EL TERRIBLE ARTILLERO
—¡TODO el mundo a su puesto! —había gritado míster Howard, subiendo al puente de mando.
Después de cambiar «Cabeza de Piedra», apresuradamente, algunas frases con el corsario para informarse de todo lo sucedido, así como de la proximidad de su enemigo, se había precipitado hacia su cañón favorito, el de babor de proa, seguido de «Petifoque» y de los sirvientes de la pieza.
Una mitad de la tripulación se hallaba sobre cubierta, preparada para lanzarse al abordaje en cuanto fuera posible, y el resto permanecía en la batería al servicio de las demás piezas, que ya sabemos que eran muchas.
Reinaba entre todos los corsarios el mayor entusiasmo, porque esperaban que esta vez conseguirían quitar al marqués la rubia miss, prometida del comandante.
Sólo éste, siempre pesimista, aparecía intranquilo, porque conocía a fondo la audacia y el valor de su adversario.
¡Qué distinta ocasión si hubiera podido disponer de la flotilla americana! Pero los cuatro bergantines corsarios habían sido dispersos por la tempestad lo mismo que la flota fantasma.
Confiaba únicamente en «Cabeza de Piedra», y por eso se había colocado cerca de él, para observar la eficacia de sus tiros.
—¡Animo, viejo mío! —le dijo—. ¡Debemos ya dos favores a esa gente y hay que devolvérselos! Te recomiendo únicamente que no dispares contra las cámaras para que no haya peligro de herir a mi María.
—Daré en la arboladura —respondió el bravo bretón.
La fragata, puesta ya a flote y tendidas las velas, se ocultaba como podía detrás de los innumerables escollos que bordeaban el canal.
Avanzaba con gran cuidado porque seguía por entre peligrosos bancos de arena, en los que podía embarrancar de nuevo, y parecía que no quería empeñar el combate, acaso por el gran número de enfermos que tenía a bordo. Pero los corsarios, por su parte, estaban decididos a la lucha hasta terminar con aquel odiado enemigo.
—¿Pasa ya? —preguntó el barón, dando señales de impaciencia.
—¡A quinientos metros, señor! —respondió el bretón.
—Tira antes que enfile ese canal y se interne en alta mar. Ya sabes que es más rápida que nosotros.
—¡Voto a un campanario, demasiado lo sé! Vuela como una fragata del aire. ¡Ah, ya estamos! Ahora pasa frente a mi cañón.
Después de coger la mecha se inclinó «Cabeza de Piedra» para corregir la puntería.
A bordo de la corbeta reinaba un profundo silencio, sólo interrumpido por las socolladas de las velas. Todos esperaban con ansiedad el disparo del veterano.
—¡Cien libras esterlinas si le das! —dijo el corsario.
—¡Gracias, comandante!
Retumbó el cañón, prolongándose el eco por la escollera y poniendo en fuga a millones de aves marinas, que por un momento oscurecieron el aire.
Un grito unánime salió de la corbeta, pero era un grito de rabia; la bala había pasado por entre el palo mayor y el trinquete de la fragata, sin tocar a uno ni a otro.
¿Envejecía ya «Cabeza de Piedra»? Había que creerlo así.
—¡Fallado! —había gritado el corsario.
—¡Perdidas las libras, señor, pero creo que las ganaré! La batalla apenas ha comenzado.
La fragata, que había escapado milagrosamente de aquel primer disparo, se había internado por un ancho canal, en el que había dos o tres pasajes que la dejaban al descubierto de la corbeta; así es que aún no podía considerarse a salvo.
Las piezas de la batería de estribor y los cañones de caza unieron sus estampidos, mientras el bretón se apresuraba a preparar su cañón favorito, para procurar ganarse la recompensa ofrecida por el barón.
La fragata viró de bordo y respondió a su vez con los cañones de más calibre, intentando aquel famoso golpe que tan buen resultado había dado las dos veces anteriores.
Durante cinco o seis minutos ambas naves se cañonearon recíprocamente, destrozándose los aparejos y matándose los hombres, hasta que la corbeta, aprovechando el viento favorable, se lanzó rápidamente al abordaje.
Al llegar cerca del peligroso banco en que la fragata había encallado, resonaron en la popa de ésta dos disparos hechos con los cañones de caza.
El barón se había echado hacia atrás, a la vez que palidecía toda la tripulación de la corbeta.
El terrible artillero del marqués de Halifax debía de haber entrado en fuego.
Transcurrieron pocos segundos, y dos balas encadenadas rompieron el palo mayor de La Tonante, con la matemática precisión de las otras dos veces.
El gran tronco osciló terriblemente, arrancó la cofa y cayó sobre cubierta, destrozando la borda de babor.
Al mismo tiempo una ráfaga de aire impulsaba a la desgraciada nave, privada ya de sus mejores velas, y la hacía aconchar sobre el banco de arena, hundiendo profundamente la quilla.
Los corsarios se habían lanzado, armados de hachas, a cortar el pesado tronco, cuyo peso hacía inclinar peligrosamente a la corbeta sobre la banda.
—¡«Cabeza de Piedra»! —gritó desesperadamente el corsario, mientras llovían balas y bombas que destruían la corbeta—. ¡Sálvanos tú!
—¡Presente, señor! —respondió el bretón con voz estentórea—. ¡Va por ti, misterioso y admirable artillero!
Y disparó su cañón a menos de cuatrocientos metros de la fragata.
Apenas cesó el estampido estalló un hurra frenético a bordo de La Tonante; también la fragata tenía ya su merecido.
El palo mayor, cogido entre dos balas encadenadas que habían salido del cañón del contramaestre, había caído, obligando al barco a pararse de golpe.
—¡Viva «Cabeza de Piedra»! —gritaban estentóreamente los corsarios, sin pensar que estaban por su parte completamente inmovilizados y sin poder llegar al abordaje.
Siguió inmediatamente un cañoneo espantoso por ambas partes. Las dos naves se cubrían de hierro y de metralla, pretendiendo destruirse completamente.
Llevaba la peor parte la corbeta, que aconchada al banco de arena no podía moverse, mientras que la fragata, aunque gravemente averiada, podía alejarse, desprendiéndose del palo que la embarazaba.
Pero, a pesar de ello, los corsarios se batían denodadamente y devolvían golpe por golpe con feroz encarnizamiento y desafiando intrépidamente la muerte.
La imperiosa voz del barón resonaba potente en medio de aquel tumulto.
—¡Fuego! ¡Fuego, mis valientes!
Y los valientes disparaban sin cesar, aun cuando ya habían caído muchos sobre cubierta destrozados o heridos por la metralla inglesa.
La corbeta iba destruyéndose rápidamente bajo aquella lluvia de balas. Los agujeros y los desgarrones causados por los proyectiles se unían unos a otros, penetrando el agua en tal cantidad, que había llenado la sentina y amenazaba subir a las baterías.
El pobre buque se iba anegando, aconchándose cada vez más en el banco de arena; pero la fragata pagaba cara su victoria.
Toda la arboladura había sido destruida; hasta el bauprés había sido cortado por una bala disparada por «Cabeza de Piedra», y la obra muerta empezaba también a hacer agua en abundancia. Pero, más afortunada que la corbeta, había podido izar un par de masteleros con velas cuadradas, y pudo retirarse detrás de la escollera.
Una hora más tarde había cesado ya el cañoneo de una y otra parte, porque las balas no podían llegar a su destino.
—¡Voto a un campanario! —exclamó «Cabeza de Piedra», escapado una vez más a la muerte, que no quería aún su vieja armazón—. ¡Ha sonado la última hora de La Tonante! ¡Terminó su crucero en este banco de arena!
—¡Después de un honroso combate! —dijo «Petifoque», subiéndose sobre el cañón de caza para observar a la fragata.
—Hemos zurrado, pero nos han zurrado también, y entretanto la rubia miss sigue en poder de ese bandido de marqués.
De pronto gritó una voz:
—¡Un hombre en el mar!
Todos se dirigieron, saltando sobre los destrozados restos que obstruían la cubierta, hacia la borda de estribor, o, por mejor decir, hacia el lugar en que la borda estuvo, pues había sido totalmente destruida.
En efecto; un hombre que parecía proceder de la fragata se dirigía hacia la corbeta nadando vigorosamente.
—¡Nadie dispare! —gritó el barón al ver que algunos hombres echaban mano de los fusiles—. ¡Dejadlo venir!
Mientras tanto, el buque del marqués desaparecía detrás de la escollera, internándose en algún otro canal.
Debía, sin embargo, hacer agua en abundancia y, por tanto, no podía ir muy lejos.
Los corsarios seguían atentamente los movimientos del nadador, que, lejos de esquivar el encuentro con la corbeta, trataba de acercarse a ella.
¿Quién sería? ¿Algún prisionero americano que se había aprovechado del combate para recobrar la libertad? Pero entonces, ¿cómo es que llevaba el gorro de la infantería de Marina inglesa?
El nadador descansó unos instantes en la punta de un banco de arena y volvió a entrar en el agua, nadando rápidamente en dirección de la corbeta.
De repente, Hulbrik lanzó un grito:
—¡Mi hermano! —dijo.
—¡Wolf! —exclamó «Cabeza de Piedra».
—Sí, padre; ser él.
—¿Qué viene a hacer aquí?
—¡Esperemos, charlatán sempiterno! —dijo el corsario—. No hay posibilidad de entenderse cuando está por medio tu lengua de bretón.
—¡Quizá sea así, mi comandante! —respondió el bretón.
Howard, en tanto, había ordenado que se dejasen caer algunos cabos, porque todas las chalupas habían sido desfondadas por los tiros de la fragata.
—¡Wolf! ¡Wolf! —gritaba el tudesco—. ¡Mi hermano!
—¡Hulbrik! —respondió el nadador, que se encontraba ya bajo la corbeta, sumergida casi hasta los imbornales.
Hulbrik se precipitó hacia su hermano y lo abrazó estrechamente, aun cuando el corsario había querido detenerlo.
—¡Déjamelo ya! —dijo el barón—. Después podréis abrazaros cuanto queráis. Supongo que sólo por saludar a tu hermano no habrás abandonado la fragata, a riesgo de recibir un balazo.
—¡No, señor! —respondió Wolf—. ¡Fenir de parte de la prometida de usted!
El corsario se puso intensamente pálido, adquiriendo después sus mejillas un vivo color encarnado.
—¿De María? —dijo, con voz desfallecida—. ¿Vive todavía?
—Sí, sir; fife, ¡y sólo pensar en usted todos los momentos de su fida!
—¿Qué quiere? ¿Que yo la libre de ese marqués que la tiene presa?
—Y usted hacerlo lo antes posible, sir; porque la fragata intenta volver a Nueva York, y el primer acto del marqués será desposarse con la miss.
—¿Quién te lo ha dicho?
—El en persona; porque siempre yo ser su confidente.
—Pero ¿podrá la fragata, en el estado en que se encuentra, llegar a Nueva York? —preguntó mister Howard.
—Yo oír que construir una balsa con la esperanza de encontrar más tarde alguna nafe inglesa.
—Mister Howard —preguntó el barón, presa de viva agitación—, ¿qué me aconseja usted hacer?
—Seguir el ejemplo y ponernos a caza de los ingleses a través del Atlántico.
—¿Con una balsa?
—¿Es que no se navega bien así, señor? Yo espero hacer con ella un magnífico crucero, en el que han de dar buen juego los fusiles.
—¡Pobre corbeta mía! —exclamó el corsario con un suspiro—. ¡Si la tuviese todavía a mi disposición, cómo variaría el asunto y qué poco tardaría María en encontrarse en mis brazos! En fin, ¡ánimo y no desesperemos! Nueva York no está cerca, y allá arriba combate y resiste vigorosamente el general Washington a las fuerzas de Howe y de Cliton. ¡«Cabeza de Piedra»!
El bravo bretón estaba, como siempre, pronto a acudir, seguido a corta distancia por su inseparable «Petifoque».
—¿Crees que con los restos de la corbeta se podrá construir una balsa capaz de contenernos a todos?
—Y nos sobrará madera, sir William; pero tendremos que abandonar la artillería.
—No contaba yo con ella; resultaría muy peligroso para la balsa. ¡Condenación y muerte! ¡No haber podido arrancarla del poder de mi hermano! Pero no desespero todavía.
—¡Ni yo tampoco! —dijo mister Howard—. Recuerde usted que hemos dejado atrás la flotilla corsaria americana y es fácil que nos encontremos con alguno de esos buques. Eso sería el fin del marqués.
—Cuento desde luego con la posibilidad de encontrar a uno de esos veleros.
Mientras la tripulación, provista de hachas y de sierras, empezaba a deshacer la corbeta y preparar la madera para la construcción de una balsa, sir William y mister Howard se refugiaron entre la jarcia pendiente del trozo de palo mayor que había quedado en pie.
—Debe de haberse escondido detrás de algún alto grupo de arrecifes —dijo el barón, mirando hacia el sitio en que la fragata había desaparecido—. ¡Si pudiéramos sorprenderlos antes que lanzasen la balsa!
—¡Es cuestión de tiempo, señor! —contestó el teniente.
Si no ocurre nada, antes de media hora podremos emprender de nuevo la marcha.
En tanto, la tripulación de la corbeta, después de arrojar al mar los muertos, que ascendían a una docena, se había puesto a trabajar alegremente, haciendo un estrépito horrible.
Sumergida la corbeta más de tres metros sobre la línea de flotación, se había acostado en el banco. Y como el mar estaba tranquilo, era fácil conducir las maderas a la arena para reunirías entre sí con clavos y, sobre todo, con cuerdas.
«Cabeza de Piedra» se había cuidado ante todo de llevar gran número de barriles para hacer más ligero el armatoste y sostenerlo, especialmente en los cuatro ángulos. Después se había ocupado de las provisiones, a fin de que toda aquella gente no corriese el peligro de morir de hambre o de sed en medio del Océano.
Transcurrió el día y cayeron las tinieblas, envolviéndolo todo en su negro manto: bancos y rocas. A estribor de la corbeta se levantaba una verdadera montaña de maderas, trozos de mástil, vergas, restos del puente, del alcázar, de la toldilla. Se habían encendido algunos fanales, contra el parecer de «Cabeza de Piedra», que no había olvidado a los indios.
Ya comenzaba a delinearse la balsa, amarrada sólidamente al costado de la corbeta, y cuando el trabajo era más activo oyéronse algunos silbidos estridentes que parecían señales y que debieron de ser lanzados desde el lugar que ocupó el campamento de los ingleses.
—¡Esto es lo que me temía! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Todo el mundo a bordo y hagamos hablar a los cañones de caza, ya que las baterías están bajo el agua!
El corsario acababa de cenar con su segundo, y ambos se presentaron sobre cubierta en el momento en que la tripulación hacía una prudente retirada.
—¡El silbido de guerra de los indios! —dijo.
¡Oh; lo conozco bien! ¿Se habrán unido con mi hermano?
—¡Creo lo contrario, mi comandante! —dijo «Cabeza de Piedra»—. Esos mismos indios trataron de sorprender el campamento inglés, y nuestra mala fortuna nos ha conducido a encallar en el mismo sitio, exponiéndonos al abordaje de esos perros sarnosos. ¡«Petifoque»! ¡A nuestro cañón, y no economicemos municiones, ya que la santabárbara ha quedado milagrosamente en seco!
Innumerables sombras humanas descendían hacia el campamento inglés, separado del banco por un canal, vadeable aun para los que no supieran nadar.
No había duda; eran los indios que los dos bretones y el tudesco habían visto atravesar, formando grandes masas, el bosque de pinos veinticuatro horas antes. Se trataba de un verdadero ataque o, si se quiere, abordaje, y los indios de la Florida gozaban fama en aquella época de tener un valor extraordinario.
Al verlos reunirse en la orilla del canal formando compacta masa, los hombres de la corbeta habían cogido las armas mientras los artilleros acudían a sus piezas de caza.
—¡Dejad que se acerquen! —gritó el corsario—. ¡No disparéis más que sobre seguro!
Ya se preparaba «Cabeza de Piedra» a disparar un cañón; pero se contuvo al ver que un guerrero de estatura gigantesca se metía en el agua y gritaba en pésimo inglés:
—¡Que los hombres blancos cedan su casa flotante a los hombres rojos!
—¿Quién eres? —preguntó el corsario.
—¡Mata Grosso, gran sakem de los seminólas del lago Okekobee!
—¡Ve a decir a tus guerreros que los hombres blancos conocen bien la crueldad de los tuyos, y entretanto, para que corras más, ahí te envío este regalo!
Había montado la pistola y la disparó contra aquel insolente, que intimaba una rendición sin combate alguno. El rojo guerrero cayó, lanzando su terrible grito de guerra:
—¡Okra!
Centenares de voces hicieron eco y centenares de guerreros se precipitaron al canal, que atravesaron corriendo, después de lanzar unas cuantas flechas.
—¡Ahora tú, «Cabeza de Piedra»! —gritó el corsario, que sólo tenía fe en su bretón.
—¡Allá voy, señor! —repuso el contramaestre, cogiendo la mecha.
También los demás artilleros estaban preparados, así en el castillo como en el alcázar, en tanto que la tripulación se alineaba tras los montones de los restos empuñando las carabinas.
—¡Fuego! —ordenó el segundo.
Treinta o cuarenta disparos de carabina se oyeron casi a la vez, seguidos de dos cañonazos de metralla.
Los indios, que ya pensaban en asaltar la corbeta, operación fácil por estar medio tumbada, se replegaron precipitadamente dando alaridos; pero bien pronto volvieron a estrechar sus filas y se lanzaron nuevamente al ataque.
Disparaban los cañones y las carabinas, iluminando la noche sus fogonazos, y caían los indios en gran número.
Ayudándose unos a otros, consiguieron subir a cubierta unos cincuenta, a pesar de que el fuego no había decrecido un momento.
Los marineros, que vieron enarbolar a sus asaltantes sus terribles y pesados rompecabezas, echaron mano a sus sables y hachas de abordaje y se arrojaron denodadamente al combate cuerpo a cuerpo.
Sir William y mister Howard cargaban a la cabeza de sus hombres, desafiando intrépidamente a la muerte.
Durante diez minutos se desarrolló un espantoso combate a todo lo largo de la banda, hasta que los indios, a pesar de contar aún con abundantes refuerzos en el banco de arena, tuvieron que abandonar la corbeta, dejando en ella buen número de cadáveres.
Ya era tiempo, porque los corsarios empezaban a impresionarse por la estatura gigantesca de los asaltantes y la longitud de sus clavas, y hubieran acabado por ceder al empuje terrible de los indios.
«Cabeza de Piedra» y los demás artilleros, al ver libre el campo, dispararon nuevamente sus cañones, aumentando el terror de los fugitivos.
Tres o cuatro indios que se habían obstinado en permanecer sobre cubierta fueron muertos a culatazos y arrojados al agua.
La victoria era completa, cuando menos por el momento, y los marineros podían continuar la construcción de la balsa.