Capítulo 1

1

París. Noviembre de 1886

Era bastante atractivo. Tal vez un poco delgado y, debido a las extrañas manchas de su piel, ella pensó que podía padecer tuberculosis. Pero aún conservaba todos los dientes y tenía un aire de caballero —si es que se le puede llamar caballero a un inglés— que le situaba por encima de su clientela habitual. Además, pagaba bien. Ella le sonrió, aunque ahora que estaban a solas parecía menos interesado en hablarle que la primera vez que la vio. Eso no la preocupó. Al fin y al cabo, era inglés, y aunque su francés sonaba bien, quizá su dominio del idioma fuera limitado.

No le importaba; charlar podía ser más complicado que lo otro. Siempre cabía la posibilidad de decir algo que no debías y que te partieran el labio y te dejaran un ojo morado, y entonces ya no habría trabajo hasta que se curaran. El silencio estaba bien, y solía significar rapidez, de modo que mejor así.

Era una noche fría y se ajustó un poco más el chal alrededor de los hombros al seguirle hacia las callejuelas de Montrouge, donde debía de estar alojado. Un frío viento cargado de invierno serpenteaba por las calles cada vez más estrechas y, al atenuarse la luz de los cafés de la plaza, se encontraron en la penumbra de la medianoche. Ella aspiró por la nariz, que empezaba a gotearle, y contuvo la respiración mientras avanzaba por el adoquinado irregular. Él la agarró sin cambiar el paso y la atrajo firmemente a su lado.

—Eres más fuerte de lo que pareces, inglés —dijo ella esbozando una sonrisa. Aunque le faltaban algunos dientes, sabía que su sonrisa seguía siendo hermosa para una chica de su posición—. Eso me gusta. —Rio y se inclinó contra él insinuándose con cierta torpeza, pues apenas veía por dónde pisaba y su cabeza daba vueltas. Tenía aguante para el vino— en su trabajo, era necesario —pero aquella noche había bebido demasiado rápido: necesitada de ese calor interno ahora que los callejones en los que solía ejercer empezaban a ser incómodamente fríos. Cuando tienes la falda subida hasta la cintura y tienes que apoyar la mejilla contra el pavimento para evitar que te metan la lengua en la boca, sientes hasta la mínima brisa helada.

Él no reaccionó ante su risa, pero a ella le daba igual. Estaba perdido en algún lugar de su propio mundo, sintiendo quizás la culpa prematura por aquello que aún no había hecho. Probablemente tuviera a su esposa en casa, inquieta y encerrada en una salita oscura, con las piernas remilgadamente juntas, y todo cuanto entre ellas había religiosamente seco. Resopló por la nariz, sonriendo con suficiencia.

Doblaron una esquina y se sorprendió al ver que él se paraba delante de un pequeño taller artesanal. No esperaba que la llevara a ningún lugar extravagante. Su abrigo y sus pantalones estaban desgastados, pero eran prendas finas: pensó que se alojaría en una de las casas de huéspedes que había cerca, tampoco la más elegante, pero sí una limpia y cómoda. Le apetecía sentir la suavidad de las sábanas bajo su cuerpo, y con un poco de suerte, si él se quedaba dormido, podría descansar cómodamente hasta que se despertara y la echara.

Frunció el ceño al ver que él abría la puerta de madera: probablemente no hiciera mucho calor dentro, pero al menos estaría a refugio del viento. La habían follado en demasiados lugares extraños como para estar preocupada, pero no dejaba de ser una decepción. Ante todo sentía un cansancio que ni el vino podía combatir. Su caballero inglés ya había pagado, así que no le cabía duda de que se tomaría su tiempo. Eso sí, nada de hacerlo dos veces, por muchos francos que le hubiera pagado de antemano.

—Me gusta tener intimidad —murmuró él, como si tuviera que darle explicaciones, y la guío hacia el interior. Cerró la puerta y encendió una pequeña lámpara de gas que proyectaba alargadas sombras sobre el suelo polvoriento. El alma se le volvió a caer a los pies. El sitio estaba sucio y abandonado. Creyó ver una mesa en la esquina del fondo, pero la escasa luz que entraba a través de la mugrienta pantalla de cristal no llegaba tan lejos.

Él se acercó hasta que estuvieron cara a cara. La agarró por los brazos. De nuevo le sorprendió la fuerza que tenía, especialmente considerando su enfermizo aspecto. Trató de ignorar las manchas violáceas sobre su rostro algo hinchado, y concentró la mirada en sus ojos azules. Parecía nervioso, y eso la enterneció. Era una chica de buen corazón.

—No te preocupes, lo pasaremos bien —dijo ella, sonriendo e inclinando la cabeza con coquetería. Imaginaba que le gustaría escucharlo—. Déjamelo a mí. —Estiró la mano para frotar su entrepierna y le palpó suavemente (este se calentaba rápido) pero él le apretó los brazos y la empujó hacia el fondo del taller. Su repentina brusquedad la sorprendió un poco, y se tropezó, pero de nuevo él la sostuvo.

—No me pareces el típico tío duro, chéri. —Ella soltó una risilla, tratando de aliviar la repentina tensión—. ¿Por qué no vamos más despacio? ¿Por qué no…?

—¿Lo ves? —La zarandeó ligeramente—. Detrás de mí, ¿lo ves?

Por primera vez aquella noche, ella tuvo una sensación desagradable en su estómago, algo le decía que ir allí había sido una mala decisión, una decisión nefasta. Volvió a observar sus ojos azules. Eran grandes e intensos. Entonces comprendió que se había equivocado con él. No eran nervios, ni un tímido miedo al sexo: aquello era otra cosa, algo completamente distinto. Era locura. Su corazón empezó a latir fuerte y el poco calor de la borrachera que quedaba en ella se convirtió en un miedo frío.

—¿Por qué no me dejas…?

—¿Lo ves? —dijo siseando y escupiendo sobre su cara. Ella se encogió, tanto por él como por el rancio hedor de su aliento. Estaba enfermo, de eso no cabía duda. El frío que sentía en el estómago se extendió a sus extremidades y de repente estaba temblando.

—Puedes quedarte con tu dinero. Pero déjame ir. —Intentó zafarse de él, pero sus manos como cepos le tenían los brazos sujetos. El borde astillado de la mesa se clavó en sus muslos. Escuchó el ruido de metal chocando contra metal y vio herramientas esparcidas sobre la mesa. ¿Para qué eran? Las lágrimas se agolparon de súbito en sus ojos y se las enjugó. Se estaba comportando como una tonta. Era evidente que estaba loco, pero eso no significaba que fuera a hacerle daño. Sin embargo, el zumbido de la sangre en sus orejas y el miedo que empezaba a soltar su vejiga acabaron con la falsa esperanza que trataba de infundirse.

—Tienes que verlo —prosiguió él—. ¡Detrás de mí, justo detrás de mí! ¡Tienes que verlo!

Ella miró hacia la oscuridad por encima del hombro de aquel loco. Tal vez, si le apaciguara, se tranquilizaría. Concentró la mirada en la puerta cerrada y la lámpara. Estaban muy cerca, ¡pero tan lejos! Tenía que conseguir que se relajara; si se relajaba, podría escapar. Estaba segura de ello.

—No sé —tartamudeó con la boca seca. Sus ojos pasaron del rostro de él a la puerta que tenía a su espalda—. Hay algo ahí… creo… quizás si nos acercamos a la luz… quizás pueda verlo bien. —Se humedeció los labios—. Por favor, si nos acercamos a la puerta, donde está la luz, entonces podré mirar. Estoy segura de que veo algo. —Hablaba rápido y se preguntaba si él la entendía. Vio su rostro aterrorizado reflejado en las pupilas de él, que la miraba.

Una mueca le recorrió el rostro formando arrugas en su frente y, tras un instante, se convirtió en una sonrisa de desprecio.

—No puedes verlo —susurró por fin—. No puedes. —Sonrió, y ella se deshizo en sollozos—. Pero te contaré un secreto —le susurró al oído. Entonces hubo una pausa, y ella contuvo la respiración aterrada—. Él sí que te ve.

El amanecer despuntaba en un frío gris cuando los gritos rasgaron el silencio del barrio dormido. Aquel día, Montrouge despertó temprano. Atrás quedaban el sueño y la tranquilidad. Apenas una hora después del hallazgo, la policía ya estaba examinando los restos humanos, dejados de manera cruel —y sacrílega— sobre las escaleras de la iglesia, el santuario donde la gente del pueblo buscaba cierta tranquilidad que les aliviara de los sinsabores de sus vidas. Pero aquella mañana no hubo tranquilidad. Incluso a pesar del silencio, el horror del crimen hacía imposible la paz.

El torso —la cabeza, el brazo derecho y ambas piernas habían desaparecido— pertenecía a una mujer joven. Tenía un pecho brutalmente cercenado, pero por lo que quedaba de la víctima, era evidente que se trataba de una mujer. Tras consultar entre sí, la policía y el forense declararon que no pudo haber sido asesinada en el lugar donde la encontraron; no había suficiente sangre. Todo el vecindario se estremeció, conmocionado y horrorizado: aquel detalle les perturbó más que si la pobre mujer hubiera sido descuartizada sobre los escalones de la iglesia. Porque, si no la mataron allí, entonces ¿en el granero o en el cobertizo de quién se habría cometido aquel crimen atroz? El registro exhaustivo no dio con prueba alguna, ni tampoco encontraron los restos que faltaban. Montrouge no durmió bien aquella noche, ni muchas otras después del incidente. Los vecinos rezaban para que la maldad que había golpeado su barrio solo estuviera de paso.

Al cabo de unos días, cuando examinaron el torso con más detalle, descubrieron que a la mujer, presuntamente una prostituta local desaparecida, también le faltaba el útero.

Después de tal revelación, el pueblo rezó aún más.