Capítulo 3

3

Londres. Octubre de 1888

DR. BOND

—¿Cuánto queda? —La luz que se colaba por las rendijas del edificio en obras fue deshaciéndose hasta dejarnos en una penumbra fría y gris que sentía húmeda al contacto con mi piel.

—Un poco más, Dr. Bond —dijo Hawkins. El inspector tenía una expresión seria—. Está en el sótano. —Alzó un poco la lámpara—. Tenemos suerte de que la hayan encontrado.

Como todos los integrantes de la pequeña comitiva, avancé a gachas bajo los oscuros arcos y bajé por la escalera de un piso subterráneo al siguiente, en un silencio marcado únicamente por el ruido de nuestros talones moviéndose con urgencia. Estoy seguro de que no era el único que sentía claustrofobia en aquella oscuridad —especialmente sabiendo lo que nos esperaba en las entrañas del edificio— y también de que en parte teníamos tanta prisa por concluir nuestra búsqueda para salir de allí lo antes posible.

Los obreros de la calle ya habían acabado su jornada, por lo que el silencio era inquietante. Estábamos muy abajo, y al contacto con los muros húmedos y rugosos, sentí como si estuviera en una tumba en vez de en el sótano sin terminar de la nueva Sede Central de la Policía. Hasta cierto punto, pensé, lo estaba. Una tumba provisional, evidentemente, pero en cualquier caso un lugar donde descansaban los muertos.

Me estremecí. Últimamente había habido demasiadas muertes, incluso para alguien como yo, acostumbrado a todas sus formas. Empezaba a temer que esta ciudad iba a teñirse para siempre de sangre muerta y fría.

Por fin, bajamos los últimos escalones y llegamos al sótano. Era hora de ponerse a trabajar.

—Antes de abrirlo —dijo Hawkins, de pie ante un bulto en el suelo—, lo movieron hacia donde había más luz para verlo. —El capataz y el pobre carpintero que habían hallado y desenvuelto el paquete se mantenían apartados y arrastraban los pies alejándose de lo que había delante del inspector. Cuando lo vi, entendí por qué.

—Dios santo —murmuré. Después de los asesinatos de las últimas semanas creía que seríamos inmunes a ese tipo de conmoción repentina, pero al parecer todo indicaba que no era así. Mi estómago se retorció como manteca y noté un ligero temblor en las manos. Otro espantoso asesinato en Londres. ¿Acaso no habíamos visto suficiente? El paquete que habían encontrado los obreros medía unos setenta y cinco centímetros. Estaba envuelto en papel de periódico y atado con bramante barato, cuyos extremos estaban ahora deshilachados al haberlo cortado para revelar su espeluznante contenido.

—No lo hemos vuelto a tocar —dijo agitadamente el capataz, un tal Brown—. Fuimos a por un agente inmediatamente, y él se quedó aquí mientras buscábamos al inspector. No lo hemos tocado.

No tenía que repetirlo para convencerme. Más allá del nauseabundo hedor a podrido que impregnaba el aire, ¿quién querría tocar eso? Al torso de mujer le faltaban los brazos, las piernas y la cabeza, tenía la superficie cubierta de cortes, y de estos salía un mar de larvas retorciéndose y reptando las unas sobre las otras luchando por hincarle el diente a la carne muerta. En el silencio del sótano, se oía el ruido húmedo y resbaladizo de las larvas saliendo a borbotones de todas partes y cayendo al suelo negro.

Fui incapaz de reprimir un escalofrío de asco. Quienquiera que fuese aquella mujer —a pesar de los traumatismos, era evidente que se trataba del torso de una mujer— su muerte no era reciente.

Me agaché para examinar de cerca el cuerpo lacerado, y arrimando la lámpara me incliné para ver el agujero de mayor tamaño. Lo poco que quedaba de sus entrañas estaba destrozado, y quienquiera que hubiera hecho aquello no se había contentado con amputarle las extremidades: también le había sacado gran parte de los intestinos y los órganos internos femeninos. El asesino se había tomado su tiempo.

Traté de sentir algo más que repugnancia, alguna empatía por el destino de aquella pobre criatura, pero no era capaz. Más que los hechos en sí, me obsesionaba la enajenación que suponía. Además, la mujer ni siquiera tenía un rostro con el que atormentar mis noches de insomnio, a no ser que estuviera en algún otro rincón de aquel oscuro abismo, aún sin descubrir. Pero dudaba que nadie se hubiera molestado en arrancarle la parte más personal del cuerpo para dejarla cerca. Se escuchó el sonido de alguien vomitando cerca del sótano —uno de los agentes jóvenes, sin duda— y sentí una envidia algo cansada por esa fácil vulnerabilidad ante los actos macabros de otros.

—¿Es usted quien encontró el paquete? —me dirigí al carpintero.

—Sí, señor, me llamo Windborne, señor. —El caballero en cuestión oscilaba de un pie al otro, pellizcándose nerviosamente la gorra. Incluso a la luz de la lámpara, su rostro se veía pálido. Tendría unos treinta años, quizá alguno más, y sus manos evidenciaban que había desarrollado un trabajo duro y honrado durante gran parte de su vida.

—Pensamos que era un pedazo de panceta vieja. Quizá lo tendría que haber dicho ayer, pero no le di importancia. Ni me di cuenta del olor… aunque le cueste creerlo ahora.

—Si estaba bien atado, no olería tanto, y si andaba usted concentrado en su trabajo… —me encogí de hombros—. Si no le importa, muéstreme dónde lo encontró.

—Sí, señor. —El carpintero hizo un gesto hacia el espacio oscuro que se abría como una noche negra detrás de nosotros—. Necesitará algo de luz.

—¿Qué demonios le trajo aquí abajo? —preguntó Hawkins.

—Aquí escondía mis herramientas. No me fío de muchos de los nuevos de ahí arriba, señor —contestó Windborne—. Llevo mucho tiempo en el oficio; ellos no. No me puedo permitir que me roben las herramientas. Yo sé cómo llegar, pero para quien no lo conoce el lugar sería un laberinto, así que mis herramientas están seguras aquí. —Se detuvo a varios pasos de donde yacía el torso—. Uso ese hueco, detrás de un tablón de madera. El paquete estaba metido al lado.

Hawkins levantó la lámpara, y su brazo titubeó.

—Dios santo, mire eso.

La pared al fondo de la alcoba estaba negra de la carne podrida que había empapado el envoltorio, y las larvas pululaban en tropel por su superficie y sobre el propio torso.

—Bueno, eso contesta a una de las preguntas —dije, hablando casi conmigo mismo.

—¿Que es…? —preguntó el inspector.

—Nuestra víctima está aquí desde mucho antes de que la descubriera el bueno del Sr. Windborne. —En el sótano hacía frío, pero yo estaba sudando. El aire húmedo y la intensa oscuridad, a pesar de algunos puntos de luz, se hacían cada vez más opresivas y de repente pensé que si me quedaba mucho más tiempo allá abajo no podría respirar. Di un paso hacia atrás. Mi corazón empezó a desbocarse y un hormigueo angustioso me recorrió la piel. Aquella sensación se había convertido en algo demasiado familiar en los últimos meses.

—Creo que ya he visto todo cuanto tenía que ver aquí —dije—. Si me hace el favor, pida que lleven el cadáver y el envoltorio al depósito, la limpiaré esta noche. —Me volví hacia las escaleras, aliviado por la escasa intensidad de la luz, pues sabía que si alguien se fijaba, me vería pálido y mareado. Respiré hondo y fui contando sigilosamente cada uno de los escalones conforme subíamos, hasta que mi corazón se calmó por fin.

En las últimas semanas había tenido ese extraño malestar con más frecuencia, y por mucho que lo achacara a mi maldita incapacidad de dormir, sabía que el baño de sangre que había inundado las calles de Londres aquel verano era igual de responsable. De pequeño sufría ataques de angustia parecidos en los que creía que el corazón me iba a estallar en el pecho, pero conforme fui creciendo, empezaron a desaparecer y se convirtieron en un recuerdo borroso. Ni siquiera me volvieron durante mi experiencia con el ejército prusiano en los campos de batalla. Pero aquel verano sí. Me llenaban de un miedo horrible, y cuando pasaba el momento, me dejaba agotado y extenuado. Evidentemente, todo aquello no ayudaba a mi insomnio, y sabía que en cierto modo tenían que estar relacionados. Esperaba recobrar el sueño y que, con él, desaparecieran aquellos arrebatos.

Subí las escaleras enérgicamente, acelerando el paso y concentrándome en respirar, y al llegar a la calle ya me encontraba mejor y mi mente estaba de nuevo despejada. Encendí mi pipa, y el inspector Hawkins hizo lo mismo. Empezaba a caer la tarde, y Londres volvía a sumergirse en la tenue penumbra que se formaba entre el día y la noche, antes de que se encendieran las farolas de las calles. En aquel aire helado, mientras fumábamos entre escalofríos, vi que el joven inspector se alegraba tanto como yo de haber salido del sótano.

—¿No cree que sea él, verdad? —murmuró el inspector. No hacía falta que especificara más, pues solo había un él en boca de todo Londres, y ahora incluso tenía nombre, después de la carta recibida cinco días antes. Jack el Destripador. Tenía que admitir que sonaba bien. El terror de Whitechapel ya tenía identidad.

—No —dije—. No lo creo. —Apenas habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde las muertes de las dos últimas mujeres, Elizabeth Stride y Catherine Eddowes, y la nube de rumores nerviosos que corría por los hogares de todo Londres, especialmente en Whitechapel, se transformaba poco a poco en un clamor pidiendo que capturaran al asesino. Si los vecinos decidían tomar cartas en el asunto, sería muy difícil de controlar para la brigada de homicidios—. Y más vale que lo tenga claro, inspector. En estas calles ya hay bastante miedo, y Jack ya tiene bastante publicidad sin nuestra ayuda.

—Sí —dijo Hawkins—. Pero no seré yo quien hable con los vecinos. Voy a delegar este caso. —Sonaba aliviado—. Han enviado a dos inspectores de Scotland Yard, Moore y Andrews, para ayudar a coger al Destripador. Son policías con experiencia. Ellos se harán cargo.

Detrás de nosotros, dos hombres salieron del edificio llevando cuidadosamente los desoladores restos del cuerpo y el papel de periódico en el que estaba metido, ambos envueltos ahora en tela de arpillera. Uno de los dos era el agente de apoyo, Barnes, enviado para ayudar a vigilar la nueva obra; él había sido el primero en ver el contenido del espantoso paquete aquella tarde. Sin duda era mucho más de lo que podía soportar.

Les observamos mientras subían al furgón que les esperaba.

—¿Cómo demonios llegó hasta allá abajo? —Preguntó Hawkins—. ¿Y sin que nadie le viera?

—Amigo, eso —dije mientras humedecía mi pipa y miraba hacia la calle cada vez más oscura—, eso lo tendrán que descifrar sus inspectores. A mí me espera mi parte del rompecabezas en el depósito.

Una vez terminase el trabajo preliminar con los restos, tenía el serio propósito de irme a casa pues por la mañana habría que volver para hacer la autopsia, y ya le había enviado un mensaje al Dr. Hebbert diciendo que viniera no más tarde de las siete y media para empezar con el procedimiento. Yo llegaría bastante antes de esa hora, pero Charles no tenía mi problema con el sueño, y tampoco sentía la necesidad de sacarle de casa tan pronto por el simple hecho de que mi propia cama fuera mi enemigo.

A solas en el silencioso depósito de cadáveres, limpié el torso y lo bañé en alcohol, para conservarlo y matar a las larvas que de él salían. No había prisa por establecer la fecha de la muerte —solo podría concluir que había ocurrido varias semanas antes—, de modo que no tenía por qué quedarme a trabajar toda la noche, especialmente sabiendo que por la mañana trabajaría mejor con la cabeza despejada.

Quería tener la mente despejada fuera como fuese, y por ello decidí volver a casa para cenar algo ligero y meterme directamente en la cama con un libro. Tal vez así lograra dormir al menos seis horas, aunque me conformaría perfectamente con cuatro o cinco. Mientras me preparaba para salir sentí el peso del agotamiento, pero de repente volví a espabilarme, como me había sucedido la mayoría de las noches durante los últimos meses. El cansancio estaba demasiado metido en mis huesos como para desaparecer, pero mis ojos se abrían obstinadamente y mi cerebro se negaba a callar.

Sin tomar ninguna decisión consciente, en lugar de coger mi abrigo, busqué detrás del armario de medicinas las prendas que había escondido, un abrigo barato y un sombrero arrugado, y disfracé mi aspecto de caballero para pasar desapercibido en el lugar al que iba. Una vez fuera de la morgue, me manché un poco la cara. Eso sería suficiente. La gente no solía prestar atención a los demás en los antros, pero prefería no correr el riesgo de mancillar mi nombre.

—Gracias, buen hombre —dije, consciente de que por mucho que enrudeciera mi voz, mis modales no encajaban con mi atuendo. Pero el cochero que me llevó hasta en el corazón de Whitechapel o bien no se dio cuenta o no le importó cuando cogió mi dinero. Y eso era lo que más me convenía.

Aspiré una profunda bocanada de aire nocturno, y dejé que mis pies me condujeran desde las calles principales hacia los callejones traseros del laberinto humano que formaba esta zona dura y peligrosa de la ciudad, que ahora atraía todas las miradas. No era demasiado tarde, pero una calma inquietante pendía como niebla espesa sobre las calles desiertas, una paz anormal. Mis talones repicaban contra los adoquines mientras me sumergía en la sórdida atmósfera del barrio.

Bajo la pálida luz de una farola vislumbré el rostro solitario de una mujer. Sus mejillas estaban hinchadas por la bebida y, aunque dibujó una leve sonrisa por si acaso este caballero buscaba un rato de desahogo, sus ojos vidriosos desprendían cautela. Y no la culpaba. Pero tampoco tenía sentido recomendarle que se mantuviera alejada de aquellos míseros callejones: su aspecto revelaba que la necesidad de alcohol la empujaría a correr riesgos. Aquí, como en todas partes, las personas siempre creían que el destino de Catherine Eddowes y las demás estaba reservado para otras, y no para ellas mismas.

Los huecos de las escaleras y las puertas se abrían como un abismo a mí alrededor y en uno o dos de ellos pude vislumbrar las figuras de holgazanes fumando y charlando tranquilamente. Al verme pasar se sumían en un silencio desconfiado, y sentí un enorme alivio cuando volví a encontrarme en la calle principal, con sus animadas tabernas de ginebra y sus espectáculos ruidosos, donde se reunían pequeños grupos de personas bajo las lámparas de gas para escuchar a algún alma entusiasta exponiendo los misterios del universo o los milagrosos beneficios de esta o aquella píldora.

Observando la vida a mí alrededor, no podía evitar preguntarme qué tendría esta ciudad que hacía que sus residentes sintieran la necesidad de hacerse daño. Desde mi desencuentro con el sueño hacía ya bastantes semanas, había notado un cambio de humor en las calles y dentro de las casas, tanto entre la gente adinerada como entre los habitantes de los barrios bajos. Se respiraba maldad en el aire. A plena luz del día, me reía de mí mismo y le restaba importancia, pero ahora, atenazado por la noche, era casi palpable. Lo que me perturbaba no era la frecuencia de las muertes; la muerte siempre había formado parte de Londres. Era la naturaleza de los asesinatos: envenenamientos, estrangulamientos, y ahora Jack.

Mis pies me condujeron hacia el río. Aquel rodeo alrededor de Whitechapel apenas había sido una distracción, tal vez un ardid para hacerme creer que esa noche no buscaría opio; que simplemente caminaría hasta la extenuación. Obviamente era una mentira, y solo me la había creído a medias. Al hacer que el carruaje me dejara en Whitechapel al menos había evitado la vergüenza de ir directamente a los locales que podían saciar mi necesidad en Bluegate Fields, la peor zona de todas. Ningún antro era salubre, pero había lugares menos corrompidos que Bluegate. Elegí aquel lugar por motivos obvios, es decir, para ocultar al máximo mi lamentable pasatiempo: si iba a hacer algo bajo, sería rodeado de lo más bajo. No hacía falta ser un erudito para entenderlo. Mi vergüenza, creía, era mi aliada: al menos evitaría que estas visitas aún no tan frecuentes se convirtieran en un hábito visible.

Evidentemente, había muchos en mi situación que preferirían automedicarse. El láudano sería sin duda una opción mucho más íntima para aliviar mi mente exhausta, pero temía que mi voluntad no fuera tan fuerte como quisiera si tomaba ese camino. Conocía a varios hombres dedicados a la medicina para quienes ese líquido era una necesidad diaria, y no quería convertirme en uno de ellos. Con esto tenía suficiente. Cuando el chino me abrió la puerta envuelto en la calidez y el olor mareante del interior, lo único que deseaba era unas horas de dichosa liberación.

A diferencia de las descripciones de las casas de opio chinas que acaparaban las páginas del Penny Dreadfuls, aquel antro, por llamarlo de alguna manera, estaba limpio y bien cuidado. La clientela estaba formada esencialmente por marineros que se habían acostumbrado a fumar en lugar de buscar alcohol en sus viajes, pero también había orientales, de vez en cuando un tendero o algún mayordomo, y aquí o allá un mendigo o un ladrón que había conseguido unos cuantos peniques. No empezaban a llegar hasta las diez y media o las once de la noche, como yo en aquella ocasión, de modo que el viejo chino (al que yo llamaba «Chi-Chi», igual que a todos sus homólogos en otros establecimientos) tenía tiempo para limpiar o cambiar las telas o fundas que hiciera falta.

Los antros me resultaban lugares tranquilos y pacíficos, sin la constante agresividad de las tabernas subidas de tono, llenas de hombres y mujeres bebiendo y gritando demasiado, y aprovechando cualquier excusa para ser crueles con los demás, o para buscar un rato de afecto fingido en los brazos de otro desgraciado maloliente. Las casas de opio chinas tenían una serenidad y una quietud que dominaba cada una de sus atestadas salas, como si todo ruido y toda irritación quedaran atrapados por el manto de humo azul que serpenteaba de las pipas y se quedaba suspendido indefinidamente. Incluso los pequeños grupos de individuos que charlaban en voz baja no se entretenían en temas de política o guerra, ni siquiera en el terrible destino que parecía perseguir a las mujeres de Whitechapel, sino que dejaban que su conversación divagara según lo dictase el humo, hasta que paraban de hablar durante unos minutos y, después de un rato de silencio, uno u otro sacaba un nuevo tema de conversación.

Rostros y cuerpos se desdibujaban bajo la luz de las lámparas de aceite que había repartidas por el local, y en los cuencos de las pipas, las ascuas relucían como estrellas en la oscuridad. El tiempo flotaba esclavo de la pipa, y allí, reclinado en el pequeño catre, todo cuanto tenía inmediatamente a mi alrededor se desvanecía mientras mi consciencia divagaba hacia tiempos más agradables, campos de un verde luminoso bajo cielos azul eléctrico, y el calor pegajoso del antro se convertía en un maravilloso sol de verano. En algún lugar, Emily, a quien perdí hace no tanto tiempo, reía, y yo sonreía entornando los ojos, sintiendo la cálida y familiar descarga inundando mis venas. Sin embargo, aquella noche me costaba quedarme en esos pensamientos agradables, mi cabeza estaba plagada de oscuras imágenes de las calles de Whitechapel: cuellos rajados, ojos aterrorizados, cuerpos destrozados y desgarrados con una rabia inmensa, y todas esas imágenes acentuaban el poder del humo.

Me revolví ligeramente en mi catre, murmurando algo sin sentido, al escuchar el sonido del filo cortando, y el clamor de las conversaciones en los pubs del East End, casi como si estuviera sobrevolándolos, con el espíritu separado de mi cuerpo y zambulléndose aquí y allá para ver los rostros de un sinfín de desconocidos, encendidos de emoción o debido al exceso de ginebra, contando los detalles de una horrible muerte tras otra. Aquellas cinco mujeres habían sido descuartizadas por Jack, y ahora volvían a ser despedazadas por el cotilleo de aquella gente con la mirada enardecida y reavivada por su pérdida. Así de cruel era Londres.

Quería un poco de paz, pero aquella noche el humo iba en mi contra, alimentando los oscuros pensamientos que me atormentaban, hundiéndome en la profundidad de mis miedos y obligándome a afrontarlos. Empezaron a reptar larvas desde detrás de mis ojos y de repente me encontré de vuelta en el sótano del nuevo edificio de la policía, esta vez solo en la oscuridad, con la única iluminación de una cerilla entre los dedos. Podía sentir el suelo irregular del sótano bajo mis pies y cómo la sangre se agolpaba en mis oídos. Iba hacia un lado, luego hacia el otro, dando pasos dubitativos hacia delante y hacia atrás, intentando encontrar las escaleras. Tengo que salir. Tengo que volver a la luz. Algo se movió en la penumbra y me giré, con la luz titilando sus últimos hálitos mientras la cerilla empezaba a quemarme los dedos. Solté un grito de miedo y asco, al verme de repente ante el torso en descomposición, sujeto a bastante altura del suelo. Colgado. Había algo allí, detrás del cuerpo… una enorme sombra… inclinándose hacia delante. La cerilla se apagó.

Me incorporé bruscamente, liberado del sueño por mi propio aullido, que en la realidad sonó como un grito ahogado, como los chillidos que suelen oírse en los sueños. Chi-Chi apareció junto a mi catre con un paño húmedo, lo cogí agradecido y me limpié el sudor de la cara. Mi mente flotaba a causa del colocón de opio y mi corazón latía con fuerza aliviado de que hubiera pasado la alucinación. Respiré hondo varias veces y murmuré unas palabras de agradecimiento al viejo, que me observaba con sus ojos y su enjuto y cadavérico rostro, medio oculto bajo una larga barba. En su expresión no había juicio alguno, y no pude evitar preguntarme cuántos horrores como aquel habría presenciado durante sus largas noches supervisando tantas almas perdidas.

Aspiré profundamente de la pipa y dejé que el humo eliminara las últimas manchas de oscuridad. Terminada la alucinación, me sentía más limpio, como si hubiera necesitado purgar la jornada de trabajo de mi imaginación. Me recosté de nuevo, y esta vez afortunadamente el opio fue amable conmigo. Estuve flotando durante una hora o más, tal vez incluso me adormeciera, hasta que de repente los pesados pasos de unas botas interrumpieron mi ensoñación.

Me había perdido tanto en mi propia cabeza que tardé un momento en reconocer lo que me rodeaba, y cuando lo hice la figura ya se había alejado. Frunciendo el ceño centré la mirada en los pequeños pasillos que los chinos utilizaban para ir de un lado a otro, rellenando rápidamente los cuencos o echando a clientes que habían agotado su tiempo o sus peniques.

Era un hombre alto, vestido con un abrigo negro encerado y un sombrero. Se movía entre los catres, golpeando el suelo de madera con los pies, y deteniéndose de vez en cuando para estudiar a sus ocupantes antes de pasar al siguiente. De repente se volvió a mirar a un marinero dormido, y vi que tenía un brazo atrofiado y una mano torcida doblada a la altura de cintura, con los dedos desproporcionadamente pequeños y curvados hacia dentro como garras.

Combatiendo la pesadez que sentía en las extremidades y el estupor que velaba mi vista, me incorporé un poco para tumbarme de lado, apoyándome en un codo. Cuando llegué, el antro estaba apenas medio lleno, pero en el rato que había pasado sumergido en mi propia niebla, los catres y los divanes se ocuparon todos, y se había creado una nube baja de humo que impedía ver el techo. El desconocido avanzaba entre los soñadores sin prisa aparente, estudiando a los que andaban perdidos en el opio, igual que le había visto hacer en otros locales de ese tipo en las semanas anteriores. Su presencia y su extraña manera de observar a los fumadores de amapola habían despertado mi curiosidad. ¿Habría estado ante mi catre unos instantes antes? ¿Qué buscaba? ¿Existía de veras, o era solo un sueño opiáceo?

Chi-Chi volvió a rellenarme la pipa, y mientras lo hacía, señalé hacia la figura, ya casi perdida en la oscuridad.

—¿Quién es ese hombre? —pregunté—. Le he visto antes, creo, en lugares parecidos a este.

—Él viene. Va —contestó Chi-Chi encogiendo sus estrechos hombros—. Busca.

—¿Qué busca?

—No dice a Chi-Chi.

—¿Fuma? —mis palabras sonaban espesas, les costaba cobrar forma en el letargo que me atenazaba.

—Sí: fuma primero, luego busca.

El desconocido estaba casi en el otro extremo de la sala, donde las escaleras bajaban a otro pequeño piso donde venían chinos a jugar y repleto de camas adicionales para los días de mucha clientela.

Chi-Chi, ¿ha notado… que les mira de una forma extraña? No creo que esté mirando sus caras… tal vez a su alrededor, pero no sus caras. ¿Qué cree que puede buscar? ¿Qué espera ver?

Chi-Chi no dijo nada más y se esfumó como si no hubiera oído mis preguntas. Y al ver que el desconocido había desaparecido por la escalera, volví a mi pipa. Probablemente quedaran un par de horas hasta las cinco, que era cuando debía regresar a casa para lavarme y cambiarme antes de la autopsia. No quería perder más tiempo. Me recliné sobre el catre y mientras observaba la nube de humo que había creado durante mi indulgencia nocturna, pensé en aquel hombre. Le había visto antes de mis extrañas visitas a los antros de opio. Estaba seguro de ello. Pero ¿dónde? ¿Y cuándo?