de Bluegate Fields, mi ansiedad pudo conmigo y arrastré a Kosminski al interior de uno de ellos. Me dije que pediría la pipa más pequeña, ni siquiera lo suficiente como para quedarme dormido. En cuanto me golpeó el dulce olor de la amapola, se me hizo la boca agua aunque también me produjo cierta repulsión, tal vez por el miedo a perder el sentido del tiempo como otras veces. Desde mi último encuentro con el sacerdote, había roto mi regla con respecto a la automedicación, y tomé láudano cuando la necesidad era demasiada, pero no era igual que el éxtasis de dejarme llevar en uno de aquellos catres. Chi-Chi estaba sirviendo a otro cliente, así que nos sentamos en un catre y esperamos.
Kosminski estaba fascinado con el antro, quizás por el estado de relajación en el yacían quienes nos rodeaban. Pensé que probablemente hacía mucho tiempo que él no estaba tan relajado.
—Y el sacerdote, ¿también toma esto? —preguntó en voz baja.
—Esto no. Toma algo más fuerte. Esto te hace soñar, pero eso… —recordé la sensación. La claridad—. Eso te produce visiones.
—¿Visiones? —Kosminski se inclinó, alarmado—. Yo tengo visiones… Las visiones de mi abuela. —Hizo una pausa—. La maldición de mi abuela.
—¿Qué tipo de visiones? —pregunté. Ya había hecho alusión a ellas, pero solo de pasada, y nunca supe a qué se refería exactamente. Por primera vez, parecía perfectamente centrado.
—Cosas que son verdad pero que no es posible que yo sepa: la muerte de mi padre, sucesos que ocurren muy lejos y que no entiendo. Y luego están… las otras. El río. El Upir. Demasiado oscuras. Demasiado horribles. —Temblaba, y comprendí que debía evitar que se me escapara.
—Quizás debería probarlo —dije.
—No quiero ver más claro. —Se estremeció ante la mera sugerencia, e hizo el gesto de apartarse de mi lado.
—Le dará más confianza.
No entendía por qué de repente quería que Kosminski probara una droga que yo mismo tenía aprensión por tomar. Tal vez fuera porque hasta cierto punto ya le daba por loco, y no tenía que preocuparme por su cordura, pero también porque sentía curiosidad por ver el efecto de la droga sobre otra persona.
Chi-Chi se apresuró hacia nosotros y tomó nota de lo que queríamos. Regresó con la pipa y el opio y mientras la preparaba con sumo cuidado, sonreí a Kosminski, que parecía algo asustado, aunque aquella había sido su expresión habitual desde que nos conocimos.
—Aspírela, como una pipa.
Me miró como un niño mira a su padre, nervioso pero confiado, e hizo lo que le decía. Aspiró varias veces, mientras yo noté que mi curiosidad aplacaba el deseo por la droga. Me quedé observándole, esperando a que surgieran los efectos. ¿Serían igual que conmigo?
Durante unos diez minutos, permaneció allí sentado, mirando a su alrededor, desconcertado. No articulaba palabra, pero tampoco jadeaba ni expresaba extrañeza por lo que veía. Me sentí algo decepcionado. Hacía calor en la sala y me picaba el cuello de la camisa. Era raro estar en el antro y tener los sentidos bajo control. Normalmente, mi llegada era pura necesidad y la salida estaba envuelta en un eco de confusión. Nunca había tenido tiempo ni disposición para fijarme en lo destartalado que estaba el edificio, aunque en ese sentido iba perfectamente con la clientela, y eso me incluía a mí. No era quién para juzgar.
De repente empecé a sentirme frágil, vencido por un cansancio arrollador. Nada de aquello tenía sentido. Era una locura. Era…
—El sacerdote —dijo Kosminski con urgencia—. Tenemos que encontrar al sacerdote. —Se echó hacia delante y me cogió del brazo, obligándome a levantar, y luego se balanceó sobre los talones, perdiendo el equilibrio. Empezó a jadear mientras yo trataba de mantenerle en pie.
—¿Está usted bien?
Nadie a nuestro alrededor siquiera alzó la mirada mientras le llevaba hacia la puerta, pues cada uno estaba perdido en su propia versión del sueño y esta realidad les era insignificante durante una o dos horas.
—Usted le siguió —dijo Kosminski cuando salíamos de vuelta a la amarga noche. Sus ojos miraban como dardos hacia un lado y otro en la penumbra, pero observaban algo que estaba más allá de lo que yo podía atisbar. Sus manos habían dejado de moverse nerviosamente, pero a pesar de que había recobrado el equilibrio, seguía agarrado a mi brazo.
—Sí, sí, eso es.
—A través de la niebla —continuó, guiándome hacia delante, casi arrastrándome a través de los peligrosos callejones—. Iba por delante de usted… sabía que usted estaba allí. Le estaba guiando.
Yo no decía nada, simplemente le seguía. Aquello no se parecía a ninguna visión que hubiera tenido nunca con la droga. ¿Estaba de veras viendo mi experiencia, mi pasado? ¿Sería porque estaba agarrado a mi brazo? Su inglés había mejorado y ya no tenía acento extranjero, ¿se debería a que había accedido a mis recuerdos de alguna manera? ¿Estaría dentro de mi mente? Aquella idea fue suficiente como para empujarme al borde de la locura. Prometiéndome una dosis de láudano al llegar adondequiera que me llevara Kosminski, le seguí.
Poco más dijo, solo mascullaba de vez en cuando conforme nos acercábamos al río. La habitación del sacerdote estaba cerca de los muelles, de eso estaba seguro, pero nada me resultaba familiar. Era como buscar una aguja en un pajar. Tenía que serlo. Era imposible que Kosminski pudiera «ver» mi camino en el pasado; tan solo era el sueño generado por la droga, y como el estúpido que le había inducido a probarla, sentía que no tenía otra opción que acompañarle hasta el final, aunque mis pies y mis manos estuvieran congelados.
Pero entonces, allí estaba. Justo delante de mí: el edificio con la puerta medio colgando de las bisagras. El escuálido bloque de viviendas parecía estar a punto de desplomarse a la mínima ráfaga de viento.
—Primero subió él —dijo Kosminski—. Usted esperó unos minutos y luego le siguió.
Igual que la primera vez, me quedé de pie en la calle mirando hacia arriba, hacia el lugar donde una luz granulosa brillaba a través de la mugrienta ventana. Después de unos minutos, Kosminski me arrastró hacia dentro, y no me resistí. ¿Cómo hacerlo? Aquello iba más allá de mi comprensión. Los sólidos cimientos de mis creencias se estaban tambaleando. Aquello no era un color ni un pez revoloteando alrededor de la cabeza de alguien: aquello no era ninguna fantasía.
Cuando Kosminski por fin soltó mi brazo al llegar a la puerta del sacerdote, mi mano era la que estaba temblando, no la suya. Llamé suavemente, sin la arrogancia de la última vez. A mi lado, vi al peluquero desplomado contra la pared.
—¿Qué ha pasado? —dijo. Se llevó una mano a la boca y empezó a pellizcarse los labios—. No lo entiendo. —Había vuelto a su estado de nerviosismo habitual, y sus ojos cansados de nuevo se llenaron la ansiedad.
No tuve tiempo para contestarle. La puerta se abrió, y allí estaba él.