«LA TONANTE»
YA sabemos que aquel endiablado bretón había nacido con buena estrella, y que la muerte no le quería aún.
Después de salir ileso de aquellos dos pistoletazos, disparados al azar, se lanzó al canal, dando una soberbia zambullida, y permaneció debajo del agua, mientras desde la fragata hacían algunos disparos de fusil.
Buceó algunos instantes, y después empezó a nadar entre dos aguas, procurando que no le viesen los ingleses, que no cesaban de hacer fuego desde la fragata.
Una chalupa tripulada por media docena de marineros se había destacado del buque para dar caza al fugitivo y matarle a golpes de remo.
«Cabeza de Piedra», que de cuando en cuando remontaba a la superficie para respirar, había advertido a tiempo este nuevo peligro, y se dirigió con mayor rapidez hacia la orilla en que había dejado a sus compañeros.
Distaba apenas una veintena de metros, y se creía ya a salvo en aquella espesura de mangles, peligrosos por la fiebre, pero excelente refugio en aquella ocasión, cuando, al volver a la superficie por duodécima vez, sintió un violento choque que le arrojó al fondo.
«¡Algún escualo!», pensó.
Preparó el cuchillo y, dando un vigoroso talonazo, subió a la superficie; pero, con gran sorpresa suya, chocó contra una enorme masa extendida en el mar, y que podría tener la extensión de una vela de juanete.
Volvió a zumbullirse y volvió a remontar más allá, encontrándose frente a frente de un monstruoso pez, que le impedía el acceso a la orilla, como si estuviera aliado con los ingleses o, por mejor decir, con el marqués de Halifax.
»¡Voto a mil campanarios! —murmuró—. ¡Un “diablo de mar”! ¡Sólo me faltaba esto para tener que pasar otro mal rato!
Miró hacia la fragata. Habían cesado los disparos, y la chalupa que había pretendido darle caza había regresado, sin duda para embarcar a la gente del campamento.
Las demás embarcaciones surcaban apresuradamente cargadas de soldados y marineros que regresaban al buque.
—¡Si estamos los dos solos, señor «diablo de mar» —dijo el bretón—, podemos empeñar la partida! ¿Me deja usted pasar o no?
El animalote, una especie de gigantesca raya que pesaría un millar de kilogramos, con el cuerpo erizado de hierro y la cabeza provista de dos cuernos semejantes a los de un toro, en vez de retirarse, abrió la inmensa boca y agitó rabiosamente la cola, larga y cortante como una hoja de acero.
A pesar de su valor, cien veces probado, «Cabeza de Piedra» sintió latir su corazón con mayor precipitación que de ordinario. Pero, resuelto a regresar vivo y sano a bordo de La Tonante, empeñó denodadamente la lucha con el horrible habitante de los bancos de arena.
En lugar de asaltarle de frente, se dejó ir a fondo, y subiendo después rápidamente, clavó el cuchillo en el vientre del monstruo antes que éste hubiera podido revolverse. Después de dar el golpe y de correr el brazo cuanto pudo para causar mayor desgarrón, se alejó hacia la orilla, nadando bajo el agua algunos instantes.
El «diablo de mar», herido en una extensión de más de un metro, no se decidió a lanzarse en su persecución.
—¡Que el diablo te lleve! —dijo el bretón al salir a la superficie y observar que el animal se retorcía espantosamente, lanzando sonoros bufidos—. No necesito de ti, y menos en este momento.
Atravesó los manglares, saltando de rama en rama, llegó a la costa, y empezó a correr sin soltar el cuchillo.
En menos de dos minutos llegó al sitio en que seguía el prisionero, vigilado estrechamente por el tudesco y por el gaviero.
—¿Habéis oído? —preguntó.
—Sí; un cañonazo.
—De su cañón de caza —dijo «Petifoque»—. Conozco bien su voz para engañarme.
—Ahora tratemos de reunimos con el comandante antes que deje estas aguas, porque después no sabremos dónde encontrarle. Puede pasar de largo.
—¿Has incendiado ese maldito buque?
—Me han sorprendido cuando ya había encontrado uno de los depósitos de leña.
—Hemos tenido miedo por ti.
—Y había motivo para ello. He tenido que abrir el vientre a dos marineros que ya me habían trincado. Conque vamos a embarcarnos también nosotros, y ya veremos lo que sucede.
—¿Qué hacemos con este hombre? —preguntó «Petifoque».
—Dejadle aquí —respondió el bretón—. No conviene ponerle en libertad por ahora. ¡En marcha!
Recogieron las carabinas, aun cuando nada tenían que temer de parte de los hombres de la fragata, demasiado ocupados en prepararse para no ser sorprendidos por aquella desconocida nave, que probablemente sería americana.
Había que temer, sin embargo, a la selva, que podía esconder todavía grandes sorpresas. Oían los gritos del prisionero inglés mezclados con los aullidos poco tranquilizadores del lobo rojo; pero los tres náufragos no se preocuparon en absoluto de aquel desgraciado.
Corrían como verdaderos caballos salvajes, cruzando aquel terreno bajo los altos pinos y en medio de una profunda oscuridad que impedía toda orientación.
Tenían prisa por encontrar la chalupa e ir en busca de La Tonante, ahora que sabían que se encontraban tan próximos.
Cerca ya de la pequeña rada en que habían ocultado la embarcación, se echó de pronto al suelo «Cabeza de Piedra», diciendo:
—¡Eh! ¡Escondeos en ese matorral!
Una magnífica pasionaria se extendía a pocos pasos de distancia.
Arrastrándose sobre las rodillas y las manos, se ocultaron rápidamente entre la espesura.
—¿Por qué nos hemos detenido? —preguntó el gaviero.
—Escucha bien; ¿no te parece oír el ruido de muchos hombre que pasan por la selva?
Pusieron atención «Petifoque» y el tudesco, y oyeron, en efecto, un rumor parecido al que produce un regimiento en marcha.
—¿Los ingleses? —preguntó el gaviero, disponiéndose a huir.
—A esas horas están todos embarcados —respondió el contramaestre—. Les he visto abandonar el campamento y embarcarse en las balleneras y en los botes.
—¿Entonces será alguna columna de indios?
—¡Eso es lo que temo, «Petifoque»! Lo único que desearía era saber hacia dónde se dirigen, para no caer entre ellos. Los pieles rojas de la Florida son más feroces todavía que los de las orillas de los grandes lagos canadienses.
—¡Déjame a mí! —dijo el gaviero—. Yo soy ágil como una ardilla y estos gigantescos guerreros son muy pesadotes.
—¿Oyes?
—Sí, «Cabeza de Piedra». Deben de ser muchos y cerca de nosotros.
—¡No siempre acompaña la suerte! Me parece que hasta ahora nos ha protegido bastante nuestra buena estrella. Dame tu cuchillo, que en estos matorrales sirve mejor que una carabina, y déjame marchar. Te prometo volver en seguida.
—¡Ten cuidado, hijo mío, porque si te cogen te harán sufrir espantosos martirios!
—¡Todavía no me han cogido!
El valiente joven empuñó el cuchillo, atravesó la maleza como una serpiente y desapareció en la oscuridad.
«Cabeza de Piedra» y el tudesco habían armado las carabinas, dispuestos a correr en auxilio de su camarada, sabiendo que los salvajes tienen más temor a una pistola que a cincuenta lanzas.
En la selva continuaba repercutiendo cada vez con mayor claridad el ruido de pasos de innumerables guerreros.
—¡Padre! —preguntó el alemán—. ¿Adonde ir estos indios?
—Algún motivo les habrá hecho dejar sus cabañas y ponerse de noche en el sendero de la guerra, como ellos dicen. Estoy seguro de que han pasado ya más de mil.
—¿Ir contra otros «salvakes»?
—Tengo una sospecha, Hulbrik.
—¿Cuál?
—Que tratan de asaltar el campamento inglés. Por desgracia llegan tarde, o, mejor dicho, por fortuna, pues, si no, corría peligro la rubia miss.
—¿Y nosotros, padre?
—Esperamos a «Petifoque».
—¡La Tonante no tirar más!
—Quizá sir William habrá notado la presencia de la fragata y navegará con gran prudencia y también por causa de los bancos y escollos. ¡Por vida de un campanario! ¡Todavía más guerreros indios! ¡Si nos encontráramos en su camino estaríamos perdidos!
Se oían, en efecto, los pasos de algún otro numeroso grupo de guerreros.
Parecía que todos los indios de la gran península de la Florida se habían concentrado en aquella selva de pinos para dirigirse a las orillas del mar.
¿Se trataba de una emigración? Pudiera suceder; porque aquellos indómitos guerreros andan siempre en busca de nuevas tierras que talar y de nuevos enemigos que sacrificar.
«Cabeza de Piedra» empezó a sentir inquietud, porque cualquier grupo de indios podía cambiar de dirección y descubrir la chalupa en su fondeadero.
—¿Qué hará «Petifoque»? —se preguntaba con ansiedad creciente—. ¿Le habrán despellejado? ¡No me consolaría nunca!
—¡Padre! —dijo el tudesco al cabo de un rato—. Yo ir también con «Petifoque». Yo no poder estar tranquilo.
Antes que pudiera contestar el bretón se sintieron moverse las ramas del matorral y apareció «Petifoque».
—¿Te has propuesto hacerme morir de angustia? —dijo el contramaestre, precipitándose a su encuentro—. ¿Qué es lo que pasa?
—Una multitud de indios, muy armados todos ellos —contestó el gaviero—. ¡Lo menos habrá un millar!
—¿Adonde van?
—Se dirigen hacia el campamento que han abandonado los ingleses.
—¡Ah, canallas! ¡Querían cogerlos de improviso y exterminarlos! Por el lord y toda su gente me hubiese importado muy poco: así se habría terminado la historia; pero en cuanto a la prometida del barón, no es lo mismo. Ya que llegamos demasiado tarde, porque a estas horas ha debido hacerse a la vela la fragata, vamos por nuestra ballenera; estoy seguro de encontrar a La Tonante a poca distancia del canal, y puesto que el camino está ya libre, despleguemos también la vela, o, mejor dicho, demos primero a los talones.
Escucharon un momento, y como no se oía ya el paso de ningún pelotón de indios, cruzaron la maleza y se internaron en el pinar, haciendo una invocación a sus músculos y a sus pulmones.
Habían conseguido orientarse distinguiendo la estrella Polar por encima de los altos pinos, y con esfuerzos sobrehumanos trataron de ganar toda la distancia posible, temiendo siempre un regreso de los indios. Botando y saltando sobre aquel suelo elástico, llegaron por fin a orillas de la caleta.
—¡Despacio! —dijo «Cabeza de Piedra»—. Veamos primero si hay alguien. ¡Las sorpresas son frecuentes en este país! ¡Voto a un campanario! ¿Quién ha tomado posesión de nuestra ballenera? ¿No veis que está ocupada por dos individuos que se entretienen en hacerla balancear?
—¡Padre, osos! —dijo el tudesco armando rápidamente la carabina.
—¿Sueñas, Hulbrik?
—¡No, padre; ser osos!
—¿Marinos?
—¡Negros, y ser muy grandes!
«Cabeza de Piedra» se dio dos puñetazos en el cráneo, exclamando:
—¡Estamos maldecidos! ¡Ahora los osos! ¡Y la ballenera nos es indispensable para ir en busca de La Tonante!
—¡Quizá se halle ya demasiado lejos a estas horas!
—¡No me desalentéis más de lo que estoy!
—¡Yo no temer osos! —dijo el alemán—. ¡Cazar muchos en mi país!
—Vamos a echarlos de ahí —dijo «Cabeza de Piedra».
No se había engañado Hulbrik. Dos grandes osos negros, animales que abundan en los bosques y pantanos de la Florida, se habían apoderado de la ballenera y se divertían en mecerse, a riesgo de hacerla zozobrar. Este espectáculo no tenía nada de extraordinario en las costumbres de los osos, cuando no están irritados, y si no siempre tienen a su disposición una canoa, se dedican a practicar en las ramas de los árboles unos endiablados ejercicios que parecen causarles gran satisfacción.
Pero nuestros náufragos hubieran deseado que en esta ocasión no hubiesen escogido aquel lugar, ni menos aquella embarcación, para sus recreos.
—¿Cómo los atacaremos, Hulbrik? —preguntó «Cabeza de Piedra», disponiéndose a descender a la orilla.
—¡Con fusil, padre! —respondió el alemán.
—¿Y los indios? ¿No se echarán encima al oír las descargas?
—¡Yo no poder con cuchillo, padre! ¡Oso ser fuerte y romper costillas con «prazos»!
—Además —dijo «Petifoque»—, apenas los hayamos matado, daremos a los remos y nos alejaremos en seguida. No hemos visto que haya por aquí ninguna canoa india.
—Es verdad —dijo el contramaestre—. Ahora a ver si hacéis dos tiros de maestro. Apuntad a la cabeza, y yo estaré preparado con el cuchillo para rematarlos.
Pero los osos se habían percatado ya de la presencia de los hombres y se habían preparado a saltar a tierra, alzándose sobre las patas traseras y bramando furiosamente.
—¡Abajo las armas hasta que se presenten de lleno! —gritó «Cabeza de Piedra».
Hulbrik y «Petifoque» se habían encarado los fusiles.
—¡Para mí el de la derecha! —gritó el gaviero.
—¡Yo izquierda, camarada! —gritó el alemán.
Los dos osos avanzaban amenazadores, agitando los brazos y mostrando las enormes uñas. Se encontraban ya a unos quince pasos y se preparaban a dar el último avance.
—¡Fuego! —ordenó el contramaestre.
Resonaron los dos disparos casi a la vez, y los dos osos cayeron rodando hacia la orilla.
Uno de ellos, sin embargo, al llegar al filo del agua, se puso en pie, y reuniendo todas sus fuerzas intentó nuevamente el ataque; pero se encontró frente al viejo bretón que estaba armado con su terrible cuchillo. «Petifoque» y el alemán acudieron precipitadamente, enarbolando las carabinas por el cañón para usarlas como mazas.
Perdiendo sangre en abundancia por una herida que tenía bajo la garganta, se arrojó el oso impetuosamente sobre el contramaestre, tratando de abrazarle para destrozarle las costillas. Pero había encontrado un adversario que no se Asustaba ni se dejaba coger fácilmente.
Por dos veces esquivó el ataque saltando a un lado y a otro, hasta que, por último, se tiró a fondo, y la hoja del cuchillo entró por completo en el pecho del plantígrado.
—¡Vete al paraíso de los osos, si lo hay! —gritó el contramaestre.
El pobre animal vaciló sobre sus patas, rugiendo furiosamente; extendió los brazos, abrió la enorme boca, mostrando amarillentos colmillos, y cayó por fin hacia atrás, rodando hasta la chalupa.
—¡Nuestra buena estrella bretona no ha dejado de lucir! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Con tal que no se nos vengan ahora encima los indios!
—¡Ya están ahí! —exclamó en aquel instante «Petifoque»—. ¡A escape, a la ballenera!
Siete u ocho indios, completamente desnudos, pero con su tocado de plumas multicolores y armados de largos arcos y de pesadas mazas, descendían a todo correr hacia la orilla, lanzando su grito de guerra y atraídos sin duda por las detonaciones.
Los tres náufragos, que tenían sobre ellos una ventaja de cincuenta metros, se arrojaron a la ballenera, cogieron los remos y se alejaron rápidamente de la ribera, saludados por unas cuantas flechas que no los alcanzaron.
A unos doscientos metros de la costa izaron la vela, que fue rápidamente presa por un viento favorable, y se lanzaron al centro del canal para salir en busca de La Tonante, que suponían debía de estar navegando todavía por aquellos lugares.
—¡Abrid bien los ojos! —había dicho «Cabeza de Piedra».
—¡Hay mucha oscuridad todavía! —respondió el gaviero—. Apuesto a que ni un gato puede ver ahora.
—¡Dentro de una hora lucirá el sol! —dijo el contramaestre.
Se había puesto al timón, mientras el tudesco se ocupaba en cargar las carabinas, que podían ser necesarias de un momento a otro y que eran más útiles que el cuchillo.
Se sucedían los canales unos a otros, siempre flanqueados de escollos, en los que grandes bandadas de aves marinas estaban haciendo su tocado matutino, alisándose las plumas con el pico. Llevaba la chalupa recorridas un par de millas entre bancos de arena, cuyos peligros evitaba con mano firme el contramaestre, cuando resonó un cañonazo hacia el mar, haciendo levantar el vuelo a millares de aves.
—¡Mi cañón de proa! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡La Tonante está cerca!
—¿Y la fragata? —preguntó «Petifoque».
—No la veo, y supongo que habrá navegado mar adentro para escapar de la corbeta.
—¿Qué tal si hubiese ido a encontrarse con el barón?
—No me extrañaría que así sucediese —respondió el contramaestre—. ¡Abrid bien los ojos, hijos míos!
Pocos instantes después hacía girar rápidamente la caña del timón, a la vez que lanzaba una exclamación.
Al otro lado de la escollera se dibujaba una masa negra bastante claramente, aun cuando no hubiese apuntado todavía el alba.
—¡Es La Tonante! ¡Es La Tonante! ¡Por trescientos mil campanarios! ¡Llega bien a tiempo!
—¿Y si fuese la fragata? —observó «Petifoque».
—¡Oh! ¿Es que no iba yo a conocer mi barco?
—Está muy oscuro, y es fácil confundir uno con otro.
—Un marino viejo como yo, no. ¡Cargad las carabinas y disparad un tiro para avisar al corsario nuestra presencia!
—Y también para evitamos alguna bala de cañón que pudiera mandarnos al fondo del mar —dijo «Petifoque».
El alemán, que no tenía que atender al timón ni a la escota, se apresuró a obedecer, haciendo el primer disparo.
Quince minutos después la proa de La Tonante se iluminaba con un fogonazo seguido de una detonación, pero sin que se oyera silbido alguno de bala.
El corsario, que no sabía aún con quién tenía que habérselas, intimaba la detención.
—¡Oh! ¡No tenemos ninguna intención de escapar, mi comandante! —decía «Cabeza de Piedra»—. ¡Arría la vela, «Petifoque», y espera a los camaradas!
La Tonante, que apenas distaría unos quinientos pasos, facheó quedando al pairo, y botó al agua dos chalupas tripuladas por marinos armados.
—¡Sí, sí, venid a prendernos! —dijo «Cabeza de Piedra»—. Nunca habrá prisioneros más alegres, ¿no es verdad, «Petifoque»?
—¡Creo lo mismo! —respondió el gaviero, que había dejado caer la vela.
Las dos chalupas de La Tonante, después de encontrar un pasaje a través de la escollera, penetraron por él, y a los pocos instantes cogían en medio a la ballenera e intimaban la rendición a sus tres tripulantes, apuntándoles con los fusiles.
«Cabeza de Piedra» soltó una estentórea carcajada, gritando después:
—¿No se conoce ya a los amigos?
—¡El contramaestre! —dijeron todos a la vez, bajando las armas.
—¡Con «Petifoque» y nuestro fiel tudesco!
—¿De dónde venís? —preguntó uno de los timoneles.
—¡Alto ahí, camarada! ¡No es éste el momento de contar historias mientras la fragata del marqués de Halifax os está quizá dando caza!
—¿Todavía?
—¡Es un amigo muy testarudo!
—Pero tú le devolverás esta vez las dos balas que tan bonitamente nos desarbolaron las dos veces anteriores.
—No tengo otro deseo que el de encontrarme detrás de un cañón de caza. Esta vez creo que ya no le toca a la fragata.
—¡A bordo! —ordenó el timonel.
Y las tres embarcaciones enfilaron, una tras otra, el peligroso pasaje, a tiempo que el mar empezaba a teñirse con los rosados reflejos del alba naciente.