LA VICTORIA DEL CORSARIO
NO se presentaba la noche muy favorable para efectuar aquel regreso a la desembocadura del Rariton en busca del corsario.
La marea salía de los canales con fragorosa violencia, y el agua comenzaba a inundar la embarcación.
«Cabeza de Piedra» ordenó encender un fanal a proa, encargando a Hulbrik que fuera señalando los escollos. Respecto de los bancos y bajos fondos no se preocupaba, porque sabía que con tan escasa carga podía atravesarlos sin peligro.
—¡Atención a las velas, y no os preocupéis de otra cosa! —dijo el contramaestre—. La noche será pésima, pero se trata de la felicidad del barón.
—Puedes confiar en mí —respondió el gaviero—. En manos de un bretón, dos velas es cuestión de juego.
Entraron en el canal a gran velocidad.
Dentro de él la niebla era menos espesa, porque la desgarraba el aire. «Cabeza de Piedra» que conservaba su excelente vista, no sólo distinguía la costa, sino que también la larga fila de arrecifes que el Atlántico batía furiosamente.
—Si no tenemos un mal encuentro, antes de la noche de mañana veremos a nuestro comandante, ya sea en el Rariton, ya en el Hudson. Abrid bien los ojos, tened cuidado con las velas, y voy a haceros correr como los pescadores de Bretaña.
Y la chalupa volaba bajo la lluvia entre aquellos canales, sacudida de cuando en cuando por alguna ola enorme que penetraba por entre los escollos y le hacía dar espantosos saltos, hasta que la férrea mano de «Cabeza de Piedra» la obligaba a presentar la popa.
En el extremo de ésta, al lado del fanal, se hallaba tumbado boca abajo Hulbrik, que iba señalando minuciosamente los escollos y aun los bajos fondos que se distinguían por el movimiento del oleaje. «Petifoque» se ocupaba únicamente de las velas, que manejaba con la precisión de un viejo pescador de Bretaña.
Pasaban las horas y el barquito navegaba milla tras milla sin que se presentara ninguna nave enemiga.
Era probable que el almirante Howe hubiera reunido todas sus fuerzas para intentar algún golpe decisivo, dejando libre toda la costa meridional de Long Island, que hasta dos días antes había estado ocupada por tropas alemanas y algunos regimientos de irlandeses.
Sin embargo, aquellos tres hombres vigilaban atentamente, por temor a que cualquiera nave inglesa se hubiera quedado atrás para rechazar algún ataque de los corsarios americanos, cada vez más audaces.
Ya se había mostrado el alba y navegaban a unas treinta millas de Rariton, bajo una lluvia torrencial, cuando pudieron divisar un punto oscuro que avanzaba por el canal corriendo grandes bordadas.
—¿Buque o barco?
—¡Barco! —respondieron a una vez el tudesco y «Petifoque».
—Si pretende venir al abordaje, no llegará a reírse de nosotros. Preparad todas las carabinas y veamos si son amigos o enemigos.
El barquichuelo, que venía de Poniente, o sea de la boca del Rariton o de Nueva York, traía el viento contrario; así es que avanzaba lentamente, teniendo que virar a cada bordada.
—¡Se diría que ese barco se parece al nuestro! —había exclamado «Cabeza de Piedra», poniéndose en pie.
Después fijó sus ojos y contó:
—Uno…, dos…, tres…, cuatro… No nos causarán miedo. ¡En vez de esperar que nos ataquen ellos, vamos a abordarlos!
Cambió en el acto de rumbo, y bajo un diluvio de agua se colocó tras una línea de escollos a esperar el cruce de aquella misteriosa chalupa.
—¿Quién vive? —había gritado de pronto Hulbrik, echándose al hombro su carabina.
Respondió una voz que hizo estremecerse a nuestros tres navegantes, y cayeron a la vez las velas de las dos chalupas.
—¡El verdugo de Boston! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¿Qué traen por aquí los amigos?
—Nos envía el corsario —respondió el ex verdugo—. ¡Es una suerte que nos hayamos encontrado!
—¿Se dudaba de nosotros?
—¡Ah, no!
—¡Atraca!
Las dos chalupas se acercaron, y fueron amarradas una a otra. La que traía el verdugo iba tripulada por tres marineros de La Tonante, escogidos seguramente con cuidado por el corsario.
—Habla, pues, amigo, antes que se nos eche encima la desgracia —dijo «Cabeza de Piedra»—. No podía esperar este encuentro.
—Veníamos en busca vuestra —respondió el verdugo—. En Nueva York ha corrido la voz, traída por confidentes americanos, de que el marqués de Halifax se casará dentro de pocos días con la rubia miss.
—Y nosotros venimos a confirmarlo —respondió el bretón—. Si para el jueves no ha caído en nuestras manos Sandy-Hook, nuestro comandante habrá perdido para siempre a su adorada María de Wentwort.
—A pesar de que no han cesado los combates en estos días, el corsario no ha perdido el tiempo, con ayuda de todos los americanos. En el puerto de Nueva York se halla reunida toda la flota americana, reforzada con tres bricks corsarios. Setecientos hombres y ochenta cañones se hallan preparados para asaltar la fortaleza y dar una buena lección al marqués.
—¿Así es que no vamos a la desembocadura del Rariton?
—Están los ingleses muy cerca de allí.
—¡Siete naves! —murmuró el bretón acariciándose la barba y como si hablara consigo mismo—. Con toda esa fuerza podríamos meter mano a la escasa guarnición que hemos dejado en Sandy-Hook. ¡Soltad las amarras y emprendamos la ruta! ¡Vosotros venid detrás!
Y ambas chalupas, llevadas por un viento casi borrascoso, continuaron aquella difícil y peligrosa navegación.
«Cabeza de Piedra» había forjado rápidamente un proyecto. Sabía que la desembocadura del Rariton se hallaba guardada por la escuadra del almirante Howe, y trataba de componérselas para llegar a la boca del río Hudson sin ser descubierto.
Los ingleses se veían obligados a ejercer una vigilancia constante, porque era siempre de temer alguna sorpresa de aquellos audaces corsarios americanos que cruzaban sin cesar las aguas de la bahía de Nueva York.
Por lo demás, y a pesar de su reciente derrota, Washington conservaba en su poder la ciudad con numerosa artillería, y había reforzado la guarnición con unos millares de hombres de tropas regulares.
A las seis de la tarde percibió «Cabeza de Piedra» algunos puntos negros que costeaban al occidente de Long Island, y una vez fuera de los canales se lanzó resueltamente al Atlántico, empeñando duro combate con las olas.
—¡Tened firme! —había gritado—. ¡Con estos barcos se puede dar la vuelta al mundo!
Los embates del oleaje se sucedían sin cesar, envolviendo algunas veces las dos chalupas en agua y espuma; pero aquellos siete hombres, que se habían sujetado a los costados de sus barcos, resistían sólidamente.
A las siete, y con una espantosa mar que no les daba tregua, echaba el ancla frente a Brooklyn, a dos millas de Nueva York.
Inmediatamente lanzó «Cabeza de Piedra» una exclamación de alegría:
—¡La escuadra del barón!
En efecto: a setecientos pasos hacia Poniente se hallaban reunidas las cuatro naves americanas y las tres corsarias, dispuestas a largar velas si fuere necesario, a pesar del pésimo estado del mar.
«Cabeza de Piedra» ordenó levar el anclote, y condujo su chalupa hacia el Caboto, que arbolaba los colores de los McLellan.
Trepó rápidamente la escala de cuerda y saltó a cubierta frente al barón y a Howard, los cuales no se habían percatado de su llegada, por hallarse muy ocupados en preparar el armamento de la nave.
—¡Tú! —exclamó sir William, precipitándose hacia él con los brazos tendidos—. ¿Vienes de Sandy-Hook?
—Junto con la chalupa que ha enviado usted para buscarme, mi comandante —contestó el bravo bretón.
—¿Y vienes…? —preguntó el barón poniéndose extremadamente pálido.
—A confirmar la noticia de que dentro de cuatro días su hermano de usted se casará con su prometida. Se quiere aprovechar de la victoria que han conseguido los ingleses, en la seguridad de no ser perturbado.
—¿Y lo cree así? —dijo el corsario—. ¿Es que no cuenta con la flotilla?
—Parece que no, mi comandante.
—¿Has visto a María?
—Me ha sido imposible, señor, porque hemos sido sorprendidos y nos hemos visto obligados a escapar. Sin embargo, traigo una buena noticia.
—¿Cuál?
—Que el matrimonio se efectuará fuera de la fortaleza, en la capilla de Santiago, y aquel día seremos dueños de los subterráneos.
—¿Qué subterráneos?
—¡Los de la capilla, comandante!
—¿Cómo has podido conseguirlo? —preguntó el corsario en el colmo del estupor.
—En realidad ha sido Wolf quien ha conseguido de un bohemio amigo suyo que durante la noche nos abra los subterráneos para poder sorprender al marqués antes que pronuncie el sí.
—¿No se tratará de alguna traición bien preparada? —preguntó Howard, siempre desconfiado.
—Conmigo se halla el hermano de Wolf, el valiente Hulbrik. ¿Cómo quiere usted que ellos mismos se traicionen? No, señor Howard —dijo «Cabeza de Piedra»—; yo respondo de la fidelidad de esos dos alemanes, así como de la de ese amigo que tenemos en Sandy-Hook.
—¿Cuántos hombres habrá en la fortaleza? —preguntó el corsario.
—Medio millar entre ingleses e irlandeses, según nos ha dicho el bohemio, y, en efecto, yo no he visto que hubiera muchas tropas.
—Disponemos de setecientos hombres; así es que en caso necesario podemos dar el asalto y vencer a mi hermano de una vez. Como allí no se recelan nada, estando ahora todas las fuerzas del general Howe en el asalto de Nueva York, nos será fácil dar una sorpresa.
—¡Con tal que no demos de bruces con la escuadra del almirante Howe! —dijo mister Howard.
—Pasaremos por entre ella rápidamente —contestó sir William—. Ahora ya ningún peligro me hará desistir del ataque a Sandy-Hook. Quiero a mi María, que hace tanto tiempo que intento inútilmente arrancar de las manos del marqués.
Había empezado a pasear nerviosamente por la cubierta del buque, crispando los puños y murmurando algunas palabras.
De pronto se detuvo frente al bretón y le preguntó:
—¿Estás bien seguro de que ese subterráneo pueda ser ocupado por gente de la nuestra sin que se entere de ello nadie de la guarnición?
—Todas las noches estarán con una o dos linternas Wolf y su amigo delante del paraje secreto que conduce a la capilla. El sitio es completamente desierto, y podemos desembarcar unos cuantos centenares de hombres para interrumpir la función y apoderarnos de su prometida, mi comandante.
—A bordo del Caboto sólo estamos ciento veinte hombres; pero todos ellos de nuestros corsarios, gente más fuerte que los americanos, porque se hallan más endurecidos en los combates. ¿Tú conoces ahora los canales?
—Paso a paso, sir.
—Toma el mando del buque, mientras Howard y yo nos encargamos de conducir la escuadrilla en el momento oportuno. Mete cien hombres en el subterráneo y manda en seguida retornar la nave, para que no pueda inspirar sospechas a mi hermano.
—Me va usted a arrestar por cuatro días, mi comandante —dijo el bretón riendo—. Pero todo lo que es preciso hacer se hará. ¿Cuándo debo salir?
—Mañana, antes de la caída de la tarde. Entretanto podemos recibir noticias respecto a la escuadra de Howe, que nadie sabe hasta ahora dónde se encuentra.
—Pues si usted lo permite, mi comandante, me marcho a la cocina con mis bravos muchachos «Petifoque» y Hulbrik, porque en Sandy-Hook sólo hemos tenido golpes de mar. Los ingleses no acostumbran regalar ni siquiera galleta a los marinos que arriban a aquella punta de tierra.
Con un silbido hizo salir a sus amigos de la chalupa y subir al Caboto, calados hasta los huesos y casi muertos de hambre y sueño, y se fueron a dar un ataque a la cocina, mientras el corsario y su lugarteniente continuaban ocupándose en el armamento de la nave.
Transcurrieron aquellas veinticuatro horas con gran ansiedad de todos los tripulantes, y, sobre todo, de sus comandantes, que temían constantemente un imprevisto ataque de aquella escuadra inglesa que aún no se había dejado ver en las costas de Nueva York, cuando las tropas de tierra, mandadas por el hermano del almirante, continuaban estrechando al general Washington, pero sin conseguir sorprenderlo nunca en sus campamentos.
Por la tarde hizo llamar el corsario a su fiel contramaestre, que ya había comido y descansado a su placer, y le dijo:
—Ha llegado el momento de que zarpes, puesto que vas a precederme, esperándome en los subterráneos de la capilla. La noche es oscura; pero en cambio el viento es favorable.
—¿Y cuándo llegará usted?
—Ocultaremos los buques detrás de la escollera, y cuando oigamos la campana de la capilla emprenderemos el cañoneo. Tú atacas el templo mientras nosotros destrozamos la tropa que dé la guardia de honor a los esposos en el exterior. Procura no dejar que te sorprendan antes de mi llegada y os destruyan dentro del subterráneo.
—Tomaré todas las precauciones, mi comandante. Ya sabe usted que he conducido a buen puerto otras muchas empresas, y esta vez también lo conseguiré. ¿Quiere usted salir del buque, mi comandante?
—¡Sí, viejo mío; vete en seguida! —respondió el corsario—. Vela por María y envíame el buque con linos veinte hombres. Todos los demás, con un par de cañones, si quieres, quedan a tu disposición.
—Está bien, comandante; allí esperamos.
Se habían desplegado las velas, y el Caboto parecía impaciente por zarpar.
No faltaba más que hacerse a la mar.
El corsario y Howard dieron aún algunos últimos consejos a «Cabeza de Piedra» y pasaron al Alfredo, que era el buque mayor de la escuadrilla y el mejor armado, puesto que llevaba treinta y dos bocas 5e fuego.
«Cabeza de Piedra», que era querido y respetado por todos los corsarios, dio las órdenes de maniobra para hacer salir al buque de entre los demás, y se lanzó resueltamente hacia Poniente. La noche era oscurísima, y el mar, como siempre, de no muy buen humor, dejaba oír fuertes ruidos dentro de los canales.
A lo lejos bramaba sordamente, y parecía que hacia el Sur se desencadenaba alguna furiosa tempestad.
—¡La nave es ligera y pasaremos! —dijo «Cabeza de Piedra» a «Petifoque»—. Y si acaso se nos acercan, haremos hablar a nuestros catorce cañones. Tenemos que llegar de noche a fin de procurar que no nos vean.
—¡De modo que mañana también tendremos que estar en el mar! —dijo el gaviero.
—No me atrevo a atracar de día en Sandy-Hook. Una sola sospecha podría echar a pique nuestra empresa. El marqués de Halifax estará estos días más en guardia que nunca, y nuestro comandante tiene mucha razón en temerse cualquier sorpresa, porque no se sabe dónde se halla el grueso de la escuadra del almirante Howe. ¿Sigue navegando a Levante de Sandy-Hook? Esto es lo que quisiera saber.
—¡Y yo también, camarada!
—¡Basta ya! Dejemos de charlar y cuidemos de no dar contra una escollera o un bajo fondo. Esto sería ya la ruina final del barón. Encárgate de dirigir a los navieros y yo del mando general; veremos lo que consiguen hacer estas dos cabezas del país de las rocas.
Siendo el único conocedor de aquellos canales, que ya había recorrido dos veces sin necesitar sextante ni aparato alguno, se puso al timón y lanzó la pequeña pero bien armada nave a lo largo de la costa de Long Island, que suponía libre de buques enemigos.
Transcurrió la noche en el continuo combate con las olas y en la constante ansiedad que producían aquellas interminables escolleras, en donde de un momento a otro podían embarrancar o irse a pique la nave.
Después de haber examinado «Cabeza de Piedra» al día siguiente con la mayor atención el mar, y de convencerse de que no se observaba peligro alguno, ocultó el Caboto tras un grupo de altos escollos, que formaban una especie de pequeña bahía bastante defendida del oleaje.
Durante todo el día permanecieron anclados, vigilando sin cesar los alrededores del canal y cuando descendió nuevamente la oscuridad se hicieron a la vela, poniendo y a la proa directamente hacia Sandy-Hook.
Toda la tripulación se hallaba en sus puestos de maniobra o de combate, los cañones cargados, parte con bala y parte con metralla, y los fanales apagados, aunque eran bien necesarios para navegar entre aquellos mil obstáculos que embarazaban los canales.
Todos aquellos hombres dirigían sus miradas ansiosamente por el mar y más que todos ellos «Cabeza de Piedra», deseando ver el faro de la fortaleza y después las señales que habían de hacer Wolf y el bohemio.
Continuaban sin ver nave alguna. ¿Dónde podrían andar las grandes fragatas que aún no habían aparecido por las aguas de la bahía de Nueva York?
—¡Hum! ¡Hum! —murmuraba «Cabeza de Piedra», cada vez más intrigado por aquella desaparición—. ¿Las habrá retenido el marqués a su lado para protegerle al menos durante la ceremonia? ¡Eso sería nuestra ruina total!
A medianoche, después de evitar otros obstáculos, daba vista el Caboto al pequeño faro de Sandy-Hook, que lucía débilmente en el tenebroso horizonte.
«Cabeza de Piedra» hizo arriar en el acto parte de las velas altas, y maniobró para acercarse a aquella estrecha lengua de tierra que penetra un par de millas en el mar, y a cuyo extremo se encontraba la capilla indicada por el bohemio.
—¡Veremos si cumple la promesa! —dijo—. La señal estará abajo, y, por tanto, no podremos descubrirla hasta que lleguemos más cerca. Estemos en guardia para no sufrir alguna sorpresa que lo eche todo a perder.
De pronto sintió que se le helaba la sangre.
Una gran sombra que navegaba sin luz alguna había doblado las dos escolleras que formaban el canal de Sandy-Hook, y se dirigía silenciosamente hacia el puerto.
—¡Parece una gran fragata, quizá un navío de tres puentes! —murmuró el marino apretando los dientes—. ¿Por qué navega sin luces de posición? No veo claro en este asunto. ¡Bah! Ocupémonos por ahora de Wolf y del bohemio.
Con una rápida bordada hizo alejarse al Caboto para no ser descubierto, y se dirigió con precaución hacia la costa, o, por decir mejor, hacia un península en cuya extremidad más avanzada brillaba casi a flor de agua un gran fanal.
—¡La señal! ¡La señal! ——había exclamado «Petifoque», reuniéndose a la carrera con «Cabeza de Piedra».
—¡Voto a un campanario! —respondió el contramaestre—. ¡Se han portado como dos buenos muchachos!
—¿Qué vamos a hacer?
—Botar al mar la chalupa grande con veinte hombres armados y vas a ver cómo está el asunto. Si hubiese algún peligro, corres a ponerte bajo la protección de nuestros cañones. Apresúrate, porque ese navío pudiera volver a internarse mar adentro.
—Ahora mismo.
Dos minutos después se separaba la chalupa del Caboto llevando un pedrero a proa y tripulada por veintidós hombres completamente armados y a las órdenes del gaviero.
«Cabeza de Piedra» hizo mientras tanto poner el buque a la capa, dando de cuando en cuando alguna bordada, pues no quería tomar fondo en un paraje que desconocía en absoluto.
La ausencia de la chalupa fue breve. Volvían los veintidós hombres con gran rapidez, pero sin manifestar sobresalto alguno.
Sólo subió a bordo «Petifoque», ansiosamente esperado por «Cabeza de Piedra», Hulbrik y el señor Horse, que hacía las veces de segundo.
—¡Todas las chalupas al mar! —dijo precipitadamente el gaviero—. Tenemos el subterráneo a nuestra disposición.
—¿Wolf? —preguntó «Cabeza de Piedra».
—Nos espera con el bohemio y con un cuñado de éste, que parece ser el sacristán de la capilla.
—¿Has notado algo sospechoso?
—Absolutamente nada.
—¿Cuándo se celebra el matrimonio?
—El jueves, a las seis.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Wolf, que ha podido informarse bien.
—¿Has oído, amigo Horse? —preguntó el bretón, volviéndose hacia el segundo de a bordo—. Es necesario que la flotilla llegue aquí alguna hora antes para que pueda prestarme ayuda. Pero que no se acerque mientras no oiga los disparos de fusil.
—Se lo diré al comandante tal como tú me lo has dicho.
—Y ahora no hablemos más —dijo «Cabeza de Piedra»—. Primero los hombres y después los víveres, porque no debemos contentarnos con los huesos que pueda haber en las tumbas.
El desembarco había comenzado ya con toda prisa, porque todos temían alguna sorpresa de aquel misterioso navío de tres puentes.
En menos de diez minutos se hallaban reunidos los cien hombres mandados por «Petifoque» en la punta extrema de la península, frente a la capilla, que se elevaba majestuosamente en la sombra.
«Cabeza de Piedra» fue el último que desembarcó del velero, embarcándose en el chinchorro con cuatro marineros.
Wolf y el bohemio lo esperaban frente a una especie de caverna en la cual brillaba el fanal.
—¿Va todo bien? —preguntó el contramaestre.
—Ser los dueños del subterráneo, padre —respondió Wolf, estrechando la mano de Hulbrik.
—¿Ninguna sospecha?
—Hasta ahora, absolutamente ninguna.
—¿Qué se dice de la rubia miss?
—Que llora día y noche llamando al barón.
—¡Por todos los campanarios de Bretaña! Poco tiempo le queda de llorar —dijo «Cabeza de Piedra»—. El corsario ha reunido siete naves, las cuales arribarán aquí en el momento necesario, bien provistas de hombres y de cañones. ¡Esta vez va a tener el marqués su merecido!
Mientras hablaban iban entrando de cuatro en cuatro los marineros en la caverna, que por una galería abierta en la roca se comunicaba con el subterráneo de la capilla.
Cuando hubieron pasado todos con las últimas cargas de víveres y municiones, penetró también «Cabeza de Piedra», guiado por el bohemio, y encontró a sus hombres, que se hallaban perfectamente acomodados, algunos de ellos tumbados ya en las mantas que habían traído del buque.
El subterráneo podía contener cómodamente hasta cuatrocientos hombres, y sólo se hallaba iluminado por tres grandes fanales del buque, cuya luz apenas llegaba al suelo.
Estaba formado por grandes y fuertes arcadas que parecían talladas en la roca, y en las paredes había multitud de tumbas que probablemente encerraban los restos de los sacerdotes que habían tenido a su cargo aquella capilla, abandonada en la actualidad por causa de la guerra.
—Esta es una verdadera fortaleza —dijo «Cabeza de Piedra»—. Aquí podemos desafiar hasta el fuego de cañón, y además contamos con la retirada hacia el mar, que supongo no conocerán los ingleses.
—Sólo la conocía mi cuñado —respondió el bohemio.
—Ahora vamos a ver el templo.
—Mi cuñado nos espera en él.
Subieron por una vasta escalera de piedra y entraron en la capilla por dos amplias puertas.
El cuñado del bohemio los esperaba con una linterna en la mano. Era también uno de esos cíngaros de la Europa central, y con su espesa barba y negros e inquietos ojos tenía más aspecto de bandido que de sacristán.
Formaban el techo de la capilla tres grandes arcos casi desprovistos de todo adorno. En el centro del templo se hallaba preparado un altar coronado por una bandera con los colores del marquesado de Halifax. A lo largo de las paredes pendían también gallardetes con los mismos colores, pero sin detalle alguno lujoso. En Sandy-Hook se podían encontrar armas, municiones y soldados, pero nada más.
—También aquí podría haber perfectamente trescientos o cuatrocientos hombres, aun cuando haya siete u ocho filas de bancos, que en un momento dado, y puesto que se encuentran hacia la puerta del subterráneo, podrían servirnos para formar una barricada. ¿Nada de nuevo?
—¡Nada, señor! —respondió el sacristán.
—Entonces, vámonos a descansar.
Descendieron al subterráneo. Los marineros roncaban ya en su mayoría; pero en la parte de afuera de la caverna se habían colocado seis de guardia para evitar alguna sorpresa.
Al día siguiente, los dos bohemios fueron a la ciudad en busca de noticias, y no volvieron hasta el mediodía, trayendo dos cestas de botellas.
—¿Y la nave que encontramos anoche? —preguntó lo primero «Cabeza de Piedra» con cierta ansiedad.
—Ahí está; ha recogido velas —respondió el bohemio.
—Es un navío de tres puentes, ¿verdad?
—Con cuarenta cañones.
El bretón se puso pálido.
—¿Qué habrá venido a hacer aquí ese condenado navío? —exclamó.
—Se dice que viene para conducir a Escocia al marqués de Halifax y a su esposa.
—Si no llega a tiempo la escuadrilla, también esta vez va a perder el barón a la rubia miss, y, lo que es peor, para siempre. ¡Bah; no desesperemos! Somos unos cuantos y no creo que en estos momentos haya mucha guarnición en Sandy-Hook.
—Apenas habrá unos trescientos ingleses con unas cincuenta lanzas —respondió el bohemio—. Todos los demás han marchado a Nueva York, donde parece que se bate bien el cobre por todos los luchadores.
—Nos los merendaremos, ¿no es verdad, «Petifoque»?
—No; los arrojaremos al mar, haciéndoles pasar a todos por el subterráneo, camarada.
—Hasta entonces, paciencia y esperemos —concluyó el viejo bretón—. Vamos a tener un magnífico combate por los bancos de la capilla.
Transcurrió un día, y después otro. Los corsarios habían pasado el tiempo comiendo, bebiendo y fumando, en espera de la señal para empuñar las armas y dar gusto a los brazos.
Pero «Cabeza de Piedra» seguía con su constante ansiedad, a pesar de ser hombre poco impresionable.
No hubiera tenido temor de lanzar sus ciento seis hombres contra la guarnición, y aún estaba seguro de vencerla por sorpresa; pero le preocupaba aquel navío que podía aparecer de un momento a otro y derribar la capilla sobre los combatientes.
¿Y el barón? —se preguntaba constantemente con angustia—. ¿Habría zarpado ya y se encontraría escondido con sus naves entre el sinnúmero de islas e islotes que se extienden al poniente de Sandy-Hook, o habría caído entre la poderosa flota del almirante Howe?
En la mañana del quinto día, los corsarios, que habían atrancado las dos puertas del subterráneo, sintieron ruido sobre sus cabezas.
Se oían los pasos de algunos hombres que iban y venían, clavaban y colocaban bancos; sin duda se trataba de dar la última mano a la capilla.
Al mediodía bajaron el sacristán y su cuñado para advertir a «Cabeza de Piedra» que todo estaba ya preparado y hasta se había echado el aceite en las lámparas, por haberse de celebrar la ceremonia después de la puesta del sol.
Dijeron además que una buena parte de la guarnición escoltaría al marqués para protegerle contra cualquier sorpresa del barón.
—¡Bah! —había respondido tranquilamente «Cabeza de Piedra»—. O quitamos al lord la novia o caemos todos entre las ruinas de la capilla, si nuestra escuadrilla no llega a tiempo.
Transcurrieron varias horas, cada vez más angustiosas. Los dos bretones habían salido a la playa más de diez veces para mirar atentamente hacia las islas y escolleras, entre las que debía de tener sus naves el audaz barón.
Cerca ya de las seis, cuando caían rápidamente las sombras de la noche, el contramaestre atravesó por última vez a lo largo de la caverna.
En cuanto dio vista al mar no pudo contener un grito.
A menos de dos mil pasos, y en medio de un grupo de escollos, brillaban distintamente siete fanales. Se precipitó en d subterráneo, diciendo:
—¡Las naves! ¡El corsario!
—¡Y arriba se van a desposar! —dijo el bohemio—. Ya suena la campana, y todos están en sus puestos.
—¡Sangre de una foca! —gritó el contramaestre—. ¡A mí, corsarios, y pegad de firme! «Petifoque» y yo nos encargaremos de la rubia miss.
Mandó salir seis hombres por la playa para indicar al corsario con una descarga que había llegado el momento de la lucha.
Arriba seguían sonando la campana y se oía un murmullo de voces que parecían responder a la oración del sacerdote.
Los corsarios, empuñando los sables de abordaje, se colocaron en la escalinata, formando dos columnas de a cincuenta, para poder, a la última orden de «Cabeza de Piedra», penetrar en el templo por ambas puertas a la vez.
Quitados los barrotes, los cien hombres invadieron furiosamente la capilla, toda iluminada y llena de oficiales y soldados.
En aquel momento, el sacerdote trataba de arrancar el sí a la bellísima miss, que se negaba enérgicamente a pronunciarlo, a pesar del amenazador aspecto del marqués.
Al ver los ingleses aquellos cien hombres que, además de los sables, llevaban fusil en banderola y pistolas en el cinto, lanzaron gritos de terror y no pensaron por de pronto en defenderse de aquella invasión.
Pero el lord no había perdido la cabeza. Comprendiendo que se trataba de un ataque desesperado por parte de su hermano, cogió fuertemente entre sus brazos a la miss, y, protegido por sus oficiales, se retiró a la puerta sin hacer caso de las intimaciones de «Cabeza de Piedra».
—¡A ellos, corsarios! —gritó el viejo bretón, furioso al ver que se escapaba otra vez la presa que codiciaba su comandante.
No habiendo ya peligro de herir a la miss, habían armado sus carabinas los corsarios, y colocados detrás de los bancos hicieron cuatro o cinco descargas, que llenaron la iglesia de muertos y heridos sin recibir ni un tiro, porque sus adversarios habían venido a la ceremonia sin armas de fuego, bien ajenos a que pudieran necesitarlas.
En aquel momento se oyeron resonar hacia el mar algunos cañonazos; procedían de la flotilla, que venía a toda vela para realizar el ataque de Sandy-Hook, casi indefenso.
Pero la lucha no había terminado en la capilla, porque los ingleses, que aún vivían unos sesenta en conjunto, se habían agrupado en la puerta principal, defendiéndose con los sables y las espadas para dar tiempo a que el marqués pudiera escapar.
Un furioso ataque de los corsarios deshizo el grupo, obligándoles a huir hacia Sandy-Hook a carrera desesperada.
—¡Abajo! ¡Abajo! —había gritado «Cabeza de Piedra» mientras sus hombres cargaban rápidamente las carabinas.
Salieron también a la carrera de la capilla, gritando ferozmente para hacerse creer más numerosos; pero ya el marqués y sus oficiales se hallaban frente a los bastiones de la fortaleza.
«Cabeza de Piedra» pensó formar dos columnas de asalto y lanzarlas dentro de la plaza antes que la guarnición pudiera reponerse de la sorpresa; pero en esto vio por encima del recinto la alta arboladura del navío, que se cubría rápidamente de velas.
—¡Ah; te he comprendido, querido marqués! —dijo—. ¡Pretendes escapar, en vez de defender la fortaleza! ¡Esta vez eres nuestro!… ¡Nuestro!
Volviéndose hacia «Petifoque», Wolf, el bohemio y Hulbrik, gritó:
—¡Seguid la carga, pero sin prisa, porque dentro de poco os ametrallarán! ¡En caso de peligro, al subterráneo!
Abriéndose paso, volvió a entrar en la capilla, pasó sobre muertos y heridos, bajó al subterráneo y salió por la caverna.
Las siete naves del barón se hallaban sólo a doscientos pasos de la orilla, con un fondo profundísimo.
«Cabeza de Piedra» saltó a una chalupa que había dejado el Caboto, y viendo los colores del barón arbolados en el Alfredo se dirigió a él aceleradamente, acompañado de los seis hombres que había dejado de guardia en la caverna.
—¡Comandante, no hay que perder un minuto si quiere usted arrebatar a su prometida de las manos del marqués! —dijo el bretón—. Derrotado por nosotros, trata de escapar por el mar a bordo de un navío de cuarenta y dos cañones.
—¿Has visto a María? —preguntó el corsario.
—Y por poco me apodero de ella; pero había por medio más de ciento cuarenta hombres. ¡Avante, señor, cerremos el paso a ese navío!
—¡Esta vez mi hermano va a tener su castigo! —dijo el corsario con voz ronca.
Howard había ya dado orden a toda la escuadra de colocarse frente a la bahía de Sandy-Hook y tomar posiciones formando dos columnas.
Mientras tanto se seguía combatiendo ferozmente en el camino de la capilla. La artillería de la fortaleza había comenzado a disparar, obligando a retirarse a los corsarios, no sin que éstos respondieran con vivas y certeras descargas de carabina.
Desde el puente del Alfredo veían distintamente el corsario y el bretón cómo sus hombres se retiraban en perfecto orden ante las descargas de la artillería, dirigiéndose hacia la capilla, en la que podrían hacer una terrible resistencia en el caso de que la guarnición intentase una salida.
—¡Bah! —dijo «Cabeza de Piedra», que fijaba sus ojos en «Petifoque»—; no corren por el momento peligro alguno; además de que nosotros, comandante, terminaremos pronto el asunto.
Con sólo dos bordadas se colocaron las siete naves frente a la bahía, en el preciso momento en que el navío se lanzaba al mar, cubierto de lona desde el puente hasta los sobrejuanetes.
Con rápido movimiento lo rodearon, apuntándole con toda su artillería, que pasaba de cien piezas, e intimándole la rendición.
No se había engañado «Cabeza de Piedra». Sobre el puente se hallaba el marqués de Halifax con sus oficiales; por tanto, también debía de hallarse a bordo María de Wentwort.
A pesar de las voces y amenazas del marqués, la tripulación del navío no se atrevió a empezar el combate contra aquella fuerte escuadrilla que disponía de mucha más artillería y de más hombres.
—¡Preparaos al abordaje! —gritó el corsario a sus hombres—. ¡Y ahora, tú y yo, hermano!
Lanzó el Alfredo contra el navío, haciendo penetrar el bauprés por la jarcia de babor y, empuñando pistola y espada, gritó al marqués:
—¿Te rindes?
—¡No!
—Deja que María se ponga a salvo en una de mis naves, y después, si te empeñas, echaré a pique tu navío.
—¡Jamás dejaré partir a María! —gritó el marqués. ¡Sin ella no podría vivir!
—¡Ni yo tampoco —respondió el corsario—, así que te la disputaré con la espada!
El marqués miró a su alrededor, esperando que habría de ayudarle su gente; pero comprendió en el acto que ninguno de aquellos hombres se atrevería a emprender la lucha con los corsarios.
Se pasó la mano por la frente para enjugarse el frío sudor que le inundaba, y con voz ronca dijo al barón:
—¡Bien, sea como quieres!
Apenas había pronunciado estas palabras, se oyó gritar al barón:
—¡Traed luces, y que todo el equipaje esté preparado para el abordaje por si se intenta alguna traición contra mí!
Y volviéndose hacia «Cabeza de Piedra», le dijo:
—Toma seis hombres y baja a la cámara para que no salga María. Ya te llamaremos cuando quede terminado este asunto.
Con la espada desenvainada se adelantó hacia el marqués. Cuatro marineros alumbraban la escena con grandes faroles.
—¡A sus órdenes, milord! —dijo el corsario.
—¡A las suyas! —respondió el marqués.
Ambos hombres se acometieron violentamente con las espadas.
Todos callaban, ingleses y corsarios, y aquel silencio sólo era interrumpido por el choque de los aceros.
El corsario, que manejaba la espada mucho mejor que su adversario, paró cuatro o cinco estocadas y después se tiró a fondo rápidamente, dando un grito.
El marqués de Halifax recibió el golpe en el pecho y cayó en brazos de su ayudante, tratando de contener con una mano la sangre, que ya empezaba a brotar.
—Mister Howard —dijo el corsario—, acompañe usted a María de Wentwort hasta el Alfredo.
—¡Entonces, matadme ya! —aulló el marqués, a quien habían tendido sobre una improvisada hamaca.
El barón no respondió.
Un momento después subía de la cámara la bellísima miss de largos cabellos rubios y grandes ojos azules, llevada del brazo por mister Howard y escoltada por sus hombres al mando de «Cabeza de Piedra».
El corsario se adelantó a su encuentro, y durante largo rato permanecieron con las manos estrechamente apretadas.
—¡Tú, William! —pudo exclamar finalmente la pobre joven, estallando en sollozos.
El barón la condujo frente al marqués, que se hallaba asistido por los médicos del navío y le dijo:
—¿Le perdonas?
—¡Sí; le perdono! —respondió la rubia miss.
—Ahora no tenemos ya nada que hacer aquí.
Ayudó a la joven a saltar las dos bordas, y cuando ya la vio sobre la cubierta del Alfredo, se volvió para mirar a su hermano.
Dudó unos instantes; pero dando un paso adelante, dijo:
—Espero, milord, que llegará usted a curarse.
El marqués, haciendo un esfuerzo, consiguió sentarse, y dirigiéndole una mirada llena de odio, le respondió:
—¡Vaya usted a reunirse con Washington para continuar la guerra contra nosotros, aun cuando lleve usted en las venas la más pura sangre escocesa! ¡Si no muero ya nos encontraremos!
—¡Como usted quiera!
De un salto pasó a su buque, y dio orden de regresar a Nueva York.