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Londres. Octubre de 1886
AARON KOSMINSKI
A pesar de que los tres niños inundaban las pequeñas habitaciones con su alboroto y su constante zascandilear desde el amanecer hasta el anochecer, Aaron prefería quedarse con Matilda y Morris en Greenfield Street que irse con Betsy, Woolf y la pequeña Rebecca. Sangre. Después de tantos años, aún no era capaz de mirar a Betsy sin pensar en sangre. Cuando cocinaba para él, se le revolvía el estómago de asco de solo pensar en sus manos tocando lo que comía. No podía entender cómo Woolf era capaz de tocarla íntimamente, en ese sitio, a pesar de lo hermosa que era. Al nacer Rebecca, se inventó una serie de excusas para no tener que ver a la pequeña hasta que no quedara ni rastro de la sangre de su hermana, ni siquiera en el delantal de su madre, que la asistió en el parto. Quería a Betsy, pero no podía sobreponerse a la aversión que sentía por ella.
Tenía que estar en la barbería. Matilda le lanzó una mirada extraña al verle subir por las escaleras de nuevo, tan poco tiempo después de marcharse, pero Aaron se inventó la pobre excusa de que aquel día no había trabajo suficiente para él. Conociendo a Matilda, era capaz de ir a comprobarlo, pero ese problema podía esperar. Además, al final resultó que el quedarse en casa tampoco cambiaba las cosas.
Su mente había estado tranquila desde que huyeron, se habían ido las visiones. Las habitaciones no eran lujosas, pero sí más que suficiente para ellos después de lo de Pale; y con todo lo que había aprendido allí tendría trabajo seguro con varios barberos en Whitechapel Road y sus alrededores. Los ingresos eran escasos, sin duda, pero combinándolos y aprovechando las habilidades domésticas de Matilda, los Kosminski no correrían riesgo de pasar hambre. La vida en Londres era dura, pero había satisfecho sus expectativas después de la larga huida de los pogromos que visualizó en sus violentas visiones. Eran libres, aunque el pasado parecía seguirles como su sombra.
Sombras. Empezó a temblar. La boca le sabía a áspero metal. Miedo. Más que miedo, pavor: un pavor infinito. De pie junto a la ventana, observaba el crepúsculo. El ruido de las calles solía resultarle tranquilizador, y ver gente le infundía seguridad, aunque muchos fueran violentos, criminales o borrachos agresivos. Luego estaba el calor de la comunidad judía, muchos de los cuales habían escapado para asentarse como ellos en la más emocionante de las ciudades. El sufrimiento pasado les unía, y ahora se juntaban a contar historias de su viejo país, aunque los más jóvenes no tuvieran recuerdos de él.
Llevaba su viejo país en la sangre, la sangre corrupta de su abuela. Y al fin, después de cinco felices años de libertad, de nuevo gritaba en sus venas. Algo se acercaba, algo del viejo país se movía a través de Europa como un viento helado. En las últimas semanas, Aaron se había despertado cada mañana con un sabor a podredumbre y a agua estancada ahogándole, y un pavor opresivo que le trepaba hasta paralizarle. Fuera lo que fuese, se trataba de algo antiguo: un parásito que extendería el mal a su paso, infectando todo cuanto tocara. Y nadie lo vería venir.
Se estremeció y miró hacia la niebla marrón que se aferraba a las ventanas. Motas de un amarillo enfermizo relucían tenuemente aquí y allá, como intentando romper la venenosa atmósfera. Deseaba que fuera verano, cuando el día y la noche no se mezclaban bajo la mortaja que envolvía la ciudad la mayoría de los días, dejando entrar poco más que un haz de sol. Era, pensó, como una expresión del espantoso presentimiento que tenía dentro. Cuando le atenazaron las primeras sensaciones de desasosiego un par de meses antes, intentó ignorarlas para que pasaran de largo, y se volcó en el trabajo y en la familia con una energía inusual, hasta el punto de que Matilda se sorprendió ante su disposición a ayudar en todo lo que pudiera. Cualquier cosa con tal de mantenerse ocupado.
Pero ahora las visiones habían vuelto, rápidas y espesas, y el pavor era constante e insoportable. Sangre, oscuridad, hambre, vejez: le paralizaban.
París.
Su cabeza daba vueltas entre imágenes de paisanos franceses, calles adoquinadas, borrachos, vino, alguien tambaleándose, y una piel suave. Y luego la sangre: carnaza.
Quería correr, reunir a los niños y huir, como ya habían hecho antes. ¿Le haría caso esta vez su familia? ¿Dejarían aquella ciudad bulliciosa a la orilla del río, después de hacerse un hueco en ella y convertirla en su hogar?
El río: agua negra, malvada, estancada.
No iría muy lejos del río. Necesitaría el agua.
Trató de alejarlo de su mente, pero sus fríos dedos le atrapaban como un vicio, hincándose en su cerebro.
Su familia no querría irse de la ciudad, y lo que era peor, él tampoco podía hacerlo. Las visiones no se lo permitirían. Y eso era lo que más le asustaba: las visiones seguían ahí como algo escurridizo, algo muerto y húmedo afincado en lo más profundo de su estómago. La última vez, las visiones le dijeron que huyera, pero ahora le exigían que se quedara.