Capítulo 8

8

Londres. Octubre de 1888

DR. BOND

Al final, no pude zafarme de la invitación de Charles, pero una vez sentado a la mesa en el calor de su hogar, aún me costaba quitarme de la cabeza Rainham. Desde que lo mencionamos en la morgue, mi mente había estado en otro lugar; apenas había sido capaz de prestar atención al inspector, y menos aún a mi compañero. Rainham. Pero no la investigación en sí, sino el recuerdo de estar hablando después en las escaleras, contemplando el bullicio de Camden.

—Deberías venir más a menudo, Thomas. —Mary sonrió mientras Charles rellenaba nuestras copas—. Sabes que eres bienvenido a cenar siempre que quieras.

—Eres muy amable —contesté, y me sentí aliviado cuando Charles retomó el hilo de la conversación y preguntó a Juliana por sus recientes estudios de botánica. Era aficionada a estudiar y dibujar la vida salvaje. Dejé que su conversación me resbalara, profiriendo pequeños sonidos cuando era necesario, mientras en mi mente volvía a los escalones de Camden, y mi mirada se fijaba en una figura al otro lado de la calle. Estaba completamente inmóvil, y aunque tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo, podía ver el brillo de sus ojos al sol mirando por debajo del ala del sombrero. Nos estaba observando. No me había fijado en ese detalle mientras charlábamos, pues siempre había algún morboso o algún reportero acechando durante la investigación. Lo que sí me llamó la atención fue el aspecto grueso y encerado de su oscuro abrigo. Me chocaba que alguien quisiera llevar una prenda como aquella en un día tan húmedo, cuando la mayoría de gente en su sano juicio querría aflojarse el cuello de la camisa para dejar respirar a la piel. Era alto, y el abrigo le llegaba casi hasta los tobillos. Tenía un brazo metido bajo los pliegues del abrigo, incluso cuando de repente se escabulló y desapareció por un callejón, tal vez al darse cuenta de que le habíamos visto.

Aquel recuerdo se me había perdido —al fin y al cabo, en ese momento no me pareció importante—, pero ahora, ahora sí era significativo. Se trataba de él, estaba seguro. El hombre que vi observándonos durante la investigación de Rainham era el mismo del brazo atrofiado en los antros de opio, pero ¿qué hacía en Camden aquel día? ¿Y por qué miraba con tanta atención? No podía ser una mera coincidencia. Entonces, deseé que mi recuerdo me mostrara algo más de su rostro, y también poder confiar plenamente en mi memoria. ¿No sería que la imaginación me estaba jugando una mala pasada por culpa de mi cansancio? Últimamente, aquel hombre y su evidente búsqueda de otra persona habían despertado mi curiosidad, así que tal vez mi mente lo estuviera trasladando de una parte de mi memoria a otra. Intenté concentrarme en la cena.

—Creo que para un hombre es fundamental tener un propósito, ¿no está usted de acuerdo, Dr. Bond?

Miré a Juliana. En el último año había crecido mucho, y su comportamiento desprendía tal confianza que parecía hecha toda una mujer. Sus ojos eran alegres e inteligentes, y sus rizos castaños y su piel rezumaban salud.

—Creo que es imprescindible —dije sonriendo.

—Por eso estoy tan orgullosa de James. ¡Está logrando tantas cosas, y tiene una mente tan brillante! No me cabe duda de que su compañía será pronto el mayor negocio de importación en todo Londres.

—Suena importante —dije. James Harrington tenía algún año más que los veintiuno de Juliana, pero todavía era un jovencito, un joven bastante apuesto, con una sonrisa encantadora que se torcía ligeramente hacia abajo cuando se sentía observado. No me parecía uno de esos tipos sobrados de confianza que atestaban ahora los clubes de caballeros, siempre compitiendo con los demás en los negocios o el juego. Era un tipo serio— pensé, al ver como un ligero rubor subía por el cuello de su camisa, —un tipo tranquilo por naturaleza. Encajaría bien con la exuberancia de Juliana.

—Juliana —la interrumpió el joven observado—, a pesar de que me encanta la fe que tienes depositada en mí, me temo que me haces parecer demasiado importante. —Harrington le apretó cariñosamente la mano sobre la mesa y luego se volvió hacia mí—. Tuve la desgracia de perder a mi padre el año pasado, justo antes de conocer a Juliana, pero en realidad el éxito del negocio es mérito de él. Me temo que no presté toda la atención que debía a su trabajo mientras él y mi madre aún vivían.

La tristeza brillaba en sus ojos, pero él la disfrazó con una ligera sonrisa. En ese momento le recordé de aquella tarde en los escalones de Rainham. Entonces estaba más delgado y más pálido, y ahora entendía el porqué.

—Desgraciadamente —dije—, tenemos la costumbre de no valorar a los vivos hasta que ya no están entre nosotros.

—Imagino que para usted y para mi padre no será fácil convivir con la muerte —dijo Juliana.

—Cierto. Aunque la alegría natural de tu padre nos mantiene a ambos de buen humor, incluso en los tiempos que corren.

—Pues yo no pienso subestimar a James —declaró ella—. Voy a ayudarle con las cuentas de la compañía y en todo cuanto necesite. Estoy segura de que se me dan mejor los números que a algunos de sus empleados.

—Querida, a veces —dijo Charles, dejando aflorar su orgullo—, me pregunto si no deberías haber nacido niño.

—He de decir —contestó Harrington—, que yo me alegro de que no fuera así.

Todos nos echamos a reír por el comentario, y viendo a la pareja sentí envidia de su juventud y de su ilusión por la vida y por el otro. Ante tanta energía, era difícil no sentirse viejo y cansado, y yo lo estaba. De hecho, al escuchar la conversación de sobremesa, sentí envidia del calor que rodeaba a Charles. Dudaba que en aquella casa hubiera noches de insomnio.

A pesar de que tenía la intención de ir otra vez a los antros de opio a buscar al desconocido del abrigo negro, cuando llegó el plato principal, un corte muy fino de ternera, comprendí lo abandonado que había tenido el apetito recientemente, sobreviviendo a base de queso, pan y embutidos. Mi estómago rugió con fuerza y dos veces, desatando la risa entre los comensales dado el carácter relajado de la velada, y apuré el plato con tal entusiasmo que Mary me sirvió más.

Pensaba marcharme poco después del café, pero Charles insistió en tomar un brandy en su despacho. Dejamos que las mujeres se despidieran de Harrington y cerramos la puerta detrás de nosotros. Charles sirvió dos copas generosas y nos sentamos a ambos lados del fuego, contemplando las llamas durante unos minutos. Cuando el silencio empezaba a resultar incómodo, Charles se giró en su asiento y se inclinó hacia delante.

—Este año Londres está fuera de sí, ¿no crees, Thomas? —Dijo sin mirarme, con los ojos fijos en la chimenea. Hablaba con un tono tranquilo.

Observé como daba un largo trago a su copa antes de probar la mía.

—Creo que podría considerarse una afirmación acertada, sí —dije.

—A veces miro a Juliana y el corazón se me encoje de miedo por ella. —El cuero del sillón crujió al inclinarse hacia delante para rellenar su copa del decantador—. Hay tanta maldad en la ciudad que es como si pudiera palparla. Estamos rodeados de ella.

—Tal vez nosotros lo estemos, amigo, pero creo que tu Juliana está a salvo.

¿Era esa la causa de su repentina melancolía? Aunque había sentido envidia de mi amigo por su familia, tal vez no me parara a pensar en las preocupaciones que conllevaba. Pero no tenía duda de que las mujeres de su vida estaban a salvo de los monstruos humanos que merodeaban por las calles de Londres.

—Ella no está… —traté de dar con las palabras adecuadas—, no está en situación de llamar la atención. Tiene a su hombre y a su familia para asegurarse de que no esté nunca en situación de peligro. —La idea de Juliana paseando por las calles de Whitechapel no me cabía en la cabeza. Ella se movía en ambientes diferentes, tenía un estilo de vida distinto—. Además, es una chica lista —añadí—. Nunca ha pensado de manera infantil. Evidentemente, la vida puede poner cosas inesperadas en nuestro camino en cualquier momento pero ¿el Londres que hemos visto este año? No la tocará. Puedes estar seguro, amigo.

Sonrió tímidamente, pero la sonrisa no alcanzó sus ojos, y al volverse hacia mí me di cuenta de que estaba bastante borracho. Durante la cena me distraje tanto pensando en el desconocido, que no presté demasiada atención al comportamiento de mi anfitrión y creí que su jovialidad provenía de su buen humor habitual. Pero ahora, viéndole en aquel estado, comprendí que su risa había sido un punto exagerada, y su jocosidad algo forzada. Lo observé con atención a la luz temblorosa del fuego. Estaba sonrojado y tenía las pupilas vidriosas.

—Sueño con sangre —murmuró—. ¿Te lo había dicho, Thomas? Todo cubierto de sangre. El mundo se ha vuelto rojo. —Su boca se torció hacia abajo en una dura mueca—. Realmente horrible.

—No me extraña —dije, tratando de reconfortarle—. Con todo lo que ha habido en las noticias últimamente, con la violencia que tiene presa a nuestra ciudad, lo sorprendente es que sigamos funcionando.

A pesar de sus oscuros sueños, envidiaba su capacidad de dormir. Podía sobrellevar las pesadillas, pero aquella extenuación interminable era otra cosa.

—Siempre aparece ella —dijo—. Juliana. En cada sueño.

—Es tu hija, Charles. Es completamente normal que tu mente la disponga en el centro de tus miedos. La mente es un terreno extraño. Mientras duermes, tiene su propia forma de tratar el mundo.

Charles asintió, aunque era evidente que no estaba convencido. Farfulló algo, arrastrando las palabras en un murmullo incomprensible.

—¿Qué has dicho? —pregunté. El cansancio empezaba a volverse arenilla bajo mis párpados, y aunque no me hacía ilusiones de que el sueño fuera a acompañarme por fin aquella noche, mis sentidos estaban adormecidos. Me quedaba poco buen humor o apoyo que ofrecer a nadie, por muy amigo que fuera Charles.

—No me gusta asomarme por la ventana de noche —admitió—. Es por el cristal, y la oscuridad. Es como si todo lo malo estuviera mirando hacia el interior de mi casa. Dentro de mí.

No supe qué contestar, pero sentí un profundo miedo en la boca del estómago. Este no era mi Charles Hebbert, mi alegre colega y amigo. Si sus pensamientos podían alcanzar lugares tan oscuros, ¿qué podía esperar de los míos? Apuré el brandy rápidamente, decidido a excusarme y marchar, cuando de repente Charles dibujó una enorme sonrisa.

—No me hagas caso, Thomas. Estoy bien. Simplemente ha sido un acceso momentáneo de melancolía. ¿Tomamos otra copa? Prometo estar más alegre. —Me dio una palmada en el hombro, avanzando hacia el decantador, sin importarle mi respuesta—. Solo una más, y luego dejaré que vuelvas a casa para meterte en la cama.

Miré el reloj y vi que eran más de las diez. No llegaría a los antros esa noche, desde luego no en condiciones para hablar con el desconocido, caso de encontrármelo. Forcé una sonrisa y acepté otra copa.

Una copa se convirtió en varias, y cuando me levanté del sillón para marcharme era casi medianoche. Charles había sido fiel a su palabra, y la conversación se había vuelto más agradable, girando en torno a la vida familiar, a Juliana y James, y a recuerdos de nuestras aventuras de juventud, pero no pude evitar sentir que todo era hasta cierto punto forzado. Al final, Charles se quedó dormido a mitad de una frase. Le dejé sentado junto al fuego moribundo, y bajé sigilosamente hacia el piso de abajo. A pesar de que había tratado de no seguir el ritmo de Charles bebiendo, mi cabeza también daba vueltas, y ansiaba el momento de tumbarme en mi propia cama, aunque no pudiera dormir.

Cuando alcancé la puerta de entrada, Mary apareció desde la sala de estar. Me sobresaltó un poco, pues pensé que estaría dormida.

—Gracias, Thomas —dijo—. Tienes que volver. Creo que tu compañía le viene bien.

—Puede que no estés tan agradecida por la mañana. Me temo que está un poco perjudicado por el brandy. Le he dejado dormido junto al fuego.

—Yo le cuidaré. —Sonrió ligeramente mientras me pasaba el sombrero—. Siento que te haya tenido hasta tan tarde. Los dos estáis trabajando tanto… Debes de estar muy cansado.

Mi agotamiento y yo éramos uno hasta tal punto que ya resultaba casi gracioso escuchar a alguien mencionarlo de forma tan casual.

—Lo superaré —contesté—, y Charles también.

Afuera, la noche era fría. Una vez muerto el largo y cálido verano, el invierno había hecho presa en la ciudad. Las calles de Westminster estaban tranquilas. Miré hacia la casa y el cristal de las ventanas me devolvió un reflejo negro. Me estremecí y di media vuelta, ciñéndome bien el abrigo.