15
Londres. Octubre de 1888
DR. BOND
Varios de los declarantes seguían deambulando por la Sala de Sesiones de Westminster cuando el inspector Moore, el inspector Andrews y yo salimos. Casi todos eran obreros y gente de lo más normal que había sido llamada a declarar como testigo. A pesar de su comprensible nerviosismo, había entre ellos una cierta excitación. La jornada había sido una especie de aventura, un cambio en la monotonía de su existencia diaria, y sin duda irían a celebrarlo con varias jarras de cerveza. Una vez más, me quedé reflexionando sobre lo extraña que era la vida, pues yo asistía a tantas declaraciones que a menudo no eran más que una irritante interrupción de mi jornada.
Hubiera preferido salir antes del edificio, con el irresistible propósito de ver si el desconocido del abrigo negro estaba observando la sesión de declaraciones desde la distancia, como había hecho antes, pero dado el veredicto, la propensión a la charla y a las preguntas de Jasper Waring, los tres tuvimos que quedarnos más tiempo del esperado, y no vi la ocasión de escabullirme sin ser descortés.
Observaba ahora el parque al otro lado de la calle, pero no podía ver al objeto de mi curiosidad. ¿Habría estado allí y se habría marchado? Pero ¿por qué solo merodear y quedarse observando? ¿Qué ganaba con ello? Si tenía algún interés en aquellas muertes, y estaba claro que así era, ¿por qué no se dirigía directamente a alguno de los inspectores? Recordé una vez más sus extraños y decididos movimientos entre la gente sumida en el estupor del opio. ¿Qué relación podía existir entre aquella actividad —que yo tanto ansiaba— y los espantosos crímenes? Evidentemente, cabía otra posibilidad, y era que el hombre estuviera sencillamente loco, y no existiera conexión alguna.
—Por ahora no hay más testimonios —murmuró Moore, mientras el inspector detective Marshall, que había acudido a la investigación en representación de Scotland Yard, nos saludó tocando el ala de su sombrero, bajó las escaleras y desapareció en el carruaje que le esperaba.
—Para ser sinceros —dijo Andrews—, no tenemos más pruebas. Todo cuanto tenemos son restos humanos y los viejos trozos de periódico en los que encontraron envuelto el torso.
—Es posible —gruñó Moore—, pero oírlo en alto y dicho de esa manera me hace sentir como un pardillo. Me pregunto si nuestro amigo el inspector Marshall es de los que piensa que estos asesinatos son cosa de Jack.
Al ver que no encontraba a mi desconocido, volvía a centrar mi atención en la conversación.
—Ah, pero a diferencia del trabajo de Jack, esto no es un caso de asesinato.
La ironía resonaba claramente en mi voz y Moore resopló por la nariz en un arranque de humor casi animal.
—Asesinato no, claro, por ahora solo se puede decir que la hemos hallado muerta. Un matiz tan útil como una maldita Biblia en un burdel de Bluegate.
Estaba acostumbrado al colorido lenguaje de Henry Moore, pero una mujer de aspecto elegante vestida con un traje azul intenso que bajaba por la escalera pasó junto a nosotros y se volvió a mirarnos. Hice un gesto con la cabeza en forma de disculpa, pero no pareció satisfacerle. Por el contrario, murmuró algo incomprensible y siguió su marcha con paso airado. Vi que tenía el gesto de la boca torcido hacia abajo, una mueca que dibujaba arrugas demasiado profundas para una mujer de su relativa juventud. Supuse que sería propensa al mal humor, y contuve un repentino deseo de decirle algo grosero, con un lenguaje aún peor que el que había utilizado Moore. Últimamente me ocurría más a menudo, y la única explicación que encontraba a esas repentinas ansias de comportarme completamente fuera de lugar era mi cansancio crónico. Me volví hacia Moore e intenté concentrarme.
—Sí —dije, contento al oír que mi voz sonaba del todo normal—. Me temo que eso es responsabilidad mía. Pero en ausencia de forma alguna de determinar con precisión la causa de la muerte… —La frase se perdió en el aire. No necesitaba terminarla. El jurado tenía dos opciones: homicidio voluntario o declarar tan solo que había sido hallada muerta. Y la segunda era la única irrefutable en el presente caso, por absurdo que nos resultara a quienes estuvimos en el sótano observando los restos en descomposición de nuestra anónima mujer.
—Por supuesto que fue hallada muerta —refunfuñó Moore—. Algún bastardo le cortó la cabeza y las extremidades. Menuda sorpresa si la hubieran encontrado con vida.
El inspector Andrews sonrió, pero no dijo nada. No pude evitar pensar otra vez en la curiosa pareja que formaban, uno tan bruscamente obvio y el otro tan callado y observador. Lo que sí era evidente era el respeto mutuo que se tenían.
—¿Es cierto —pregunté—, que algunos de sus colegas en Scotland Yard ni siquiera creen que el crimen de Whitehall y el de Rainham fueran cometidos por la misma persona? —Había escuchado el rumor, pero me costaba creerlo. Eran tan evidentes los patrones comunes entre ambos que hasta un mentecato los vería. Moore se encogió de hombros; evidentemente, era cierto. Como también estaba claro que había muchos estúpidos— básicamente aquellos con sensibilidades políticas —en el seno del Cuerpo de Policía Metropolitana. Yo había conocido unos cuantos durante mis años trabajando allí. Pero en aquel momento la policía ya tenía suficientes distracciones, y era evidente que no querían más divisiones en sus esfuerzos.
—Es Jack, ¿verdad? —dije desalentado—. Solo les preocupa Jack.
—Y tal vez con razón —añadió Andrews en un tono suave y razonable.
—Tal vez —contesté, y entonces, sin más discusión, empezamos a bajar los escalones. La pesquisa había concluido y todos teníamos cosas que hacer; el mundo no nos dejaría entretenernos demasiado. Volví a mirar hacia el parque, ahora poblado de niñeras uniformadas que empujaban carritos de bebé al aire libre, y caballeros sentados en bancos, descansando y disfrutando de un rato de tranquilidad en aquel nítido día de otoño. Entre ellos no había ningún desconocido con abrigo negro.
Observando esta imagen de normalidad, tuve la extraña sensación de que algo antinatural me inundaba. Las palabras surgieron de mi boca casi solas, no tenía intención de decirlas, aunque sintiera que desbordaban mi cabeza.
—Pero esto… —murmuré, deteniéndome al llegar a la acera—. Esto me deja más helado que el trabajo de Jack. Esto es… más frío. Es… distinto. —La viveza del verde contrastada con la oscuridad de mi mente parecían querer abrumarme, el corazón me latía a golpes, y durante un instante, perdí todo contacto con el mundo a mi alrededor.
—¿Dr. Bond?
No sé cuántas veces repitió Andrews mi nombre antes de salir del trance en el que estaba sumido. Cuando volví en mí, me miraba con evidente preocupación.
—¿Se encuentra usted mal? —preguntó—. Discúlpeme, pero no parece usted mismo.
—Estoy bien —sonreí con pocas fuerzas, tratando de recomponerme a pesar de que había empezado a sudar bajo la ropa. ¿Era solo el ansia de opio? ¿Me había hecho tan dependiente de la amapola que su carencia me provocaba esa reacción?—. Me temo que el sueño y yo no somos buenos compañeros de cama.
Andrews asintió como si la explicación fuera suficiente, aunque no apartaba los ojos de mí.
—Ahora, si me disculpan, caballeros —concluí, dando un paso hacia un carruaje antes de que alguno me hiciera otra pregunta—, el tiempo no espera a nadie.
Fue un alivio sentir el tirón repentino del coche cuando las ruedas empezaron a girar. Paz, eso era lo que necesitaba: unas horas de paz, y luego empezaría a buscar.
Las horas se me hicieron interminables, hasta que por fin llegué a las oscuras calles de Bluegate Fields, urgentemente necesitado de un cambio de ropa y con la cara sucia, y me dirigí hacia el antro donde había visto al desconocido por última vez. Siempre había intentado cambiar de lugar y de horas, para evitar llamar la atención con la regularidad de mi hábito, pero si quería encontrar al caballero que había desatado mi imaginación, tendría que seguir alguna especie de horario propio para luego desentrañar el de él. Por la índole de sus actos, de su búsqueda, llegué a la conclusión de que debía de seguir algún patrón; al fin y al cabo, esa era la base de una búsqueda. Tenía que ser metódica, aunque fuera en los agujeros infernales de Bluegate Fields.
También debía admitir, aunque solo fuera para mis adentros, que por la naturaleza misma del humo de amapola, no tenía muy claro cuál de los antros había visitado con mayor frecuencia. Mis recuerdos del desconocido eran nítidos, pero lo que los rodeaba era una neblina confusa.
Caminé rápidamente a través de los estrechos callejones, intentando mantener el paso decidido y confiado. La suciedad que me había frotado en las mejillas podía engañar a alguna mirada casual, pero no era la clase de mugre incrustada que me haría pasar por uno más de los rufianes oriundos del lugar, y mis ojos carecían de ese brillo punzante y salvaje habitual entre quienes tenían que sobrevivir aquí. Este no era lugar de paseos nocturnos para timoratos, eran calles plagadas de vileza. Abundaban los burdeles de la peor estofa, donde los placeres fugaces de los marineros que salían tambaleándose de los muelles cercanos solían venir acompañados de viruela o de alguna otra infección fatal. Y cualquier marinero lo suficientemente ingenuo (o estúpido) como para llevar más de lo necesario para pagar los placeres de la noche podía dar por perdido su dinero y sus pertenencias al terminar el encuentro.
Sentí un gran alivio al llegar a la puerta habitual y entrar sigilosamente guiado por la anciana esposa del chino. Era uno de los antros más grandes de los que frecuentaba. Algunos no eran más que una habitación en la casa atestada de algún oriental, pero allí cabían más de cuarenta clientes, aunque aquella noche era más tranquila que de costumbre. Al verme, Chi-Chi desplegó una de sus telas sobre un catre que había libre en un rincón. Llevaba un cigarrillo marrón sujeto entre los dientes y no dijo una sola palabra mientras yo me sentaba agradecido y esperaba a que reuniera los utensilios propios de su oficio y los trajera a la mesita baja que tenía a mi lado. Mi boca empezó a salivar al ver cómo cogía la larga pipa, hundía un alfiler en el líquido meloso y lo colocaba encima de la llama hasta que empezaba a hervir y se hinchaba en una bola del tamaño de un guisante. Mi impaciencia era como la del niño que espera un capricho que le han prometido. A pesar de que el cirujano que llevaba dentro disfrutaba contemplando la precisión con la que preparaba el opio, el resto de mí quería agarrarle y zarandearle para que trabajara más rápido. Sabía que debería avergonzarme de mí mismo, pero lo único que era capaz de sentir era la necesidad de aquella droga fluyendo por mi organismo. Y esa necesidad eclipsaba cualquier otra cosa, al menos momentáneamente.
Por fin, Chi-Chi colocó la pequeña bola marrón en el cuenco de cerámica y la encendió. Aspiré codiciosamente, saboreando su dulzor y el inmediato cosquilleo que inundó mi cerebro. Podía sentir las venas en mi cabeza latiendo fuerte mientras mi cuerpo iba absorbiendo el humo.
Me recliné en el catre. A mi alrededor, las sucias lámparas de gas brillaban como estrellas en el firmamento. Se despegaban de la pared y bailaban ante mi mirada, dejando estelas de luz y color a su paso, y mi boca abierta de asombro. Traté de concentrarme en el objetivo de mi visita aquella noche. Necesitaba preguntar al chino acerca del desconocido. Tenía el firme propósito de hacerlo antes de coger la pipa, pero la necesidad había sido demasiado fuerte; había podido conmigo. Debería sentirme avergonzado, pero todo sentido común se me escapaba. Decidí cerrar los ojos solo un segundo, y después le llamaría. Eso era lo que pensaba hacer.
Mi mente se dejó llevar y durante un rato estuve flotando, inmerso en visiones de una fantasía que cualquier mente racional consideraría dignas de locura. Era consciente de mi cuerpo, pero como si fuera algo alejado de mi mente.
Cuando recobré algo de lucidez, y de nuevo fui borrosamente consciente de la escena apenas iluminada a mi alrededor, Chi-Chi, con ese instinto característico de los orientales que llevaban este tipo de establecimientos, apareció sigilosamente a mi lado y empezó a rellenarme la pipa, conociendo las cantidades que solía consumir incluso mejor que yo.
La habitación se había llenado de clientes y me pregunté cuántas horas habrían pasado desde que llegué. El tiempo no significa nada en los antros; de hecho, creo que se mueve a un paso distinto para cada fumador. Para aquellos cuyas visiones traían repentinos horrores no deseados, cada minuto podía parecer una eternidad, pero para otros que sonreían y se dejaban llevar en un viaje más agradable, ocurría lo contrario, y una hora podía pasar en menos de un latido, como me acababa de suceder a mí.
El brazo me pesaba una barbaridad, pero levanté la mano lo mejor que pude para tratar de interrumpir momentáneamente al viejo chino en su labor. Aunque mi subconsciente apenas volvía de volar, mi cuerpo seguía muy anclado en el catre.
—¿No querer? —preguntó. Sus ojos me observaban como pozos interminables de pensamientos desconocidos.
—Hay un hombre que viene aquí —dije—. Viste un abrigo negro. Un abrigo largo y encerado. Tiene un brazo atrofiado. —Mis palabras resbalaban, pero intentaba usar frases cortas y concentradas, tanto por el bien de mi mente confundida como para asegurarme de que el chino me entendía.
—Usted hablar de él última vez —dijo, y me pregunté cuánto recordaría aquel hombre de sus clientes. Veníamos y soñábamos delante de él, como si fuera el guardián de todas nuestras almas.
—Está buscando a alguien —dije—. Es posible que le pueda ayudar. —Era una mentira a medias, porque hasta que supiera a quién buscaba, no sabría si podía ayudarle.
El chino permaneció inmóvil, con una expresión insondable.
Proseguí.
—Fuma de la pipa y se pone a caminar entre los que están tumbados por aquí. Los estudia. —Me daba la impresión de que hablaba solo. Quizás lo hiciera. Tal vez formara parte del sueño opiáceo—. Pero me asombra su capacidad para moverse —murmuré, pensando en mi propia debilidad—. Debe de tener la constitución de un demonio.
—Él no fumar esto. Esto, pero no esto.
El chino hablaba en un tono bajo, y las palabras tardaban un instante en filtrarse hasta mis sentidos abotargados.
—¿Qué?
—Más caro.
Por primera vez, el chino pareció algo incómodo, y vislumbré un instante de humanidad universal en aquel rostro extranjero lleno de arrugas.
—Es extraño. Él pedir yo no decir.
—Pero me lo ha contado a mí —dije—, y tengo que probarlo.
—Muy caro.
—Tengo dinero. —Metí la mano en el bolsillo y saqué un puñado de chelines. Tenía más en la camisa, pero tampoco quería que se supiera, no en un lugar como aquel. El chino parecía un tipo lo suficientemente decente, pero no quería que a la salida me robaran, me asesinaran y me tiraran al apestoso Támesis.
Se quedó mirando el puñado de monedas y eligió tres antes de desaparecer tras la cortina de la puerta que separaba el negocio de lo que yo pensaba que era su casa.
No sabía bien qué esperar, pero Chi-Chi regresó con un pequeño recipiente de plata, del tamaño de un dedal, con un líquido de una consistencia y color muy parecidos a lo que había fumado antes. ¿Sería todo aquello un ardid? Solo había una manera de averiguarlo, así que me recosté de lado en el catre. Una vez concluidos los preparativos, aspiré profundamente el humo.
Al principio, la sensación me resultó familiar, pero luego cambió y se convirtió en un enardecido cosquilleo en mis venas. Lo que había a mi alrededor no se desdibujaba, y mi cuerpo ya no era pesado. Incluso, me sentía capaz de caminar sobre el aire si quisiera. Sonreí y di otra calada, hasta que Chi-Chi, que me observaba de cerca, me quitó la pipa. Por primera vez desde que nos conocíamos vi lo avispados que eran sus ojos oscuros. Antes, el mundo se había convertido en un remolino de colores y fantasías de la mente, pero ahora, aunque mi cuerpo experimentaba las agradables sensaciones que podía esperar, mi mente estaba bastante despejada. De hecho, el mundo a mi alrededor parecía demasiado real. El espacio vacío que había entre cada cosa llamaba mi atención tanto como las propias cosas. Las dimensiones de la habitación eran distintas, se habían achatado, pero a la vez parecían perfectamente nítidas. Sentí que estaba viendo el mundo como el mundo se percibe a sí mismo.
Me incorporé, lleno de una energía inquieta, volví a mirar a Chi-Chi, y solté un grito ahogado. Alrededor de su cabeza había un brillo extraño, un aura de rojos e intensos púrpuras adherida a su oscura cabellera. Y estaba casi seguro de que entre los colores bailaba un dragón chino.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—Quienes pueden ver, ven —contestó. Su acento había desaparecido.
—¿Quiénes pueden ver…?
Chi-Chi se encogió de hombros y se puso en pie.
—Algunos pueden ver. Otros no. Ese hombre puede ver. Quizás usted también pueda ver. —Cogió sus utensilios y desapareció tras la cortina; luego volvió a salir y se apresuró hacia un cliente que agitaba la mano sin apenas fuerza desde su catre.
Por un instante, me quedé sin saber qué hacer, y entonces pensé en el hombre al que buscaba. ¿Qué hacía después de fumar su opio? Observaba a los soñadores, de modo que eso es lo que haría yo. Al levantarme, esperaba que el mundo se moviera bajo mis pies y me provocara náuseas como siempre, pero mi paso era seguro. Tampoco podía sentir los dolores que se habían ido afincando en mis huesos con el paso de los años. Me sentía rejuvenecido, y lo que era más importante, me sentía despierto, y tuve que contener la risa por el alivio de no sentir el cansancio que había acumulado durante meses. Los antros de opio siempre me ofrecían cierto grado de inconsciencia, pero siempre sabía que se trataba de un falso descanso. Sin embargo, ahora tenía una energía que solo se conseguía durmiendo ocho horas cada noche. Me preguntaba cuánto duraría. Si algo lograba crearme una adicción, sería esto.
Volví a centrar mi atención sobre los hábitos del desconocido. Empecé a moverme entre los catres repartidos por la gran sala. Algunos estaban dispuestos como literas de barco, unos encima de otros. Nadie se daba cuenta de mi actividad salvo Chi-Chi, pero él me ignoraba. Repetí lo que le había visto hacer al hombre del brazo atrofiado, y me acerqué a mirar a los que estaban perdidos en sus salvajes ensoñaciones. Al igual que Chi-Chi, todos ellos tenían un color alrededor de la cabeza, colores diferentes del arcoíris, aunque predominaban los azules y los verdes intensos, los colores del mar.
Si miraba detenidamente, veía gaviotas y peces moviéndose en todas direcciones dentro del mundo que giraba alrededor de la cabeza de los soñadores. En aquellos que tenían tonos de aguas más oscuras, llegué a ver a un hombre ahogándose, una ballena inmensa, y otros monstruos de las profundidades. Ese tipo de imágenes aparecía más entre los que se movían nerviosamente y gemían en su duermevela, y me preguntaba qué estarían viendo: ¿Cuál era la esencia de su tormento? ¿De sus miedos, de su propia alma? Deseé entonces tener un espejo para verme. Pero ¿qué vería? ¿Qué colores bailarían alrededor de mi cabeza?
Seguí con mi exploración, pero a pesar de lo fascinante de las imágenes que me encontraba, aún no tenía idea de lo que buscaba el desconocido. Ni siquiera sabía si él tenía las mismas visiones que yo, porque estaba claro que estas visiones eran producto de la mente de cada uno, y tampoco creía que lo que estaba viendo fuera «real» por mucho que lo pareciera.
Después de media hora más o menos, y una vez examinados todos los clientes de Chi-Chi, decidí ir a otro antro para estudiar a todo el que hubiera allí. Mi endeble plan inicial consistía en esperar al desconocido, pero eso era antes de que la niebla del opio me golpeara: mis pies y mi mente estaban inquietos ahora, y parecía que aquella droga no me abandonaría pronto, de modo que, armado de más valor —o insensatez— que nunca, me lancé a las oscuras calles de Bluegate Fields.
El aire frío me azotaba la cara y la niebla humedecía mi piel, enviando agradables hormigueos a través de mi cuerpo. Me subí el cuello y continué caminando. Podía oír el escándalo procedente de alguno de los edificios precarios y atestados a mi alrededor, pero no me crucé con ningún otro ser vivo. Normalmente habría sido un alivio para mí, pero la curiosidad por ver más auras extrañas podía con mi habitual instinto de supervivencia.
Giré una esquina para entrar en una estrecha callejuela y de repente me detuve. Al otro extremo de la callejuela estaba el antro hacia el cual me dirigía, y un destello de luz cortaba la densa niebla: la puerta estaba abierta y alguien salía. Me quedé observando mientras la espigada figura atravesaba el umbral y la luz se extinguía al cerrarse la puerta detrás de él. Avancé unos metros a trompicones para ver mejor. ¿Sería el desconocido al que buscaba? Consciente de que el opio podía estar jugando con mi vista, apresuré el paso hacia la puerta, aspirando el aire frío y húmedo mientras empezaba a correr.
El hombre se había vuelto de manera que no podía ver su brazo, pero sus andares me resultaban familiares y su altura coincidía con la imagen que tenía de «mi» desconocido. Estaba a poco más de tres metros de él cuando de repente se giró, y agachó ligeramente su espigada figura como preparándose para la pelea.
—Disculpe —dije con un tono algo jadeante—. No era mi intención asustarle. —Me detuve en el sitio, me quité el sombrero y empecé a frotarme el rostro para limpiarme mi mísero camuflaje—. Le he visto durante las investigaciones.
Se quedó mirándome, y por un largo instante no dijo nada. No podría decir su edad exacta, pero tendría entre treinta y cinco y cincuenta años. Era más alto de lo que parecía en un principio, quizás diez centímetros más que mi metro ochenta, y tenía la piel como el cuero, áspera y sin duda desgastada por la vida y los elementos. Sus ojos eran apenas dos pozos negros en medio de la penumbra, pero estaban clavados en mí. Los extremos de su larga cabellera desaliñada llegaban hasta los hombros, pero estaba bien afeitado, sin bigote ni sombra de vello en su rostro cicatrizado. No vi ningún aura a su alrededor, pero tal vez estuviera oculta por el sombrero, o quizás se me estuviera pasando el efecto de la droga. Como había observado antes, tenía el brazo doblado a la altura de la cintura, un brazo delgado como una rama en comparación con el resto de su imponente figura, con la mano torcida y acabada en largas uñas mugrientas.
Nada de aquello me sorprendió. Lo que llamó mi atención y me dejó inmóvil fue el brillo de una pesada cruz de oro que colgaba bajo su alzacuellos. ¿Era ese el motivo de que siempre llevara un abrigo largo, para ocultar su verdadera vocación? ¿Por qué? Aunque el hábito que lucía no me resultaba familiar, sin duda pertenecía a alguna orden religiosa, y si así era ¿por qué iba a esconder alguien su amor a Dios después de tomar los votos?
—Se equivoca —dijo por fin.
Tenía acento extranjero, aunque en ese momento no podría decir de dónde; había cierta cadencia italiana en sus palabras pero hablaba como un hombre que llevaba mucho tiempo lejos de su tierra.
—La investigación de Rainham —dije, esta vez con más firmeza—. Le vi allí. Y luego estuvo en las obras de Whitehall. —Ahora que le había encontrado, estaba decidido a averiguar su propósito, pero notaba como si mis palabras salieran confundidas, aunque sin llegar a sonar como la de un desequilibrado—. Y le he visto en los antros. Creo que busca usted algo.
Su espalda se tensó. Tengo un instinto especial para analizar los gestos de la gente, y con el opio y la excitación corriéndome por las venas, mis sentidos estaban más agudizados que nunca. Se había erguido un poco de la postura de pelea que adoptó al volverse hacia mí. Sabía que le había descubierto. Buscaba algo.
—¿Sabe algo que pueda ayudar a la policía? ¿Sospecha de alguien que pueda estar cometiendo estos espantosos crímenes? —pregunté. Di un paso hacia delante, y él uno hacia atrás, como si bailáramos un extraño vals. Estudiaba cuidadosamente mis palabras, tratando de no sonar como si estuviera acusándole de algo, pues no le creía culpable (imposible con esa deformidad, y menos aún ahora que sabía que era un hombre de la Iglesia), aunque era evidente que él también había vivido tiempos difíciles—. ¿Qué es lo que está buscando? Quizás pueda ayudarle.
Entonces sonrió con una mueca amplia y cínica que revelaba una dentadura sorprendentemente blanca y saludable, y en algún rincón de su pecho retumbó una silenciosa risa. Pero en ninguna de ambas había humor. Se reía de mí, como si yo fuera un niño particularmente estúpido.
—No puede ayudarme —dijo, y dio media vuelta, alejándose rápidamente a grandes zancadas.
—¿Tiene que ver con las visiones? —pregunté, alzando la voz desesperado.
Se quedó inmóvil y en el silencio empecé a escuchar el latir de mi pulso en las orejas. Lentamente, volvió a girarse hacia mí, y a pesar de que estábamos envueltos en la penumbra de la noche, podía ver que su expresión estaba tan llena de rabia y veneno, que me quedé completamente clavado en el sitio.
—Usted no sabe nada —me gruñó—. Está usted metiéndose en cosas que no comprende.
—He probado esa droga —dije, decidido a ocultar el repentino pavor que me atenazaba—. Vi extrañas fantasías alrededor de la cabeza de quienes fumaban. ¿Es eso lo que observa usted?
—No siga con las visiones, Dr. Bond. —Su boca se retorció en una mueca de desprecio—. Le volverán loco.
Volví a abrir la boca para hablar, pero el sacerdote dio media vuelta, echó a correr y desapareció entre la niebla. Jamás había visto a nadie pasar tan rápidamente del reposo a la carrera, y cuando logré que mis piernas se pusieran en movimiento ya se había esfumado. No obstante, seguí buscando por las calles de alrededor. ¿Tendría una habitación en aquel lugar abandonado de la mano de Dios? ¿O se habría escondido en uno de los callejones, creyendo poco probable que le encontrara?
Tras quince minutos corriendo de un lado a otro, me rendí, y me recliné contra una pared de ladrillo, sudando y jadeando. El sacerdote había desaparecido, y al notar cómo el cansancio volvía a atenazar mi cuerpo, comprendí que la droga por fin me estaba dejando ir.
Sin embargo, cuando volvía a casa en el carruaje me di cuenta de otra cosa, algo que me produjo un escalofrío de excitación y miedo.
El sacerdote me había llamado por mi nombre.
Al llegar a casa después de mi encuentro con el desconocido pensé que no lograría dormir, y al subir las escaleras y pasar por delante del reloj en el rellano del primer piso, me sorprendió comprobar que eran más de las tres de la madrugada. Me detuve a mirar las pesadas manecillas como si esperara que volvieran a su posición, corrigiendo lo que tenía que ser un error. Sin embargo, lentamente avanzaron un minuto. Me volví y seguí subiendo hacia la lúgubre oscuridad, y llegué hasta mi habitación sin necesidad de luz. Mi mente estaba en otro lugar: ¿cuánto tiempo había estado observando a los soñadores antes de abandonar el antro? Creí que solo había sido media hora, pero era evidente que ni mi mente y ni mi percepción del tiempo estaban tan despejados como pensaba. Eso me inquietaba más que cualquier visión opiácea. ¿Dónde estaban los límites entre fantasía y realidad en esta nueva versión de la droga que me había dado Chi-Chi? ¿Podría llegar a reconocerlos? ¿Había visto realmente al desconocido? ¿O era solo parte de la magia de la droga?
Mi habitación estaba fría, y aunque podría haberla calentado hasta la mañana, preferí no encender el fuego. Rara vez lo hacía en noches en las que me refugiaba en la amapola, temiendo la posibilidad de prender fuego a la habitación o a mí mismo, por muy convencido que estuviera de que se me habían pasado los efectos. Tal vez cambiara de idea cuando la ciudad se sumiera en el invierno y empezara a formarse hielo en el interior de mis ventanas, pero por ahora prefería meterme bajo las sábanas heladas y cubrirme la cabeza con las colchas pesadas, para que mi respiración —ruidosa y constante en aquel diminuto espacio— me ayudara a mantener el calor.
Contaba con que me quedaría despierto hasta que el reloj del piso de abajo anunciara la mañana, pero a los pocos instantes caí en un sueño cercano al olvido, y si no me hubiera despertado mi casera, la Sra. Parks, creo que habría dormido todo el día.
—Son las diez y media —dijo antes de que hubiera abierto los ojos—. Tiene usted una visita. Una joven. —La reprobación era evidente en el tono agudo de su voz y en la rigidez de su espalda: no porque una joven viniera a verme, sino por verme en la cama tan avanzada la mañana. Vio que la lumbre se estaba extinguiendo en la chimenea y la removió un poco. Señaló hacia una mesita situada en el rincón, donde había una bandeja—. Le subí el desayuno a las siete y encendí el fuego —continuó—, pero no logré despertarle. Por un momento pensé que estaba usted muerto. —Sus palabras no sonaban nada emotivas, como si mi muerte no hubiera sido más que un motivo de irritación para ella, pero sabía que no era así. A su manera, la Sra. Parks me tenía bastante cariño, aunque aquella mañana quizás no fuera tan evidente, pero me lo tenía—. Por supuesto, ahora estará incomible. Y eran los últimos huevos que quedaban.
Después de medio incorporarme, intenté emitir algún sonido de disculpa, pero comprendí que cualquier movimiento me hacía palpitar la cabeza. Esforzándome un poco más para ordenar mis pensamientos, logré sacar un gemido estrangulado.
—¡Un hombre de su posición! —La Sra. Parks chasqueó la lengua a media frase—. A estas alturas debería haber aprendido a no quedarse bebiendo toda la noche. Por muy duro que esté trabajando, no es bueno para usted, no lo es para nadie.
—Pero —intenté obligar a las palabras a salir pese a la agonía que provocaban detrás de mis ojos—, se equivoca usted. —Tampoco había ninguna necesidad de disculparme ante la casera, pero lo hice, aunque ella no cejara en su mirada de reproche—. Me encontraba bastante mal, todavía me encuentro mal. —La última frase no era ninguna mentira, pero sí la primera. Me sentía fatal.
Abrió las cortinas para revelar un día poco luminoso, afortunadamente. Mis ojos no estaban preparados para la luz, y si el sol hubiera llegado a brillar a través del cristal, creo que me los habría arrancado del dolor. Por suerte, con el día que hacía, apenas tuve que entornar los ojos. La Sra. Parks se volvió a mirarme y apretó los labios antes de decir:
—Es evidente que debió de ser un espíritu maligno quien arrojó su abrigo y sus zapatos descuidadamente en la entrada. —Hizo una pausa y levantó la ceja—. Y dejó el decantador de brandy de cristal olvidado, y vacío, por cierto, en las escaleras.
Mi boca se entreabrió debido a la confusión. ¿Brandy? De repente, comprendí la causa de mi jaqueca, pero sinceramente, no recordaba haber bebido. Que yo recordara, había entrado, había mirado la hora y me había metido directamente en la cama. ¿O había vuelto más temprano, me había emborrachado y luego reptado hasta mi habitación? La duda me revolvió el estómago y una ola nauseabunda recorrió mi cuerpo. Puede que el cura prefiriera este opio especial de Chi-Chi, pero a mí no terminaban de convencerme sus efectos.
Me gustaba la sensación de liberación que tuve con las visiones mientras flotaba en el catre, cuando mi cuerpo extenuado era demasiado pesado como para hacer otra cosa que quedarme allí, pero este extraño comportamiento y la pérdida del sentido del tiempo no iban con el pragmatismo de mi mentalidad y mi carácter. Había lagunas en mi memoria que no podía llenar. O eso, o me estaba volviendo loco.
—He llevado a la Srta. Hebbert a la sala de estar. No le dije que estaba usted dormido. Imagino que querrá que les traiga una jarra de café ¿no? —volvió a mirarme—. Una jarra grande.
—¿La Srta. Hebbert? —dije sin apenas fuerzas.
—Su visita. —Su voz había adoptado la cadencia lenta que solía utilizar cuando se dirigía a niños o ancianos—. La joven, la Srta. Juliana Hebbert.
A pesar de mi horrible dolor de cabeza, logré levantarme más rápido de lo que pensaba.
Al llegar a la salita, la encontré de espaldas, mirando el fuego. La Sra. Parks había encendido todas las lámparas de la casa intentando disipar la tristeza de aquel día de octubre, pero en lugar de la cálida y reconfortante atmósfera que esperaba encontrar, la habitación estaba plagada de sombras deformadas y claustrofóbicas entre las luces que parpadeaban a través del vidrio tintado y trepaban por las paredes.
Cuando Juliana se volvió, su rostro parecía medio devorado por la oscuridad, y por un instante me invadió un miedo que no podía comprender. Me estremecí al ver los colores proyectados sobre su cabeza, demasiado rápido como para capturar ninguna imagen entre ellos, y mi jaqueca desapareció de repente. Me agarré al pomo de la puerta para mantener el equilibrio.
—Dr. Bond. —La suave frente de Juliana se arrugó un poco—. ¿Se encuentra usted bien?
Parpadeé rápidamente, y para mi gran alivio aquel incómodo momento pasó. Las sombras eran como siempre, espacios cansinos y oscuros aferrados a las esquinas de la sala, y la parte izquierda del rostro de la joven era perfectamente visible, a pesar de que estaba más a la sombra que la otra mitad. No había ningún color danzando alrededor de su cabeza, aunque la mía había empezado a palpitar otra vez. Seguramente fuera un resto de la extraña droga pasándome factura.
—Disculpe. —Sonreí y me acerqué hacia el lugar donde estaba la bandeja para servirnos un café—. Puede que me encuentre algo indispuesto, o tal vez sea solamente el cansancio. Por favor, siéntese.
Había una silla a cada lado del fuego y ella cogió la más alejada, alisando la tela azul de su vestido al sentarse. El borde de piel de foca que ribeteaba su chaqueta y sus puños realzaba el color avellana de sus ojos, y el sombrero de fieltro azul acentuaba sus suaves rizos castaños. Juliana Hebbert era una belleza, no cabía la menor duda, y aunque le sacara veinte años, no era en absoluto inmune a sus encantos.
—Siento mucho haberle molestado —comenzó—. No pensé… Ha estado usted muy ocupado, y estoy segura de que necesita todo el descanso posible.
—En absoluto. Siempre da gusto recibir una visita. —Deseé que se me pasara aquel dolor palpitante de cabeza—. Y puede usted venir siempre que quiera. —Cuando le alcancé la taza y el plato observé que llevaba un libro finito en la mano enguantada. Al dejar el café a un lado, noté un ligero temblor en su mano. La observé con más detenimiento. Bajo sus ojos había sombras, y unas que no desaparecerían a la luz del sol. Me pregunté qué preocupaciones podía tener una joven inteligente y llena de vida como ella—. Ahora bien, supongo que habrá un motivo para este inesperado placer. Espero que todo vaya bien en la familia.
—Sí, sí —dijo, y una sonrisa revoloteó por su rostro como una mariposa inquieta—. No se trata de nada de eso. Verá, yo… en fin, yo… —levantó ligeramente el libro—. Mientras estábamos en Bath… a James le gustan sus aguas; sufre del pecho, sabe usted, a causa de una terrible infección que tuvo hace un tiempo, y a veces todavía le afecta bastante… —Sus palabras salían a ráfagas, atrayendo mi curiosidad cada vez más, y haciendo que el dolor de cabeza y las náuseas remitieran del todo. Ya había visto encendida a Juliana en otras ocasiones, pero nunca con este matiz de ansiedad. Me senté enfrente de ella y empecé a beberme el café mientras esperaba a que terminara de hablar.
»En fin, mientras estábamos allí (es muy relajante, de hecho debería usted visitarlo, si no ha estado nunca) me acordé de usted y de sus problemas de insomnio, y recordé haber visto un libro sobre ese tema en las estanterías de mi padre. Contiene sesenta remedios probados y comprobados, según el autor, así que pensé que podía traérselo.
Me acercó el libro y me incliné a cogerlo.
—Es usted muy amable. —Realmente, su gesto me sorprendió. En primer lugar, por el mero hecho de que hubiera pensado en mí, pues al fin y al cabo, era un hombre bastante mayor y aburrido para una mujer tan joven y dinámica. Y en segundo lugar, por el hecho de que se hubiera molestado en venir a visitarme con un regalo tan amable en un día tan gris.
Hojeé el libro y levanté la mirada.
—Probaré uno cada noche hasta dar con el mejor.
Me sonrió con evidente alivio. No tenía intención de decirle que todos aquellos remedios —probados y comprobados— eran cuentos de viejas, y que ya los había usado todos. Intentaba ayudarme a su manera, de un modo inocente. Dudo que hubiera sufrido más de una o dos noches de insomnio en toda su vida.
Si hubiera algún remedio para mi insomnio, no se encontraría en aquel libro. Además, empezaba a creer que, al fin y al cabo, prefería que no lo encontraran todavía, pues la falta de sueño se había convertido en una herramienta en mi búsqueda del desconocido del abrigo negro. Si mi cuerpo volviera de repente a su estado habitual y recobrara mis patrones de sueño normales, las aventuras nocturnas en los antros tendrían que interrumpirse. Y empezaba darme cuenta de que por muy mal que me sintiera al despertar aquella mañana, estaba decidido a regresar esa misma noche para seguir las huellas del desconocido. Si fuera necesario, incluso volvería a tomar aquella droga dañina.
—Bien. —Sonrió ella, llena de satisfacción, aunque seguía convencido de que algo la atormentaba por una leve mueca en la comisura de sus labios. Se inclinó hacia delante como si fuera a decir algo más, pero finalmente se reprimió, y se puso en pie.
—Creo que ya le he retenido lo suficiente por hoy, pero debe usted venir a cenar más a menudo ahora que he vuelto. De hecho, insisto en que lo haga. Todos disfrutamos de su compañía, y cenar solo puede ser realmente triste.
—Es usted un encanto —dije, convencido de cada una de mis palabras—, pero no quisiera convertirme en una imposición. Sé que su padre trabaja tan duro como yo, estoy seguro de que su prometido también. Probablemente prefieran cenar solos con sus seres queridos, sin el esfuerzo de recibir visitas constantemente.
—Sí, trabajan duro. —Su sonrisa volvió a vacilar—. Pero también salen mucho por las noches, al club de mi padre. —Aunque trató de disfrazarla, la tristeza inundó su rostro de repente, y como el de cualquier viejo tonto en presencia de la belleza, mi corazón se derritió.
—En tal caso será un placer unirme a ustedes. —Dije, sintiendo cómo el rubor trepaba por debajo del cuello de mi camisa. No tenía ninguna pretensión de que ella me amara. Hasta yo podía ver lo ridículo que sería, si alguna vez llegara a ocurrir. Pero estando en mi situación, rodeado de muerte y oscuridad, el mero hecho de saber que me consideraba su amigo me hacía feliz.
—Bien —dijo, y se giró para marcharse.
—Juliana —no podía ignorar la tristeza que intentaba esconder—. ¿Le preocupa algo? Sabe que puede hablar conmigo, si hay…
—No es nada. —Sonrió, esta vez más animadamente—. Nada que no cure la buena compañía durante la cena.
—En tal caso, haré lo que pueda para aportarla —dije.
El resto del día transcurrió sin incidentes, y después de la visita de Juliana, ni siquiera el paseo a través de la húmeda niebla de Westminster Hospital consiguió diluir mi repentino buen humor. Al despertar tan indispuesto, creí que iba a sufrir uno de los ataques de ansiedad que ya temía, pero por el momento no había síntoma alguno, y lo achacaba a la distracción que me trajo su compañía. Aunque no había querido contármelo, estaba claro que algo le preocupaba. Y si era solo una cuestión de soledad, estaba más que dispuesto a ayudarla a paliarla. Me preguntaba si debía hablar con Charles, pero decidí dejarlo estar, al menos temporalmente. Yo también tenía métodos poco ortodoxos para hacer frente a las tensiones de nuestra profesión, y no podía echarle las suyas en cara a Charles: él al menos, no se pasaba las noches deambulando por lugares sórdidos como Bluegate Fields en busca de la inconsciencia.
Una vez superados el dolor de cabeza y las náuseas provocados por el exceso de brandy, despaché mis responsabilidades hospitalarias sin apenas esfuerzo. Llevaba tantos años trabajando de forense en el Westminster que mi rutina ya no me resultaba cargante —salvo que se presentara algo completamente inusual—, y disfrutaba de toda la libertad que venía dada con el puesto. Daba clases y conferencias, y me había ganado el suficiente respeto como para que nadie cuestionara mi comportamiento si en algún momento parecía algo impredecible, y en tal caso, lo achacarían al trabajo forense que hacía en nombre la Policía Metropolitana.
Cuando llegué a casa poco después de las cinco, la Sra. Parks ya casi me había perdonado por la noche anterior, y al decirle que estaba hambriento —cosa poco habitual en mí— se apresuró a prepararme una deliciosa cena tempranera a base de cerdo asado, la clase de comida a la que estaba acostumbrado antes de que el insomnio y la ansiedad se apoderasen de mí.
Una vez recogidos los platos, la Sra. Parks se marchó y me quedé sentado delante del fuego en la sala de estar, esperando a que las agujas del reloj se deslizaran lentamente hacia la noche. Mientras observaba las llamas crepitantes, pensé en Jack y en el segundo asesino, el tipo que nos tenía intrigados al misterioso sacerdote y a mí, «el asesino del Támesis», tal y como empezaba a llamarle para mis adentros. Era un apodo menos dramático que el que se había acuñado, para Jack «el Destripador», pero a mí me resultaba más escalofriante, más frío. Me preguntaba qué estarían haciendo esa noche. ¿Planearían volver a desatar el caos en las calles de Londres? ¿O quizás observaran el fuego en algún otro rincón de la ciudad mientras se preguntaban qué estábamos pensando personas como el inspector Moore o yo?
Moore y Andrews estarían ayudando a Abberline; podía imaginar a los tres inspectores revisando las declaraciones que habíamos tomado durante el registro de Whitechapel, buscando algo, cualquier cosa que pudiera conducirles hasta Jack y devolver algo de calma a las calles. No envidiaba su trabajo, porque si fracasaban serían condenados por ambas partes.
Jack el Destripador y el Asesino del Támesis. Eran sombras en los oscuros rincones de mi mente, informes pero amenazadoras; monstruos ambos, pero completamente distintos en su método. El pensar que eran una misma persona iba más allá de lo verosímil, pero también era lo más fácil, y para muchos sería preferible a la dura verdad.
El fuego seguía crepitando y los restos de mi buen humor de la tarde desaparecían en el humo mientras mis pensamientos divagaban. Había dejado las cortinas abiertas y la noche entró a envolverme. Pensé nuevamente en la maldad que parecía cobrar vida en la ciudad al caer el sol, y cómo la mayoría de la gente decente pretendía dejarla fuera tirando de un cordel, como si algo tan simple como una tela brocada pudiera mantenerla alejada. ¿Qué me había dicho Charles aquella noche en su estudio? Que no miraba por la ventana debido a la oscuridad. Es como si todo lo malo estuviera mirando hacia el interior de mi casa. Dentro de mí. Sus palabras resonaban con una claridad cristalina en mi memoria, y ahora las entendía.
Jamás había sido supersticioso, pero de nuevo me encontré pensando en la maldad que había hecho presa últimamente del alma de tantos hombres. Londres nunca había sido una ciudad falta de crimen, pero este año había habido tanta violencia sin sentido que me hubiera perturbado aun sin estos dos protagonistas. Algo estaba alcanzando el alma de los hombres y sacando la oscuridad oculta en ella, dejándoles perplejos ante sus propias acciones mientras les guiaba hacia la horca.
Me alegré de haber apurado el decantador de brandy la víspera, porque de lo contrario me habría servido otra copa generosa para alimentar mi valor antes de aventurarme en aquella tupida noche. Estaba decidido a encontrar al sacerdote, pero mentiría si dijera que mi corazón no tembló un poco al salir al frío.
Dieron las diez mientras caminaba por las calles de Bluegate Fields, cada vez más familiares para mí, con el abrigo bien ceñido al cuerpo. Elegí con cuidado un callejón entre dos de los antros donde había visto al sacerdote las semanas anteriores, y esperé entre las sombras, oculto en la oscuridad. Hacía frío y la piel me picaba, pero sabía que la verdadera causa era la cercanía del opio. Mi fuerza de voluntad era férrea, y estaba decidido a no ceder al ansia aquella noche, pero tampoco podía seguir negando que mi cuerpo había desarrollado una querencia especial hacia la amapola.
No era una noche gélida, pero un aire frío lo invadía todo y conforme avanzaban las horas, mis pies se iban congelando dentro de las botas, y a pesar de que llevaba sombrero, guantes, bufanda y abrigo, me quedé helado hasta la médula. De pie en la oscuridad, empecé a sentir como si fuera completamente invisible para el mundo que había al otro lado de la pequeña puerta olvidada que me ocultaba. De vez en cuando, oía los pasos irregulares y las risas de hombres y mujeres que volvían ebrios a la pocilga que llamaban hogar, aunque fuera por una noche, pero los que pasaban junto a mí ni siquiera volvían la cabeza para mirarme.
¿Ocurriría lo mismo con Jack y con el Asesino del Támesis? ¿Acaso no se estremecía nadie al pasar por delante de los escondites de aquellos dos hombres tan peligrosos? ¿No sentían esa mirada asesina, evaluando su potencial como víctima antes de decidir si les dejaban seguir viviendo o no? Pero basta ya de instinto, pensé, al escuchar a otro individuo mal calzado avanzar a trompicones, farfullando algo incoherente para sí.
Por primera vez en mi relación con los barrios bajos de Londres, me sentí más como cazador que como presa. Había algo poderoso en estar escondido, oculto. Las calles volvieron a quedarse en silencio y me arrimé contra la pared irregular, intentando detener el rechinar de mis dientes que sin duda debía de ser lo suficientemente audible como para atraer a todo tipo de rufianes. Aunque desde mi escondite en la oscuridad tuviera ilusiones de poder, solo eran ilusiones; no llevaba arma, no era como Jack, que iba armado con un cuchillo y dispuesto a destripar a alguna desgraciada; tan solo era un tipo cansado de mediana edad y de clase media, vencido por su propia curiosidad, y que buscaba una respuesta que le permitiera dormir.
Respiré por la nariz y seguí esperando, sin saber exactamente cuánto tiempo llevaba allí, pero sin querer encender una cerilla para ver la hora en mi reloj de bolsillo. Los que frecuentaban los antros de opio debían de estar ya sobre los catres, sumergidos en su estupor, o quizás prefirieran ir de un local a otro por las calles más concurridas. Pero no creía que fuera el caso del sacerdote: aunque tuviera un brazo atrofiado, no me parecía el tipo de hombre que temiera a nadie —ni a nada— que merodeara por los callejones, y menos a mí. Me había quedado bastante claro la noche anterior. Recordé entonces lo rápido que se había movido para deshacerse de mí, y esperaba no tener que echar a correr esa noche. Hacía bastante tiempo desde la última vez me había obligado a hacer un esfuerzo físico, y con el gélido frío atenazando mi cuerpo, no estaba seguro de poder andar, y menos aún correr.
Al final, no tuve que esperar demasiado para descubrirlo. Reconocí sus andares antes de que pasara delante de mí. Su paso caía con una confianza que no tenía el caminar de los borrachos y villanos nerviosos que había visto hasta ese momento. Mi corazón latía tan fuerte que estaba seguro de que él notaría mi presencia, que se volvería hacia las sombras y, con un rugido, me sacaría de mi escondite y me arrojaría al río, o me golpearía hasta quedar inconsciente en aquel lugar dejado de la mano de Dios. Tampoco podía entender por qué creía que un hombre de hábito fuera a ser violento, pero de algún modo, en aquellas semanas cada vez más obsesionado con el sacerdote, se había convertido en algo más allá de lo humano, y nuestro encuentro de la noche anterior había materializado aquella fantasía en mi mente recalentada.
Sin embargo, no se volvió. Vi su sombrero alto y su abrigo encerado apenas un instante al pasar delante de mí. Contuve la respiración y mis músculos gritaron en silencio al empujar cuidadosamente mi cuerpo hacia delante para intentar verle en la oscuridad. El sacerdote estaba unos metros más allá, pero a pesar del miedo a perderle de nuevo, esperé unos segundos más antes de empezar a seguirle. Si me acercaba demasiado, sabía que me oiría o notaría mi presencia, de modo que avancé lo más sigilosamente que pude sobre los adoquines, respirando a bocanadas superficiales, diluyéndose mi vaho en la densa niebla. El invierno no era mi estación preferida; sentía el alma pesada, pero aquella noche agradecí la humeante neblina que me permitía avanzar como un fantasma sin perder de vista a mi objetivo.
Se detuvo y entró en otro antro, y tras una visita de apenas diez minutos, volvió a salir con la cabeza baja y siguió su camino. Aquella noche los antros debían de estar tranquilos, y las entrañas se me estremecían de ansiedad al pasar por delante de las puertas que normalmente atravesaba. Me prometí algo de opio al día siguiente, pero por ahora tenía que mantenerme alerta.
Recorría las calles, adentrándose en callejones tan estrechos que apenas podían pasar dos hombres a la vez, y en los que la oscuridad era tan cerrada que prácticamente desaparecía de mi vista, dejándome a merced de mi oído. Sus pasos sonaban como golpes amortiguados, mimados por el chapaleteo del agua y el crujir de la madera, y comprendí que estábamos cerca del río, junto a los muelles.
Por fin se detuvo delante de un edificio de viviendas decrépito e inclinado sobre el de al lado como si lo necesitara para no derrumbarse. De la parte de arriba salían silbidos y risas, voces inconexas y ásperas que podían pasar rápidamente del humor a la agresividad. Había oído voces así antes, voces colmadas de ginebra y afiladas por las penurias: gente que cambiaba de humor en un segundo.
El sacerdote atravesó la entrada y la puerta se cerró a su espalda, ocultándole de mi vista mientras subía una estrecha escalera. No temía quedarme fuera, la puerta apenas se sostenía en sus bisagras, y en edificios como aquel, donde alquilaban habitaciones individuales por noche o por semana, no había nada para asegurar la entrada. Vivíamos en una ciudad peligrosa. Solo los más duros sobrevivían, e incluso cuando lo lograban, no era en las mejores condiciones. Quienes acababan en Bluegate Fields no alquilaban por año, porque no había garantía de que su vida durara tanto.
Levanté la mirada hacia lo alto del edificio con la esperanza de que las habitaciones del sacerdote dieran a aquel lado. No podía arriesgarme a seguirle por las escaleras, me habría descubierto al instante y no quería enzarzarme en una pelea en un lugar como aquel. Al fin y al cabo, solo quería hablar con él, no le acusaba de nada.
Observé las ventanas, fijándome en las que estaban a oscuras hasta que por fin una del segundo piso se iluminó con la luz de una lámpara o una vela. Aguardé un instante para registrar su ubicación en mi mente y, con el corazón en la garganta, entré en el edificio.
Aunque no hacía calor, había una humedad en aquel pequeño vestíbulo que solo podía venir del hacinamiento de muchos cuerpos en un mismo espacio durante demasiado tiempo. La brisa nocturna entró por mi espalda, pero no logró deshacer el hedor a sudor rancio y humo de lumbres mal encendidas, olores que estaban incrustados en el tejido de lugares como aquel. La escalera era estrecha y la barandilla endeble, pero subí con paso firme, manteniendo la cabeza gacha y escuchando los ruidos de la vida a mi alrededor llenando el aire frío. Oía bebés llorando y mujeres arrullándolos como podían, y me pregunté cuántas familias vivirían allí, metidas en una o dos habitaciones, rezando por tener suficiente dinero a la semana siguiente para pagar a quienes vivían a su costa, caseros anónimos que trataban por medio de abogados y que vivían en casas mucho mayores y más cálidas, contando sus peniques conseguidos a base de malas artes.
Afortunadamente, pensé, el sacerdote vivía en el segundo piso. Por mucho que compadeciera a aquella gente condenada a vivir en lugares tan miserables, sabía que tenía mucho que temer de algunos de ellos. Mi pobre atuendo apenas disfrazaba mi origen, y mi ropa, por muy sucia que estuviera, era de mucha mejor calidad de la que cualquiera de ellos pudiera aspirar a tener. Las situaciones terribles generaban acciones terribles, y no me cabía duda de que en aquel edificio había mucha gente dispuesta a robarme y olvidarse de ello a los diez segundos.
Afortunadamente, alcancé la puerta sin que nadie me viera. Levanté la mano dudando si debía llamar sobre la madera descuidada, pero antes de que mi guante rozara la puerta, esta se abrió y me encontré de nuevo cara a cara con el misterioso desconocido. Me miró con ojos que parecían pozos oscuros de carbón brillante.
—Por un instante pensé que se había equivocado de habitación, Dr. Bond. Y ese error podría ser letal en Bluegate Fields.
—¿Sabía que le estaba siguiendo?
Se encogió de hombros y dio un paso sigiloso hacia un lado para dejarme entrar. De repente me sentí como un estúpido. Iba tan confiado, imaginándome como el cazador en aquellas calles llenas de maldad, y en todo momento me había manipulado como a una marioneta. Había hecho exactamente lo que esperaba de mí.
—La mayoría de las personas son predecibles —dijo el sacerdote, como si respondiera a mi pensamiento silencioso. Cerró la puerta a mi espalda y me quedé observando la pequeña habitación. Había una cama en el rincón apenas cubierta con mantas, una silla y una mesita. A diferencia de las ventanas rotas del vestíbulo, las del sacerdote al menos estaban enteras. En la chimenea ardía un pequeño fuego, lanzando espirales de humo que bailaban en una niebla inquietante por la habitación.
—Siéntese. —Hizo un gesto con la cabeza hacia la silla y tomó asiento al borde de la cama. Tenía el abrigo puesto, pero su pesado crucifijo brillaba a la luz de la lumbre y de las velas que había encendido antes de mi llegada. Lo observé mientras él me observaba a mí, hasta que finalmente me quité el sombrero y lo dejé sobre la mesa. Se quedó mirando mi cabeza— o, mejor dicho, alrededor de mi cabeza —luego respiró profundamente y desvió la mirada. ¿Qué habría visto? ¿Qué visiones habría creado su mente? Había tomado la droga, y mucha más de la cantidad con la que yo había experimentado. Comprendí entonces que aquella era la razón por la cual sus ojos parecían tan oscuros: tenía las pupilas tremendamente dilatadas.
—Debe usted decirme por qué está obsesionado con el Asesino del Támesis —dije—. Si sabe usted algo, debe compartirlo con la policía. Tienen pocos recursos y…
—¿Debo? —dijo, interrumpiéndome—. ¿Me sigue hasta aquí y me dice lo que debo hacer? —De nuevo escuché un gruñido en su voz que me recordó al inspector Moore. Ambos eran de una madera más áspera que yo—. Es usted quien está obsesionado, doctor.
Me observó con mirada amenazante y me quedé en silencio durante un rato, hasta que por fin dije:
—Tiene razón. Es posible que lo esté. Otros creen que Jack el Destripador es el asesino más aterrador que anda por las calles de Londres este año, pero yo no. Y no lo entiendo: soy un hombre razonable, un hombre de ciencia, y sin embargo… sin embargo estoy atenazado por un miedo que me quita el sueño, y tiene que ver con este caso, de eso estoy seguro. Si al menos pudiera encontrar algo, una pista, cualquier cosa que ayudara a la policía a dar con él, entonces tal vez recobraría el sueño y la tranquilidad.
Aunque no tenía intención de reprimirme ante él, me sorprendió la sinceridad de mis palabras. Mi honestidad debió de tener cierto efecto, porque el sacerdote perdió toda agresividad. Sus hombros se relajaron y acunó su brazo atrofiado con el fuerte. ¿Le molestaría?
—Quizás pueda traerle algo para el dolor, si…
—Su policía no puede encontrar a este asesino. —Escupió las palabras—. Ni siquiera entienden lo que están buscando. —Me miró—. Y no deberían intentarlo, porque es un camino sin retorno.
—¿Qué es lo que sabe? —Me acerqué hacia él—. ¿Qué es lo que busca? ¿Es algo que hay en sus visiones?
Su rostro curtido se arrugó en una sonrisa.
—Suena usted como un loco. ¿Está usted loco, Dr. Bond?
—¿Qué busca? —repetí—. Si no me lo dice, no me quedará otra opción que traer a la policía para que le hagan unas preguntas. —No era mi intención amenazarle, pero tampoco se me ocurría otra forma de obligarle a hablar.
—¿Cree usted que vivo aquí? ¿Cree que le dejaría seguirme hasta mi casa?
Me encogí de hombros. Tal vez no alquilara aquella habitación, y si lo hacía, podía dejarla rápidamente.
—Les hablaría de los antros de opio, de que va allí a observar a los soñadores.
—Estudio a todos —interrumpió—, en todas partes.
—Es posible, pero necesita los antros para tener visiones. Si hago que la policía los vigile, darán con usted y le detendrán.
—Me temo que no sería demasiado buen asesino con esto —dijo alzando el brazo atrofiado.
—Pero podría ser un buen cómplice. Están cansados y desesperados, y le interrogarán.
Nos observamos mutuamente, y en medio de ese juego silencioso de gato y ratón, noté un cierto cambio en él. Parte de su desdén había desaparecido; no todo, pero parte.
—Creo que usted está también cansado y desesperado —dijo finalmente, y no pude evitar reírme.
—Lo estoy, Padre. Lo estoy.
—No me llame eso.
—Pero si es usted cura. —Señalé su alzacuello—. A menos que sea alguna clase de disfraz. Debo confesar que no reconozco la orden, pero…
—No la reconocería. Soy jesuita, de Roma, de una pequeña congregación elegida y formada para nuestra vocación desde la juventud. Eso es todo cuanto necesita saber.
—¿Y su vocación le ha traído hasta aquí, a buscar al hombre que está asesinando a esas mujeres?
Giró la cabeza para mirar el fuego y me fijé en una larga cicatriz que recorría un lado de su cuello, desde detrás de la oreja hasta perderse bajo el sucio alzacuello.
—El Jack que buscan, ese asesino de mujeres rabioso, no es nada. Es solo un efecto. Lo que busco, la cosa que busco, siembra el caos y la maldad a su paso, y los esparce por toda la ciudad como esta niebla asfixiante. Se mueve por el agua del río, y destruye el alma de los hombres. —Ya no había brutalidad en su voz: sus palabras sonaban dulces, y la cadencia extranjera de su tono era como música.
—Querrá usted decir hombre —dije—. Sin duda un tipo monstruoso, pero es un hombre a fin de cuentas. ¿Cree usted que se esconde en los antros de opio?
—No sabe usted nada —repitió. De repente se volvió a mirarme y sus labios se encogieron en una mueca—. Está usted ciego. —Con su mano buena, señaló mi ropa—. Se cree muy listo; cree que sabe esconderse… ¿con este patético disfraz? Es usted un necio. La criatura que busco, lo que la gente de las tierras del Este llama Upir, se esconde durante años, se hunde en el fondo del río entre algas estancadas hasta que vuelve a estar hambrienta. Nunca parará.
Mi corazón latía acelerado y aunque el fuego era pequeño, sentía mi rostro ardiendo. Aquel sinsentido no era lo que yo esperaba.
—La he seguido por toda Europa —prosiguió el sacerdote—. Apenas he descansado. He estudiado el daño que ha hecho a su paso, y ahora estoy aquí, donde ha decidido detenerse, en la cuna de su huésped.
—¿Su huésped? —El alma se me cayó a los pies. Había seguido a este hombre de la Iglesia con la esperanza de que me condujera hasta el loco, pero no esperaba que él mismo lo estuviera. Tantas expectativas para nada. ¿Era siquiera sacerdote? ¿O formaba todo aquello parte de un ridículo delirio?
—Está unida a un hombre, por supuesto —dijo.
—Por supuesto… —Me preguntaba si él podría percibir el agotamiento en mi voz. Estaba conversando con un lunático. Quería marcharme, y fui a coger mi sombrero.
—Pero no es visible a simple vista… a menos, a menos… —Se frenó al encontrarse sus ojos con los míos—. A menos que tenga usted un don para ver, y aun así necesita del opio para tener las visiones… o a menos que esté usted marcado para morir.
—Vaya criatura… —dije.
—¿Lo ve? —Sonrió—. Ahora cree usted que estoy loco, y así es como debería ser. Vuelva a sus fríos cadáveres, Doctor, y déjeme hacer lo que me han enseñado a hacer.
Me puse en pie, aliviado ante aquella oportunidad para marcharme.
—Siento haber interferido en su velada —dije, asintiendo secamente.
Él no se levantó pero inclinó la cabeza en respuesta a mi gesto. Sus ojos aún ardían, y me inquietaba el hecho de que pareciera tan cuerdo. No tenía ninguno de los tics o movimientos de ansiedad habituales en los enfermos mentales. Me pregunté qué le había conducido a ese estado. ¿La droga que le daba Chi-Chi? Ya no volvería a los antros aquella noche. No me apetecía el opio. Era como si el sacerdote lo hubiera manchado con sus locos pensamientos. Deseaba la comodidad de mi casa y la seguridad de lo conocido, aunque eso supusiera quedarme mirando al techo mientras el sueño me evitaba.
—Dr. Bond —dijo, justo cuando empezaba a abrir la puerta y mi mente ya estaba pensando dónde encontrar un carruaje en medio de un barrio desconocido como aquel. Había seguido al sacerdote sin fijarme demasiado en el camino, y lo único que sabía era que estaba en una zona indeseable cerca del río. También me preguntaba si debía hablar con el inspector Moore acerca del incidente: pero ¿cómo explicarle de qué forma le había encontrado? Quizás me conviniera más guardarme aquel decepcionante encuentro.
—¿Sí?
—Estará detrás del hombre —dijo, con una voz de nuevo mesurada y suave—. Entre él y su sombra… en un lugar que ese hombre casi puede ver, pero no del todo. Y le volverá loco. Se lo garantizo.
Nos quedamos mirando durante un instante, y luego le di la espalda y me marché. No tenía nada más que decir. Deseé que el decantador de casa estuviera lleno de brandy. Si había una noche en la que necesitaba un trago, era aquella.