5
Londres. Octubre de 1888
DR. BOND
Eran casi las siete cuando el Dr. Charles Hebbert llegó a la morgue de la calle Millbank, y aunque yo mismo no hacía mucho que había llegado, me alegró tener a mi amigo y compañero de profesión allí. Era un hombre de carácter mucho más jovial que yo, y su presencia disipó inmediatamente la oscura nube que acechaba mi ánimo. Sentado a solas en el depósito, había empezado a sentirme inquieto; no sabía si era por los efectos del opio o si se debía a mi agotamiento por el insomnio, pero el olor y el escenario me resultaban mucho más macabros de lo habitual, y la briosa alegría de Hebbert llegó a tiempo como el tónico que necesitaba.
—¿Qué tenemos aquí? —Se quitó el abrigo y se frotó las manos dibujando una amplia sonrisa, mientras miraba por encima de los biombos de madera que separaban la zona de autopsias del resto de ocupantes de la morgue.
—Madre mía —murmuró, sin perder su buen ánimo—, ¿algún tipo de explosión?
—Una sala de calderas. —No tenía que preguntar qué cadáver le había llamado la atención—. La otra mujer se puso a discutir con su marido cuando estaba borracho y llevaba un cuchillo en la mano. El caballero del fondo se ahorcó después de perder bastante dinero en una partida de cartas. Todo en estas calles.
—Al menos esta vez son vecinos de Westminster y no damas de Whitechapel —dijo Charles, reapareciendo—. Aunque —por primera vez vi que su humor cambiaba ligeramente—, últimamente ha habido tantos asesinatos y tanta violencia en esta ciudad, además de nuestra amiga de Whitechapel, que he empezado a soñar con ello. Quizás debería beber menos café.
—O más brandy —contesté, y al sonreír los dos, la chispa volvió a los ojos de mi amigo. Sin embargo, mi sonrisa era un tanto forzada. Si el comportamiento de la ciudad había empezado a afectar a alguien tan equilibrado como Charles, ¿qué esperanzas podía tener yo de librarme de mi insomnio y mis ataques de ansiedad?
—¿A trabajar? —dijo, y yo asentí. La jornada y el torso no podían esperar.
Una vez eliminados cuidadosamente los restos de alcohol, tanto mi cansancio como la jovialidad de Charles se habían esfumado, y ambos estábamos completamente concentrados tratando de recomponer el rompecabezas de muerte que nos habían traído. Aun después de quitar todas las larvas, la carne de la mujer estaba tan descompuesta que al medir su longitud, su cintura y su pecho, no podíamos discernir si su piel era clara u oscura.
La copia de The Echo en la que la habían envuelto tenía fecha del veinticuatro de agosto, pero no hacía falta mirarla para saber que llevaba muerta al menos seis semanas.
—¿Qué opinas, Charles? —pregunté suavemente—. ¿Fechamos la muerte alrededor del veinte?
—De acuerdo. —Nos miramos de un lado al otro de la mesa—. Aunque, ¿el veinte…? —prosiguió—. ¿Es posible que fuera él?
Cada vez que se mencionaba una muerte violenta aquellos días, no era necesario aclarar quién era él: el veinticuatro de agosto caía entre los dos primeros crímenes de «Jack», el de Martha Tabram y el de Polly Nichols. Era del todo comprensible que la gente pensara que esto podía ser obra suya también; tal vez fuera una conclusión fácil, pero negué con la cabeza.
Aunque no había acudido a la escena de los crímenes, sí había leído los informes acerca del trabajo de Jack. Sus ataques eran más enajenados que este. Además, nuestra víctima estaba bastante entrada en carnes, de modo que comía regularmente, y los pocos órganos que quedaban para nuestro examen, el corazón, el hígado y los pulmones, estaban bastante sanos.
—Está en demasiado buen estado físico como para ser una chica de la calle, y esto… —aparté la mirada de su cuello seccionado mientras lo señalaba—. Esta no es su manera de actuar. —Por ridículo que parezca, me parecía más perturbador que le faltara la cabeza que si aún la tuviera y sus ojos muertos me miraran al examinarla.
—Desde luego se trata de una extraña manera de actuar, la verdad. —Dijo Charles, observando atentamente el gran agujero en la base del torso—. ¿Por qué no cortarle las piernas directamente? Hubiera sido más fácil que hacer esto. Y menos que limpiar después.
El cuerpo estaba cortado varios centímetros por debajo del ombligo, como si un enorme monstruo marino lo hubiera partido en dos.
—Supongo que quería acceder a los órganos internos —los que faltan— y no quería abrirla por el estómago por algún motivo, aunque ¿quién puede razonar los actos de un loco?
—Si hay alguien que pueda hacerlo, Thomas —sonrió Charles—, eres tú.
Me encogí de hombros, algo ruborizado. Charles Hebbert era un excelente cirujano y dominaba con maestría la anatomía, pero no había técnica capaz de trasladar lo que teníamos sobre la mesa de autopsias al funcionamiento de la mente de un hombre.
Sin embargo, para mí, ambos estaban indisolublemente unidos.
—¿Y qué querría hacer con sus brazos y sus piernas? —continuó, frunciendo el ceño—. ¿Dónde están?
Una especie de cosquilleo recorrió mi cerebro. Volví a observar el torso, y el vello oscuro que aún conservaba en los maltratados restos de su axila.
—El brazo —dije alzando la vista, sin respiración—. Creo que ya tenemos uno de los brazos.
Tras un momento de confusión, los ojos de Charles se abrieron de par en par al dar con la explicación.
—¡Claro!
Tres semanas antes, habían encontrado un brazo en el Támesis a la altura de Pimlico, y Charles y yo lo habíamos examinado. Quizás debería —o deberíamos— haber pensado en ello inmediatamente, pero por espantoso que fuera el hallazgo, desde entonces se había derramado tanta sangre que habíamos estado ocupados. Maldije mi cansancio y sus malos sueños.
—Este no es Jack —dije, separándome de la mesa—. Este es el de Rainham. —De algún modo, aquella idea me llenó aún más de temor, porque sin lugar a dudas significaba que había otro asesino acechando las calles de Londres. Un segundo asesino.
Ninguno de los dos dijo una sola palabra durante un buen rato.