CAPITULO XXIII

EL BOHEMIO

SANDY-HOOK es una gran punta de tierra que se interna en el mar, destacándose de la provincia de Nueva York, entre las islas de Long y Staten.

Los ingleses se habían apoderado de aquella posición, que consideraban de gran importancia estratégica, en 2 de julio de 1775, y apenas desembarcaron en ella se apresuraron a fortificarla formidablemente.

Casi toda la guarnición, sin embargo, se hallaba a la sazón diseminada hacia el interior en unión de las reservas del almirante Rhuldam y de Howe para operar contra el ejército de Washington.

En el momento en que nuestros cuatro alemanes, más o menos verdaderos, desembarcaban, no había en el puerto más que unas cuantas naves viejas y en la fortaleza escasamente medio regimiento al mando del marqués de Halifax, para tener a raya a los corsarios americanos, que cada día eran más audaces.

—Ante todo buscaremos una taberna —dijo «Cabeza de Piedra»—. «Petifoque» y yo, por ahora, no podemos ver a la gente de Sandy-Hook más que a través de una ventana.

—¡Padre! —dijo Wolf—. Foy a llefaros a la de un puen amigo mío, que nos dará hapitación, cena y cuanto necesitemos.

—No pedimos más por ahora.

Después de amarrar la barca, entraron por una calle compuesta de casas miserables que destilaban humedad por todas partes. En torno de los escasos faroles que de trecho en trecho alumbraban la calle se reunían muchos soldados que se hallaban en espera de noticias de aquella gran batalla que se había empeñado, y que sabemos había de costar tan cara a los americanos.

Todos aquellos soldados eran tudescos, y formaban la última reserva del general Howe.

Después de haber recorrido Wolf y sus compañeros otras varias calles, también llenas de soldados que ni siquiera se fijaron en ellos, entraron finalmente en una tabernucha establecida por un bohemio que se decía había hecho una buena fortuna desplumando a sus hermanos tudescos.

El tabernero, un tipo cíngaro, con espesa y despeinada cabellera negra, dispensó excelente acogida a Wolf, a quien ya había conocido en época anterior, y a los diez minutos de su llegada los cuatro hombres se hallaban cenando tranquilamente.

—Aquí estableceremos nuestro campamento —dijo «Cabeza de Piedra»—. Mañana por la mañana vosotros dos os pondréis en campaña para averiguar lo que se pueda respecto del marqués y de la rubia miss. ¡Ese matrimonio no debe celebrarse, por todos los campanarios de la tierra!

—¿Y si se hubiese celebrado ya? —preguntó «Petifoque».

El contramaestre quedóse lívido; pero se repuso y dijo:

—Creo que tendremos medios de saberlo sin salir de aquí. Wolf, ¿quieres preguntar a tu amigo si el marqués se ha casado ya?

—Padre, decar obrar a mí y a mi hermano. Nosotros no correr peligro ninguno, poder ir y fenir, mientras que fosotros podríais encontraros con el marqués o con cualquiera de sus oficiales que conoceros —respondió el tudesco—. En cuanto a lo del matrimonio, famos a saperlo ahora mismo por el tapernero.

El bohemio estaba sentado a pocos pasos de ellos y oía sus palabras, aunque sin fijar su atención en ellas.

A una señal de Wolf se acercó apresuradamente a la mesa y esperó a ser interrogado.

—Quisiera saper, Swoorf, si conocer tú al marqués de Halifax.

—Hace tres días que ha llegado aquí; pero yo le conocía ya desde hace tiempo —contestó el bohemio.

—¿Saper si se ha casado ya?

—¿Con la bellísima joven que, según se dice, ha raptado a un pariente? Todavía no; pero tengo entendido que la ceremonia se celebrará dentro de cinco o seis días, porque se han dado órdenes de arreglar la antigua capilla de Santiago.

—¿Será posible? —exclamó el viejo bretón, palideciendo nuevamente.

—Así se dice —respondió el bohemio.

Los dos bretones y los dos tudescos se miraron entre sí y permanecieron silenciosos algunos momentos.

«Cabeza de Piedra» se echó al coleto un vaso de vino español para recobrar el ánimo, encendió la pipa, su vieja consejera, y mirando después con fijeza al bohemio, le dijo:

—¿Está usted bien seguro de que el matrimonio se celebrará dentro de cinco días?

—Para eso se han dado las órdenes, sargento. Creo que también se ha traído ya desde el mismo Halifax el equipo de la futura esposa del marqués.

—¡Cuerpo de un bisonte de treinta cuernos! —exclamó el bretón dando un puñetazo sobre la mesa—. Hemos llegado a tiempo. Si no aprovecha sir William estos momentos en que la fortaleza está casi desguarnecida para apoderarse de ella, creo que pierde para siempre a su prometida.

—¿Dónde está esa capilla?

—En la pequeña península de Dark, más allá de la línea de fortificaciones.

—¿Dice usted que fuera del recinto?

—Sí; en la playa. Es la única capilla que ahora existe, porque otra que había fue completamente arrasada una noche por los corsarios americanos con una verdadera lluvia de bombas. ¿Pero en qué puede interesar a ustedes el matrimonio de su coronel y comandante de Marina, marqués de Halifax?

«Cabeza de Piedra» lanzó dos o tres bocanadas de humo, como buscando inspiración, y contestó:

—Nos interesa porque estamos encargados de entregar a la miss un regalo de boda de parte de un gentilhombre español, que debe de ser pariente suyo.

El bohemio entornó los ojos, sonriendo como hombre que no se deja engañar fácilmente, y dijo con franqueza:

—¡Todo lo que yo pueda hacer por mi buen amigo Wolf pueden decírmelo con toda confianza!

—Más adelante te explicaremos de lo que se trata —respondió el tudesco—. Ahora prepáranos las camas.

—Tiene que pasar todavía la ronda.

—Ya pensaremos nosotros lo que debemos hacer —dijo el contramaestre poniéndole en la mano una libra esterlina—. Tráete una botella y deja que la bebamos. No se prende a un suboficial, ¡por cien mil ballenas!, sólo porque tenga el gusto de convidar a unos amigos.

—Cierra la puerta y nos retiraremos a otra habitación.

—La forzarían —dijo el bohemio—. Se han vuelto muy desconfiados los ingleses, y no parece sino que por todas partes ven espías.

—Tráete botellas y déjame pensar en ello —dijo el contramaestre.

El bohemio, que era alto como un granadero de la Pomerania y fuerte como un oso gris de las Montañas Rocosas, se apresuró a traer una cesta llena de botellas, y cogiendo a Wolf por el brazo se lo llevó aparte, entablando con él una animada conversación.

Mientras tanto, los dos bretones y Hulbrik bebían y fumaban, forjando proyecto tras proyecto.

De pronto se abrió la puerta y penetró en la estancia, con aspecto nada tranquilizador, un sargento inglés seguido de dos soldados escoceses.

El bohemio experimentó un estremecimiento e hizo un gesto de contrariedad.

—¡Ya! —murmuró.

El sargento saludó a «Cabeza de Piedra», y dijo con sequedad:

—¡Es ya la hora de regresar al cuartel!

—He convidado a beber a estos buenos amigos alemanes y tenemos que hacerlo mientras quede una de esas botellas, ¿quiere usted acompañarnos?

—Sólo por diez minutos —respondió el inglés—. Tenemos igual graduación, y por lo tanto, guardaré a usted consideraciones.

—Pues, entonces, tabernero —ordenó el contramaestre—, puedes empezar a descorchar.

Obedeció el bohemio, aunque parecía hacerlo de mala gana, y el inglés y los dos escoceses, invitados por los bretones y los alemanes, dieron un formidable ataque a aquel vino que tan generosamente se les ofrecía.

—Parece como si estuviéramos celebrando algún gran acontecimiento —dijo al poco rato el inglés, que parecía haberse olvidado de todos los cuarteles de Sandy-Hook.

—No, compañero; se trata de una apuesta —dijo «Cabeza de Piedra»—. Yo he dicho que dentro de cinco días el marqués de Halifax se desposará con esa muchacha de cabellos rubios y ojos azules. Creo que estoy en lo firme y que tendrán que pagar mis amigos. ¿Qué opina usted?

—Que ha ganado usted la apuesta —respondió el inglés—. El jueves se efectuará la ceremonia, y si lo digo es porque lo sé perfectamente.

El contramaestre sintió un frío sudor por todo el cuerpo y se estremeció; pero consiguió dominarse y fingir alegría por haber ganado la apuesta.

—¿Usted me asegura, camarada, que el matrimonio se realizará dentro de cinco días?

—Estoy encargado por el secretario del marqués de preparar la ceremonia y de avisar a los invitados. Ha ganado usted la apuesta, y puede beber tranquilamente todas esas botellas que se empolvaban neciamente en la cueva de esta taberna.

«Cabeza de Piedra» sintió de nuevo agudo sufrimiento, creyendo quizá, por primera vez en su vida, que iba a saltársele el corazón.

—Han perdido, pues, mis amigos y pueden ustedes beber cuanto quieran.

Se hallaba sumamente preocupado, al igual que sus tres amigos, que no pensaban más que en aquellos cinco días que restaban. ¿Habría tiempo bastante para reunir a todos los corsarios americanos que andaban alrededor de Nueva York, únicos que podían intentar el ataque a Sandy-Hook? Esta era la cuestión capital.

Los tres hombres de la ronda continuaron bebiendo hasta que quedó vacía la última botella, y sólo entonces dijo el sargento, que ya no podía sostenerse sobre las piernas:

—¡Son las once; seguidme al cuartel!

—¿No podemos quedarnos aquí? —preguntó el bretón, crispando los puños—. Estamos en la casa de un amigo.

—Tengo que obedecer las órdenes que recibo —repuso el inglés—. ¡Conque marchémonos ya, camaradas; es muy tarde!

—Podríamos beber todavía alguna botella.

—No; siento ya la cabeza algo pesada y las piernas muy débiles. Vamos.

Wolf se acercó al bohemio, cambiando con él algunas frases rápidamente, y después se lanzó aquel pelotón a la nebulosa calle, apenas iluminada por algún farol de marina, y se dirigieron hacia el cuartel, que estaba situado frente al mar.

Los dos bretones y los dos alemanes seguían a los hombres de la ronda, que iban midiendo la anchura de la calle por causa del mucho vino que habían bebido en tan poco tiempo.

Estaban los cuatro bien decididos a no dejarse encerrar en ningún cuartel, donde podía pasarles algo terrible, salvo Wolf, que podría invocar protección del marqués.

A la salida de la mayor parte de la guarnición de Sandy-Hook se había proclamado el estado de sitio; así es que se exponían a un fusilamiento en plena regla.

No tenían, por tanto, más que un propósito: desembarazarse de la ronda como pudieran, correr al barco e ir a contar al corsario todo cuanto acababan de saber.

Había que renunciar, por el momento, a la idea de robar a la rubia miss, por haber todavía demasiada fuerza en Sandy-Hook y por falta de tiempo.

—¡Estad preparados! —dijo «Cabeza de Piedra», que seguía al sargento inglés, el cual iba tambaleándose, así como sus soldados—. Cuando lleguemos a un sitio desierto, nos desembarazaremos de ellos, ¡y al puerto!

—Tenemos que folfer a casa del pohemio —dijo Wolf en voz baja también.

—¿Para beber más?

—No, padre; tratar de que podamos disponer de los fastos subterráneos de la capilla de Santiago, para llevar allí a los corsarios.

—¿Qué me dices?

—Silencio ahora, padre; no quitar ojo de la ronda.

Habían llegado a un paraje completamente desierto flanqueado de colinas y fortificaciones antiguas. No había luces ni se oían voces humanas. Solamente a lo lejos resonaba el mar rompiendo sus olas en la costa.

Trescientos metros más allá se elevaba una construcción que debía de ser un cuartel. «Cabeza de Piedra» se detuvo.

—¡Eh, camarada! ¿No seguimos? —preguntó el inglés—. Es ya muy tarde.

—Pienso que en el cuartel hace demasiado calor, y por eso voy a volver a la taberna para vaciar otra botella. Si quiere usted venir, está todo pagado.

El sargento tuvo un momento de vacilación; pero debió de concebir alguna sospecha respecto de aquel tudesco que hablaba o, mejor dicho, estropeaba el inglés de distinta manera que los demás, y afirmándose sobre las piernas, dijo:

—¡No, camarada; debe usted venir conmigo al cuartel!

—¡Mañana! —repuso el contramaestre.

—¡Esta noche!

—¡Tenemos sed todavía!

—¡Beberá usted otro día!

—¡Cuando yo tomo una resolución voy hasta el fin, suceda lo que suceda!

—¿Una resistencia?

—¡Llámela usted como quiera, poco me importa!

—¿Y es usted un sargento?

—¡Razón de más para ser libre! —respondió «Cabeza de Piedra» desenvainando rápidamente el sable.

Sus tres amigos hicieron lo mismo y se arrojaron sobre los escoceses, que estaban armados de carabinas y les dieron sendos y terribles golpes con la empuñadura de sus pesadas espadas de combate.

Ambos cayeron como heridos por el rayo; pero el sargento trató de hacer frente al contramaestre. Confirmada su sospecha, había tenido tiempo para sacar el sable y comenzó a dar tajos a diestro y siniestro como un loco, gritando:

—¡O venís al cuartel, u os hago trizas!

Pero sus piernas estaban demasiado débiles para habérselas con aquellos cuatro demonios.

Los dos escoceses estaban tendidos en medio del barro del camino y no daban señales de vida, quizá más por causa de la borrachera que del golpe. Habían sido desarmados en el acto para evitar que un tiro de sus carabinas pudiera atraer a la guardia del cuartel próximo. El inglés lanzó un rugido de fiera.

—¡Ah! ¡Traidores! —exclamó—. Pero no me dais miedo y os voy a entregar al capitán Hamilton.

Se lanzó contra «Cabeza de Piedra»; pero en el momento de intentar el asalto le faltaron las fuerzas y cayó.

El bretón, que aunque bebiese mucho siempre tenía firmes las piernas, le dio un fuerte golpe en la cara con la empuñadura del sable, enviándole a reunirse con sus escoceses.

—¡Al barco sin perder un minuto! —dijo.

Fer primero al bohemio —dijo Wolf—. Saper todo y estar dispuesto a ayudarnos. Un día le salfé la vida entre los indios del Canadá y siempre estar muy agradecido.

—Pero sólo un momento.

—Sólo.

—¡Pues andando!

Los cuatro hombres se lanzaron a la carrera a través de la niebla, volviendo hacia la ciudadela.

Un punto luminoso que se destacaba en aquella oscuridad los guió hasta la taberna del bohemio. Entraron como cuatro bombas, llevando todavía los sables en las manos, y cerraron la puerta tras de ellos.

El bohemio estaba esperándolos, porque se había figurado, desde luego, que el asunto no podía terminar bien habiendo mediado la ronda.

—¿Venís perseguidos? —preguntó.

—No —respondió Wolf.

—¿Y los de la ronda?

—Tirados en el suelo, y es seguro que hasta mañana no volverán a ejercer sus funciones, si pueden.

—¿Sablazos?

—No; sólo rotas las cabezas.

—¡El asunto es grave! —dijo el bohemio rascándose la poblada melena—. Si mañana los cogen a ustedes los fusilan sin necesidad de proceso.

—¡Ya lo sé —repuso «Cabeza de Piedra»—, y por eso pensamos largarnos!

—¿Para advertir al corsario de lo que pasa?

—¿Conoce usted esa desgraciada historia?

—Perfectamente, y como también estoy enterado por Wolf, a quien no puedo negar nada por haberme salvado la vida, del proyecto de volver en seguida con los americanos, tendré mucho gusto en poder ayudar a ustedes. Pueden, sin embargo, detenerse aquí y esconderse en los subterráneos de la capilla de Santiago, cuyas llaves tiene un cuñado mío. Allí caben aunque sean quinientas personas.

—¡Si pudiéramos ocultar allí quinientos corsarios para el día del matrimonio! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. La empresa no sería imposible.

—Va usted muy de prisa, sargento —dijo el bohemio—; pero siempre me han gustado los valientes, y, si se proponen hacerlo, pongo esos subterráneos a disposición de los corsarios. La capilla se halla situada en un lugar apartado, sobre una punta de tierra y sin defensa de fortaleza alguna, de modo que los buques pueden arribar durante la noche y desembarcar la gente sin que nadie se dé cuenta.

—Sería conveniente que cualquiera de nosotros permaneciese aquí, a fin de que aquella noche pudiera hacer señales desde la capilla.

—Yo quedarme —dijo Wolf—, que no correr peligro alguno, porque el marqués no dejar fusilarme.

—¿Dónde se halla la capilla?

—Al poniente del faro y a mil pasos de las antiguas fortificaciones —contestó el bohemio.

—En efecto, al entrar en el puerto me pareció haber divisado un gran edificio, que tomé por una fortaleza.

—¿Sabría usted encontrarla?

—Soy sargento de Marina, y nada de eso puede ocultárseme. Concluyamos: Wolf se queda, y nosotros trataremos de llevar en seguida la mala noticia al corsario. Lo que sucederá no sé, pues todavía no estoy seguro de que los americanos quieran ayudar en esta empresa al amigo que tantas veces ha expuesto su vida por la independencia de esta tierra.

—¡Padre! —dijo Wolf—. ¡Yo esperar en los subterráneos! ¡Fenir ustedes pronto!

—Haremos lo posible por llegar antes de la ceremonia. ¡Ea, vámonos!

Después de abrazarse los dos hermanos, «Cabeza de Piedra», «Petifoque» y Hulbrik salieron de la cantina y se dirigieron apresuradamente hacia el puerto.

Se habían provisto de un hachón, por ser muy espesa la niebla, sin olvidar las carabinas, que antes habían dejado en poder del bohemio.

Todos dormían en Sandy-Hook, quizá hasta los mismos centinelas, que nada podían ver en aquella oscuridad.

Únicamente en el puerto tres o cuatro fanales en la arboladura de una nave indicaban que no todo el mundo dormía, cuando menos en la Marina, siempre vigilante.

Cuando ya iban a desembocar nuestros dos bretones y el tudesco en la calle que conducía al fondeadero de su barquichuelo, oyeron tras sí pasos precipitados, algunas protestas y el ruido de un sable.

—¿Vendrá el diablo a mezclarse en el asunto? —se preguntó «Cabeza de Piedra», apagando en el acto la antorcha.

—¿El diablo? Es el sargento, que vuelve a la carga para conducirnos al cuartel —dijo «Petifoque»—. Por fortuna, parece que sus dos soldados no se encuentran en disposición de seguirle, porque no se los ve.

El contraamestre se había vuelto, empuñando la carabina por el cañón y gritando:

—¿Quién va?

—¡Espera, que voy a decirte quién va! —contestó una voz.

Un hombre salió de entre la niebla, andando de lado como los cangrejos de mar y dando sablazos en todas direcciones.

Era el sargento inglés, que había reanudado la ronda solo, porque sus dos compañeros debían de seguir durmiendo entre el barro, algo por causa del vino y algo también por el golpe que los alemanes les habían aplicado tan rudamente.

—¡Estaba seguro de encontraros! —dijo el inglés, deteniéndose y poniéndose en guardia con terrible ademán.

—¿Por qué? —preguntó «Cabeza de Piedra», que empezaba a divertirse con aquella escena, a pesar de la prisa que tenía por marchar.

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—¡Porque soy el mejor sargento del tercer regimiento de Gales!

—¿Y qué?

—¡Que ahora que os he vuelto a encontrar voy a llevaros al cuartel!

—¿No ves que estás borracho y que tienes el hocico roto?

—¡Yo borracho! —aulló el inglés—. ¡Yo te enseñaré cómo se puede detener a tres hombres sin necesidad del sable! Me bastan los puños para derribar a los revoltosos.

—¿Y no te han dado nunca en la cara?

En vez de responder tiró su sable el furibundo inglés y se arrojó sobre el contramaestre preparando los puños.

—¡Mátale ya, «Cabeza de Piedra»! —dijo «Petifoque»—. ¡Este hombre acabará por echarlo todo a perder!

—¡Déjame a mí, camarada! —respondió el contramaestre, entregándole la carabina y preparándose magistralmente para boxear.

—¡Ríndete! —gritó el inglés.

—¡No me da la gana!

—¡Entonces, toma!

Aunque no estuviese muy firme sobre sus piernas, comenzó a manejar los puños con cierta habilidad; pero tenía delante un hombre que no se asustaba fácilmente y que era mucho más robusto.

Durante medio minuto, aquellos dos hombres, envueltos por la niebla, cambiaron algunos golpes; pero de pronto el inglés lanzó un ¡uff! y cayó a tierra al lado de su sable.

«Cabeza de Piedra» le había dado el golpe del bretón, o sea el golpe de cabeza, y el pobre sargento cayó atontado como un buey.

—¿Muerto? —preguntó el joven gaviero.

—Nuestros golpes no son mortales nunca —respondió el contramaestre—. Pero tendrá para unas cuantas semanas; así es que durante algún tiempo no nos encontraremos con él. ¡Al barco, amigos! Mañana por la tarde tenemos que ver a sir William.

—¡La noche ser mala, padre! —dijo Hulbrik.

—No te preocupes de eso: cuando los bretones ponemos la mano sobre la caña o la rueda de un timón, vamos siempre donde queremos.

Descendieron al embarcadero, y, como había pocas embarcaciones, hallaron fácilmente la suya.

—¡Será una noche mala, pero volaremos! —dijo «Cabeza de Piedra», mientras que el gaviero y Hulbrik desplegaban rápidamente la vela——. ¡Tenemos que guardarnos de los escollos!

Retiraron el anclote y salieron lentamente, pasando a estribor de una gran nave, única que estaba alumbrada, según ya hemos dicho.

Cuando ya habían pasado, gritó una voz ronca:

—¡Aguanta!

Un hombre, empuñando una carabina, apareció en el castillo de proa del velero.

—¡Ven a prendernos! —murmuró el contramaestre—. ¡La niebla nos protege; dispara si quieres! ¡Arrollad las escotas!

Las dos velas se hincharon en el acto al golpe del viento fuerte del Oriente, y la chalupa zafó y se ocultó entre la niebla.

Sonó un disparo; después, nada más. Sin duda, la gente del velero no estaba de humor para desplegar velas y lanzarse a la caza de un barquichuelo que probablemente sería pescador.

—¡Esta es la suerte constante de los bretones! —dijo «Cabeza de Piedra» aferrando la caña del timón.

La chalupa viró frente al faro del puerto y se lanzó a través de aquellos canales que ya habían recorrido antes.