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The pale. Marzo de 1881
AARON KOSMINSKI
—¡Fuego!
Aaron Kosminski se incorporó bruscamente en la cama, con la frente empapada en sudor y gritando. Cuando su madre y Matilda entraron, Betsy ya estaba calzándose las botas y cubriéndose los hombros con un chal. Matilda tenía a la pequeña Bertha en sus brazos.
—¡Calla! —dijo—. Como vuelvas a despertar a Morris, no le va a hacer ninguna gracia.
—Ya está otra vez —gruñó Betsy—. Ya van cuatro noches. Suda como un cerdo y luego la cama está helada.
Aaron apenas notaba vagamente la presencia de su familia, de la cama o del resto de la habituación, y tampoco percibía que en algún lugar del mundo real —ese mundo borroso entre él y sus visiones— su piel estaba helada, no ardiendo.
—¡Corre, corre, corre, corre! —gritó—. ¡Vienen! —Su respiración brotaba en pequeñas ráfagas—. Vienen hacia aquí. Todos.
Gritos. Gente gritando. Madera ardiendo, aire frío, y mucha rabia. ¡Tanto odio! Odio negro. Matilda aterrorizada… los niños en algún sitio, fuera del alcance de su vista, gritando mientras unas manos la agarran. Demasiada confusión. Morris: la cabeza de Morris aplastada en un charco rojo contra el blanco de la nieve. Sus pulmones arden mientras corre, con Betsy, corren sin mirar a su espalda. Madre y Matilda no están detrás… lo estaban, pero ahora han desaparecido. Le da demasiado miedo pararse y mirar: tiene que seguir corriendo. ¡Tanto odio! ¡Tanta oscuridad!
—Shhh, hijo mío. —Su madre le arrulló suavemente enjugándole la frente, pero estaba perdido en la visión, incapaz de responder a su tacto. En la visión ella no estaba, había muerto, o algo peor—. Estás aquí con nosotros. Es solo un mal sueño.
—El mismo sueño cuatro noches seguidas —protestó Matilda—. Así estoy tan cansada.
Afuera, la nieve caía suavemente. El invierno seguía atenazándoles, pero les había dado un respiro. Durante casi seis meses, el pueblo había estado cubierto por un manto blanco y gélido de casi dos metros, pero las ráfagas de viento que trajeron las heladas se habían apaciguado, exhausta su rabia ya, y muchos días deshelaba, dejando los senderos entre las casas aisladas y el mercado embarrados con nieve medio derretida. Era muy difícil ir de un sitio a otro para trabajar, o salir a buscar empleo, y no acabar sucio y empapado. Todo estaba enfangado, y seguiría así hasta que se secara la tierra. A veces parecía como si vivieran en una mugrienta negrura.
La noche es negra. Finalmente, deja de correr y suelta la mano de Betsy. A pesar del miedo y el pánico, no quiere tocarla. La suavidad le pone la piel de gallina, y recuerda aquella noche horrible, y el terror que le invadió. Ahora apenas son destellos de memoria, pero suficientes como para marcarle. Betsy no se da cuenta de que ha soltado su mano, o si lo hace, no le importa. Está jadeando debido a la carrera, y aunque los días son más cálidos ya casi es medianoche y su respiración sale en nubes de vaho.
Vuelven la cabeza para ver cómo las llamas consumen el pueblo improvisado que era su casa. Desde esta distancia todavía pueden oír los gritos, gritos de miedo y de rabiosa emoción. Los pueblos se han vuelto contra ellos. ¡Hay tanto odio! No hay rastro de Matilda ni de su madre ni de los niños. Ni él ni Betsy hablan… ¿qué decir? Él quiere correr y seguir corriendo hasta alcanzar un océano que cruzar. Eso es lo que tienen que hacer. Tienen que correr.
Aaron soltó un grito ahogado y la visión desapareció. Pestañeó durante un momento, adaptando la vista a su hogar, a su cama y a su madre, que estaba sana y salva. Empezó a temblar y su madre lo envolvió con las mantas húmedas.
—Tanto odio —susurró—. Estaban negros de odio… por dentro.
Su madre le cogió las manos y se las frotó para calentarle, y vio que ella tenía la piel enrojecida de tanto frotar para paliar el aire helado. Las palmas de sus manos estaban agrietadas. Era como si la volviera a ver después de mucho tiempo. Varios mechones canosos le salían del gorro de dormir. Su madre estaba envejeciendo, pero si no abandonaba aquel lugar, moriría antes de llegar a vieja. Cada latido de su corazón se lo dejaba claro.
—Te lo dije. —Matilda se apoyó contra la pared, con el ceño fruncido—. El mismo sueño: lleva cuatro noches despertándose gritando cosas de fuego y odio.
—Tu abuela solía tener sueños. —La madre acercó la cabeza de Aaron y la puso junto a su pecho—. Cuando yo era pequeña ella soñó que nos íbamos de Kiev. Soñó que el viejo Abramanov había matado a su mujer, y nadie sabía lo que había hecho excepto tu abuela, hasta que encontraron a la vieja pudriéndose bajo su cama —y añadió sabiamente—: Algunos sueños son más que sueños.
Matilda volvió reír resoplando por la nariz, aunque su madre la reprendía constantemente por ello. Aaron podía entenderlo: su hermana mayor era una mujer hermosa, incluso a pesar de la suciedad y las duras condiciones de vida que aceleraban el envejecimiento de las chicas en Pale, pero aquella costumbre había hecho que los chicos la llamaran «caballo» mientras aún era joven, y eso a su vez había contribuido a que su boca tuviera un gesto torcido de disgusto.
Aaron continuó en silencio, esperando a que cesara el temblor que le tenía preso. Abrazó a su madre, menos por necesidad de cariño que de calor. Estaba helado hasta el tuétano. Mientras temblaba apoyado contra el olor familiar de la ropa de noche de su madre, las vivas imágenes que le agobiaban empezaron a desaparecer, pero no las sensaciones que subyacían: el odio, el miedo y una desesperada necesidad de huir. No hacía falta que su madre le dijera que no eran sueños normales. Temía todavía más las visiones cuando se producían estando despierto mientras ayudaba al Sr. Anscher a cortar el pelo de cabezas piojosas, o mientras estaba en el hospital limpiando los desechos de médicos y pacientes.
Las visiones venían siempre sin avisar, su cabeza sencillamente se llenaba de algo distinto: imágenes y sonidos terroríficos como los de aquella noche, avisándole de que las ciudades y los pueblos se les echarían encima durante la noche, destruyendo o robando todo cuanto tenían. La mañana anterior casi le había cortado una oreja a un hombre cuando las visiones le golpearon de repente. Si no andaba con cuidado, el Sr. Anscher encontraría a otro ayudante y no podrían ni siquiera alquilar esas habitaciones, por miserables que fueran.
Los tres últimos días le había asaltado otra visión, una visión que le hizo comprender que nada de aquello era normal. En ella veía una inmensa ciudad, mayor incluso que la Kiev que conocía por las historias que su madre y los viejos del shtetl contaban durante las largas noches de verano, cuando se reunían en el mercado y recordaban tiempos mejores. Quizás su mente había construido la ciudad a partir de aquellas historias, pero sabía que no tenía suficiente imaginación para inventar todo el lujo que en su visión rodeaba al hombre gritando en medio de la explosión. Todo cuanto había conocido era el shtetl atestado y a sus pobres habitantes; jamás había visto un palacio, y menos aún dormido en uno.
—¿El don de la abuela? —Betsy tenía la vista nublada por la falta de sueño—. No puede ser. —Sus palabras se mezclaron con un bostezo y se arrastró hasta el borde de la cama, cubriéndose con un extremo de la manta—. Tú siempre decías que el don era cosa de mujeres.
No era la primera vez que su madre hablaba del don de la premonición que supuestamente llevaban en la sangre. Cuando su abuela vivía, les contó lo de la mujer pudriéndose, y cómo al tocar la mano del panadero mientras le compraba pan, había visto exactamente lo que iba a hacer aquella misma noche. A los niños les encantaban aquellas historias de miedo antes de irse a la cama, pero conforme fueron creciendo y después de morir la abuela, el «don» se convirtió en un mito, un cuento.
—Ese don no existe —dijo Matilda, abrazando a su pequeña hermana en su regazo—. Es solo una vieja superstición.
—No hay que reírse de las viejas supersticiones —Golda Kosminski regañó a su hija mayor—. Provienen de verdades que estamos demasiado ocupados para ver.
—Pues si tiene esa visión especial, quizás nos pueda decir dónde está nuestro padre. Al menos así sería útil.
—¡Matilda! —dijo Betsy, espantada—. A veces eres demasiado mala. —Se giró y apretó el brazo de su madre, que seguía sujetando con firmeza a Aaron, y que ahora lo estrechaba aún más contra sí hasta no dejarle casi respirar. Porque a él no le gustaba tocar a Betsy. No le gustaba nada.
—Ya es noche cerrada y no he dormido bien en varios días —suspiró Matilda—. Parece que esta noche tampoco va a ser una excepción.
—Nuestro padre está muerto —susurró Aaron, tan suavemente que sus hermanas tardaron varios segundos en dejar de reñir para mirarle—. No mentía cuando dijo que iba a unirse al ejército. Nunca llegó a hacerlo. Murió en una zanja, de camino. Se llevaron sus botas y su sombrero. —Su madre le soltó y Aaron se apartó de ella. Con la mirada clavada en el suelo, empezó a pellizcarse sus delgadas manos. Todas le miraban, y eso no le gustaba nada.
—¿Cómo…? —La pregunta de Matilda quedó suspendida en el aire mientras daba un paso hacia delante, cruzando los brazos sobre el pecho—. ¿Cómo es posible que lo sepas? —dijo finalmente mirándole de cerca.
—El don —susurró Gilda—. El niño tiene el don. —Esta vez, Matilda ya no resopló.
El frío calaba cada vez más los huesos de Aaron y él deseaba que encendieran el fuego de la mañana, pero todavía quedaban varias horas para que amaneciese. No entendía por qué conocía el destino de su padre, no había sido consciente de ello hasta que las palabras salieron de su boca. Pero siempre había sabido, de un modo en el que sus hermanas y su madre no podrían comprender, que su padre nunca volvería.
—Todos nos culparán por lo que le ocurre al hombre. Mañana. —Su voz sonaba diferente. Quince años eran casi una edad adulta, pero allí sentado bajo el escrutinio de sus hermanas mayores y su madre, se sentía como un crío otra vez, como el niño que gritó toda la noche cuando tenía cuatro años. Trató de apartar aquel recuerdo de su mente. El simple hecho de hablar le calentaba. Tenía que quitarse el frío de encima.
—¿Qué hombre? —preguntó Betsy.
—El hombre que grita. El hombre que no tiene piernas. —Sus dientes rechinaban y las palabras salían a ráfagas de tartamudez—. Lo llevan. Su estómago está desgarrado y ya no tiene piernas.
—Todo esto es absurdo —dijo Matilda, aunque su voz insinuaba lo contrario—. Es un mal sueño… siempre ha sido raro, desde aquella noche cuando era pequeño.
—¡Tilda, para! —El rostro de Betsy se encendió ligeramente.
—Es que es verdad.
—Quizás fuera raro desde antes de aquello —dijo Betsy con insolencia—. De todas formas, no fue mi culpa. Olvidémoslo. —Se recogió un rizo detrás de la oreja. A sus veintitrés años, Betsy era la belleza de la familia, y estaba casada con Woolf, el hijo del carnicero. Su elección no había sorprendido a Aaron: en su mente, Betsy estaba empapada de sangre, así que no le extrañaba que le gustara un hombre que apestaba a ella.
—Nos culparán… todos ellos. Están tan llenos de odio…
—¿Quiénes, Aaron? —preguntó su madre—. ¿Quiénes nos van a culpar?
—El pueblo —dijo suavemente—. Todos los pueblos… vendrán a quemarlo todo. Están llenos de odio y cólera y nos culpan por lo del hombre muerto sin piernas, y por todo lo demás. —Levantó la mirada hacia su madre—. Nos tenemos que ir, o nos van a ocurrir cosas malas. —Tragó saliva—. Especialmente a ti y a Matilda.
Esta vez, su hermana mayor se quedó pálida bajo la luz sombría que llenaba la habitación.
—Es absurdo —repitió finalmente—. Son todo tonterías, está jugando a un estúpido juego con nosotras. —Chasqueó la lengua como una maestra de escuela—. Todos a la cama otra vez, o mañana nos moriremos del cansancio.
Aaron no volvió a dormirse, y sabía que Matilda, que estaba tendida a su lado, también estaba despierta.
Dos días más tarde, la noticia se extendió por el shtetl tan rápido como la disentería. Aaron se enteró en la barbería, y su madre en la sinagoga: el Zar Alejandro II había sido asesinado mediante una bomba bajo su carruaje cuando iba al acto militar de pasar revista. No había muerto al instante, le habían llevado al Palacio de Invierno. Según quienes susurraban la noticia, tenía las piernas hechas picadillo y había quedado con el estómago abierto y las entrañas al aire.
Aquella noche, sin más discusión, los Kosminski junto a los maridos de las dos hijas reunieron sus pertenencias y abandonaron el pueblo. No miraron atrás, y cuando finalmente subieron al barco que les llevaría a un nuevo hogar en Inglaterra, los sueños de odio y oscuridad de Aaron se fueron tal y como habían venido, de repente. Nadie se quedó tan aliviado como el propio Aaron. No tenía ningún deseo de compartir el don de su abuela.
The New York Times
Miércoles, 3 de octubre, 1888
RÉCORD DE CRÍMENES EN LONDRES.
OTRO MISTERIOSO ASESINATO SALE A LA LUZ. UN AUTÉNTICO FESTIVAL DE SANGRE EN LA METRÓPOLI MUNDIAL. LA POLICÍA APARENTEMENTE PARALIZADA.
LONDRES, 2 de octubre. Continúa el festival de sangre. La situación es sumamente extraña, pues antes de que empezaran los asesinatos de Whitechapel, varios diarios llamaron la atención sobre el hecho de que nunca antes habían coincidido tantos crímenes de sangre en un mismo momento de toda la historia de esta ciudad. El asesino de Whitechapel lleva seis víctimas y los crímenes se producen a diario, pero pasan desapercibidos frente a la obra del maestro asesino del East End.