Capítulo 21

21

Londres. Octubre de 1888

AARON KOSMINSKI

Había salido temprano, antes del amanecer, y vagaba sin propósito en el silencio, como si sus pies le guiaran por las calles miserables que componían gran parte de Whitechapel. Pensaba que si se sumergía en la maldad, quizás lograra que el mal que le perseguía se perdiese. Pero no tendría esa suerte. A las cuatro de la mañana, incluso en las casas más atestadas de Flower Street o Dean Street, la mayoría de la gente dormía, ya fuera un sueño honesto o el estupor de una borrachera. Pero Aaron no: se había vuelto a despertar jadeando, apenas conteniendo un grito que casi hizo que le estallara el pecho.

Matilda y Morris ya no mostraban compasión hacia sus pánicos nocturnos. Morris tan solo había llegado a tolerarlos, como mucho. Matilda no le daba ningún consuelo práctico cuando le golpeaban; apenas lograba contener su rabia e irritación. Aaron despertaba a los niños y les asustaba, y aunque no podía controlar lo que ocurría en su mente al dormir, sus gritos de pánico permitían a la familia dar rienda suelta a sus frustraciones con todo lo demás, con todo aquello que estaban convencidos que podría controlar si se esforzaba: su miedo al agua y la consiguiente suciedad, sus extraños tics nerviosos y su comportamiento irracional, y por supuesto, por encima de todo, la carga económica en la que se había convertido debido a tantos años sin ser capaz de trabajar.

¿Acaso podía culparles por ello? No. Era todo verdad. Si estuviera en el lugar de Matilda, una mujer sensata y práctica, también creería que estaba loco.

Había intentado combatir los pánicos nocturnos quedándose despierto todo lo que podía, y en una ocasión consiguió estar veinticuatro horas sin dormir hasta que el cansancio le pudo, pero el verle deambular y abofetearse sin parar durante las últimas horas enfureció y preocupó a su hermana y a su cuñado más que los gritos en medio de la noche. Empezaron a susurrar a sus espaldas creyendo que no les oía, y Aaron acabó preguntándose si no sospecharían ellos también en algún momento que había cometido acciones viles. Desde que la policía volvió a por él, había notado un cambio, por mucho que Matilda supiera que estaba demasiado débil como para hacer aquellas atrocidades. ¿Dónde escondería los utensilios necesarios? Además, llevaba mucho tiempo sin lavarse, de modo que si fuera Jack, estaría cubierto de sangre seca.

No obstante, el miedo y la preocupación hace que la gente tenga los pensamientos más extraños, Aaron lo sabía mejor que nadie. Y la ciudad estaba infestada por la oscuridad que dejaba a su estela la criatura —el caos—, y llena de sospecha e intolerancia.

Él también estaba infestado, pero de un modo distinto: tenía las visiones, el hedor. Era el cazador reticente en este juego que se había jugado tantas veces a lo largo de los tiempos. La criatura había logrado salir del río y ahora las piezas volvían a estar sobre la mesa; irían a la caza del otro hasta que uno quedara vencedor. Aaron sabía todo aquello, pero sin comprender cómo. Había intentado explicar sus visiones a Matilda —no hacía mucho, sus sueños les habían salvado a todos— pero no quería escucharle. No tenía tiempo para las viejas formas. No tenía tiempo para él.

Así pues, cuando los sueños volvieron a despertarle, se enfundó el fino abrigo sobre su carcasa hedionda y sudorosa y salió al cementerio de la noche, caminando sin rumbo, en busca del hombre que atormentaba sus sueños con el demonio a su espalda. ¿Cómo podría reconocerle? La cara nunca quedaba a la vista. En la mayoría de los casos, percibía las visiones como si estuviera dentro del hombre; otras veces le venían en una ráfaga de imágenes, como piezas de un rompecabezas. Nada de aquello tenía sentido. Se preguntaba si quizás había empezado a temer a los sueños tanto como a la propia criatura.

Tras casi dos horas deambulando por las calles, sus escuálidas piernas empezaban a resentirse y tenía los pies adormecidos por el frío. A veces daba vueltas por los callejones más estrechos, tan oscuros que parecía la medianoche, y otras caminaba por las calles principales. De gastar tanta energía, su cuerpo había empezado a temblar. Casi nunca estaba tanto tiempo fuera de casa; incluso cuando le obligaban las visiones, no tardaba más de una hora en regresar.

Lentamente, la ciudad a su alrededor volvía a la vida. ¿Cuántas de aquellas personas despertarían con una chispa especial de excitación, preguntándose si Jack habría vuelto a matar mientras dormían? Tal vez hubiera estado deambulando por las mismas calles que Aaron, unos instantes antes o después que él. Era posible. A pesar del despliegue de la policía, no se había cruzado con ningún agente en las últimas horas. Se sentía solo y, de repente, llevado por las ganas de llorar, no pudo reprimir un pequeño sollozo. Sabía perfectamente que todo aquello era una locura, pero no la locura que su hermana pensaba que sufría, sino la locura de saber que tantas personas a su alrededor vivían en una ilusión, y creían que la solidez del mundo era todo lo que había. Nunca verían ni entenderían la maldad que se había instalado en su ciudad. Él solo llevaba el peso de la verdad sobre sus hombros, y no quería esa carga. Las visiones le dejaban el sabor rancio del agua del río en la boca, una sensación más real que el aire tiznado que respiraba. ¿Dónde estaría la criatura en ese momento? ¿Le estaría observando, riéndose de él? ¿Y qué había del hombre a cuya espalda se aferraba la criatura? ¿Sabría en qué se había convertido? Quizás estuviera tan atormentado como Aaron, pues todos eran víctimas, de un modo u otro.

Subió por Church Street, sorbiendo el agüilla que le caía de la nariz. Cuando de repente una mujer cruzó a la otra acera para evitarle, se dio cuenta de que estaba hablando solo. Menuda estampa debía ser: un lunático escuálido y mugriento, tambaleándose con gestos nerviosos por la calle. Un monstruo. Era un monstruo que buscaba a un monstruo. La idea casi le hacía reír.

Se detuvo delante de la iglesia y alzó la mirada hacia sus magníficos pilares, admirando la belleza de las sólidas formas románicas. Si tan solo pudiera encontrar consuelo allí… Pero ningún lugar de culto humano, ninguna sinagoga, mezquita o iglesia podrían ayudarle. Hacían falta almas perdidas para combatir al demonio, porque eso era el Upir, estaba seguro de ello: un demonio con otro nombre, un torturador de almas. Cómo deseaba tener fe.

—¡Apártate y déjame pasar!

La ronca voz que salía de un lado del edificio le sobresaltó, devolviéndole a la realidad de aquella oscura mañana. Aspiró para despejarse la nariz, y se frotó la cara con el dorso de su fría mano. Podía oír más voces al otro lado de la esquina, y llevado por la repentina necesidad de compañía humana, caminó hacia ellas.

Metal chocando contra metal: en algún lugar, más adelante, un hombre abría las verjas del pequeño cementerio junto a la iglesia, pero Aaron no podía ver quién era a través de la multitud que se agolpaba codeándose por un sitio en primera fila. Debían de ser unos veinte o treinta, y de todo tipo: mal vestidos, con abrigos desgastados y guantes raídos. Tenían la cabeza gacha, y quienes alzaban la mirada le observaban con tranquila curiosidad, no con repulsión ni desdén. La pobreza y la suciedad desdibujaban su género, y a Aaron le costaba diferenciar a hombres y mujeres. Por fin, las puertas se abrieron, y aparecieron más figuras de entre la penumbra a su espalda, tratando de alcanzar la entrada. El cansancio de su arduo caminar resonaba en el alma de Aaron.

Llevado por la marea, entró en el cementerio, donde los que iban delante ya estaban ocupando bancos y espacios bajo los árboles, recogiéndose con las rodillas bajo la barbilla, tratando de ahuyentar el frío en vano.

Dormir, pensó Aaron, vienen aquí a dormir. El cansancio le inundaba. Se sentía seguro entre los indigentes, perdido entre todos ellos. Si hubiera un Dios, tal vez le estuviera sonriendo un poco, después de todo. Tomó asiento al pie de un montículo de piedra culminado en una cruz y observó las sombras que seguían entrando. Decidió descansar unos minutos y quedarse allí contemplando a quienes estaban tan perdidos como él, incluso dejar que su alma se calmara. El tacto de la piedra contra su espalda era incómodo, pero no le importaba. Solo unos minutos, pensó de nuevo, y sus ojos empezaron a cerrarse. Solo unos minutos.

Cuando abrió los ojos ya era de día, y su espalda gritaba dolorida allí donde la dura piedra se había clavado durante el sueño. Estaba helado, aunque tenía dos cuerpos acurrucados a su lado y había logrado arroparse con el abrigo y meterse las manos en las pestilentes axilas. Uno de los hombres había acabado apoyado en su regazo, mientras que el otro, al que le quedaban muy pocos dientes en su fétida boca, estaba reclinado contra su hombro, roncando fuerte. Aaron lo apartó, y el tipo cayó hacia atrás, revelando llagas abiertas en la cara y el cuello. Aaron bajó la mirada. El anciano que yacía dormido o muerto sobre su regazo también estaba cubierto de una afección de la piel: tenía el rostro y las manos pelados, y las llagas supuraban un pus asqueroso por los bordes. Se estremeció del asco y se retorció hasta liberar su cuerpo dolorido.

El cementerio se había llenado bastante durante las horas que estuvo durmiendo allí, y ahora había gente desparramada por la hierba y los bancos, pero incluso en las zonas más llenas, nadie aparte de aquellos dos hombres miserables se había acercado a él. Era como si alrededor del pequeño monumento que eligió para dormir se hubiera creado un círculo invisible, donde nadie que tuviera alma entraría.

Una mujer le observaba desde un banco que había enfrente. Su mirada era feroz. Aaron bajó los ojos y aceleró el paso hacia la verja, sin mirar atrás. Cualquier comodidad que creyera encontrar allí se había esfumado. No pertenecía a aquel lugar. La mayoría le veía como un apestoso mal vestido, un vagabundo. Pero quizás aquellos indigentes le reconocieran como algo distinto a su clase. Sus dientes castañeaban con violencia mientras emprendía el regreso a casa, abriéndose paso entre las calles concurridas de Whitechapel, donde los londinenses ya estaban inmersos en una nueva jornada. La mugre se metía por los agujeros de sus zapatos donde el zurcido se había raído y todavía no lo había reparado. A Matilda no le haría ninguna gracia. Tenía que acordarse de quitárselos al entrar en casa.

—Tienes una visita.

No esperaba esas palabras de bienvenida, ni tampoco la tensa expresión en el rostro de su hermana.

—¿Quién?

Matilda bajó la mirada hacia sus botas, y Aaron se agachó para quitárselas junto con los calcetines empapados. Los dedos le temblaban al deshacerse los cordones. ¿Quién habría venido a verle? No tenía amigos; los pocos conocidos de su época en la peluquería ya no le hablaban, los amigos de Matilda y Morris le habían dejado solo, y hasta los rabinos le ignoraban.

Desde el otro lado de la puerta se oía a los niños hablando. Matilda los habría encerrado. Su corazón latía fuerte. ¿Sería alguien del asilo? ¿Habría decidido su hermana que ya había tenido suficiente?

—Dice que es amigo de un amigo tuyo. Quiere hacerte unas preguntas. Habla como un caballero, pero lleva ropa de pobre. —Frunció el ceño, en un claro gesto de enfado y preocupación—. ¿Qué has hecho, Aaron? —susurró—. ¿Dónde te has metido?

—No he hecho nada. —Se quitó el abrigo e intentó alisar la camisa que llevaba debajo. Tenía surcos de mugre negra bajo las uñas. Sabía que debería lavarse las manos, pero no podía hacerlo, ahora no. ¿Un caballero? Amigo de un amigo… Permaneció inmóvil. Si no era alguien del asilo, ¿quién podía ser? No se le ocurría nadie, pero tenía que esforzarse y pensar. ¿Le habría encontrado el Upir?

—¡Vamos! —le reprendió Matilda—. Ya he perdido una hora con él. ¡Tengo que hacer la colada!

Aaron avanzó arrastrando los pies. En cierto modo, tenía tanto miedo de su hermana mayor como de los monstruos que atormentaban sus sueños. En la pequeña habitación que hacía las veces de sala de estar para la familia le esperaba un hombre de pie, mirando por la ventana. Entonces comprendió lo que Matilda quería decir: el hombre vestía una chaqueta de tela barata, pero a pesar de que estaba de espaldas, Aaron podía ver su cabello bien cortado, y cuando se dio la vuelta, su cara estaba limpia y el bigote recortado y bien cuidado.

Ni siquiera parpadeó al ver el aspecto desastrado de Aaron, sino que le miró fijamente a los ojos.

—Siento interrumpir su día, Sr. Kosminski, pero quería hacerle unas preguntas —comenzó.

Matilda tenía razón: aquel tipo no era de esa parte de Londres. Aaron tenía su propio acento marcado, y podía reconocer tonos distintos en la voz de los demás.

—¿Quién es usted? —Aaron no se movía del umbral de la puerta, hasta que Matilda le dio un empujón por detrás y cerró la puerta, dejándoles a solas. Aunque seguía helado hasta los huesos y en aquellas habitaciones nunca llegaba a hacer calor, empezó a notar un sudor que le hacía cosquillas en el cuero cabelludo.

—No pretendo hacerle daño. —El hombre tenía un aspecto extraño—. He tardado varios días en encontrarle. Le vi fuera de la comisaría la otra noche…

—¡No he hecho nada malo! —gritó Aaron, pero el hombre levantó sus manos suplicando hasta que se tranquilizó.

—No soy policía, y de veras, no quería decir que hubiera usted hecho nada malo. Es por algo que dijo al salir… una palabra que he oído antes, en boca de un sacerdote. Me pregunto si le conoce.

Hubo un silencio prolongado y Aaron trató de pensar con claridad. ¿Qué estaba diciendo aquel hombre? No conocía a ningún sacerdote, ¿qué era aquello, una broma?

—No entiendo —dijo finalmente.

—Ni yo tampoco —contestó el hombre—, y espero que usted pueda ayudarme. —Se acercó y tomó asiento en la silla raída que había junto al fuego sin encender—. Verá usted… pensaba que estaba loco. Pero ahora no estoy seguro.

Por primera vez, Aaron vio las sombras oscuras bajo los ojos del hombre. En un principio pensó que rondaba los cincuenta, pero ahora le parecía algo más joven. Aaron Kosminski no era el único al que le costaba dormir.

—¿Quién es usted? —preguntó de nuevo, esta vez con más suavidad conforme se aplacaba su miedo. Podía notar que aquel hombre estaba tan atormentado como él.

—Estaba en las escaleras —dijo el hombre, ignorando su pregunta— y oí lo que dijo. Dijo que no necesitaban encontrar al hombre, sino a lo que había detrás de él. En su sombra, según dijo. Y mencionó el río. —Sus ojos buscaron los de Aaron—. Usted dijo Upir. Necesito saber lo que significa.

Aaron se estremeció al oír la palabra y empezó a arrancarse las pieles secas de los labios con una de sus sucias manos. Hacía gestos nerviosos con la cabeza, sin apartar la mirada de la alfombra. Aquello era una broma. Tenía que serlo.

—El sacerdote me habló de estas cosas y creí que estaba loco. Quiero saber si también habló con usted.

—¿Quién es usted? —volvió a murmurar Aaron—. ¿Quién es usted? Le ha enviado… está intentando jugar conmigo. No conozco a ningún sacerdote. ¿Quién es usted? —Su ansiedad era cada vez mayor y seguía moviendo la cabeza nerviosamente. La boca le sabía a río y quería escupirlo. Quería sacarse todo el líquido del cuerpo. Estaba contaminado… seguramente fue eso lo que le llevó hasta allí. Respiraba con intensos jadeos, hasta que de repente el hombre se acercó y le agarró la rodilla, y la conmoción de sentir aquel contacto humano voluntario atajó su pánico, y le miró directamente a los ojos.

—No es mi intención alterarle —dijo el hombre—. Soy el doctor Thomas Bond. He estado examinando los restos de las mujeres halladas en Rainham y Whitehall, los restos humanos que encontraron en el río. No vengo a hablarle de Jack, y no creo que usted lo sea. Solo quiero saber si ha estado en los antros de opio o si ha hablado con el sacerdote italiano.

Era demasiado que absorber. ¿Qué antros de opio? ¿Alguien más sabía de la oscuridad que deambulaba por la ciudad? ¿Era todo una broma? Aaron se balanceó de atrás adelante durante un instante, pero el doctor no retiraba la mano de su pierna. Había algo amable en su tacto, era tranquilizador.

—No conozco al sacerdote —dijo finalmente—. ¿Un sacerdote italiano?

El Dr. Bond asintió.

—No fui capaz de reconocer el hábito de su orden, pero era sacerdote, de eso no me cabe duda. Dijo que era jesuita. De una orden especial.

Aaron levantó la mirada, sintiendo un fresco alivio que se extendía por su cuerpo como un bálsamo. No estaba solo. Si el destino estaba interviniendo, entonces puede que el destino les hubiera encontrado, a él, a aquel hombre y al sacerdote. Ahora se mantendrían unidos.

—Tenemos que encontrar al sacerdote —dijo, llanamente. Era todo cuanto había que decir.