EN LA SELVA
LA esbelta chalupa había emprendido de nuevo la marcha, rozando casi la escollera, que se veía con toda precisión, por estar el mar fosforescente a su alrededor.
Bancos de noctilucas y medusas gigantescas flotaban a impulso de las aguas, formando fantástica iluminación.
«Cabeza de Piedra», que no quería ser divisado desde la fragata, por temor de atraerse alguna bala de cañón, viró nuevamente hacia la costa, en la que se divisaban frecuentes cortaduras que podrían servir de excelente refugio en caso de peligro, por extenderse a pocos pasos de la orilla una espesísima selva.
Después de seguir entre bancos y escollos, que se prolongaban todavía un par de millas, se internó mar adentro.
No debía de hallarse muy lejos la fragata, según suponía «Cabeza de Piedra», que no acostumbraba engañarse.
Habían dado ya algunas bordadas siguiendo las sinuosidades de la costa, cuando los tres náufragos dejaron escapar a la vez el mismo grito:
—¡Los ingleses!
En el fondo del cielo, iluminado por algunas fogatas que debían de estar encendidas en la playa, se destacaba la fragata.
El magnífico buque no había tenido buena suerte; había embarrancado entre aquellos innumerables bancos de arena, aconchándose sobre la banda de estribor.
Parecía que la tripulación estaba maniobrando para ponerlo a flote, porque mantenía envergadas algunas velas y las chalupas andaban sin cesar a su alrededor.
«Cabeza de Piedra» viró en redondo inmediatamente, y al divisar un pequeño fondeadero, a media milla de la fragata, trató de dirigir la chalupa a una alta playa cubierta de gigantescos pinos que proyectaban sus sombras en el agua.
—¡A tierra, y celebremos consejo de guerra! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Tomad las armas y en marcha!
—¿Y la chalupa? —preguntó «Petifoque».
—¿Quién quieres que venga a buscarla aquí? Los ingleses tienen ya bastante que hacer para poder permitirse el lujo de pasear por la costa.
Amarraron sólidamente la embarcación entre la espesura de mangles, constantes propagadores de la fiebre amarilla, y se internaron en la selva.
«Cabeza de Piedra» aspiró con fruición dos o tres bocanadas de aquel aire impregnado de efluvios resinosos, y sentóse al pie de un pino que elevaba sus ramas a una altura de más de setenta metros, y dijo:
—¡Preparemos nuestro plan de batalla!
—¿No nos lanzamos al abordaje? —preguntó «Petifoque».
—¡No es el momento oportuno para bromear, mocoso! Se trata de salvar a la prometida de nuestro comandante, no de hacernos matar como cuervos de mar. Por lo que me ha parecido, una parte de la tripulación ha acampado en la costa, sin duda para aligerar la fragata, y creo que lo primero que debemos procurar es pescar alguno de esos cangrejos cocidos.
—¡Padre, mi hermano Wolf! —dijo el tudesco.
—Ya he pensado en ello; pero ¿podríamos encontrarle sin ser descubierto? Yo os aseguro que si el marqués de Halifax consiguiera echarnos la mano encima, no nos había de regalar otra vez la piel.
—Así lo creo yo —dijo «Petifoque», llevándose las manos al cuello, como si quisiera convencerse de que no tenía alrededor ninguna cuerda inglesa—. En fin, se trata de ir a robar a la rubia miss…
—No, no; por ahora sólo se trata de tener un hombre a quien podamos preguntar cuáles son las intenciones del marqués. Los oficiales no permanecerán seguramente ociosos en el campamento teniendo al lado una selva llena de caza y estando la fragata tan escasa de víveres.
—¡Con bastante gusanos! —agregó el gaviero, haciendo un gesto de disgusto—. Ahora, «Cabeza de Piedra», puesto que no es fácil tropezar con Wolf, vamos a ver si damos caza a alguno de los hombres de la fragata para hacerle cantar.
—No os oculto que la expedición presenta muchos riesgos; pero somos hombres que estamos ya acostumbrados a toda clase de aventuras. Hulbrik, coge el jamón de oso que tuve la precaución de asar antes de dejar el brick, y pongámonos en camino.
—¡Una palabra todavía! —dijo el gaviero mientras regresaba el tudesco trayendo el jamón, que ya casi apestaba.
—¡Habla, pues, charlatán!
—¿Y sir William?
—No te obstines en pensar en él ahora. Grande es el mar, pero tengo la seguridad que hemos de encontrarle de un momento a otro. Lo que necesitamos ahora es un prisionero. ¿Sabes adónde irá el marqués de Halifax cuando ponga a flote la fragata, como lo conseguirá seguramente? ¿Hacia las Antillas, o volverá hacia el Norte? La guerra se hace ahora principalmente alrededor de Nueva York, y el marqués no querrá faltar al último combate. ¿Comprendes?
—Sí, «Cabeza de Piedra» —contestó el gaviero.
—Pues, ¡por cien campanarios!, larguémonos y vamos por nuestro hombre.
—¿Estar «leeos» el campamento? —preguntó el tudesco, que ocultaba a su espalda el pestilente asado para no perder anticipadamente el apetito.
—Menos de una milla —respondió el viejo bretón—. ¡Un magnífico paseo por^debajo de estos pinos! ¿Vamos o no, sangre de ballena? ¡Si continuamos así, enciendo mi pipa y no me muevo de aquí!
Iban por fin a ponerse en marcha a través de aquella magnífica selva, cuando oyeron con sorpresa, y aun con algo de temor, redoblar el tambor a corta distancia.
—¡Ingleses! —dijo el alemán, preparándose a volver la espalda.
«Cabeza de Piedra» se lo impidió.
—¡Ya sé de lo que se trata! —dijo—. ¡No son los ingleses!
—Sin embargo, ha sido un tambor —dijo «Petifoque».
—¿Y sabes quién lo toca?
—¡Supongo que un hombre!
—Pues, no; es un pescado que se llama tambor, que abunda mucho en estas aguas y que se parece a una gigantesca anguila, con un peso a veces de treinta kilogramos. ¡Me acuerdo de haber visto algunos!
—¡Ese guasón me ha hecho sentir algo de miedo; no puedo menos de confesarlo! —dijo «Petifoque»—. ¡Creía ya que los ingleses estaban encima!
—Bueno, y qué, ¿nos vamos ya? —preguntó el contramaestre—. Todavía hemos de oír en esta selva ruidos más extraños; pero no debemos asustarnos. Generalmente son pájaros que proporcionan solemnes chascos.
Por segunda vez emprendieron la marcha sobre aquel terreno, que era extrañamente elástico, haciéndoles saltar más bien que caminar.
~¡Eh, «Cabeza de Piedra»! ¿Qué es esto que pisamos?
—¡Millares y millares de toneladas de frutos de los pinos, que se han ido acumulando siglos y siglos!
—¿No nos hundiremos?
—¡No hay cuidado!
Mientras el pez tambor, escondido en alguna cercana orilla, continuaba lanzando su extraño redoble, los tres náufragos siguieron caminando en dirección de la fragata manteniéndose a un centenar de metros de la costa.
Mil rumores y gritos extraños se percibían en la selva, producidos la mayor parte por los gallos de collar, que luchaban entre sí con ferocidad.
Estos volátiles, que abundan extraordinariamente en los bosques de la Florida y de la Carolina, son muy perseguidos por los cazadores, a causa de su exquisita carne.
Son potentes cantores, por tener debajo del cuello una especie de saco que da extrema resonancia a sus gritos, y forman durante la noche conciertos atronadores que se oyen a tres millas de distancia.
Generalmente terminan estos conciertos con feroces combates, en los que suelen quedar sobre el campo algunos contendientes destrozados por los fuertes espolones de los contrarios.
—¡Vaya una batahola! —exclamó «Petifoque», que, no pudiendo figurarse que se tratara de aves, preguntó—: ¿Qué clase de animales son?
—Ya te he dicho que son volátiles, que se llaman gallos de collar o tetraos.
—¿Grandes?
—¡Magníficos; con un peso de más de dos kilogramos, de unos dos pies de alto, con cuatro alas, dos de ellas como las de las demás aves, y las otras dos bajo el cuello! ¡Si pudiera hacerte probar alguno, no te pesaría! Los grandes señores de las colonias del Norte envían ex profeso cazadores para proveer sus mesas de estas aves. En Nueva York cuestan un ojo de la cara.
—¡Vale más que por ahora nos ocupemos de nuestro hombre! —dijo el gaviero.
—¿Le has visto pasar? —preguntó con sorna el viejo marino.
—¡Le hubiera cogido ya por el cuello!
—¡Hum! ¡Hum! ¡Veremos!
Después de saltar por aquel terreno elástico hasta cerca de la medianoche, llegaron nuestros náufragos a divisar los fuegos del campamento inglés.
Mientras los marineros efectuaban la maniobra, las fuerzas de infantería de marina habían desembarcado con una buena parte de la oficialidad para proveerse de víveres y de agua.
La rubia miss debía de hallarse en el campamento.
—¡Voto a un campanario! —exclamó el viejo contramaestre, que se había detenido bruscamente a menos de trescientos pasos de las fogatas—. ¡Qué idea!
—¿Una idea propia de un bretón de Batz? —preguntó irónicamente «Petifoque».
—¡Por trescientos mil campanarios!
—Quita alguno. ¡Son demasiados!
—Déjame hablar, chiquillo. ¿Soy o no soy yo el almirante?
—Sí, «Cabeza de Piedra».
—Pues, entonces, te confesaré que hasta ahora he estado hecho un asno.
—¿A pesar de la histórica pipa de tu famoso abuelo?
—¡Truenos de Batz! ¿Me dejarás acabar? —dijo el contramaestre levantando el puño.
—¡Seguid, padre! —dijo el tudesco.
—La fragata está encallada, y en unos cuantos días no podrá volver al mar. ¿No podríamos incendiarla?
—¿Qué dices, «Cabeza de Piedra»? —preguntó el gaviero.
—Que podíamos prender fuego a la fragata. ¿Te has vuelto sordo?
—¿Y para qué destruirla?
—De esa manera el marqués con todos sus hombres, así como la rubia miss, tendrían que permanecer aquí sin poder salir al mar.
—¿Y qué?
—Que nosotros, con nuestra chalupa, iríamos a buscar al barón. ¡El corazón me dice que habíamos de encontrarle pronto!
—¿No te engaña nunca el corazón?
—¡Nunca! —respondió gravemente el contramaestre—. ¡Lo conozco bien! Habiendo desaparecido la fragata, nuestro comandante podrá venir y empeñar un combate para recobrar a su prometida.
—¿Y quién irá a quemar el buque?
—¿Quién? ¿Quién? ¡Yo, con cien mil campanarios!
—No, «Cabeza de Piedra», ¡esta vez me cederás el puesto!
—¿A ti? ¿A un mocoso?
—¡Firme como un bretón!
—¡Padre! —dijo el tudesco—. ¿No contar a mí? ¡Tú «haper salfado» mi «fida» y ser tuya!
—¡Qué par de bravos camaradas! —dijo el contramaestre con voz conmovida—. ¡Si fuera mujer, me haríais llorar! La ocasión es oportuna. Los marineros van y vienen y no pondrán atención seguramente en cualquiera otro que suba a la fragata. Yo creo que se habrán olvidado ya de nosotros y que no nos reconocerán.
—Además, todos los marineros se parecen —dijo «Petifoque», quitándose la chaqueta.
—¿Qué haces?
—¡Voy a incendiar esa maldita nave, que tantos disgustos está ocasionando a nuestro comandante!
—¿Y si te prenden?
—Me colgarán; pero un buen corsario no tiene miedo a la muerte.
—No has nacido en Batz, pero te admiro de todas maneras —dijo el viejo bretón—. ¡Qué corazón tienen estos jóvenes marinos! ¡Se juegan la vida con la mayor tranquilidad! ¡Querido, tú no llegarás a viejo!
—¿Por qué? —preguntó el gaviero riendo.
—Porque eres demasiado imprudente.
—Padre —dijo el tudesco, interviniendo—. ¡Yo tener hermano en la fragata! ¡Yo buscar a Wolf y quemar todo!
—Pero tú no sabes si está en la nave o en el campamento —observó «Cabeza de Piedra».
Permaneció un rato pensativo, y después dijo el contramaestre:
—¡Vamos todos juntos, y sea lo que Dios quiera! Abordaremos la fragata por la popa, y sirviéndonos de las cadenas del timón entraremos por las portas. ¡Después, ya veremos! Quizá se nos presente ocasión de traernos a la rubia miss. ¡Esconded las carabinas y las municiones, que no pueden servirnos para nada en esta empresa, y dejemos de charlar!
—¡Ya era tiempo! —dijo el gaviero—. No haces más que hablar. ¿Será este aire lleno de resina el que te hace mover sin cesar la lengua?
—Puede ser; conque en marcha. ¡Vamos de frente contra la muerte!
Escondieron las carabinas y las municiones entre una espesura de pasionarias, y decididos a jugarse el todo por el todo, descendieron a la orilla para atravesar el canal que los separaba de la fragata y del campamento.
Había que nadar unos quinientos pasos; un juego para aquellos bretones y aun para el mismo tudesco.
Apenas habían llegado a la orilla y se preparaban para lanzarse al agua, se levantó ante ellos una forma humana que llevaba terciada una carabina.
—¿Quién va? —gritó aquel hombre, que debía de estar colocado de guardia en aquel puesto.
Siempre audaz y rápido, «Cabeza de Piedra» respondió en un regular inglés, sin perjuicio de preparar su cuchillo.
—¡Pero, bruto! ¿No ves que somos cazadores que volvemos de dar una batida? ¿Quieres que sigamos comiendo gusanos en la fragata? ¡Ya me está pareciendo que me serpentean dentro del cuerpo!
—¿El santo y seña?
—Marqués de Halifax.
El inglés dio un salto hacia atrás, calando la bayoneta en el cañón.
—¿Qué es eso, amiguito? —preguntó «Cabeza de Piedra», que empezaba a perder su sangre fría—. ¿Has bebido demasiado?
—Lo que digo es que no conoces la consigna de hoy para llegar al campamento.
—¡Ahora me la dirás tú!
—¡Sí; clavándote la bayoneta en el pecho!
—¡Es decir, que tenías el fusil descargado!
—¡No importa!
—Pero, animal, ¿no ves que somos tres? Y si tú supieras bien quiénes éramos se te habría puesto la carne de gallina.
—¡Ríndete! ¡Por aquí no se pasa sin el santo y seña!
Y dando un salto, tiró un bayonetazo al pecho de «Cabeza de Piedra», que éste evitó ágilmente echándose a tierra y agarrándole ambos pies.
A la vez, «Petifoque» y el tudesco se arrojaron sobre el asaltante, que parecía hallarse clavado en el terreno por las férreas manos del contramaestre, y le desarmaron en el acto.
—¡Ah, perros!… —rugía el inglés, tratando de soltarse.
—¡Estáte quieto, si no quieres dejar aquí la piel! —dijo «Cabeza de Piedra», amenazándole con la bayoneta—. ¡«Petifoque», un cabo para trincar a este caballerete! Ya no se escapa, y le haremos que cante, ¡por todos los campanarios de la Tierra!
El gaviero, como buen marinero, no dejaba nunca de llevar algún trozo de cuerda; así es que el inglés se encontró rápidamente atado de pies y manos.
No conformándose con esto los tres náufragos, le llevaron junto al tronco de un pino joven y le ataron con tres o cuatro bejucos tan fuertes como cordeles.
—¡Calla! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¿No parece un salchichón nuestro inglés?
—¡De York! —agregó el gaviero.
El prisionero soltó un rosario de juramentos y maldiciones que no inquietaron nada a los dos marineros ni al tudesco.
Dejáronle que se tranquilizara un poco, y «Cabeza de Piedra», amenazándole con la bayoneta, le dijo:
—Ahora abre el pico y canta mejor que un papagayo. Ante todo, ¿cuál es la palabra de consigna para entrar en el campamento o para subir a la fragata?
El inglés apretó dientes y labios, pero pronto abrió unos y otros para lanzar un grito de dolor.
Era que la punta de la bayoneta le había tocado en el cuello, pinchándole algo más abajo de la nuez.
—¡O hablas o te hundo el arma! —dijo el contramaestre—. Como ves, no hay salvación para ti. ¡Confiesa o te clavo en el árbol!
—Escocia —respondió el prisionero entre dientes.
—¿Está perdida la fragata o no?
—¡Perdida! Mañana por la mañana volverá a flotar y emprenderá el rumbo a Nueva York para tomar parte en la guerra, que se ha concentrado allí.
«Cabeza de Piedra» se plantó dos soberbios puñetazos en su durísimo cráneo.
—¿Has dicho que mañana?
—¡Conseguiremos ponerla a flote!
—¡Voto a cien campanarios! ¿No pretenderás engañarnos?
—Estoy en vuestro poder.
—Y permanecerás aquí amarrado hasta que yo haya comprobado si es verdad todo lo que nos has dicho.
—¿Y después me vais a matar?
—¡Somos honrados corsarios y no asesinos! ¿Está la rubia miss a bordo de la fragata?
—No; está en la tierra.
—¿Y el marqués?
—También.
«Cabeza de Piedra» se asestó otros dos fuertes puñetazos en el cráneo.
—Tenía la esperanza de haber podido dar un golpe de mano por el cual salváramos a la miss; pero ahora veo que cualquier tentativa sería inútil y sólo serviría para perdernos.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó «Petifoque».
—Trataremos de inutilizar la fragata y después zafaremos hacia el Norte en busca de La Tonante. Seguramente la hemos de encontrar.
—¿Vas a prender fuego a la fragata?
—Sí, «Petifoque». Desnudad a ese hombre, que es aproximadamente de la misma talla que yo; dadme sus ropas y dejad que yo intente el gran golpe.
El gaviero y el tudesco cumplieron rápidamente la orden, volviendo a sujetar al inglés en el tronco del pino.
«Cabeza de Piedra» se endosó el uniforme del inglés, que le sentaba bastante bien, cogió su cuchillo y dijo:
—Esperadme aquí sin moveros, suceda lo que suceda.
—¡Vas a hacerte matar! —dijo el gaviero.
—Todavía pienso conservar mi piel por algún tiempo; no tengas cuidado. ¡Conque hasta luego; tengo la contraseña y estoy hecho un verdadero inglés; de manera que no habrá quien me impida la entrada en la fragata ni en la batería! ¿Cuidad de que este hombre no se escape y esperad mi regreso?
—¡Prudencia, padre! —dijo el tudesco.
—¡No temáis; si el diablo no se mezcla en el asunto, dentro de media hora arderá ese condenado buque! ¡Hasta luego, amigos míos!
Descendió a la orilla, se metió en el agua después de asegurarse bien de que no había por allí ningún otro centinela y comenzó a nadar vigorosamente, sumergiéndose todo lo posible.
La oscuridad era tan densa, que no podía verse a un hombre en el agua, y por otra parte los marineros que trabajaban en la fragata no se cuidaban de ejercer vigilancia, porque sabían que por entonces se hallaban lejos todas las naves corsarias.
En menos de cinco minutos llegó «Cabeza de Piedra» a la popa, y trepando por la cadena del timón consiguió entrar en el entrepuente.
Había descolgado una linterna que encontró encendida y marchaba con gran precaución, escuchando, no sin temor, los pesados pasos de los marineros que andaban por la cubierta.
El santo y seña no hubiera sido bastante para salvarle la piel en caso de ser descubierto.
Ya creía haber encontrado uno de los depósitos de leña, cuando se oyó el estampido de un cañonazo disparado en lontananza.
—¡Mi cañón de caza! —exclamó, dejando caer la linterna—. ¡Ya llega La Tonante! ¡Apenas debe de estar a siete u ocho millas!
Instantáneamente comenzaron a oírse sobre cubierta órdenes precipitadas, seguidas de silbidos y de carreras.
Se había ordenado tener desplegadas las velas y botar al agua las embarcaciones menores para transportar a la fragata todo cuanto hubiera en el campamento antes de la llegada de aquel buque, desconocido para todos, excepto para «Cabeza de Piedra», que había distinguido perfectamente la voz de su cañón favorito.
El pobre bretón pudo apenas contener un rugido.
—¡He llegado demasiado tarde! —dijo—. ¡Y, además, ahora expondría a la rubia miss a morir entre las llamas!
Permaneció pensativo durante algún tiempo, y después dijo:
—¿Y si pudiera hacer volar la santa bárbara antes que viniese la gente del campamento? ¡Bah! ¡Probemos!
Recogió la linterna y se preparó a continuar su exploración; pero en aquel momento se encontró con dos marineros, provistos de linternas también, que parecían subir de la cala, y que le cerraron el paso, gritando:
—¿Adonde vas?
«Cabeza de Piedra» quedó aterrado, perdiendo su habitual sangre fría.
En lugar de pronunciar la palabra de consigna, de lo que en realidad apenas se acordaba en aquel momento, y temiendo ser preso y ahorcado sin volver a ver al barón, se había lanzado a toda carrera por la batería de babor, queriendo ganar el entrepuente y arrojarse al mar por una de las portas. Si «Cabeza de Piedra» era ágil, en alas de la desesperación, no lo eran menos los dos marineros, que tenían sobre él la ventaja de la edad. Lo peor del caso era que no cesaban de gritar a voz en cuello:
—¡A las armas! ¡Traición!
—¡Soy un soldado! —dijo el contramaestre, pero sin detener su veloz carrera.
—¡Entonces, detente! —le intimaron los dos marineros.
¡Detenerse! No era la ocasión oportuna, y, por tanto, «Cabeza de Piedra» se guardó bien de obedecer.
Empuñando siempre su terrible cuchillo, consiguió penetrar en la cámara bajo el alcázar, cuyas portas se abrían en la popa de la fragata.
Pero en el mismo instante en que pensaba lanzarse al agua, se sintió sujeto por dos robustos brazos.
—¡Ríndete o eres muerto! —gritó en sus oídos el marinero que le había sujetado.
—¿Un bretón? ¡Nunca! —contestó «Cabeza de Piedra».
Se desasió vigorosamente de sus adversarios, porque el segundo marinero se había reunido ya a sus camarada para ayudarle, y comenzó a dar cuchilladas a diestro y siniestro.
Un momento después, los dos desgraciados, acribillados de heridas, caían bañados en sangre, pero sin cesar de gritar:
—¡Traición! ¡Traición!
Varios hombres descendían ya desde cubierta, saltando los escalones de cuatro en cuatro.
—¡Detenedlo! —gritaban, aunque sin saber todavía de lo que se trataba.
Un solo instante de vacilación y «Cabeza de Piedra» dejaba para siempre la vida en manos del marqués de Halifax.
Por fortuna, estaba bien advertido del peligro que corría permaneciendo un minuto más en la fragata, y no intentó la lucha.
—¡Hay que mover los talones! —se dijo.
Subió a una de las portas, en la que había un cañón de grueso calibre, se lanzó al mar y desapareció entre el humo de los pistoletazos disparados tardíamente.