CAPITULO XXI

LA CAZA POR EL ATLANTICO

APENAS había terminado de pronunciar el barón estas palabras, cuando ya se había dado la orden de maniobra para que el bergantín siguiese la ruta de la nave inglesa, que debía de ser excelente velera, porque ya estaba a punto de desaparecer, a pesar de la sobrecarga que había tenido con los náufragos de la fragata.

«Cabeza de Piedra» se había puesto de vigía en el puente de mando, porque aquellos parajes eran muy frecuentados por los navíos ingleses de alto bordo que conducían tropas de refuerzo, en su mayor parte compuestas de tudescos. Inglaterra continuaba reclutando en gran escala mercenarios alemanes, aun cuando le costaban extremadamente caros.

Media hora más tarde desaparecían casi de pronto las tinieblas, y un océano de luz iluminaba vivamente hasta los últimos límites de un océano de agua.

No había a la vista más nave que la inglesa; un buque de carrera, armado de guerra, y que, a juzgar por su tamaño, debía de llevar una tripulación de doscientos a trescientos hombres.

Navegaba a una distancia de dos mil metros, aproximadamente, delante del buque americano.

Millares de pájaros perseguían a los peces voladores que saltaban del agua lanzando al sol esplendentes reflejos dorados.

Pero no había otra nave a la vista.

—Estamos solos con los ingleses —dijo el comandante americano subiendo al puente, en el que ya se encontraban «Cabeza de Piedra» y el barón explorando el horizonte.

—Esa nave debía de formar parte de la famosa escuadra de lord Dunmore —dijo el barón.

—Así lo creo, comandante —repuso el bretón—. No es posible que toda aquella escuadra haya sido arrastrada hacia el Sur para estrellarse en los escollos de las Antillas o de la Florida. Algún buque habrá podido subir hacia el Norte.

—¿Cuándo ha encontrado usted a esa nave? —preguntó sir William al capitán americano.

—Apenas hará dos horas, sir William. Navegaba en busca de usted y del resto de la flotilla, cuando a favor de la oscuridad se me echó encima ese barco, largándome dos cañonazos sin decir «allá va».

—¿Y usted no le había visto antes?

—No, sir.

—Entonces ese buque había visto y reconocido al Caboto y estuvo esperando el momento oportuno para echarse encima.

—¡Y faltó poco para que la sorpresa fuera más completa! Estábamos precisamente cambiando de cuarto. Ya puede usted figurarse la confusión que hubo en aquel momento entre nosotros, tanto más cuanto que las dos balas habían destrozado a dos gavieros que se hallaban en el bauprés. Si tenemos un momento más de vacilación, se apoderan del Caboto sin defensa por nuestra parte. Por fortuna, teníamos cargadas con metralla las dos piezas del alcázar, y logramos lanzarlas sobre la cubierta del barco inglés, matando a bastantes hombres. Aquel momento de sorpresa y vacilación en los enemigos fue bastante para dar una virada y librarnos del abordaje. Durante más de una hora hemos hecho gran gasto de proyectiles, que en su mayor parte caían en el mar, por haber cesado la fosforescencia de éste, y al cabo nos alejamos como si confesáramos nuestra inferioridad. El resto ya lo sabe usted sobradamente.

—¿Cree usted que ese barco está mejor armado que el Caboto?

—Quizá sean iguales respecto de ese extremo; pero la tripulación es mucho más numerosa que la nuestra.

—Y, sin embargo, McBiorn, debíamos intentar algo para sorprender a esa maldita nave inglesa. ¡Ah, quisiera volver a cruzar mi espada con la de mi hermano el marqués! En Boston lo herí gravemente, y fue un verdadero milagro que no lo matara; pero en otro encuentro no se me escaparía.

—¡Es usted terrible, sir William! —dijo el capitán americano—. ¡Después de todo, es su hermano!

—Me ha llamado bastardo, con razón, porque yo me llamo MacLellan y no Halifax, y le hubiese llegado a perdonar su insulto si no me hubiese robado a mi prometida. ¡Ya hace dos años que la vengo buscando por estos mares de América, y ya puede usted imaginarse cuánto habré sufrido! Ni las tempestades, ni los abordajes, ni los combates terrestres en Boston me han hecho olvidar un momento a María de Wentwort.

—¿Y no ha conseguido el marqués obligarla a efectuar el matrimonio?

—Ha temido provocar demasiada indignación contra él, especialmente en Escocia; pero ahora va a Nueva York decidido a todo. Si nos retrasamos, pierdo ya para siempre a María.

El capitán del Caboto se pasó la mano por la frente, y después de reflexionar algunos instantes, dijo:

—Debíamos detener a ese barco antes que llegue a su destino.

—Pero esas dos millas que nos lleva de ventaja no disminuyen nunca. ¡Voto a un campanario! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Se diría que estas dos naves, por un caso extraordinario, llevan la misma velocidad!

—Veremos si esta tarde podemos alcanzarla mejor con viento fresco.

No teniendo por el momento nada que hacer sobre cubierta, la cual se hallaba atestada de gente, y huyendo de aquel sol que se presentaba abrasador, el barón y el capitán americano se retiraron a descansar en la cámara.

Howard y «Cabeza de Piedra» quedaron encargados de vigilar a la nave del marqués.

Todo aquel primer día transcurrió sin novedad, porque el buque inglés, no intentando volver a empeñar combate, a pesar de tener igual artillería y tripulación más numerosa, logró mantener constantemente la ventaja de las dos millas.

En vano «Cabeza de Piedra» y «Petifoque» habían hecho largar arrastraderos y bonetas; el Caboto, como si tuviera en contra alguna divinidad marina, no había conseguido ganar un metro en aquellas veinticuatro horas.

—¡Voto a un campanario! —exclamaba constantemente el bretón—. ¿Se ha visto nunca cosa igual? ¡Pero esto no puede seguir así hasta Nueva York; tiene que ocurrir antes algo!

El sol llegó a su ocaso, ocultándose después de lanzar por Occidente sus últimas miradas, dejando tras sí algunas nubecillas rojas, que fueron rápidamente ocultadas por la oscuridad. Surgieron las estrellas por millares, y una vaga claridad anunciaba la inmediata salida de la luna.

—¡Tenemos una espléndida noche! —dijo el barón, que había vuelto a cubierta con el comandante americano—. Si esta brisa nos ayuda, no habrá quien nos impida el abordaje.

—Puede usted tener plena confianza en mis hombres —dijo McBiorn.

Todos los gavieros se hallaban en la arboladura, dispuestos a aprovechar el momento en que arreciara la brisa para ganar aquellas dos millas que tan obstinadamente conservaban los ingleses, como si se tratara de una regata.

Aparecía ya la Luna, grande primero, como un inmenso globo incendiado, para recobrar bien pronto su tamaño ordinario y lanzar sobre el Océano sus pálidos rayos ligeramente azulados.

Sobre aquel mar de plata se distinguía perfectamente al buque inglés, que continuaba su rumbo seguro de la ventaja y sin preocuparse de aquella nave que en vano trataba de darle caza.

Apenas lo divisó el corsario lanzó una exclamación de coraje.

—¿Qué tiene usted, sir William? —preguntó el comandante americano, que no perdía su flema.

—¿No parece que se burlan de nosotros?

—Espere usted que podamos abordarlos y ya cesará su buen humor. Entraremos en ese barco como aquellos demonios que se llamaban filibusteros.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» habían arrojado al mar la corredera para averiguar la marcha del Caboto.

—¿Cuánto? —preguntó mister Howard, acercándose al bretón.

—¡Siete millas justas! —respondió «Cabeza de Piedra», resoplando—. ¡Siempre siete, siempre igual! ¡Esta nave debe de estar hechizada!

—Viejo lobo, la brisa tiende a arreciar.

—También a mí me lo parece, mister Howard; pero, ¡qué demonio!, si sopla más fuerte para nosotros, también en su carrera encontrará las velas enemigas.

—Ya veremos; tú no dejes de medir siempre.

Un profundo silencio reinaba entre aquellos doscientos hombres, apretados como arenques en la cubierta de aquel pequeño buque.

Parecía que no se atrevían a hablar para no malgastar un átomo de aquel viento, cada vez más fuerte.

Todos ellos fijaban ansiosamente los ojos en la nave inglesa, sin poder explicarse cómo podía conservar tan invariable la misma ventaja.

Sir William y el capitán americano estaban, más que los demás, sorprendidos o impresionados por tan extraordinario hecho.

—Y, sin embargo, nosotros navegamos bien rápidamente —dijo el barón—. ¿Cómo es que no podemos ganar ni medio nudo? ¿Ha sido siempre buen velero el Caboto?

—Excelente, sir.

—¿Y cómo explicar este caso tan insólito?

—De una única manera: aunque nuestras velas tengan distinta forma que las suyas, la superficie de ellas debe de guardar con el tonelaje del Caboto exactamente la misma relación que exista en aquel barco. En esas condiciones, dudo de que jamás podamos alcanzarlo.

En aquel momento se oyó la voz de «Cabeza de Piedra», que decía:

—¡Qué condenación! ¡Voto a un campanario! ¡Siete y décima! ¿La habrá ganado también ese maldito barco? En ese caso habría que abandonar la partida, encender la pipa y esperar a que demos vista a los fuertes de Nueva York.

El Caboto, que había desplegado todo su velamen de refuerzo, hasta las velas de cuchillo, aumentaba sensiblemente su marcha, y se notaba, también a simple vista, que acortaba la distancia que lo separaba del inglés.

Aquella brisa tenía, sin duda, la velocidad exactamente necesaria para que el Caboto pudiese acrecer su marcha con ventaja sobre el buque inglés. Ya se sabe que algunas naves, como, por ejemplo, las negreras, consiguen escapar fácilmente de los grandes cruceros con viento débil, mientras que otros buques necesitan viento fuerte y sostenido. «Cabeza de Piedra» alzó la cabeza mirando a la verga del sobre juanete del mayor, en el cual se hallaba «Petifoque» de vigía, y le preguntó:

—Tú, que te hallas en las alturas del albatros, observa bien si el barco inglés mantiene la misma distancia. Desde ahí arriba podrás verlo mejor que nosotros.

Durante algunos minutos estuvo el gaviero en observación, y después gritó:

—¡Ganamos!

Un estrepitoso «¡hurra!» saludó la noticia.

¡El barco inglés perdía distancia! Entonces, si aquella brisa no cesaba, antes que despuntase el alba habría un terrible combate, porque americanos y corsarios estaban decididos a terminar de una vez aquella lucha constante con el marqués de Halifax.

—¡Todos a sus puestos! —ordenó el corsario observando que la distancia entre ambos barcos se acortaba rápidamente, como si el inglés hubiese perdido un mastelero, o quizá un mástil—. ¡«Cabeza de Piedra», a las piezas de proa!

—¡Sí, comandante! —respondió el bretón, subiendo al castillo con los dos alemanes y algunos artilleros.

—Usted, mister Howard, se encargará de guiar la gente al abordaje. Mister McBiorn y yo haremos el resto.

Reinaba el mayor entusiasmo en toda la tripulación. A pesar de que eran muy inferiores en número a los ingleses, cuando menos en cien individuos, todos se preparaban animosamente para el gran combate que había de tener efecto antes de dos horas si continuaba aquella brisa. Fueron retiradas las chalupas para preservarlas del fuego enemigo; con barriles y restos de todas clases improvisaron dos barricadas para defenderse en el caso de que los ingleses, llevando la mejor parte, intentaran asaltar el Caboto.

Se colocaron cubas de agua al lado de la santabárbara para el caso de un incendio, y las baterías fueron provistas abundantemente de proyectiles.

Todos los tripulantes estaban animados de grandes esperanzas, y especialmente sir William, que consideraba de buen augurio aquel hecho de que caminasen con distinta velocidad dos buques que hasta hacía poco tiempo parecían tener la misma.

—¡Alerta los gavieros! —gritaba—. ¡Cuidado con las velas!

A medianoche abandonó «Cabeza de Piedra» el castillo y pasó al alcázar para echar la corredera, comprobando con satisfacción que la marcha del Caboto había pasado a ocho nudos y décimas.

—¡El barco es nuestro, mi comandante! —dijo a sir William, que se había acercado con McBiom—. Dentro de una hora podremos largar el primer cañonazo. Tendremos que roer un hueso duro, porque el marqués se defenderá como un león; pero nosotros seguimos siendo los corsarios del Atlántico, que nunca han temido al abordaje y están acostumbrados a la victoria.

—¿Será que ese buque hace agua? —preguntó el barón mirando a «Cabeza de Piedra».

—La misma sospecha he tenido, comandante —contestó el aludido—. Esa disminución de velocidad por parte de esa canalla debe de ser ocasionada por algo grave que desde aquí no podemos conocer. No importa; seguimos ganando, y dentro de poco empuñaremos los sables de abordaje. ¡Comandante, esta vez será de usted la rubia miss!

Transcurrió otra media hora, durante la cual no cesó el Caboto de acercarse a la nave adversaria.

Apenas distaban una de otra mil metros, justamente el alcance máximo de la artillería de aquella época, en la que no se había llegado a la fabricación de esos monstruos modernos que lanzan masas de hierro a treinta o cuarenta kilómetros.

Cuando ambos jefes determinaron la distancia, se prepararon para el combate los corsarios, sabiendo que ya estaban a tiro. El castillo de proa fue invadido por soldados armados de carabinas inglesas con cañón de acero, que tenían el mismo alcance que los cañones.

«Cabeza de Piedra», en el cual se habían fijado todas las esperanzas, había tomado puesto con algunos artilleros tras los dos cañones de caza situados a proa. El barón, algo más pálido que de ordinario, se había aproximado al bretón.

—¡La suerte de mi prometida está en tus manos! —le dijo—. Destroza y rompe, pero siempre por alto: ¡deseo ver caer la arboladura!

—¡El tiro es largo, mi comandante! —respondió el contramaestre—. Sin embargo, me parece conservar todavía los ojos como si fuera un grumete. ¡Voto a un campanario! ¿Queréis quitaros de delante de mi cañón?

Los soldados a quienes se dirigían estas frases se apretaron contra las bordas de los costados para no ser abrasados por el fogonazo.

—¡Silencio! —gritó después—. ¡Sólo necesito medio minuto!

—¡El que hable irá a la barra! —agregó el comandante americano—. ¿Aprueba usted, sir William?

—¡Sí! —contestó el corsario, presa de extrema agitación.

Cesó como por encanto todo ruido en el bergantín. Ni siquiera se oían las voces de maniobra de los gavieros.

«Cabeza de Piedra» se había inclinado sobre la pieza de estribor que le pareció más en línea con el barco inglés, y corrigió una cuantas veces el punto de mira. Esperaba el momento oportuno, ese momento que sabe aprovechar el verdadero artillero.

Todos los ojos se hallaban fijos en él; se podía decir que aquellos doscientos hombres contenían hasta el aliento para no distraerle.

Cuando «Cabeza de Piedra» disparó el cañón con horrible estrépito, que hizo retemblar al buque desde la quilla hasta los topes, el barco inglés se hallaría a unos novecientos metros, pues el Caboto no había dejado de acortar la distancia.

Con sorpresa de todos, la bala, de un peso de sesenta libras, cayó a treinta metros de la proa del barco, sin alcanzar el blanco. «Cabeza de Piedra» había soltado una serie de imprecaciones.

—¡Este cañón no es del calibre que indica! —dijo finalmente, golpeándose con furia la cabeza—. ¡Esos corsarios franceses han vendido a los americanos verdaderas carracas!

—¿Lo crees así, «Cabeza de Piedra»? —preguntó sir William.

—¡Aquí tenemos la prueba!

—También Washington se lamentaba del poco alcance de la artillería importada de Francia.

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—¿Alcanzará el otro cañón?

—¡Ahora lo vamos a ver, mi comandante!

Iba a dirigirse hacia el otro cañón, cuando en el alcázar del barco enemigo surgieron dos llamaradas seguidas de fuertes detonaciones.

También los ingleses querían probar el alcance de sus tiros; pero tampoco tuvieron mejor fortuna, porque los dos proyectiles cayeron a veinte o veinticinco metros de la proa del Caboto, levantando montones de espuma.

—No es que las piezas sean malas —dijo el barón a «Cabeza de Piedra»—. Es que no estamos todavía a tiro. ¡Dispara otro!

—¡Lo veremos! —respondió el bretón, poniéndose detrás del segundo cañón—. ¡Se diría que las brujas andan entre nosotros! ¡Truenos! ¡Esto no puede seguir así!

Mister Howard intervino en aquel instante.

—Dispara, «Cabeza de Piedra», y procura causar a esa maldita nave todo el daño que puedas; pero deja también funcionar a las carabinas.

—¡Que tiren cuanto quieran, mister Howard! —respondió «Cabeza de Piedra»—. A mí no me molestan en absoluto.

—Prueba, sin embargo, con otro disparo —dijo el corsario—. Así nos cercioraremos más de la distancia.

—En seguida, mi comandante.

—¿Esperas esta vez meter la bala en el barco?

—Sí, señor.

«Cabeza de Piedra», con la tranquilidad del buen artillero, pareció medir la distancia que lo separaba de la nave enemiga, e hizo fuego nuevamente.

Corsarios y americanos lanzaron un atronador ¡hurra! La bala, aunque casi muerta, había caído sobre el alcázar del barco, que estaba lleno de artilleros y de marineros, hiriendo y matando seguramente a algunos desgraciados.

—¡Aquí las carabinas de alcance! —ordenó mister Howard—. Es inútil —agregó— hacer uso de las demás, que de ningún modo pueden alcanzar a esa distancia.

Al oír la orden del segundo de La Tonante, los corsarios, que eran los que poseían esas incomparables armas de acero, se colocaron junto a las amuras y abrieron un violento fuego.

También aquellos proyectiles llegaban al blanco.

Durante tres o cuatro minutos no contestó el barco inglés. Había intentado dar algunas bordadas con la esperanza de aumentar su velocidad al filo del viento, y viendo que el Caboto se iba acercando cada vez más, respondió a su vez con las piezas de cubierta y con las carabinas.

Las balas silbaban por entre la arboladura del bergantín en tan gran número, que todos los gavieros, después de asegurar bien las velas, se habían deslizado a cubierta.

Únicamente permaneció en lo alto «Petifoque», a caballo sobre la verga del juanete del palo mayor y presenciando tranquilamente el combate, sin hacer caso de las balas inglesas que silbaban a su alrededor.

De cuando en cuando se veía envuelto por nubes de humo que subían del puente, porque el consumo de municiones que hacían los corsarios era enorme.

Estaba preguntándose si no sería prudente refugiarse en la cubierta, como habían hecho todos los demás, cuando sintió tras sí el seco sonido que produce el desgarrón de un lienzo estirado.

Acostumbrado a moverse entre la arboladura con la misma facilidad que en tierra, dio la vuelta rápidamente y no pudo contener un grito. Ante él, a caballo en la misma verga, con un cuchillo en la mano, vio el prisionero inglés recogido en los restos de la fragata. Aprovechándose aquel bribón de la confusión que reinaba en el buque, había conseguido salir del camarote en que se hallaba, sin que nadie hubiera pensado en él.

Por haber sido marinero antes que soldado, se hizo cargo rápidamente de la peligrosa situación del buque inglés, y decidió ayudar por todos los medios posibles a sus lejanos compañeros. Aprovechándose del estruendo pudo trepar al palo mayor, del cual ya habían descendido los gavieros, rasgando algunas velas sin que lo hubiera advertido «Petifoque», demasiado ocupado en presenciar la lucha.

—¡Ya tengo, por fin, a uno de los tres que me ataron al pino en la costa de la Florida, para dejarme abandonado! —dijo el inglés rechinando los dientes.

Salvaje cólera alteraba su ya poco simpático semblante, y sus ojos brillaban como los de un reptil enfurecido.

Ya sabemos que «Petifoque» era valiente; pero al verse frente a aquel hombre, que tenía verdadero aspecto de asesino, no pudo menos de echarse hacia atrás en la verga, y, sujetándose bien con las piernas, sacó su cuchillo de corsario, a la vez que gritaba:

—¡A mí, «Cabeza de Piedra»! ¡A mí, Hulbrik! ¡A mí, comandante!

Conforme había previsto el inglés, su voz se perdió entre el fragor de los disparos y los gritos de los combatientes.

—¡Es inútil! —dijo el inglés con feroz sonrisa—. ¡Nadie puede oírte, ni menos verte!

En efecto, envueltos por el humo de la pólvora, eran invisibles para los hombres que se hallaban sobre cubierta.

«No puedo contar más que conmigo —se dijo el joven gaviero, que había recobrado por completo su sangre fría—. Procuremos, ante todo, no caer sobre la cabeza de algún compañero».

Sujetóse firmemente con el brazo izquierdo, manteniendo las piernas como si estuvieran clavadas en la verga, y se inclinó animosamente contra su adversario.

El inglés pareció al pronto asombrado al ver que le hacía frente un marinero tan joven; pero bien pronto volvió a dominarle su rabiosa saña.

—¡Te voy a matar! —gritó con rechinamiento de dientes.

—¡Ven, si te atreves!

—¡Te voy a seguir hasta el peñol, y desde allí te lanzaré al aire!

—¡Lo veremos!

El inglés le dirigió una cuchillada a la garganta, que el gaviero, discípulo de «Cabeza de Piedra», paró con extraordinaria rapidez.

—¡Ahora, toma tú! —gritó el gaviero inclinándose hacia delante por segunda vez.

Menos hábil que el gaviero, su adversario se había tenido que agarrar con ambas manos a la verga a consecuencia de una violenta sacudida del barco.

Estaba indefenso.

—¡Ríndete! —le gritó «Petifoque», que no quería matarle.

—¡Cuando te haya matado! —respondió el inglés, tratando de levantar nuevamente el cuchillo; pero el bergantín sufrió un golpe de mar que le hizo balancearse horriblemente, y el inglés tuvo que echar otra vez ambas manos a la verga.

En el mismo instante oyó «Petifoque» un silbido y vio al inglés vacilar. Tuvo tiempo, sin embargo, de sostenerlo, oyéndole decir:

—¡Me han matado! ¡Esta es la recompensa… del… marqués!

En efecto, había sido herido por una de tantas balas que salían de la nave que había querido salvar.

—¡Vamos, valor! ¡Sígueme hasta los obenques! —dijo «Petifoque», haciendo esfuerzos extraordinarios para impedir que se cayera.

El inglés miró con indefinible expresión al gaviero, levantó la cabeza, se agarró desesperadamente con piernas y brazos a la verga, y, después de tres o cuatro convulsiones, expiró.

El Caboto, retrasado en su marcha por el acto del inglés, no estaba ya a tiro, y sus balas, por tanto, no podían llegar al barco enemigo.

«Petifoque» esperó a que se extinguiese el ruido de las detonaciones y a que el viento dispersara la nube de humo, y entonces gritó:

—¡Largo los de abajo! ¡Va a caer un hombre!

Al oír descender aquella voz desde lo alto, corsarios y americanos comprendieron que algún horrible drama se había producido en el juanete, y se apartaron apresuradamente del palo mayor.

Un momento después, el inanimado cuerpo del inglés caía sobre cubierta.