LA CAZA DE LOS NAUFRAGOS
LA chalupa se hallaba en buen estado, y, como todas las inglesas, tenía perfecta estabilidad.
Desplazaba cinco o seis toneladas, lo cual era más que suficiente para tres náufragos que carecían de todo equipaje.
Dirigido por la firme mano del contramaestre, el pequeño velero se lanzó a través de una especie de canal que separaba la escollera de la costa, mientras que a lo lejos, como a cinco o seis millas de distancia, seguían tronando los cañones de la fragata.
En menos de media hora abordaron los náufragos la tierra firme y fondearon en una pequeña cala.
No querían seguir más adelante en pleno día, por temor de encontrar a la fragata y recibir alguna bala.
—Esperemos la noche —dijo «Cabeza de Piedra», mientras Hulbrik amarraba la embarcación a una planta que se inclinaba sobre el agua.
—Entretanto daremos un paseo por esta costa, que es tan rica en vegetación.
—Y donde también esperas encontrar animales. ¿No es eso, «Petifoque»?
—Sí.
—No hay que confiar demasiado en este país, porque además de los osos, jaguares y serpientes venenosas que hay en gran cantidad, podríamos tropezar con los indios, más feroces que todos esos animales.
—Nosotros «coquer» indios por «orecas» y dar a nosotros «cerfeza» —dijo Hulbrik.
—¡Por cien mil campanarios! Ya que tanto empeño tienes en probar la cerveza de los pieles rojas, voy a decirte la manera que tienen de fabricarla. Estoy seguro de que no volverás a pensar en ella.
—¿Poner escorpiones, padre?
—Peor todavía, Hulbrik. Cogen raíces de mandioca y hacen que las mastiquen los viejos de la tribu; cuanto más viejos y desdentados, mejor. La salivación que el jugo de la planta produce a los abuelos van escupiéndola en un vaso y la dejan fermentar durante ocho días.
—¡Puf! ¿Con mandioca, padre?
—Sí, Hulbrik. Y ahora, dime: ¿serías capaz de beber esa «cerfeza»?
—¡No! ¡No! —gritó el tudesco.
—Lo creo —dijo el contramaestre—. Ahora, como el sol ha de lucir todavía más de cinco horas, vamos a visitar nuestra posesión. ¡Calla! ¡Ya no dispara la fragata! ¿Habrá conseguido encontrar un buen fondeadero?
En efecto; ya hacía algunos minutos que había dejado de oírse la potente voz de los cañones. ¿Se habría despedazado el buque contra algún arrecife, o habría tenido la suerte de librarse de aquel peligro refugiándose en alguna ensenada?
—¿Qué dices tú, «Cabeza de Piedra»? —preguntó con ironía el gaviero.
—Yo no digo nada.
—¿Se habrá destrozado, o estará a salvo?
—Más tarde lo sabremos. ¡Ea; marchemos en busca de un sorbo de agua fresca, y veremos si se presenta ocasión de disparar algún tiro!
Cuando hubieron llegado a lo alto de la costa se encontraron frente a un paisaje encantador. Millares de palmáceas reunidas por grupos elevaban sus esbeltos troncos, coronados a veinticinco o treinta metros de altura por penachos de largas hojas que se inclinaban graciosamente hacia el suelo, dejando ver magníficas florescencias en forma de grandes espigas de color violáceo con listas rojas y enormes racimos de frutos todavía verdes.
Entre aquellos soberbios árboles crecían en gran número otras clases de plantas, y singularmente trigoidias, con sus bellísimas flores en forma de cáliz de vivo color escarlata, con manchas parecidas a los ojos de la cola del pavo real, o rayas negras que recordaban las de la cola del jaguar.
Apenas entraron los tres náufragos en la selva, una multitud de pájaros levantó el vuelo por todas partes, mientras por tierra escapaban muchos conejos. Entre los primeros había cercetas de excelente carne, cuervos marinos del tamaño de un gallo, pero tan feroces que atacan con frecuencia a las personas heridas; fenicópteros de largas zancas y pico contorsionado, tántalos verdes, ibis blancos y ánades.
Llamó la atención de Hulbrik un pajarraco de extremada fealdad que se había posado en una rama baja, y se propuso matarlo para el almuerzo del día siguiente. Tenía el tamaño de un pavo, el plumaje gris, los ojos rojizos, el pico blanco y el cuello pelado y cubierto de escamas y verrugas.
—¿Qué vas a hacer, Hulbrik? —dijo «Cabeza de Piedra» al ver que el tudesco había montado la carabina y se dirigía hacia el ave, que no parecía haber notado la presencia de los náufragos.
—¡Yo querer comer ese feo «pácaro»! —contestó el tudesco.
—¡Pero si es un buitre aura! ¡Ten cuidado con el traje!
—¿Qué quieres decir, «Cabeza de Piedra»? —preguntó «Petifoque».
—Que Hulbrik no quedará con ganas de volver a entendérselas con esa clase de pájaros.
—¿Puede perder algún ojo?
—He hablado de su traje y no de sus ojos. Cuando yo hable, aguza bien la oreja.
—¿Como hacía tu abuelo?
—¡Precisamente! —respondió el contramaestre con la mayor seriedad.
Entretanto, el alemán se acercaba al enorme pajarraco, que parecía hallarse en el estado de modorra que la digestión ocasiona a esa clase de aves.
Terco como un alemán y decidido a regalarse al día siguiente con aquella caza, avanzaba Hulbrik con mucho cuidado y procurando esconderse entre los matorrales. No hacía falta tanta precaución, porque el buitre dormía pesadamente. ¡Quién sabe cuántos conejos y cuántas ardillas habría insaculado durante el día en su insondable estómago!
Llegó Hulbrik hasta unos quince pasos del ave sin que ésta hubiera dado señal alguna de vida, y ya se disponía a disparar cuando, desplegando sus largas alas, el buitre se dirigió hacia el cazador.
—¡Escapa, Hulbrik! —gritó «Cabeza de Piedra».
Ya era tarde. El pajarraco había vomitado sobre el tudesco un espeso líquido verdoso, y tan pestilente, que hubiera puesto en fuga a los mismos jaguares. El pobre Hulbrik dejó escapar el tiro al azar, y saltó hacia atrás gritando:
—¡Mi nariz! ¡Mi nariz!
—¿Te la ha comido? —preguntó apresuradamente el gaviero, armando otra carabina.
Un espantoso hedor se había esparcido por todo el bosque, produciendo náuseas al mismo contramaestre.
—¡Corre, Hulbrik! ¡Corre, «Petifoque»! —gritó lanzándose a toda carrera hacia la costa para aspirar el aire del mar.
El tudesco y el gaviero, que se sentían asfixiar en aquella fétida atmósfera, le siguieron a largas zancadas, mientras el buitre se había marchado tranquilamente con la probable intención de acabar su laboriosa digestión en la copa de cualquier árbol.
Reunidos los tres compañeros en la orilla, aspiraron a pleno pulmón la brisa impregnada de emanaciones salitrosas.
—¿Qué animal ser éste? —preguntó el tudesco, que parecía que iba a vaciar el estómago—. ¡Yo no sentir nunca tan mal olor!
—Pues es, sencillamente, un buitre —respondió el contramaestre—. Ya te dije que lo dejaras tranquilo.
—¿Qué tener en su cuerpo?
—Un verdadero pozo negro.
—¿Uno? ¡Ciento!
—Puede que sí, Hulbrik.
—¿Y yo oler mal?
—¡Mucho!
—¿Y cómo estar «fosotros» conmigo?
—¡Bah! Los marinos estamos acostumbrados al olor del alquitrán y no nos molesta tan poca cosa.
Pareció durante un instante que el tudesco reflexionaba, y después hizo un gesto de espanto.
—¿Has visto a algún indio? —preguntó el contramaestre, lanzando una mirada hacia las palmeras.
—No, padre. Yo pensar que haber querido comer un pozo negro.
—Se te ha escapado, y ya no puedes ponerlo en el asador —dijo «Petifoque», que reía a mandíbula batiente—. Habrá ido a servir de cena a cualquier indio.
—¿Tener «puen» estómago los indios?
—Se comen los caimanes a pesar de que huelen horriblemente a almizcle —dijo «Cabeza de Piedra».
—¡Yo no ir nunca!
Se había interrumpido bruscamente al oír un ligero silbido que parecía producido por alguna flecha.
Ambos bretones se pusieron en guardia, y pasearon la mirada detenidamente por la selva, sin descubrir nada.
—Aquí no corre buen aire para nosotros —dijo el contramaestre—. ¡A la chalupa, amigos!
—¡Pero yo oler mal! —dijo Hulbrik, haciendo un gesto de desesperación.
—No te cuides de eso; el aire del mar te lo quitará.
Oyóse otro silbido, y una larga flecha fue a clavarse en el tronco de un árbol, a un metro de Hulbrik.
—¡Eh, sarnosos perros rojos, basta ya de juego! —gritó «Cabeza de Piedra», cogiendo la carabina del gaviero—. Si queréis algo de nosotros, ¡asomad la fila!
Un hombre de alta estatura, de color bronceado y armado con un largo arco y una flecha, probablemente envenenada, salió de un grupo de árboles y avanzó resueltamente, gritando:
—¡Aquí está To-co-to!
Tendió el arco y apuntó al contramaestre, ya alzando ya bajando la flecha, como si quisiera asegurar la puntería.
—¡Amigo To-co-to —gritó el joven gaviero, que se había apoderado a su vez de la carabina del tudesco—, o te largas, o dejas aquí la piel!
—Repleguémonos hacia la chalupa —ordenó el contramaestre^—. Ese mono rojo no estará solo.
Los tres náufragos llegaron a saltos a la orilla, se acercaron a la chalupa y echaron mano a los remos.
El indio los había seguido intrépidamente, siempre amenazando con el arco.
—¡Eh, «Cabeza de Piedra»! —dijo el gaviero—. ¿Vamos los bretones a tener miedo de ese orangután?
—Voy a enviarle al paraíso de los indios —respondió el contramaestre, echándose el arma a la cara—. Ya ha durado demasiado la comedia. ¡Basta ya, bufón! ¡No somos palomas ni pájaros para que nos caces con flechas!
El indio continuaba descendiendo hacia la orilla sin temor alguno; antes bien, amenazando y gritando:
—¡Yo soy To-co-to!
—¡Y yo «Cabeza de Piedra», contramaestre de La Tonante! —aulló el bretón, ya enfurecido—. Yo no tengo flechas; pero voy a regalarte un confite. ¡Toma, y acaba ya!
Salió el tiro, y el bretón hizo blanco, como siempre.
Herido el indio en algún órgano vital por el plomo de la carabina, dio dos o tres vueltas sobre sí mismo, soltó el arco y se dejó caer sobre la hierba, gritando por última vez:
—¡Yo soy To-co-to!
Aún retumbaba la detonación bajo la frondosa bóveda de las palmáceas, propagándose a lo lejos, cuando treinta o cuarenta indios se lanzaron rápidamente fuera de los matorrales prorrumpiendo en su terrible grito de guerra. Eran todos de estatura elevada, iban adornados con grandes penachos de plumas de variados colores, y armados unos con arcos y otros con clavas, esos terribles rompecabezas que tantos estragos causan en los combates cuerpo a cuerpo.
Por fortuna, nuestros náufragos estaban ya al lado de la chalupa.
Para contener unos instantes aquella avalancha de salvajes, disparó Hulbrik el otro fusil, e hizo caer muerto o gravemente herido a un sakem, e inmediatamente se embarcaron y remaron vigorosamente para alejarse del alcance de las flechas.
—¡Avante, avante! —había gritado «Cabeza de Piedra» mientras que «Petifoque» armaba la vela, que se hinchó en el acto con el viento fresco que soplaba.
Comenzaron a silbar las flechas, si bien no llegaban hasta los fugitivos, que habían tomado bastante delantera a los furibundos salvajes.
Empujada ya por el viento, la chalupa viró a estribor y se internó rápidamente por el canal, mientras que Hulbrik hacía un tercer disparo, que fue seguido de un grito de agonía.
—¿Qué rumbo tomamos, «Cabeza de Piedra»? —preguntó el gaviero.
—Internémonos hacia alta mar para evitar las flechas de esa canalla roja. ¡Después nos ocuparemos de la fragata!
La brisa arreciaba a medida que se alejaban de la costa, y la chalupa avanzaba por en medio de un banco de diodontes, extraños peces que nadan con el vientre en alto y que tienen la costumbre de inflarse en forma tal que parece como si fueran a reventar. Tienen todo el cuerpo erizado de espinas cortas, de color blanquecino, con manchas negras o violáceas; así es que se asemejan a enormes erizos, especialmente cuando están irritados.
Los indios, que no disponían de canoa alguna, se internaron en el bosque, después de haber puesto a prueba durante algún tiempo sus pulmones y gargantas.
—Creo que esa canalla no nos fastidiará más —dijo «Petifoque».
«Cabeza de Piedra» movió la cabeza.
—¡Hum! —dijo después—. ¡Fíate de esa gente!
—¡No por tener la piel roja van a poder caminar sobre el agua! En la desembocadura de sus ríos tienen siempre grandes canoas que construyen ahuecando el tronco de algún bombay o de otro grueso árbol. ¡No quisiera verlas esta tarde dándonos caza, a nosotros!
—¡Procuraremos no tener que regatear!
—¡Oh! ¿Y quién lo evita? ¡Toda esta costa se halla rodeada de arrecifes altos que impiden espaciar la vista! Lo que debéis hacer es cargar bien los fusiles de metralla en vez de bala.
Comenzaba el sol a desaparecer, y la oscuridad se echaba encima con la rapidez propia de las regiones tropicales, en las que casi no existen crepúsculos.
Huían en todas direcciones las bandadas de pájaros en busca de sus refugios antes que la luz desapareciese por completo.
Eran en su mayor parte fletones, aves de los trópicos, con largas alas ahorquilladas y cola corta, provista de ciertas plumas que dan a estos pájaros un extraño aspecto cuando surcan el aire. Hábiles pescadores, se lanzan con la rapidez del rayo sobre los peces, especialmente sobre los voladores, causando entre ellos verdaderos estragos.
Hulbrik, pensando siempre en la comida, quería hacer fuego, pero se lo impidió el contramaestre.
—Quizá nos encontremos más cerca de la fragata de lo que suponemos, y un disparo había de llamar la atención de sus tripulantes. Deja por ahora marchar tranquilamente a esos volátiles, valiente Hulbrik; después de todo, valen bien poco, a pesar del gracioso nombre de «colas de pajas» que les dan los marinos.
—¡Sí, padre! —respondió en el acto el buen alemán—. Yo «opedecer», porque ser tu hijo.
—Y en tu nuevo cargo de padre, «Cabeza de Piedra», tienes que arrimarle candela cuando no se porte bien —dijo «Petifoque».
—¡Este excelente muchacho no merecerá nunca las correcciones que se dan a los marinos bretones!
—¡Que son bastante brutales, por cierto! —dijo el gaviero—. ¡Qué manera de damos golpes!
—¡Eso no lo he hecho yo!
—¡Ah! ¿No? ¿Y cuando a bordo de La Tonante la emprendiste con aquellos bandidos?
—¡Pero fue a golpes de puño!
—¡Y qué puños! ¡Mandamos a siete u ocho a la enfermería después de media hora de pugilato!
—¡Siempre adelante los puños bretones, sean de Batz o de Poulignen!
—¡Silencio! —dijo en aquel momento el alemán.
Había cerrado la noche y apenas se divisaba la costa a la distancia de dos tiros de fusil.
«Cabeza de Piedra», siempre alerta, se había puesto en pie, mirando ansiosamente entre las tinieblas.
—¿Oír tú, padre? —preguntó el alemán.
—¡Sí, una señal!
—¿Pasar nosotros delante del río?
—¡Puede ser!
—¡Esos «prutos» piel roja cazar nosotros en el mar!
—¡Ya lo veremos, Hulbrik! ¿Están cargadas las armas?
—¡Sí! —contestó el gaviero.
—Entonces, ¡avante!, y busquemos a la fragata. Deseo ya saber qué le ha ocurrido a ese maldito barco.
Se había vuelto a colocar al timón y conducía la chalupa a lo largo del canal, que parecía que no iba a terminar nunca. A babor y a estribor continuaban los bancos de arena, interrumpidos de cuando en cuando por escollos, contra los cuales se rompían las olas rumorosamente.
Un movimiento mal dado en la caña hubiera conducido indefectiblemente a la ligera chalupa a sufrir igual mala suerte que el brick.
Pero «Cabeza de Piedra» era demasiado buen marino para dejarse sorprender por cualquier traidora onda, y seguía su ruta con la misma firmeza y seguridad que si hubiera cruzado cien veces aquel canal.
De repente dejó escapar un grito.
—¡Ah! ¡Los perros sarnosos! ¡Ya estaba yo seguro de volver a encontrarlos!
Pasaba en aquel momento la chalupa frente a una profunda cortadura de la costa, iluminada por un gran número de gigantescas antorchas resinosas.
Ardían troncos enteros de pinos, esparciendo prolongados haces de chispas con una espesa nube de humo acre.
Entre aquella cortina de luz y fuego se agitaban sombras humanas que daban grandes saltos y agitaban desesperadamente los brazos.
En el acto se destacó de la cortadura una canoa de unos quince metros de largo, tripulada por unos veinte salvajes, avanzando rápidamente hacia la chalupa.
—¡Padre, los indios! —dijo el alemán.
—Ya los veo.
—¿Esperamos?
—¡No, escapemos! ¡«Petifoque», encárgate de la vela! ¡Si quieren cazarnos, bien tienen que apretar!
La canoa, impulsada por gran número de remos y rozando apenas el agua, se acercaba con la velocidad propia de esta clase de embarcaciones; pero los náufragos tenían en su favor la ventaja de una media milla y la del viento, que seguía arreciando.
Viendo el contramaestre una serie de escollos, atravesó por medio de ellos, aprovechando un paraje que no era peligroso, para engañar a los perseguidores, y puso en seguida la proa al Sur, orientándose perfectamente, a pesar de no disponer de brújula.
—Esta maniobra se llama falsa derrota —dijo al alemán, que parecía querer interrogarle—. Veremos si nos da buen resultado. Esos sarnosos perros rojos hubieran hecho mejor en quedarse tranquilos en sus cabañas fumando la pipa y meciéndose en sus hamacas, y no venir a interrumpir ahora nuestro camino.
Otra fila de escollos más altos que los anteriores se presentó delante de la chalupa.
«Cabeza de Piedra» miró a la canoa, que apenas había conseguido ganar doscientos metros, y lanzó un sonoro:
—¡Voto a cien campanarios!
En vez de buscar otro paso, como había hecho anteriormente, siguió bordeando el largo canal.
Debía de haber tomado una resolución, porque parecía estar completamente tranquilo.
—¿Disparar? —preguntó el tudesco, que veía que la chalupa iba acortando la distancia.
—¿Para qué? Déjame a mí. Estos escollos y estos bancos se prestan admirablemente para ejecutar una buena maniobra sabiendo tener firme la caña.
—¿Y las flechas? —preguntó «Petifoque»—. ¿Quieres que nos conviertan en acericos?
—Meteos bajo los bancos, y pasarán por encima sin tocaros, pues ya sabéis que los indios manejan bastante mal el arco.
La chalupa seguía dando pequeñas bordadas, casi rozando la escollera, con una seguridad extraordinaria, mientras la canoa seguía su boga desesperada para llegar al abordaje.
Silbaban ya algunas flechas, y el buen tudesco empezó a impacientarse.
—Padre, ¿«pum»? —preguntó, preparando la carabina.
—¡Nada de «pum»! —respondió el contramaestre, que continuaba ejecutando una extraña maniobra—. ¡Déjame hacer a mí! ¡Tú, «Petifoque», a la escofa! ¡Yo respondo de todo!
—¿Pero no ves, «Cabeza de Piedra», que navegamos sobre las rompientes?
—Ya lo sé.
—¿Y si se abriese el barco?
—La canoa de esos perros sarnosos, sí; pero nuestra chalupa, no. Está preparada para largar toda la escofa.
Viendo los indios que aquellos hombres blancos no hacían uso de sus fusiles ni trataban de escapar, se lanzaron precipitados al abordaje, empuñando sus mazas y aullando espantosamente.
Este era el momento que esperaba el ladino bretón.
Con un golpe de caña viró rápidamente sobre las rompientes, a la vez que «Petifoque» largaba al viento toda la vela.
Bastante ligera la chalupa para desafiar cualquier obstáculo, y, sobre todo, yendo guiada por la mano firme de un lobo marino como «Cabeza de Piedra», dejó pasar a la canoa, más pesada y cargada con más de veinte hombres.
Oyóse un crujido, seguido de una espantosa gritería.
La barca india había chocado con la escollera a toda velocidad, y se había abierto por completó, cayendo al agua todos sus tripulantes. Por fortuna para ellos, era aquél un bajo fondo.
Hulbrik no pudo contenerse y disparó su carabina.
Pocos momentos después resonaban dos cañonazos hacia la extremidad del canal.
—¡La fragata! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Cobra la escofa, «Petifoque»! Vamos a ver qué es lo que hace el señor marqués de Halifax. No nos ocupemos de los indios. Dejad que aúllen hasta que se les revienten los pulmones.