12
Londres. Octubre de 1888
DR. BOND
No estaba del mejor humor cuando llegué a las obras de Scotland Yard, pero mi ánimo no hizo sino empeorar con el ambiente que allí encontré. Era inquietante, cuando alguien hablaba solo se oían murmullos, y en la niebla de la noche los pocos agentes que Moore llevaba consigo se movían como fantasmas, apareciendo y desapareciendo de la vista conforme Charles y yo nos adentrábamos en el edificio a medio construir.
Bajamos nuevamente al sótano iluminándonos con velas, y en aquel opresivo espacio subterráneo las figuras esparcidas entre las paredes y los rincones parecían exacerbar aún más la oscuridad de las sombras. Empecé a temblar, y no solo de frío.
—¿Es este el perro? —dije. Era una pregunta obvia, pero había que romper el silencio con algo que no fuera un susurro.
El pequeño terrier caminaba de un lado a otro, con el rabo hacia abajo, y me pregunté si él también percibiría que había algo anormal en el aire aquella noche. Levantó la mirada, gimoteó y luego gruñó.
—Creo que no le gusta la oscuridad —dijo Moore—. Esta noche no está tan confiado. —Se agachó para dar unas palmaditas en la cabeza a la criatura, en un gesto que me sorprendió, pues nunca había tenido a Moore por un hombre cariñoso. Parecía básicamente un ser pragmático. Aunque todo el mundo aseguraba que era un detective excelente, dudaba que alguno de los casos que le encomendaban le afectara a nivel personal. Pero quizás fuera un juicio demasiado apresurado. Si de verdad le afectaba emocionalmente, entonces lidiaba con sus emociones mucho mejor que otras personas, incluido yo mismo, últimamente.
El perro empezó a gimotear de nuevo, y Moore lo soltó de la correa.
—A ver qué encuentras esta vez —dijo—. Si me traes la cabeza, mañana mismo te hago inspector.
La brusquedad de Moore era un alivio en aquel ambiente enrarecido que no dejaba de insinuar algo imperceptible. De repente, me vino a la memoria la extraña visión que había tenido bajo la influencia del opio, en la que algo acechaba en la oscuridad, pero me la sacudía de encima rápidamente, no solo por lo desagradable de la visión, sino por el mono de opio que traía consigo.
—Allá va —murmuró Charles observando cómo el perro iba de un lugar para otro, con el morro pegado al suelo y sus cortas patitas temblando ligeramente. Charles parecía ajeno a la atmósfera casi sobrenatural que nos rodeaba, y entonces deseé poder ser tan optimista como él y sacudirme todo el cansancio y la melancolía. Aquella semana había sido más agitada debido a la investigación del torso que se había podrido tan cerca de donde ahora estábamos, y al tiempo malgastado en los huesos hervidos que encontraron en las vías del tren. Estos últimos al principio parecían una pista de otro espantoso asesinato, pero al examinarlos, no nos cupo duda de que pertenecían a un oso. Eso sí, los reporteros se sintieron decepcionados por la noticia, lo cual me hizo reflexionar sobre el febril entusiasmo por la sangre que inundaba las calles de la ciudad aquel año.
El perro se paró a los pies de Charles y, soltando un ligero gruñido, dio un brinco hacia atrás.
—Estos pies no son lo que andamos buscando —dijo Charles, arrimándose a la pared para dar más espacio al perro, y provocando una ola de risas entre todos nosotros. Ante la insistencia de Mary, aquella semana había cenado dos veces más en casa de Charles y su familia, y me alegraba ver a mi amigo de mejor humor. Eché de menos a Juliana y a su joven acompañante, que habían ido a Bath a pasar unos días; la compañía de la muchacha era encantadora, y la exuberancia de su juventud le hacía bien a mi alma, aunque parte de mí también la envidiaba.
Así las cosas, había pasado solo tres de las últimas diez noches en los antros de opio de Bluegate, donde satisfice tanto mi ansia de droga como la necesidad de buscar al desconocido del abrigo oscuro, pero en ninguna de esas ocasiones le vi. Después de recordarle de la investigación de Rainham, me había quedado con una sensación de frustración.
Moore tosió de repente, apenas un breve espasmo, pero me sobresalté un poco, y mi leve movimiento fue suficiente como llamar la atención del inspector Andrews.
—¿Está usted bien, doctor? —preguntó—. Está pálido.
A pesar de la penumbra, podía verle observándome con una mezcla de preocupación y curiosidad, y forcé una sonrisa.
—Para serle totalmente sincero, al igual que al perro, no me gustan demasiado los espacios pequeños sin luz natural.
Me devolvió la sonrisa y la respuesta pareció satisfacerle, pero sus ojos no se apartaban de mí, y me pregunté qué estaría pensando. ¿Acaso mi comportamiento se había vuelto extraño? ¿Acaso era tan evidente mi creciente mono de amapola?
—Está escarbando —dijo Charles rompiendo el momento, y todos nos volvimos a mirar. El perro estaba frenético: no podía evitar su instinto.
—Ahí es donde encontramos la pierna. —Andrews miró a Moore—. Quizás quede algún rastro de olor.
Moore no dijo nada. Su mirada estaba clavada en el terrier, que parecía haber perdido cualquier interés por todo lo que no fuesen los secretos que guardaba el suelo. El terreno parecía duro, aunque cada vez que escarbaba con las patas levantaba pequeñas nubes de polvo, y así seguía cavando, decidido.
Nos quedamos mirando en silencio, cada vez con más expectación. No era simplemente un animal confundido por un olor; el perro cavaba con ganas. El corazón me latía con fuerza. Estaba convencido de que aún quedaban restos de nuestra misteriosa mujer por descubrir en aquel lugar. Tras varios minutos de creciente tensión, algo que no era la oscuridad apareció a la luz de la vela que sostenía Moore sobre el animal. Eran dedos, doblados como si estuvieran escarbando para salir de la tierra.
—¡Ha encontrado algo!
De repente, toda la quietud y el silencio se convirtieron en frenética actividad. El perro estaba ansioso por recuperar su premio, pero se lo llevaron arriba, donde esperaba el reportero. Moore y Andrews se agacharon junto a la tierra removida y excavaron el resto: era un brazo, seccionado a la altura del hombro, igual que el que se había encontrado en la orilla del río.
—¿Cuánto más abajo? —preguntó Andrews después de que nos quedáramos mirándolo unos instantes.
—Unos veinticinco centímetros —dijo Moore.
Examiné el suelo a mi alrededor. La tierra estaba dura, y bastante apelmazada.
—Entonces es que lleva ahí bastante tiempo.
—Tenemos que comprobar si se corresponde con el resto del cuerpo —dijo Moore. Charles dio un paso adelante.
—Me lo llevo yo y lo hago ahora mismo.
—Gracias —dijo Moore.
—No es necesario que vengas, Thomas —dijo Charles—. Todos sabemos cuál es el resultado más probable. No hace falta que estemos los dos.
Tenía razón. Todos sabíamos que seguramente la comprobación sería un mero trámite.
—Traigan más hombres —gruñó Moore—. Quiero encontrar la maldita cabeza.
Resultó que, cuando llegaron más hombres a la escena, Smoker parecía negarse a seguir la búsqueda y se quedó sentado obstinadamente junto a su amo. Me pregunté entonces si quizás habría encontrado ya todos los tesoros que el suelo nos iba a proporcionar; desde luego, no creía que el asesino hubiera dejado la cabeza allí: la cabeza era una pista, y aunque el asesino estuviera provocando a la policía al dejar los restos humanos en aquel lugar, dudaba mucho que quisiera que lo atraparan tan pronto. Después de examinar el terreno del que habían sacado el brazo, volvimos al aire frío y húmedo de la noche, dejando al nuevo relevo de agentes con la misión de seguir rastreando la escena. Andrews y yo nos quedamos fumando con el inspector Moore.
—Ambas extremidades podridas en el suelo —murmuré. La niebla se había ceñido sobre la ciudad y parecía una mortaja, separando de la vida que llenaba las calles a quienes tratábamos con la muerte—. Llevan semanas allí, y sospecho que el torso también, por mucho que el Sr. Windborne insista en decir lo contrario.
—Traer el cuerpo hasta aquí pasando desapercibido —dijo Andrews—. ¿Cómo es posible?
—Las vallas de la entrada de Cannon Street parecen fáciles de escalar —dije, aunque luego añadí—, quizás no para mí, pero sí para un tipo más joven.
—Es posible que nuestro asesino sea uno de los obreros —dijo Moore, expulsando el humo—. Vienen y van, y tienen fácil acceso al sótano. El torso en sí sería voluminoso, pero pudieron envolver el brazo y la pierna y después pasarlos como herramientas. Si no el asesino, quizás sea un cómplice. Mañana volveré a tomarles declaración.
—¿Qué piensa, doctor? A usted se le dan bien este tipo de cosas. —Sus ojos parecían piedras afiladas en la oscuridad. Tenía razón: yo poseía un instinto especial para leer la mente de personas violentas a través de sus actos. A menudo me preguntaba, cuando yacía insomne sobre mi cama, si aquel «don» no sería la raíz de mis problemas. Porque a veces veía el mal con demasiada claridad.
—Dudo que el tipo al que buscamos dejara pruebas de su crimen en su propio lugar de trabajo. Eso sería una arrogancia rayana en la estupidez: un tipo de locura muy extraño, o quizás sea obra de alguien que quiere que le atrapen. Pero desgraciadamente temo que no nos encontramos ante ninguno de los dos casos. Tampoco creo que tenga cómplices. Dudo que se arriesgara a que otra persona supiese lo que hace, por muy cercana que fuera.
—Eso no me ayuda —dijo Moore—. Tenía la esperanza de que no sugiriera que un desconocido logró meterse en la sede de la Policía para dejar tres restos humanos sin que nadie lo notara.
Sonreí.
—Evidentemente, puede que me equivoque. Es tan solo lo que pienso, no solo hablamos de hechos comprobados.
Un agente de policía surgió de la penumbra ante nosotros para informarnos.
—Todo tranquilo por aquí fuera.
—Bien —dijo Moore—. Esta noche no estoy de humor para ningún reportero sediento de sangre.
—Apenas un par de transeúntes se pararon a mirar —prosiguió el agente—, pero creo que debido más a la curiosidad por el primer hallazgo que por las noticias de los nuevos. Solo tuve que obligar a marcharse a un tipo. Estaba observando fijamente el edificio. Era bastante extraño.
—¿Me está diciendo que un hombre se queda ahí delante mirando la obra y a usted no se le ocurre traerle dentro para que le hagamos unas preguntas? —El tono de Moore se había convertido en una especie de gruñido, lo cual me resultaba comprensible: cualquier individuo que se comportara de un modo mínimamente sospechoso debía ser tratado como tal, especialmente cuando no teníamos ninguna otra pista que seguir. No era fácil perseguir fantasmas.
—Tenía un brazo atrofiado —tartamudeó rápidamente el agente—. Nunca habría podido llevar un torso hasta allá adentro.
Sus palabras me golpearon la cara como si fueran de hielo. ¿El desconocido de Camden?
—¿Cómo iba vestido? —pregunté, incapaz de contenerme. Moore y Andrews se volvieron hacia mí y entonces maldije mi suerte, pero mantuve los ojos clavados en el joven agente.
—No lo pude ver —dijo, aún más nervioso viendo mi interés por esa información—. Creo que un abrigo negro largo. Encerado.
Entonces, ¡era él! Mi corazón empezó a latir fuerte de nuevo. Había estado aquí, apenas unos minutos antes. Si me excusaba ahora, quizás tuviera alguna oportunidad de encontrarle esa noche.
—¿He hecho algo malo? —preguntó el agente, con los ojos pasando de uno de sus superiores al otro—. Si hubiera pensado que… —Sus palabras se perdían en el aire.
—¿Conoce a ese hombre? —preguntó Moore.
—No, no lo conozco —contesté—. Imagino que será un pobre diablo al que le atraen este tipo de sucesos. Probablemente también estuviera en Whitechapel, no me extrañaría. —Intentaba mantener un tono sereno. No quería detenerme a analizar mis razones para ocultar aquello a los dos inspectores, pero me dije a mí mismo que en realidad no tenía nada que decirles, y desde luego no quería que supieran de mis visitas a los antros dé opio.
—¿Dónde le ha visto antes? —preguntó Andrews.
—Si en efecto es el mismo hombre, estaba en el escenario de la investigación en Rainham. Solamente recuerdo el brazo atrofiado.
—Como dice usted, probablemente sea un pobre diablo morboso —dijo Moore. No parecía del todo convencido, pero sabía que su irritación no iba dirigida a mí, sino hacia el joven agente. Andrews seguía observándome.
—Recordar a un desconocido de hace más de un año —dijo finalmente—. Ojalá tuviera ese ojo para los detalles.
—Oh, es la edad —contesté, forzando una sonrisa—. Soy capaz de recordar cosas de hace un año, pero no me pregunte qué cené anoche. ¿Cómo va la investigación de Whitechapel? —En aquel momento, se estaba tomando declaración a todos los hombres de la zona en busca de pistas que condujeran hasta Jack. Por el bien de mis nervios tenía que cambiar el tema de conversación, y Henry Moore mordió mi anzuelo, resoplando burlonamente.
—Quizás hubiera sido más efectivo no aferramos tanto a la ley. Deberíamos haber registrado por la fuerza y no solo con autorización. Le hemos dado mucho tiempo a Jack para cambiar de lugar cualquier cosa sospechosa.
—Aun así —dijo Andrews—, es mejor eso que no hacer nada, al menos, de cara al público.
—Oh, sí —dijo Moore—, por ahora, tenemos a los ciudadanos de nuestra parte. —Humedeció su pipa—. Hasta que vuelva a matar, claro. Entonces, estaremos jodidos.
Después de eso, no había nada más que decir, y los tres nos quedamos unos instantes mirando a la niebla y escuchando el ruido del registro que tenía lugar dentro del edificio que había a nuestra espalda. No encontrarían nada más, estaba seguro. El perro de Waring ya había hecho el trabajo por ellos. Pero ¿qué interés tenía el desconocido en estos casos? ¿Y qué buscaba en los antros de opio?
Tenía que encontrarle.