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Londres. Octubre de 1888
AARON KOSMINSKI
Las calles, frías y húmedas, empezaban a vaciarse de los policías uniformados que habían invadido Whitechapel en los días previos, pero una tensa excitación flotaba aún en la niebla, que seguía avanzando. Miles de panfletos y folletos buscando información ensuciaban las calles ahora, pisoteados y mezclados con el polvo y el barro hasta que apenas se distinguían. Eso sí, la gente seguía hablando de su contenido, la búsqueda de Jack y sus espeluznantes souvenirs, aunque no se hubiera descubierto ningún resto cruento en el registro exhaustivo de sus casas.
Aaron tampoco salió mucho de casa durante el registro. Matilda creyó preferible que permaneciera allí. No era ningún secreto que estaban enviando cientos de cartas y notas acusadoras anónimas a la policía. Aaron apenas había trabajado en dos años, y en las casas y las calles atestadas era conocido como un tipo «un tanto raro» —siendo esta la más amable de sus varias descripciones— así que, tras mucha conversación susurrada entre Morris y Matilda, decidieron convencerle para que se quedara en casa a ayudar con los niños.
No le importó en absoluto. Salir a la calle era algo que él mismo (o el horror dentro de su cabeza) se obligaba a hacer, por mucho que lo odiara, para intentar encontrarlo. Aunque tampoco se sentía mucho más seguro confinado en sus habitaciones, incluso después de que la policía registrara meticulosamente las calles del vecindario. Además, en el caso de que encontraran a su «Jack» no darían con lo que a él le aterrorizaba. Jack era solo un efecto secundario del caos que rodeaba a la criatura, la maldad tras la que se ocultaba. En aquellos días, dondequiera que fueras en Londres encontrabas peleas y grosería. Los ánimos parecían pólvora seca a la espera de una chispa para encenderse. Quizás fuera más evidente en la vida difícil de las zonas deprimidas y mal iluminadas como Whitechapel, pero él podía percibir cómo sus tentáculos se extendían a las grandes casas de los ricos, donde bullía de manera más sutil. Odio; violencia; maldad, todo ello moviéndose a través del agua.
Deseaba ver más y sentir menos. ¿Para qué servían todos aquellos horribles retazos de pensamiento, tantas horas de miedo? No tenían otro propósito que alimentar la convicción de sus hermanas de que estaba loco. Y quizás lo estuviera. Sus manos no dejaban de temblar y apenas dormía. Y aunque alguien le contratara, ¿quién se fiaría de él con una navaja de afeitar?
—¿Qué les dijiste?
Sabía que Matilda estaba detrás de él, en el umbral de la puerta, incluso antes de que empezara a hablar. Podía sentir sus ojos sobre la espalda, observándole con una mezcla de preocupación y reproche. Se estaría limpiando las manos en el delantal. Casi podía oír el roce de su piel contra la tela desgastada. A ella no le importaba lo que le hubieran preguntado, eso ya lo sabía. Lo que importaba eran sus respuestas. Todos conocían las preguntas: la policía había hablado con cientos de hombres en su laborioso registro de Whitechapel, y siempre buscaban lo mismo (horarios, lugares, hábitos) mientras otros agentes miraban debajo de las camas, revolvían cajones y examinaban cuchillos.
Aaron se encogió de hombros. Apenas recordaba lo que había contestado. Estaba seguro de haber respondido a sus preguntas de manera perfectamente adecuada, aunque también sabía que ellos no prestaron atención a sus mesuradas palabras, sino a sus tics nerviosos, sus manos temblorosas y sus ojos cansados y perdidos. Sabía que les consideraban sospechosos pero ¿qué podía decir? ¿Que estaban en el mismo bando en aquella lucha? Podía sentir el terrible mal que acechaba en el corazón de la ciudad, y quería dar con él, tanto como ellos querían encontrar a su efecto secundario. El tal Jack. Pero en cuanto abriera la boca, le internarían en Colney Hatch. Tal vez debería estar allí, y quizás encontraría algo parecido a la paz en aquel lugar.
—Simplemente contesté a las preguntas —dijo.
—Bien —asintió Matilda, aunque sonaba poco convencida. Sabía tan bien como él que aunque la policía no hubiera encontrado nada remotamente sospechoso en sus habitaciones, no dejaría de observarle.
—Me hicieron escribir algo —añadió.
—Eso lo hicieron con muchos hombres; es lo que dice Molly, la de abajo. A su Harry también. —Matilda tenía un acento fuerte, pero en aquellos años en Londres había adoptado los patrones del idioma local. Ahora era una extraña mezcla entre su viejo país y el nuevo, y eso hacía que Aaron se estremeciera: el pensar en su viejo país—. Pero si me preguntaran a mí, diría que se fue de aquí hace tiempo. No lo encontrarán.
Aaron no se giró, y tras unos instantes, ella suspiró y volvió a la cocina. Él siguió mirando por la ventana mientras se rebañaba las uñas sucias, intentando dejar de temblar. Tendría que lavarse más tarde, Matilda insistiría en que lo hiciera. Pero el agua le irritaba. Le hacía pensar en el río. Y eso a su vez le llevaba a pensar en la sangre de Betsy, hacía ya tantos años, cuando eran pequeños, en la cama.
Un río estancado de sangre oscura, fría y húmeda: eso era lo que inundaba su cabeza la mayoría de los días, destrozándole el cráneo.
Tal vez todo aquello no fuera más que locura, después de todo.