19
Londres. Noviembre de 1888
INSPECTOR MOORE
El inspector Moore se puso el abrigo y se unió al inspector Andrews entre la multitud que se amontonaba fuera de su despacho. Otra jornada concluida, y aún sin atisbar el final del túnel.
—Vayámonos de aquí antes de que algún bastardo nos haga volver —dijo Moore—. Ya me he quedado una hora más de lo que debería y no creo que mañana sea menos caótico.
—Lo dudo —dijo Andrews, abriéndose paso a través del pasillo hacia la entrada principal—. Abberline tiene órdenes de tomar declaración a cualquiera que pareciese mínimamente sospechoso durante el registro del mes pasado casa por casa.
—¿Sospechoso? ¿En Whitechapel? —Moore rio con ironía—. Estaremos aquí hasta que se hiele el infierno.
—O’Brien ya ha vuelto a salir. Debería haberse ido a casa.
—¿Y qué hay del tipo que trajo consigo? —preguntó Moore, apartándose para dejar pasar a un agente que arrastraba exasperado a un hombre harapiento al que le faltaban varios dientes y que ceceaba exasperado su inocencia—. ¿Se lo llevaron al hospital?
—Sí, tuvo suerte. Esa multitud le hubiera apaleado hasta la muerte de haber tenido unos minutos más.
—Todos ellos han tenido suerte de estar tan cerca de la comisaría. —Moore asintió despidiéndose en el mostrador de la entrada del agente, que estaba demasiado concentrado en su papeleo como para verlo. Aquella semana, todo el mundo estaba demasiado ocupado para detenerse en formalidades—. Las multitudes no razonan.
Abrió la puerta y salió a la calle. Ya era noche cerrada, y soplaba un aire cortante, pero la calle seguía concurrida. Esposas, madres y hermanas esperaban a que soltaran a sus hombres, mientras varios agentes vigilaban que la entrada al edificio estuviera despejada para que los inspectores pudieran entrar y salir libremente sin verse asaltados, ya fuera verbal o físicamente. A veces, Moore parecía creer que el público pensaba que la policía sabía quién era Jack y prefería no compartir la información, para aterrorizar un poco más a la gente de Whitechapel.
—¿Qué clase de imbécil se identificaría como Jack en medio de la multitud? Es incomprensible.
—Un imbécil o un loco. —Moore encendió su pipa—. O ambas cosas. —Miró a Andrews—. No se puede comprender a esas mentes, así que no lo intente. Personalmente, estoy demasiado cansado para recordar mi propio nombre, por no hablar del de todos a quienes he tomado declaración hoy. Esta noche voy a dormir como un muerto.
—Ah, ahí está —dijo Andrews señalando hacia un hombre que bajaba de un carruaje.
—¿Dr. Bond? —Moore frunció el ceño—. No me diga que ha habido otro.
—No, voy a cenar con él. Si hay alguien que pueda comprender a esas mentes, creo que es el bueno del doctor.
—Puede que tenga razón. Su informe resultó una lectura interesante. —Levantó la mano en un saludo viendo al forense acercarse hacia ellos—. Aparte de esa estupidez de que el asesino no tiene conocimientos médicos… pero creo que podemos perdonarle el que defienda a su profesión.
—Trabaja duro —dijo Andrews—. Tanto como nosotros. Creo que está empezando a pasarle factura.
Moore observó al doctor cuando llegó a su lado. Andrews tenía razón, Thomas Bond estaba más delgado y envejecido que a principios de año, aunque lo mismo podía decirse de todos ellos. Había sido un mal año. No, se corrigió, no solo un mal año. Nunca había habido un año como aquel, al menos no desde que estaba en el Cuerpo, de eso estaba seguro. Aquel año había sido otra historia.
—He dejado el carruaje esperando —dijo Bond—. Hace una noche demasiado desagradable para caminar y, la verdad, preferiría salir rápido de esta zona. Me recuerda demasiado al trabajo, espero que lo comprendan.
—Por supuesto que sí —dijo Moore—. Disfruten de la cena, caballeros. Le veré mañana, Andrews… quizás logremos trabajar sobre nuestro caso en algún momento.
Estaba a punto de bajar los escalones cuando de repente las puertas se abrieron de par en par detrás de él, y un agente arrojó a un hombre harapiento y con aspecto cándido a la calle.
—¡Vete a casa! —gruñó el agente, un tal Brown, pensó Moore—. Ya hemos terminado contigo por hoy. ¿Qué te pasa?
Era un joven delgado, y aunque no iba muy mal vestido, estaba sucio, incluso para ser de un barrio tan miserable de Londres, y emanaba un hedor rancio a la vez que fresco que hizo que la gente a su alrededor retrocediera al instante.
—¡No lo entienden! —dijo el joven. Tenía un acento marcado, probablemente polaco, como tantas otras personas en los barrios más pobres de la ciudad—. No será el hombre lo que tienen que ver, es lo que está detrás de él… ¡se esconde detrás de él! ¡En su sombra! ¿Es que no lo entienden? Lo he visto, en mis sueños. El agua. El Upir —pronunció la última palabra suspirada y algo temblorosa, rascándose como si quisiera limpiarse algo.
Un loco, pensó Moore. Las calles estaban llenas de ellos. El polaco se alejó tambaleándose y murmurando para sí. Nadie se le acercaba, y Moore no podía culparles.
—¿Todo bien, agente? —preguntó.
El agente de la puerta asintió.
—Un lunático. Y huele fatal.
—¿Quién era ese hombre? —preguntó Bond. Moore no sabía si se trataba solo de un efecto de la luz que salía de la puerta, pero el Dr. Bond parecía pálido.
—Nadie que deba preocuparle, señor —dijo el agente.
—Pero ¿cómo se llama? ¿Sabe usted su nombre?
—Por supuesto. Le acabamos de tomar declaración. Una pérdida de tiempo, considerando las chorradas que soltaba por su boca. Kosminski, Aaron. Peluquero… al menos la última vez que trabajó, y de eso hace ya bastante tiempo. Vive con su hermana, pobre mujer.
—¿Está todo bien? —preguntó Andrews.
—Sí, sí —murmuró Bond—. Simplemente me resultaba familiar. Eso es todo.
—Quizás le ha tratado alguna vez.
—Quizás sea eso, ¿dónde vive?
El agente sacó una pequeña libreta de su bolsillo y buscó la página:
—En Greenfield Street, señor.
—¿Le conoce? —dijo Moore. Estaba agotado, pero si aquello podía conducirles a algún sitio, volvería a la comisaría como una bala.
—No —dijo Bond, después de un instante—. No, me habré equivocado.
—No debe de haber muchos como ese sueltos —dijo Andrews.
—Le sorprendería. Por mi experiencia en Westminster le puedo asegurar que la miseria, la enfermedad y la locura son muy felices haciéndose compañía entre ellas —dijo esbozando una sonrisa bajo su bigote—. ¿Vamos?
—Sí, por supuesto —contestó Andrews.
—Buenas noches, inspector Moore, espero que duerma mejor que yo últimamente.
—Lo haré, doctor. Me aseguraré de que así sea con uno o dos brandis.
Observó a los dos hombres subirse en el carruaje. El forense estaba cansado y algo nervioso, no hacía falta ser detective para notarlo. Moore esperaba que se le pasara. Necesitaban al Dr. Bond, y si iba a tener un colapso nervioso, al menos que esperase a que terminara aquel año.