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Londres. Octubre de 1888
INSPECTOR MOORE
—Veo que los suyos han estado ocupados en Whitehall hoy —dijo Waring, mientras le pagaba al camarero las dos jarras de cerveza—. Bastantes más agentes de policía de los que tendría que haber en ese edificio hasta dentro de un tiempo, ¿eh? —Moore dio un trago sin decir nada, aunque observaba cuidadosamente al tipo delgado mientras se reía de su propia broma.
A Henry Moore no le sorprendió que Jasper Waring quisiera encontrarse con él en el pub de Whitechapel. La policía llevaba tres días registrando la zona —más como un gesto de cara al público, que llevada por cualquier esperanza real de capturar al asesino— y los reporteros inundaban el barrio ávidos de encontrar un atisbo de chisme morboso, cualquier cosa que pudieran publicar acerca de aquellas desgraciadas, su pasado o quienes las conocían. El público estaba sediento de cuanta información le pudieran dar, el hecho de que fuera verdad o no parecía irrelevante. Jack y sus asesinatos habían demostrado, si es que era necesario demostrarlo, que el miedo producía una excitación palpable. Los periódicos estaban haciendo mucho negocio, y evidentemente Jasper Waring querría su lugar en el corazón mismo de todo aquello.
Moore tenía que admitir que Waring era más listo que la mayoría. Poseía un instinto indiscutible para las primicias, y aunque se deleitaba con las travesuras de Jack igual que el resto de su clase, Waring siempre buscaba algo que pudiera reclamar como único. La identidad de «Jack» quería saberla todo Londres, y había periodistas en contacto con la policía que podían conseguir antes que Waring cualquier información. O quizá no.
—¿Han descubierto algo esos sabuesos? —La mirada de Waring era penetrante, pero Moore seguía sin decir nada mientras se bebía la mitad de la cerveza. El reportero pagaría la bebida, era el acuerdo tácito de siempre, y Moore estaba decidido a hacer que valiera la pena haber prolongado su jornada laboral. Estaba cansado, había sido un día frío y frustrante supervisando a agentes y perros mientras registraban las obras del edificio de Scotland Yard en busca de más fragmentos del cadáver de la mujer. Su búsqueda había sido tan estéril como la muy publicitada investigación por las calles de Whitechapel, hasta el punto de que Moore acabó admitiendo la derrota y envió a todos al calor de sus casas, incluido Andrews.
—Este chico no es como Jack, ¿verdad? —Waring sonrió en un gesto que mezclaba ironía y descaro. Moore no sabía si el joven reportero le caía bien, pero le respetaba, y en el pasado habían sido útiles el uno para el otro; de no ser así, se habría ido directamente a casa. Solo Dios sabía lo mucho que necesitaba dormir. Le hacía falta una noche de ocho horas de sueño ininterrumpido, y en los últimos tiempos apenas había logrado dormir cinco o seis antes de tener que salir de su duermevela para volver a jefatura a rastrear más pistas falsas.
Sea como fuere, una vez allí, la pura fuerza vital que rebosaba el Princess Alice en la esquina de Commercial Street le estaba refrescando. Gran parte de las risas estaba ligada con la bebida, y gran parte de la bebida estaba ligada con penurias, pero al menos había risas. Hacía tiempo que llegó a la conclusión de que los londinenses eran gente extraña, gente que nunca estaba tan viva como cuando se encontraba en presencia de la muerte. Los puestos de comida aparecían en los escenarios de crímenes, los teatros callejeros recreaban las muertes de las desgraciadas mujeres: hasta ese extremo llegaba la fascinación por el miedo. Quizás fuera demasiado, pensaba mientras observaba las miradas vidriosas y las caras sonrojadas de quienes atestaban las mesas a su alrededor. Algo pasaba entre la gente de la ciudad, incluso él podía percibirlo. Tal vez fuera una especie de histeria, pero había habido demasiada violencia en las calles de Londres en un solo año. Aquello tenía que parar.
—¿Qué le hace pensar que no es Jack? —dijo, finalmente dirigiendo la palabra a su acompañante. Waring tampoco estaba demostrando demasiada perspicacia: el método de asesinato era tan diferente que, aun siendo espantosos ambos, era poco probable que estuvieran relacionados. El Dr. Bond opinaba que había dos asesinos, y Moore estaba bastante predispuesto a creerlo.
—Para empezar, la carta —dijo Waring—. «¿Juro que no asesiné a la mujer que encontraron en Whitehall?». —Sin duda notó la mirada de desagrado de Moore, porque sonrió al levantar su jarra de cerveza—. Vamos, vamos: llegó a la Oficina Central de Noticias. Era poco probable que se mantuviera en secreto.
—Nos han llegado más de setecientas cartas como esa, y es improbable que ninguna de ellas sea del propio Jack. Simplemente se añaden a la carga de la investigación y a mi falta de sueño. Lo mejor que puede hacer es ignorarlas —dijo Moore con seriedad.
—Mi trabajo consiste en asegurarme de que se publiquen, no en ocultarlas.
—Al menos es usted un cabrón honesto. Tiene algo de razón en eso. —Moore hizo un gesto al camarero para que sirviera dos cervezas más.
—Y los suyos no se han dado demasiada prisa en relacionarlos.
—También tiene algo de razón en eso —contestó Moore—. A menudo los policías también son políticos. En fin, ¿qué cree que puedo hacer por usted exactamente?
—No se trata de lo que usted pueda hacer por mí —dijo Waring guiñándole un ojo—. Sino de lo que yo puedo hacer por usted. —Emitió un silbido agudo y giró la cabeza hacia la puerta. Varios clientes miraron hacia el suelo al ver que algo se movía entre ellos, despertando sonrisas y alguna que otra blasfemia de sorpresa.
El pequeño terrier se acercó y se sentó obedientemente a los pies de Waring.
—Le presento a Smoker —dijo—. Si queda algo de esa mujer escondido en Whitehall, él lo encontrará.
—Ya lo hemos intentado con perros —dijo Moore—. Como sin duda sabrá, me he pasado todo el día rodeado de ellos.
—No lo han intentado con este perro. —El camarero se acercó apresurado y Waring pagó las bebidas. Esperó hasta que se alejara de nuevo y se inclinó ligeramente hacia delante para proseguir—. Si hay algo que encontrar, él lo hará.
Moore se quedó mirándole.
—¿Quiere que deje que su perro registre el edificio de Whitehall?
—No —Waring negó con la cabeza inclinando el vaso hacia Moore—. Quiero que deje que mi perro y yo registremos el lugar. Si no encontramos nada, no habrá noticia. Le doy mi palabra.
Así que aquel era el motivo del encuentro. Pero ¿dejar que un reportero y un sucio terrier entraran en la escena del crimen? ¿Cómo verían eso en jefatura? Los jefes le colgarían. Miró hacia el sabueso de mirada despierta, que parecía observarle directamente, esperando su respuesta. Tenía que admitir que era una mirada confiada. ¿Qué daño podía hacer? Waring y él se entendían; el reportero no le dejaría como un inepto, fuera cual fuera el resultado. Apuró su cerveza. Tampoco tenía demasiado margen de elección. En su extraña relación de dar y recibir, él era quien estaba más en deuda últimamente.
—Mañana, entonces —dijo, poniéndose en pie—. Nos vemos en jefatura a las once y media. Le llevaré hasta allí. Y nada de público. —El perro, Smoker, golpeaba su cola contra las polvorientas tablas de madera del suelo.
—Mañana, entonces —repitió Waring, poniéndose también de pie. El perro miró a su dueño y los dos hombres salieron al frío aire de la noche, con Smoker pisando los talones de Waring.
Moore se dirigió hacia la calle principal, con la idea de coger un carruaje; a diferencia de muchos de los callejones de Whitechapel, Commercial Street estaba bien iluminada y llena de gente.
—¿Quiere compartir carruaje? —preguntó Moore en un gesto de mera cortesía. Podían ser muchas cosas, pero no amigos. Respetaban los límites.
—No, gracias. Smoker prefiere pasear, y yo disfruto de las vistas.
Moore asintió. Aquella era justamente la extraña fantasía que tenían todos los reporteros: creían que las tragedias del mundo eran cosa de otros y que su papel era solamente el de informar acerca de ellas. Evidentemente, algunos descubrían que no era así, y una de esas ocasiones fue la que unió a Waring y a Moore.
—Cuídese —le dijo al ver que un carruaje se detenía y esperaba a que subiera—. Las calles no son amigas de todo el mundo.
—¡Ja! —Waring soltó una carcajada animada—. Dudo que lo sean de nadie, pero no soy el único que las disfruta. Le sorprendería saber a quién he visto deambulando por ellas. Al bueno del doctor, por ejemplo. Aunque intente disfrazarse y pasar desapercibido, yo siempre reconozco a un hombre por sus andares.
Moore esbozó media sonrisa. Tarde o temprano, los hombres siempre se veían atraídos por los barrios bajos, y conocía al doctor. Querría comprender al asesino que acechaba las calles de Whitechapel, y eso implicaba seguir sus pasos. De no haber escogido el camino de la medicina, Thomas Bond habría sido un gran inspector.
Pasado el mediodía, Moore acompañó a Waring y Smoker al sótano, y en apenas quince minutos, ya se había quedado boquiabierto y sin saber qué decir. El propio Waring estaba perplejo. A pesar de sus promesas, el reportero jamás imaginó que obtendrían resultados tan rápidamente.
—Vaya a buscar al Dr. Bond —murmuró finalmente Moore, rechinando los dientes. Sin apartar la mirada del hallazgo del perro, oyó como unos pasos corrían escaleras arriba hacia la calle. El resto de agentes se quedaron mudos, probablemente deseando haber estado con el grupo del Comisario Warren que seguía registrando Whitechapel habitación por habitación, cada vez menos convencidos de poder encontrar algo que les condujera hasta Jack. Pero Moore pensó en enviarlos para allá, viendo lo inútiles que eran en Whitehall.
Cuando llegaron al sótano mal iluminado del nuevo edificio, acercaron al perro al lugar donde se había encontrado el torso. A pesar de la escasa visibilidad, el terrier empezó a escarbar casi de inmediato, a tan solo unas pulgadas de donde habían dejado el paquete. Escarbaba con tal decisión que a Moore se le desbocó el corazón de la expectación. Y no le defraudó el hallazgo del perro cuando lo vio a sus pies.
Arrimó la lámpara: era una pierna humana, seccionada por debajo de la rodilla, con el pie desnudo.
—Le dije que era bueno —comentó Waring.
Moore ignoró el comentario jactancioso del reportero y levantó la mirada hacia el grupo de agentes que había tenido la mala suerte de acompañarles. Aun en la luz polvorienta que apenas disipaba la negrura de aquel sótano claustrofóbico, era imposible no percibir la rabia en sus ojos. Moore sintió como si todos ellos ardieran en el infierno y él fuera el mismísimo demonio.
—¿Por qué no encontramos esto antes? —Nadie contestaba—. ¿Cuántos días hemos perdido rastreando este maldito edificio? ¿Y para qué? ¿Para que el perro ratonero de un periodista nos salve de nuestra propia incompetencia?
—Al menos lo hemos encontrado —dijo Andrews, el único con el suficiente valor como para enfrentarse a la rabia de Henry Moore—. Mejor encontrarlo así que no encontrarlo.
Andrews tenía razón, por supuesto, pero eso no apaciguaba su frustración ni su rabia. También sabía que cualquiera que hubiera estado involucrado en las pesquisas previas se sentiría igual de avergonzado por no haberlo descubierto antes. Si la policía no podía encontrar los restos del cadáver que tenía —literalmente— delante de sus propias narices, ¿cómo podía esperar que el público confiara en su capacidad para capturar a un Jack empañado en llamar la atención? Todo aquello era absurdo, y él no quería formar parte de algo así.
Trató de relajar la tensión en su mandíbula. Lo hecho, hecho estaba. Ahora tenían que pensar en cómo actuar.
—Volveremos esta noche y seguiremos —dijo bruscamente. Una vez concluido su trabajo, el perro estaba más concentrado en reclamar la atención de su amo que en seguir escarbando—. Pero llevaremos la investigación en secreto, ¿entendido? —Miró a Waring—. Y eso va tanto por usted como por ellos. Nada de reporteros atrayendo la atención hacia nosotros, y no quiero que ningún obrero sepa que estamos aquí. Es posible que el asesino esté entre ellos.
—La niebla nos ocultará —dijo Andrews—. Y yo me encargaré de que solo entren los imprescindibles.
—Bien —dijo Moore. Aunque tampoco necesitaban a los imprescindibles; aparentemente todo cuanto les hacía falta era el maldito perro.