22
Londres. Mayo de 1887
ELIZABETH JACKSON
Estaba punto de alcanzar el tercer piso con los dos baldes de agua fresca cuando la Sra. Hastings apareció en el rellano de abajo y la llamó:
—Te necesitan en la sala de estar. Ahora mismo. —La miró con recelo; no se llamaba a las criadas a la sala de estar.
Se le encogió el estómago. ¿Qué había hecho mal?
—Pero estaba cambiando el agua de las palanganas —dijo—. ¿Termino con ellas? No debería…
—Ahora mismo, niña —dijo la Sra. Hastings.
Le dolían los músculos de llevar los baldes, no creía que pudiera acostumbrarse jamás a ello. Dejó los baldes apoyados contra a la pared y con la cabeza gacha pasó por delante del ama de llaves y volvió al piso de abajo. Podía notar la mirada encendida de la Sra. Hastings sobre su espalda. ¿Qué habría ocurrido? Últimamente había estado distraída y no dormía bien, pero no creía que eso afectara a sus labores. Siempre había estado orgullosa de su trabajo, por muy matador o desagradecido que fuera. Llevaba bastante tiempo en aquella casa en Chelsea, y salvando aquella ocasión, nunca tuvo ningún problema. E incluso cuando lo tuvo, la señora no se había enterado. Así pues ¿de qué se trataría?
Se detuvo delante de la puerta para alisarse el uniforme sobre la figura, comprobó que su cabello pelirrojo estaba bien metido en el gorro, respiró hondo y llamó.
—Pase.
Por un instante se quedó mirando desde el umbral, luego reaccionó e hizo una reverencia, bajando la cabeza. El corazón le latía acelerado. ¿Iba a perder su trabajo? ¿Era esa la razón por la que estaba allí la madre de él? Ahora que él había vuelto, tal vez prefirieran guardar bien el secreto y no arriesgarse a que hubiera ningún escándalo.
—La Sra. Harrington quiere hablar con usted. —La Sra. Blythe estaba junto al fuego, y aunque su tono de voz no era desagradable, a Elizabeth le recordó lo que había visto en la mirada de la Sra. Hastings: recelo, sospecha—. Me ha asegurado que no tiene nada que ver conmigo, así que las dejo.
—Sí señora —dijo Elizabeth, haciendo otra reverencia.
—Gracias. —La Sra. Harrington se quedó dónde estaba, sentada junto a una taza de té sin tocar.
La tela crujía con el movimiento de aquella robusta mujer de mediana edad al salir, y una vez se hubo marchado, Elizabeth levantó la mirada. La Sra. Harrington llevaba un vestido de seda de color granate, con mangas ahusadas y un elegante polisón a la moda. ¡Cómo le gustaría a Elizabeth lucir un vestido como aquel algún día! Su «mejor» vestido estaba bastante desgastado, pues su hermana lo había llevado antes que ella… Pero la Sra. Harrington pertenecía a un mundo distinto, y James también.
—Siéntate, niña —dijo la Sra. Harrington, señalando la silla que tenía enfrente—. Y quita esa cara de miedo. No he dicho nada acerca de vuestra desafortunada historia.
Elizabeth se sonrojó ligeramente y tomó asiento, quedando en una posición incómoda al borde de la silla. No estaba bien sentarse en aquella sala, y no podía evitar preguntarse si más tarde la castigarían por ello.
—Evidentemente, sabrás que James ha vuelto, y que ha estado enfermo.
—Sí, señora, eso he oído.
—¿Ha intentado verte? —Su voz sonaba suave, y Elizabeth vio lo cansada que parecía. Alrededor de sus ojos había sombras y arrugas que antes no tenía. Dudó qué responder. ¿Debería mentir? ¿Metería a James en un lío? No sabía qué decir, porque en realidad tampoco sabía qué pensar. Se emocionó mucho al enterarse del regreso de James, pero sus sentimientos habían cambiado, y no podía explicar por qué. Había algo distinto en él.
—Sí —dijo por fin, porque era la verdad y porque en el fondo era una chica honesta—. Cuando acababa de volver, le vi fuera de casa de mi madre. Estaba esperándome.
—¿Estaba enfermo entonces?
—No… dijo que lo había estado, pero que se había recuperado.
—Lo hizo. —La mirada de la Sra. Harrington se fue hacia algún punto perdido en el espacio—. Pero últimamente ha tenido una recaída. Sufre del pecho de nuevo, y ha perdido el color.
—¿Es por la tuberculosis? —La pregunta se escapó de los labios de Elizabeth, por mucho que supiera que debía estar callada y esperar a que le preguntaran.
La Sra. Harrington pareció no darse cuenta, o quizás no le importara.
—Los médicos aún no están seguros; desde luego tiene algunos de los síntomas asociados con esa enfermedad.
Se hizo el silencio durante unos instantes mientras seguía mirando tristemente hacia un lugar que Elizabeth no podía ver. Se centró en sus propios pensamientos. ¿Estaría enfermo de nuevo? El viejo amor que había sentido por él volvió a aflorar al pensar que quizás fuera la enfermedad la que le hacía distinto. ¿Estaría muy grave? ¿La necesitaría?
—Dime —continuó la Sra. Harrington, volviendo al presente y observando a Elizabeth con atención—. ¿Le encontraste raro?
—Un poco —contestó cautelosamente—. No fue tan… —buscó la palabra adecuada—. No fue tan amable como le recordaba. Su sonrisa era distinta.
—Sí —dijo la Sra. Harrington—. A mí me pasa lo mismo. Su buen humor, su dulzura… cuesta más verlos. A veces me da la impresión de que mi hijo es un desconocido. ¿Hace cuánto que te visitó?
—Fueron dos ocasiones —contestó Elizabeth—. La última sería hace un mes. —No le habló de las veces que le había visto observando la casa de su madre y aquella casa. Tampoco quería pensar en el aspecto que tenía en aquellas ocasiones, tan distinto, tan hambriento, casi febril. Tal vez lo estuviera, si la enfermedad había vuelto.
—¿Le amas aún?
La pregunta fue tan directa que la sobresaltó. Cuando se descubrió su relación, ninguno de los padres de James habían utilizado esa palabra. Encaprichamiento: sí, una atracción pasajera, una locura de juventud. Pero no amor. Sentadas allí, la una frente a la otra, contemplando el reflejo de su propio cansancio, Elizabeth se preguntó si para la Sra. Harrington no serían ahora solamente dos mujeres, con su rol en la sociedad temporalmente aparcado. Deseaba que fuera así, pero no se sentía bien en aquella silla y tampoco estaba acostumbrada a ver la sala desde aquel ángulo, desde ese nivel. Se arrodilló delante de la chimenea para limpiarla y preparar el fuego. Así, mejor.
El rubor seguía avanzando por su pálido rostro. El instinto la impulsaba a decir que sí, pero por alguna razón la palabra no salía de su boca.
—No lo sé. —Era lo más cercano a la verdad que podía decir, pero aparentemente satisfizo a la Sra. Harrington, que soltó un suave suspiro.
—Ni yo tampoco, querida. —Sus labios temblaban y sus ojos se humedecieron.
—¿Está bien, señora? —preguntó Elizabeth.
—No creo que lo esté. —Se inclinó hacia delante y tocó la rodilla de Elizabeth—. Algo malo le ocurre, y no es la enfermedad… a no ser que la enfermedad esté en su alma. No dejes que se te acerque, querida. Aléjate de él. —Al principio tocaba suavemente la pierna de Elizabeth, pero de repente la agarró con tanta fuerza que casi dolía—. Aléjate de él. —Sus palabras salieron en un silbido aterrorizado.
—Señora…
—Prométemelo. —Su mirada abrasaba los ojos de Elizabeth—. No dejes que se te acerque.
—Lo prometo —suspiró Elizabeth. Estaba al borde de las lágrimas, tanto por la confusión y por el disgusto de la Sra. Harrington como por el suyo. No entendía qué le asustaba tanto, pero el terror era evidente.
—Bien. —Soltó la rodilla de Elizabeth y se enderezó—. No podría soportar ese peso sobre mi conciencia.
Se levantó, y Elizabeth hizo lo propio, aliviada de estar otra vez de pie. Tenía que cambiar el agua arriba y los baldes que había subido ya se habrían enfriado. A la Sra. Hastings no le haría ninguna gracia si no lo hacía antes de la comida, a pesar de este inédito encuentro. Quería volver a sus tareas, aunque le doliera la espalda y tuviera las rodillas en carne viva. Su trabajo era sencillo y honesto, nada que ver con la locura que atormentaba a la Sra. Harrington. Nada que ver con todo lo que había visto en los ojos febriles de James y que quería olvidar.
—Quizás debería haberle dejado que se casara contigo —dijo suavemente la Sra. Harrington—. No deberíamos haberle enviado fuera. Ha vuelto convertido en un desconocido, y no creo que le gustemos demasiado.
Elizabeth no dijo nada. Se quedó inmóvil con la cabeza baja, hasta que la señora se hubo marchado.
El resto de la jornada transcurrió sosegadamente, aunque Elizabeth podía notar cierta tensión en la Sra. Hastings, cuyo recelo se había convertido en curiosidad. Pero era demasiado orgullosa como para preguntar por qué la señora de la casa de al lado había querido hablar con la criada. Entre las dos familias no había una relación de especial amistad: los Harrington eran nuevos ricos, dinero de comercio, gente bastante distinta.
Elizabeth ignoró sus miradas inquisidoras y siguió con las interminables tareas, por una vez contenta de estar tan agotada que no tenía fuerzas ni para pensar. Los últimos seis años trabajando en el servicio habían sido felices, y esperaba que tanto la señora como el ama de llaves olvidaran aquel incidente para volver a ser simplemente una chica diligente y casi invisible, tal y como debía ser alguien en su situación.
Finalmente salió a las diez y media. El aire era agradable, la ciudad empezaba a dejar atrás la primavera para adentrarse en el verano. Aunque estaba cansada, le apetecía pasear hasta casa. Una de sus hermanas estaría despierta seguro, y podrían charlar de las mundanidades del día antes de intentar quedarse dormidas.
Había decidido que al pasar por delante de casa de James ni siquiera levantaría la mirada —después de todo, sus sonrisas a través de la ventana habían sido el origen de todo el problema— pero al final, los gritos llamaron su atención. Se detuvo en la acera y miró hacia la gran casa blanca al otro lado de la verja. Las luces de la sala principal aún estaban encendidas y las cortinas y una ventana seguían abiertas. De nuevo escuchó la voz elevada, aunque las palabras eran incomprensibles, y las sombras bailaban contra la pared mostrando a alguien gesticulando enfurecido. Aunque no la oyera bien, sabía que no era la voz de James; tenía que ser la de su padre. Pero ¿qué le habría enfurecido así? James siempre le dijo que su padre era un hombre apacible, bueno y liberal, que lidiaba con cualquier situación de manera comprensiva. Desde luego, así se había comportado con el asunto de su relación, a pesar de insistir en que le pusieran fin.
Alguien se detuvo delante de la ventana, demasiado rápido como para que Elizabeth pudiera agachar la cabeza: distinguió la figura corpulenta del Sr. Harrington, y al cruzarse sus miradas durante un breve instante, vio que tenía la misma mirada aterrada que su esposa. Pero ¿por qué? De repente, apareció una figura más alta detrás de él, mirando hacia la calle: era James. Aunque no viera su rostro, siempre podría reconocer su perfil. Por encima del hombro de su padre, sonrió a Elizabeth con una expresión tan desagradable que le cortó la respiración. Se quedó helada como un conejo bajo la luz de un foco en plena cacería. Por un instante, creyó ver algo más: algo detrás de él, una forma oscura pegada a su hombro, como si hubiera trepado por su espalda y ahora se asomara por su cuello para mirarla. Y estaba llena de horror.
Se llevó la mano a la boca para ahogar el grito, aunque aquella cosa oscura había desaparecido en cuanto la vislumbró, y ahora solo veía a James con su horrible sonrisa y al Sr. Harrington con su pavor. Un escalofrío atenazó su estómago y se extendió por todo su cuerpo, amenazando con helarle el corazón y los pulmones allí mismo, pero de repente el Sr. Harrington cerró las cortinas, devolviéndola a la bendita oscuridad de una noche cualquiera.
Su respiración salía jadeante. ¿Qué era aquello? ¿Qué estaba ocurriendo en aquella casa? Tenía la sensación de haberse asomado a la pesadilla de otra persona, pero no era tanto lo que había visto, como lo que había sentido: aquel horroroso pavor.
La Sra. Harrington ya no tendría que convencerla de mantenerse alejada de James. Corrió hasta casa, pero no podía zafarse de la sonrisa de su antiguo amante, ni de ese hambre antinatural que había en sus ojos.
Al llegar la madrugada, Elizabeth casi se había convencido de que todo aquello era producto del miedo que le había generado la conversación con la Sra. Harrington, y que lo único que había presenciado a través de la ventana era una conversación entre un padre enfadado y su obstinado hijo. Sí, James había cambiado, lo supo en cuanto le volvió a ver, pero había estado viajando durante dos años, y aquellas experiencias cambiarían a cualquiera. Quizás en su caso el cambio no había sido para bien, pero ella conocía a James y no tenía duda de que volvería a ser el mismo joven diligente y reservado que era cuando se marchó.
Al pasar por delante de la casa de los Harrington, allá por las cinco y media de la mañana, vio que todo seguía cerrado. Se reprendió silenciosamente por su fantasía de la noche anterior: era una chica con sentido común, una chica práctica, y esa clase de imaginaciones no iban con su carácter.
Cuando ya había preparado y encendido las chimeneas, y la familia estaba desayunando, se dieron cuenta de que algo extraño pasaba en la calle. Un médico llegó y entró rápidamente por la puerta de la casa de los Harrington. Unos minutos después, otro coche más grande se detuvo a la entrada, y varios hombres entraron corriendo. Para entonces, el resto de los vecinos de aquella calle de Chelsea no podía reprimir la curiosidad, y los señores enviaban a sus criados para preguntar discretamente qué había ocurrido, y si había algo que pudieran hacer.
La noticia se extendió lentamente. Elizabeth estaba en la cocina cuando Tom, el chico de las botas de la casa a mitad de la calle, les dijo, con los ojos abiertos de par en par, que toda la familia Harrington había enfermado aquella noche.
—Les vino de repente —explicó, disfrutando de su momento de gloria—. Al Sr. Harrington lo encontró la criada en el suelo de su dormitorio, con la boca cubierta de espuma y el cuerpo retorcido, en una postura antinatural, con la camisola subida hasta la cintura. El médico dijo que llevaba casi toda la noche muerto, que había intentado arrastrarse para salir de la habitación y pedir ayuda. Eso es lo que cree el médico.
Al escuchar sus palabras, Elizabeth volvió a sentir un escalofrío en el estómago, y empezó a temblar, a pesar del calor del horno que tenía a su lado.
—Y la señora —Tom era un comediante innato, y estaba entregado a su público—, también muerta, pero a ella la han encontrado en su cama, con esa horrible espuma en la boca, y parece que sufrió una larga agonía.
—¿Y qué hay del hijo? —En cuanto Elizabeth hizo la pregunta, la Sra. Hastings le lanzó una mirada rabiosa. Incluso en la cocina había estrictas reglas de primacía: puede que fueran circunstancias excepcionales, pero ese no era el lugar para que Elizabeth hiciera las preguntas.
—¿Qué hay del hijo? —repitió la Sra. Hastings.
—Él ha tenido suerte: está enfermo como un gorrino, pero sigue vivo. El médico está viendo qué puede hacer por él ahora. Para mí lo mejor es rezar, y eso es lo que piensa todo el mundo.
—Pero ¿qué fue? —dijo la Sra. Hastings—. Todo esto me suena bastante raro.
—Todavía no lo saben, pero los médicos creen que fue algo que comieron. Sito Harrington trajo unas salsas picantes de su viaje y las tomaron con la cena. Y también había algo con champiñones, una especie de pasta en conserva.
—Nunca te fíes de un cocinero extranjero —murmuró las Sra. Hastings, negando con la cabeza—. Nunca sabes lo que echan. Ni tampoco de los champiñones.
Elizabeth tragó saliva, tratando de contener las ganas de vomitar. Estaba mareada, y tenía sudores fríos. Se apoyó sobre la mesa de la cocina, intentando que nadie se diera cuenta, mientras dejaba que la conversación se convirtiera en un zumbido a su alrededor. Sentía como si su cerebro estuviera ardiendo. Por obra de algún milagro, James había sobrevivido, pero sabía que no era cierto, aunque su corazón no quisiera aceptarlo. De algún modo, James había matado a sus padres. Su James. Su tranquilo y estudioso James. En el fondo de sus entrañas había una semilla de pavor que sabía la verdad… pero ¿por qué?, ¿y cómo?
Pensó en la manera en la que la observaba por la ventana, lo horroroso de su sonrisa, y su miedo se volcó hacia dentro. Él la había visto observándoles… ¿Y si ahora venía a por ella?
Por fin, Tom, el chico de las botas, se marchó y la jornada continuó con algo parecido a la normalidad, aunque tanto los de arriba como los de abajo seguían cotilleando sobre lo ocurrido en la casa de al lado. Elizabeth sentía sus miradas abrasándola: después de todo, la Sra. Harrington había estado hablando con ella el día anterior, así que tenía que saber algo. Tratando de mantener la cabeza gacha, siguió con sus labores, pero su mente no paraba de dar vueltas. ¿Qué debía hacer? ¿Qué podía hacer? No tenía pruebas contra James, tan solo sus sospechas, y si decía algo, ¿quién creería a una criada a la que había dado calabazas el caballero en cuestión? Lo único que conseguiría es que sospecharan de ella.
Los días pasaron sumidos en una nube de ansiedad. Conforme llegaban noticias de que James Harrington mejoraba, Elizabeth perdía peso y el brillo de su cabello se iba apagando. Según decían, el joven había tenido suerte: los médicos le daban pocas probabilidades de sobrevivir, pero tras estar varias veces a punto de morir, finalmente salió del apuro.
El día en que llegó el cortejo fúnebre, Elizabeth observaba desde la ventana y vio cómo James salía de casa con su traje de luto. Estaba más delgado, pálido, y su rostro afligido por el dolor. Tenía los hombros hundidos hacia delante y cada movimiento parecía un esfuerzo para él. Las gotas de lluvia corrían por el cristal de la ventana, deshaciendo en una mancha negra el carruaje al salir. Le invadía un tumulto de emociones confundidas. Al ver a James en su estado, podía creer que estaba destrozado, pero en el fondo de su mente estaba el recuerdo de cómo la miró desde la ventana, detrás de su padre y rodeado de maldad, esa era la única manera en la que podía describirlo.
Pasaba las noches despierta, preguntándose cuánto tiempo podría seguir así, hasta que dos noches después del funeral, cuando salía hacia el trabajo a las cinco de la mañana, se lo encontró esperándola en la esquina de la calle de su madre.
Elizabeth se quedó clavada en cuanto le vio, no pudo reprimir un grito ahogado de sorpresa, de pavor, y se volvió para correr en dirección opuesta.
—¡Espera! —dijo él—. Elizabeth, por favor… solo quiero hablar contigo un momento. Tengo que hablar contigo. Es importante.
La tristeza en su voz le hizo girarse de nuevo. Aquel era su James, no el desconocido que había vuelto de la gran aventura.
—¿Qué? —Se cuidó de mantener varios metros de distancia. A pesar de lo que su corazón siguiera sintiendo por él, su instinto sabía lo que había hecho en aquella casa y le horrorizaba—. Tengo que ir a trabajar.
—Me marcho —dijo—. No puedo quedarme aquí. Voy a alquilar la casa y me mudaré a otro lugar.
Elizabeth no sabía qué sentimiento la dominaba, si era alivio o pena.
—¿Qué me quieres decir?
—Te quiero —dijo con toda sencillez. Sus ojos se oscurecieron ligeramente—. Pero no puedo estar cerca de ti. No… no me fío de mí mismo. Hay algo… —Su cara se retorció como si algún tormento le atenazara por dentro—. Hay algo distinto. —Dio un paso adelante y la asió por los brazos.
—Tienes que prometerme una cosa.
—¡James, me haces daño! —Para haber estado enfermo tan recientemente, sus manos tenían mucha fuerza, y Elizabeth solo quería quitárselas de encima—. Me estás asustando.
—Bien —dijo—. Bien. Deberías tenerme miedo… yo mismo me tengo miedo. —Se inclinó hacia delante y la miró profundamente a los ojos—. Prométeme que si vuelves a verme por aquí, te irás… Simplemente coge tus cosas y márchate, adónde sea… Pero a algún lugar donde no pueda encontrarte.
Sus ojos se endurecieron, y sus siguientes palabras casi hielan el corazón de Elizabeth:
—Ya sabes por qué, Elizabeth —siseaba—. Tú lo sabes.
La soltó con tanta energía que Elizabeth se tambaleó hacia atrás, con la boca abierta.
—¡Prométemelo! —repitió. Estaba sonrojado, con manchas de un morado enfermizo tiñendo sus pálidas mejillas—. Prométeme que huirás.
—Lo prometo —murmuró ella.
James se dio la vuelta y echó a andar sin mediar palabra. No miró hacia atrás. Elizabeth se quedó inmóvil casi cinco minutos hasta que por fin retomó su camino hacia el trabajo, con las piernas temblando.
James salió con sus maletas a la hora de comer, pero esta vez Elizabeth no sintió ninguna pena, tan solo una arrolladora sensación de alivio. Todo había acabado. Se había ido.