LAS DOS BALSAS
DESPUÉS de haber inspeccionado toda la cubierta por si hubiese quedado escondido algún indio, el corsario y su segundo dieron orden de continuar los trabajos.
Los de la fragata debían de haber terminado ya su balsa, y, por tanto, el marqués se hallaría, bien o mal, navegando hacia el Atlántico septentrional.
El interés del corsario estaba en no dejarle llevar gran delantera, esperando que cualquier circunstancia favorable le permitiera echarse encima y apoderarse de la rubia miss.
A una orden de mister Howard saltaron al banco cincuenta hombres con linternas y herramientas, y empezaron a colocar tablas para formar el piso sobre el esqueleto o trabazón, formado con vergas y trozos de mástiles.
«Cabeza de Piedra» continuaba vigilando detrás de su cañón, dispuesto a protegerlos en el caso de que los indios volviesen al asalto.
Y no se equivocaba el viejo lobo de mar, porque al poco tiempo empezaron a silbar las flechas en todas direcciones.
—¡Voto a un campanario! —exclamó—. ¿Es que no quieren dejarnos marchar?
—Puesto que no puedes llevar con nosotros ni tu cañón ni las municiones, debías disparar sin cesar —dijo «Petifoque»—. Están en acecho detrás de aquellos manglares que cubren la orilla del canal.
—¡Desdichada expedición!
—¡Quizá termine bien, amigo!
Continuaban las flechas molestando a los trabajadores y volvieron a resonar los cañones de caza, que destrozaban las plantas acuáticas y mataban a los hombres en ellas ocultos.
Cuando habían disparado ya seis o siete cañonazos, oyeron a lo lejos una detonación producida por algún cañón de pequeño calibre.
Sir William y Howard se lanzaron a estribor presas de gran inquietud, y dirigieron sus miradas hacia el canal, por donde había desaparecido la fragata.
—¿Qué será ese disparo? —se preguntó el barón—. ¿Habrán ido allí también los indios?
«Cabeza de Piedra» disparó de nuevo el cañón, y se reunió con el comandante y su segundo.
—¡Mi comandante —dijo, rascándose la frente—, a mi pobre juicio esa detonación no anuncia nada bueno para nosotros! ¿No será alguna nave de la escuadra fantasma que haya vuelto hacia el Norte y a la cual la fragata trate de llamar?
—¡Se me ha ocurrido la misma idea! —dijo Howard—. Es imposible que todos aquellos buques hayan desaparecido.
—¿Será posible que mi hermano tenga tanta suerte todavía? —dijo sir William con un suspiro.
—¡Silencio, señor! —dijo el bretón.
Se había puesto a escuchar con las manos detrás de las orejas formando pabellón para recoger mejor los sonidos.
—¡No se oye más que la resaca! —dijo—. ¡Los náufragos de la fragata han sido recogidos o han construido ya su balsa, alejándose en ella!
—Y ahora embarquémonos también —dijo el corsario—, y dondequiera que los encontremos los abordaremos.
A pesar de los continuos ataques de los indios, los corsarios habían conseguido construir una magnífica balsa de treinta metros de largo por diez de ancho, con un mástil que sostenía una vela, arriada por el momento, y un largo timón en forma de remo.
Como no había que confiar en un inmediato encuentro con la escuadra americana, iban bien provistos de víveres, armas y municiones, así como también de algunas mantas.
Preparábase ya el corsario a dar la orden de incendiar el buque y embarcarse en la balsa; pero en aquel momento se precipitaron los indios nuevamente al ataque con furia indecible, como si hubieran decidido no dejar partir a ningún hombre blanco. Por segunda vez se presentaban en compacta masa y bien armados. No había que perder un instante.
«Petifoque» colocó una larga mecha encendida en la santabárbara, que había quedado por fortuna en seco, como ya hemos dicho; dispararon sus piezas los artilleros por última vez, abriendo brechas muy anchas en aquel alud humano, y todos se embarcaron en la balsa. Picadas las amarras y desplegada la vela, los náufragos dejaron el banco de arena, disparando aún sus carabinas contra los pieles rojas.
«Cabeza de Piedra», que no podía ya manejar su famoso cañón de caza, había cogido el timón, mientras treinta o cuarenta marineros provistos de remos ayudaban a la maniobra.
Apenas había recorrido la balsa unos cincuenta metros cuando se encontró rodeada por una legión de nadadores. Eran los indios, que intentaban otra vez el abordaje lanzando espantosos gritos.
En la balsa se produjo gran confusión, temiendo los corsarios no poder rechazar el ataque, por no contar con el auxilio de los cañones.
Pero surgió de pronto la voz de sir William, gritando:
—¡Dejad las carabinas, y mano a los sables y a las hachas!
Esta orden reanimó a los corsarios, y la lucha se reanudó con mayor furia que nunca, en torno de la balsa, que sufría peligrosas sacudidas.
Pese a las bajas que sufrían, aquellos bárbaros se resistían tenazmente, y trataban de sumergir la balsa y sus tripulantes con el peso de sus cuerpos.
De pronto se les vio abandonar los bordes de la balsa, que habían bañado con su sangre, y alejarse con toda la rapidez posible, ayudándose unos a otros.
—¿Qué sucede? —preguntó el barón, que no podía esperar aquel desenlace.
—¡Mire usted! —dijo Howard—. ¡Ya los alcanzan!
Se veían bajo el agua manchas fosforescentes que describían rápidos zigzags.
—¡Los tiburones! —había exclamado el barón—. ¡A tiempo han llegado!
Una bandada de una docena de marrajos, que debía de haber estado oculta entre las plantas marinas de la orilla, se había lanzado contra los indios, poniéndolos en dispersión después de haber devorado a no pocos.
Algunos de los monstruos intentaron también asaltar a los náufragos de La Tonante; pero la acogida que tuvieron les decidió a volver a la caza de la carne roja, más grata para ellos, según se dice, que la carne blanca, la cual les resulta amarga. Rechazado el nuevo asalto, que no fue menos peligroso que los anteriores, la balsa recobró su marcha, internándose por un canal flanqueado por grandes grupos de mangles, y que se dirigía directamente hacia el Norte.
Preguntábanse el corsario y «Cabeza de Piedra» si sería el mismo en que se habría refugiado la fragata, cuando un relámpago alumbró las tinieblas hacia el Sur, seguido de una horrorosa detonación y de una lluvia de ardientes tizones.
El viejo bretón lanzó un grito de dolor:
—¡La Tonante ha volado!
—¡Pobre nave mía, tan temida y tan admirada! ¡Ya no se hablará más de ella! —dijo el barón con sollozante voz.
—Ahora no valía nada, señor —dijo Howard—. ¡Habrá saltado con gran número de indios!
—¿Y la balsa de la fragata?
—La encontraremos; tenga usted paciencia.
—¿Estará ya muy lejos?
—Tendremos tiempo de alcanzarla, sir William. Las balsas son pésimas veleras, y no podrá aquélla haber recorrido muchos nudos.
—¡Temo que encuentre algún buque!
—¡No será fácil! Las costas de la Florida son sobradamente peligrosas por sus bajos y escolleras. Agregue usted a esto los indios, y dígame quién se atreverá a esconderse entre estos extraños canales, que sólo tienen puertos insignificantes.
—¡Es verdad —respondió el barón—; pero lo cierto es que todavía no he visto un rayo de esperanza desde nuestra salida de las Bermudas y la toma de Boston, rayo que día a día estoy deseando angustiosamente!
—¡Llevando un nombre en los labios! —dijo mister Howard—. ¡María de Wentwort!
—¡Calle usted, no encone una terrible herida que sangra demasiado!
—¡Y que en Nueva York curaremos para siempre!
—¡Oh! Quién sabe…
—¡Pues yo, sir William, tengo la esperanza de que hemos de dar que hacer a los brazos dentro de los muros de aquella gran ciudad! Ahora váyase usted a descansar. «Cabeza de Piedra» y yo nos quedaremos al cuidado con algunos hombres. Por el momento no nos amenaza peligro alguno.
Abrumado por la fatiga, se acostó el corsario sobre unas mantas tendidas al pie del mástil.
Diez o doce marineros armados con fusiles permanecían en las bordas para tener a raya a los tiburones, que no se habían alejado del todo.
Entretanto, la balsa, en busca de la fragata, continuaba internándose por una serie interminable de canales al impulso de una débil brisa.
Reinaba un profundo silencio, interrumpido únicamente por el grito monótono del rotauro mokoko, ave de dos pies de alto, de pluma oscura a rayas, que abunda en las costas de la Florida y anuncia el paso de los navegantes con un continuo dun-ca-du, dun-ca-du, jamás variado.
Atravesó la balsa otro canal que se cruzaba con el anterior, y de pronto se divisó una gran masa oscura adosada a una escollera entre bancos de arena. «Cabeza de Piedra» y «Petifoque» se pusieron en pie inmediatamente, lanzando el mismo grito:
—¡La fragata! ¡La fragata!
A este grito se despertaron todos los corsarios, temiendo alguna sorpresa.
Sir William y mister Howard experimentaron profunda impresión al descubrir a su terrible adversario, reducido a un estado de completa inutilidad.
Los dos cañones de la corbeta debieron de abrir en su casco grandes vías, por las que el agua se había precipitado invadiendo todo el buque.
—Ahora ya estamos iguales, querido marqués —dijo sir William—; cuando menos, hasta Nueva York.
Iban a dar orden de acercarse a la fragata; pero en el mismo instante salió a la borda de popa una forma humana, haciendo animadas señas.
—¡Un hombre! —exclamó mister Howard—. ¿Quién será y por qué habrá permanecido a bordo mientras todos los demás se embarcaban?
—¡Salta! —le gritó el corsario.
El desconocido pareció vacilar un momento, pero acabó por lanzarse al agua, y a las pocas brazadas se encontró al lado de la balsa.
Al verle llegar, «Cabeza de Piedra» no pudo contener un grito de estupor.
—¡Tú! —exclamó—. ¿Eres el inglés que dejamos atado en el bosque?
—¡Sí! —respondió el soldado crispando los puños.
—Me alegro de verte vivo todavía. Me he acordado muchas veces de ti; pero no he tenido tiempo de volver allí. ¿Viniste a nado hasta la fragata?
—¡A caballo en un tronco de árbol, pasando por entre una bandada de tiburones!
—¡A los cuales parece que no agrada la carne inglesa!
El prisionero se sacudió el agua, dejando oír una sarta de injurias, a las que no se dignó responder el bretón.
—¿Cuánto tiempo hace que has llegado aquí? —preguntó el corsario, que ya conocía la historia del inglés abandonado en el pinar.
—Hace tres horas, señor —contestó el inglés, con cierta cortesía esta vez, pues ya había comprendido que se trataba del comandante.
—¿No había nadie a bordo?
—Absolutamente nadie.
—¿Quedan chalupas en la fragata?
—Sí, señor; pero todas están abiertas por los tiros de alguna potente artillería.
—Sabemos que tus compañeros se han embarcado en una balsa; ¿cuántos crees que son?
—No lo sé, señor, porque no he asistido al combate. En cubierta hay grandes montones de cadáveres; así es que no puedo calcular el número de supervivientes, Y ahora, ¿qué va usted a hacer conmigo?
El corsario, después de hacer seña de que se acercase a un hombre barbudo, que estaba apoyado en el mástil, contestó al inglés:
—Yo podría mandarte ahorcar con perfecto derecho, y aquí tienes delante al verdugo de Boston. Sin embargo, te concedo la vida hasta Nueva York, a condición de que no hagas que me arrepienta de este paso.
—¡Se lo prometo a usted, señor! —respondió el prisionero, gozoso de salir del lance a tan poca costa.
—¡Hum! ¡Hum! —refunfuñó «Cabeza de Piedra»—. ¡Un asunto que yo no hubiera terminado de ese modo! «Petifoque» y yo le vigilaremos de cerca, porque este muchacho, que ha conseguido deshacer las ligaduras hechas por un marino viejo como yo y volver a bordo de su buque, a pesar de los indios y de los tiburones, es capaz de jugarnos una mala pasada.
Por precaución se amarró al prisionero al palo de la balsa, y, como aún faltaba bastante tiempo para el alba, los corsarios volvieron a sus puestos, tumbándose sobre las tablas.
Después de dos horas de navegación continuada por el mismo canal, hallóse la balsa fuera de bancos y de escollos; ante ella se extendía el Atlántico, en extremo fosforescente.
En el acto descubrió «Cabeza de Piedra» una gran mancha negra que navegaba a una milla, y que llevaba una vela de grandes dimensiones.
—¡La balsa del lord! ¡La balsa del lord! —gritó.
No se había extinguido aún su voz, y ya estaban los corsarios en pie, con las armas en la mano, creyendo que se acercaba el momento del abordaje.
Pero bien pronto hubieron de convencerse de que no podían hacer nada por el momento, porque la balsa llevaba una ventaja de más de una milla y tenía mayor número de remos. Los ingleses, por su parte, se habían percatado también de la presencia de sus más encarnizados enemigos y se les veía agitar los brazos.
En medio de ellos se divisaba una forma blanca, que el corsario contempló con emoción.
—¡María! —exclamó.
Y la joven, como si le hubiera oído, había tendido sus brazos con desesperación.
—¡Calma, sir! —dijo Howard, viendo al barón pálido como un cadáver—. ¡No se han escapado todavía, y el viento que impulsa aquella vela impulsa también la nuestra!
El corsario se dejó caer sobre un barril, cubriéndose la frente con ambas manos. Había allí hombres que tenían en aquel momento los ojos bañados en lágrimas.
—¡La seguiremos siempre y adondequiera que vaya! —agregó mister Howard—. Además, aún está muy lejos Nueva York.
—Y mientras tanto —dijo «Cabeza de Piedra»— pueden suceder muchas cosas imprevistas. ¡Por vida de un campanario! ¿No somos los corsarios de las Bermudas?
—¿Qué esperas tú? —preguntó el barón.
—¡Eh; déjeme usted pensar, mi comandante! ¡Es un secreto mío!
En aquel momento hicieron algunos disparos de fusil desde la balsa inglesa; pero con aquella distancia tenían que resultar inofensivos.
—¡Ah! —exclamó el bretón—. ¡Si esta balsa hubiera podido embarcar uno de nuestros cañones de caza no sé qué tal lo pasarían aquellos señores de allá! Esperemos por ahora, que acaso llegue pronto el caso afortunado de que podamos caer sobre ellos.
No había nada que hacer por de pronto, en efecto. Ambas balsas navegaban con la misma velocidad, empujadas a duras penas por un débil viento.
El corsario, de pie sobre un barril, continuaba mirando intensamente a la blanca figura que se destacaba sobre el fondo rojo y azul de soldados y marineros. Parecía que en aquellos cinco minutos había envejecido diez años.
—¡Voto a un campanario! —murmuró «Cabeza de Piedra»—. ¡Una milla, una milla tan sólo! ¿Qué es eso para los bretones? ¡Si pudiera llevar mi proyecto adelante, el barón estaría alegre y rejuvenecido! ¿Y por qué no? Hay que decidirse antes que asome el alba, ya que ha cesado la fosforescencia.
Volvió al timón, donde se encontraba «Petifoque» con los dos tudescos.
—¿Quién de vosotros no tiene miedo a la muerte? —les preguntó.
—¡Yo no he temblado nunca! —respondió en el acto el joven gaviero.
—¡Ni nosotros! —contestaron los dos hermanos.
—¿Os encontráis con ánimos para intentar solos el abordaje de la balsa y el rapto de la miss? Mirad; el mar está oscuro y apenas si se divisa la balsa de los ingleses.
—¡Una empresa difícil! —dijo «Petifoque».
—¡Otras más peligrosas hemos llevado a cabo!
—¡Gracias a la protección de la pipa de tu abuelo!
—¿Queréis intentarlo? Dentro de dos horas despuntará el alba y entonces resultaría inútil toda tentativa. No se lo digáis a nadie; armaos de cuchillos, desnudaos y filemos hacia la balsa.
Extinguida la fosforescencia, las aguas del Atlántico estaban negras como la tinta. Todo había desaparecido entre la oscuridad, hasta la figura blanca de María de Wentwort.
Aquellos cuatro hombres, que, si bien eran algo charlatanes, también sabían obrar, después de haber cambiado algunas frases con mister Howard para indicarle su provecto, se lanzaron al mar aprovechando la oscuridad, sin ser vistos por sus compañeros, que habían vuelto a acostarse.
—Mister Howard —había dicho «Cabeza de Piedra» antes de marcharse—, si no volvemos dentro de una hora, puede usted decir que el marqués nos ha hecho ahorcar en el palo de su balsa.
—¿Lleváis salvavidas?
—Uno solo para la miss; nosotros no lo necesitamos. Esperemos que dure esta oscuridad, porque si volviese la fosforescencia nos harían pasar los ingleses un mal cuarto de hora antes de poder volver a la balsa.
Hizo un signo de despedida y lanzóse resueltamente mar adentro, seguido por los dos tudescos y por el gaviero, que remolcaba el salvavidas.
Aquellos excelentes nadadores se adelantaron a la balsa, y en pocos minutos se remontaron hacia el Norte en busca de la otra enemiga, que permanecía invisible.
—¡Tened cuidado únicamente de los tiburones! —había dicho el contramaestre—. No os preocupéis por ahora de los ingleses, que están ciegos como topos.
—¡De los tiburones y de los diablos de mar! —había agregado «Petifoque».
Puestos en fila los cuatro nadadores, avanzaban rápidamente, procurando sumergirse todo lo posible.
Habían observado la dirección de la balsa, a pesar de que no la alumbraba ya la fosforescencia de las aguas, y trataban de acercarse a ella con gran energía. Era un acto de locura aquella empresa; pero «Cabeza de Piedra» estaba seguro de sorprender a los ingleses durmiendo, porque hallándose ambas balsas lo bastante separadas para temer por el momento un abordaje, no era necesaria una gran vigilancia.
Así, nadando con precaución, una hora antes que las estrellas comenzaran a palidecer se encontraban los dos bretones junto a la balsa, en un extremo que parecía no estar guardado.
Conforme había sospechado «Cabeza de Piedra», los ingleses, lo mismo que los corsarios, se hallaban tendidos sobre el vasto tablado, entre velas, cajas y barriles. El contramaestre levantó con precaución la cabeza, murmuró algunas frases entre dientes y puso después las manos en el borde de la balsa.
Entre la muchedumbre de cuerpos tendidos pudo divisar la blanca figura que se hallaba junto al mástil, seguramente guardada por el terrible marqués. En el momento en que iba a entrar en la balsa resonaron dos cañonazos a distancia no grande, seguidos de una verdadera andanada.
Algunos buques habían llegado de pronto a aquellas aguas y combatían, ignorando probablemente la proximidad de aquellas balsas.
—¡Perdida la partida! —dijo el contramaestre—. ¡Nuestra buena estrella se apaga para siempre!
Al escuchar aquel cañonazo, los ingleses se habían levantado precipitadamente y gritaban:
—¡A las armas!
Hacia Poniente centelleaban los fogonazos de la pólvora; pero sin llegar a iluminar los buques.
—¡Andanadas! —dijo el contramaestre, dejándose caer al agua antes de ser descubierto—. ¡Avante, muchachos, avante sin detenernos hasta nuestra balsa, que es donde mejor estaremos! ¡Rayos del infierno! ¿Qué naves serán esas que han venido en tal mala hora a impedir nuestros propósitos cuando ya creíamos conseguir nuestro objetivo?
—Yo sólo veo dos —dijo «Petifoque»—. Si combaten entre sí será porque la una sea americana y la otra inglesa.
—¡Si pudiéramos abordar a la americana! Al servicio de sus piezas daría todavía alguna buena lección a las casacas coloradas del otro lado del Atlántico.
—Y yo le guiaría hacia nuestra balsa para que pudiera recoger al comandante y a nuestros camaradas.
—¡Silencio!
Entre el fragor de los cañonazos y de la fusilería se habían oído algunas voces que gritaban estentóreamente:
—¡Avante el Caboto!
Recordarán nuestros lectores que el Caboto era uno de los cuatro buques de que se componía la primera escuadrilla americana, armado de catorce cañones, y que después de la retirada de lord Howe había seguido a La Tonante, separándose de ella por causa de aquella continua tempestad que casi había destruido la flota fantasma del almirante Dunmore. Probablemente combatía contra alguna nave inglesa que sólo se dejaba ver por el relámpago de sus cañonazos.
—¡Abordémosla! —gritó «Cabeza de Piedra»—. No faltará algún cabo pendiente de los tangones. Si no recoge nuestra balsa, corre ésta el peligro de ir a parar a manos de los ingleses.
Dos sombras aparecieron por el coronamiento de popa, y al divisar a los cuatro nadadores, ya reunidos en grupo, dirigieron hacia ellos sus fusiles, creyéndolos ingleses.
Se ayudaron unos a otros, y los cuatro juntos llegaron felizmente bajo la popa del Caboto, aunque algunas balas cayeron en torno de ellos levantando montañas de espuma.
El contramaestre se aferró a una de las cadenas del timón, y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Ah del Caboto!…
—¡Dejad en paz las armas! —gritó el maestro—. ¡Somos de los vuestros!
—¿Yanquis?
—Corsarios de las Bermudas.
—¿Podéis subir? —preguntó uno de los oficiales del Caboto.
—Allá vamos, señores, que por aquí graniza, y además empiezan a pasearse los tiburones.
—¡«Cabeza de Piedra»!… —exclamó el oficial de cuarto apenas apareció por la borda el contramaestre—. ¿Cómo es que se encuentra usted aquí? ¿Dónde está el barón?
—Más cerca de lo que usted puede suponer.
—¿No viene en mi ayuda? No consigo echar a pique ese condenado bergantín, a pesar de haberle metido dentro más de treinta balas.
—El barón no tiene ya sus piezas ni de batería ni de caza, por la sencilla razón de que se hallan en el fondo del mar. Ya contaré a usted más tarde lo que ha sucedido a La Tonante.
Por ahora creo que debía usted poner a su nave fuera del alcance de esa enemiga, dirigiéndose al Sur.
«Petifoque» y los dos alemanes habían saltado también a cubierta, resguardándose tras la amurada, porque la artillería inglesa continuaba su música infernal.
Aunque el comandante del Caboto no había comprendido bien las causas de aquella llegada de los corsarios, no vaciló en seguir el consejo de «Cabeza de Piedra», que ya se sabe que gozaba de gran fama entre toda la marinería.
Hizo virar con rumbo al Sur, sin dejar de cañonear a su adversaria, y a poco más de media milla fue a dar con la balsa del barón.
A su vez, la nave inglesa se había detenido a consecuencia de las señales que hacía la gente del marqués de Halifax.
—¿Qué ocurre? —preguntó el comandante, que se hallaba junto al timón, al oír la voz del vigía de proa.
—¡Sir McLelIan! —exclamó el capitán corsario—. ¡Qué cosas suceden esta noche!
Una voz bien conocida, que salía del tenebroso mar, le dio a conocer la presencia del barón.
—¡Un acontecimiento feliz, mi capitán —dijo «Cabeza de Piedra»— que, sin saberlo, acaba usted de salvar a todos los náufragos de La Tonante!
Cinco minutos después, el barón y sus hombres se encontraban todos en la cubierta del Caboto, dispuestos a ayudar a su escasa tripulación si fuese necesario. La nave inglesa, a su vez, había recogido a la gente del marqués, y emprendió la ruta hacia el Norte, después de disparar los dos últimos cañonazos.
—Señor McBiorn —dijo el barón al comandante americano—, sólo tengo una orden que dar a usted, ya que he tenido la fortuna de encontrarle: seguir a esa nave inglesa adondequiera que vaya.
—¿Sabe usted quién va en ella, a caso?
—Mi hermano y mi prometida.
—¿Se le han escapado a usted otra vez?
—Sí, amigo mío; cuando ya creía tenerlos en mi poder.
—No se habrá marchado sino después de algún terrible combate, porque también es un hombre intrépido.
—Tal ha sido el combate, que las dos naves se han ido a pique. ¿Pudo ser más?
—Y ahora, ¿qué piensa usted hacer?
—Seguir a esa nave hasta Nueva York, porque allí es donde echará sus anclas.