CAPITULO XV

UNA BANDADA DE TIBURONES

UN espectáculo horripilante se había presentado también a los ojos del joven gaviero. Toda la cubierta del barco estaba llena de marrajos que las olas habían arrojado encima de la borda, y que se debatían desordenadamente con la enorme boca abierta.

Sus formidables colas azotaban furiosamente los mástiles y las árganas, y derribaban los barriles, lanzándolos al mar como si fueran granos de arena.

—¿Has visto, «Petifoque»? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—¡Como que apenas siento latir el corazón!

—¿Por tan poca cosa? ¡Bah, ya echaremos fuera a toda esa canalla!

—¿A hachazos?

—Tenemos todavía las carabinas inglesas y las haremos funcionar.

—¡Sí, los dos! —dijo el alemán—. Yo «haper salfado tampién» municiones cuando «fenir» última ola.

—Tráetelas —dijo «Cabeza de Piedra»—. Haremos bailar a los marrajos. ¿Has visto alguna vez, «Petifoque», un espectáculo igual?

—Nunca.

—¿Y tú, Hulbrik?

—No, padre.

—Ni yo tampoco, hasta hoy. Quizá mi abuelo presenciara alguno durante sus viajes.

—¿No te lo ha contado?

—Era yo demasiado pequeño para comprenderlo. Además, estaba muy ocupado en examinar la histórica pipa.

—¡Que el diablo te lleve!

Había vuelto el alemán con los dos fusiles, a los cuales había cambiado el pistón para estar más seguro del tiro.

«Cabeza de Piedra» empuñó el hacha, arma terrible en sus manos; los otros dos se encargaron de las armas de fuego y salieron al puente.

Diez o doce escualos continuaban sus furiosos saltos, destrozándose el hocico contra los palos y las bordas. La cubierta parecía un matadero, por la sangre que habían derramado aquellos monstruos.

De cuando en cuando, alguno de ellos conseguía, con un salto afortunado, evitar los obstáculos y volver al mar.

—¡Vamos a dar una carrera hasta la jarcia del trinquete! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Tened cuidado con los coletazos!

Esperaron el momento oportuno y se lanzaron hacia la proa en desesperada carrera, saltando a uno y otro lado para evitar el encuentro con aquellos formidables enemigos.

Protegidos, como siempre, por la suerte, consiguieron ponerse a salvo en la tabla de jarcia del palo trinquete; jarcia que sólo llegaba hasta la cofa, pues ya sabemos que en lo alto todo había sido destrozado por el huracán; masteleros, vergas, velas y jarcia.

Ligeros como ardillas treparon los tres amigos por la escala de obenques, mientras que a sus pies continuaban los escualos saltando por la cubierta a favor de los golpes de mar que de cuando en cuando caían sobre el bricgoleta.

Apenas se vio a salvo «Cabeza de Piedra», paseó sus miradas por el tempestuoso Océano, ansiando saber lo que había sido de la fragata.

—¡Nada! —gritó con rabia, mostrando el puño—. ¡La maldita ha desaparecido!

—¿Se habrá estrellado contra la costa? —preguntó el gaviero—. Lo sentiría únicamente por la rubia miss.

—¿Quién puede saberlo?

—Tú, que eres marino viejo, ¿no puedes decimos algo?

—Hacia el Sur hay cerrazón —respondió el contramaestre—. Puede ser que la fragata continúe luchando con la tempestad. ¡Bah! ¡Pensemos ahora en nosotros! ¿Estás dispuesto, Hulbrik?

—Sí, padre —respondió el tudesco preparando el fusil—. ¡Yo hacer saltar a esos tiburones!

—Tira tú también, «Petifoque». Yo ahora con el hacha y el cuchillo no puedo hacer nada desde aquí. Otra vez cogeré una pieza de artillería.

Mientras tanto, cuatro o cinco escualos habían conseguido volver a su elemento; pero quedaban todavía bastantes en la cubierta para no poder bajar a ella sin peligro.

El alemán fue el primero que abrió el fuego, y como era excelente tirador no dejó de meter por la piel de un marrajo una gruesa bala de plomo. No tardó en imitar su ejemplo el joven gaviero, y durante un cuarto de hora aquellos dos demonios rivalizaron haciendo disparos, de los cuales bien pocos se perdieron.

Fusilados por todas partes, los tiburones daban saltos inmensos, tropezando con las bordas, hasta que alguna vez, con un mayor impulso, conseguían salir del buque aprovechando los golpes de mar, que todavía seguían con fuerza.

Sin embargo, uno de ellos, quizá por estar más gravemente herido, permanecía sobre cubierta.

—¡Eh, tiradores de camama! ¿Será necesario que baje yo con el hacha para rematar a ese canalla? ¿Qué haces, Hulbrik? ¡Estoy seguro de que si tuvieses una botella de «cerfeza» dispararías mejor!

»Sí, padre —respondió el alemán.

—Pues ahora no puedo ofrecerte otra cosa más que mi hermosa pipa, aunque mutilada. ¿Quieres dar una chupada?

—¡Sí querer, padre!

—Hulbrik —dijo el joven gaviero—, no estropees la pipa del abuelo «Cabeza de Piedra», traída de no sé qué país.

—¡Del Asia Menor, asno! —dijo el contramaestre.

—Que perteneció quizá a algún príncipe turco.

—Exactamente.

—Ahora Hulbrik tendrá que fumar los despojos de los peores canallas que Dios ha puesto en el mundo.

—Y tú, ¿qué sabes de los turcos? —le preguntó el contramaestre.

—Mi abuelo…

—Fue empalado en Negroponte, ¿no es cierto?

—¡Ah! ¡No me acuerdo cómo fue! Sé que murió en un país de Turquía, y no de la mejor manera.

—Nosotros los bretones tenemos las uñas un poco largas, y cuando nos lanzamos al mar nos convertimos fácilmente en corsarios. Tu abuelo fastidiaría de cualquier manera a los turcos, si es verdad esa historia de tu abuelo, que empiezo por no creer, y aquellos terribles guerreros le desollarían.

—Sería como tú dices.

—Dame tu fusil. Me aburre asistir a un combate sin tomar parte en él.

—Debías coger el hacha y bajar. Tu abuelo no hubiera permanecido quieto limitándose a mirar y criticar nuestros disparos.

—¡Por cien mil campanarios! ¿Y crees que yo, bretón de Batz, puedo tener miedo de un tiburón? Ya he matado alguno durante mis viajes. ¡Toma el fusil!

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—¿Te has vuelto loco, «Cabeza de Piedra»?

Pero el bretón se hallaba ya al pie de la jarcia, llevando el hacha colgada al costado.

Por fortuna, no había en la cubierta más que un enemigo, que debía de estar gravemente herido, a juzgar por la cantidad de sangre que dejaba escapar a cada salto.

—¿Loco, padre? —dijo Hulbrik preparando el fusil.

—La pipa de su abuelo le ha alterado los cascos. ¡Diablo! ¡No a todos les sienta bien fumar recuerdo de príncipes! Veamos qué es lo que va a hacer ese cabeza dura.

El contramaestre se había dejado deslizar sobre cubierta, y avanzaba resueltamente hacia el tiburón empuñando el hacha.

En su último salto, el escualo se había caído entre el palo mayor y el trinquete, o, por mejor decir, entre los restos de ambos mástiles, y allí permanecía cuan largo era, estirado, con la enorme boca abierta y perdiendo sangre en abundancia. El terrible contramaestre atacó al marrajo sin la menor vacilación, cortándole parte de la cola al primer hachazo, y, emprendiéndola después contra la cabeza, le abrió el cráneo y le rompió las mandíbulas.

El desgraciado escualo, mutilado y herido por todas partes, hizo un postrer esfuerzo, y aprovechando el primer golpe de mar que inundó de agua la cubierta, consiguió saltar fuera del barco.

—¡Eh! ¿Qué dices ahora, «Petifoque»? —preguntó el contramaestre, mirando hacia lo alto y empuñando todavía el hacha, tinta en sangre.

—Que has matado a un muerto —contestó el gaviero.

—¡Ah, canalla! ¡Pero tú no has bajado!

—¡No valía la pena, camarada! ¡Hubiera muerto también sin tu ayuda!

—¡Valiente bretón eres tú! ¡Ya se conoce que eres de Poulignen, y no de Batz! ¡Ea! ¡Vamos ya! Todo ha terminado, y podéis bajar.

—¿A cenar? —preguntó el tudesco.

—Si encontramos algo. Pero no contéis ya con los jamones del oso. ¡Se los ha comido el mar!

El gaviero y el tudesco se decidieron finalmente a descender a la cubierta, que estaba anegada en sangre.

—Ahora vamos a caza de provisiones —dijo el contramaestre—. No creo que nos encontremos con algún otro oso o jaguar escondido por ahí. De todos modos, no soltéis las carabinas.

—No, padre; tú darme hacha, y yo regalar dos «camones» de oso.

—¿Y dónde vas a buscarlos? ¿Te has vuelto loco, Hulbrik?

—¿Dónde? ¿Dónde? —gritó en aquel momento «Petifoque»—. ¡En la despensa! ¿No te acuerdas ya del oso que me encontré allí y que vosotros matasteis?

—¡Por tres mil campanarios! ¡Pues es verdad! ¡Ya voy perdiendo la memoria! ¡Pero nos han ocurrido tales aventuras en tan poco tiempo, que el cerebro mejor conformado del mundo se hubiera desorganizado! ¡Avante por los jamones! Yo, mientras tanto, prepararé el hornillo.

El tudesco y el gaviero, armado“el uno con el hacha y el otro con uno de los fusiles, descendieron al entrepuente, dirigiéndose a la despensa.

Entretanto, «Cabeza de Piedra» había atravesado la cubierta para subir al alcázar, respetado entonces por el agua.

Grande fue su asombro al notar que bajo la popa seguía flotando la chalupa que había visto al abordar al brick.

—¡Ah! ¡Sólo los ingleses son capaces de construir estas embarcaciones! —exclamó—. No tiene más que algo de agua dentro; pero ya la achicaremos. ¡Y ahora pensemos en nuestro estómago, que desde hace veinticuatro horas está tocando llamada!

Había una cocinilla de hierro sólidamente empernada a la amura de babor, y que contenía todavía algún carbón y leña.

«Cabeza de Piedra» puso rápidamente manos a la obra, y soplando mejor que un fuelle, al poco tiempo consiguió encender un alegre fuego.

Casi a la vez salían a cubierta el alemán y el gaviero con dos enormes jamones de oso y una caja de galletas inglesas.

—¡Voto a una fragata! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Jamón y pastas! ¿Pero nada de botellas, «Petifoque»?

—¡Todas rotas!

—¿Por el oso que te atacó?

—Lo supongo.

—¡Nos vengaremos en sus jamones!

Convirtiéronse los tres en cocineros, y poco después un olor delicioso se esparcía por la cubierta del buque.

De cuando en cuando algunas olas más altas se acercaban y subían hasta la borda; pero no había peligro alguno, aunque el Océano se hallaba muy agitado todavía.

El esqueleto del brick había sido cogido por los escollos tan fuertemente, que sólo un barreno podía sacarlo de allí a pedazos.

—¡Qué lástima que no se halle el barón con nosotros! —decía «Petifoque», mientras el contramaestre, tan buen marinero como excelente cocinero, sacaba del fuego uno de los jamones, perfectamente asado.

—¿Quieres quitarme el apetito? —contestó el contramaestre arrugando la frente.

—¡Es que debemos pensar en nuestro comandante!

«Cabeza de Piedra» lanzó un fuerte e interminable suspiro, al que siguieron algunos centenares de campanarios de Bretaña.

—¡Cállate ahora, chiquillo! Cuando hayamos llenado el estómago, discutiremos.

Había colocado el jamón sobre una plancha de hierro de bordes levantados, lo que servía para evitar que se perdiera la grasa.

A pesar de los golpes de mar y de lo difícil de su situación, los tres náufragos devoraron ávidamente buena parte del jamón y de los bizcochos ingleses.

Sólo faltaron unas botellas para que el almuerzo fuera completo; pero no se había podido encontrar ninguna en la despensa, y tuvieron que contentarse con agua pestilente que hallaron en una barrica colocada a popa.

—¿Se puede ya discutir?

—¡Un momento todavía! Cuando mi abuelo trataba de adoptar una resolución, empezaba por encender la famosa pipa.

—¿Y le inspiraba bien?

—¡Ya lo creo!

—Tu abuelo fue un gran hombre.

—Así lo decía todo el mundo de Batz.

Cargó la pipa, la encendió, lanzó al aire tres o cuatro bocanadas, esperó a que el humo se disipase, y dijo:

——¿Sabéis que todavía disponernos de la chalupa?

—¿No se ha abierto? ¿Y qué piensas que hagamos? —preguntó, asombrado, el gaviero.

—Ir en busca de la fragata —contestó el contramaestre.

—¿No sería mejor ir en busca de La Tonante?

—No pensemos por ahora en el barón. ¡Ya verás cómo se reúne con nosotros muy en breve! Seguramente que anda a la caza de la fragata.

—¿Qué habrá sido de ella? ¿La habrá arrojado la tempestad sobre alguna costa donde se haya estrellado?

—Eso es lo que procuraremos averiguar, porque no hay que olvidarse de que en esa fragata está la rubia miss, la prometida de nuestro comandante.

—¿Tienes esperanza de poder sacarla de manos del marqués? —preguntó el gaviero.

—Si la fragata ha encallado, como es de suponer, la abordaremos.

—¿Los tres solos?

—¿No tienes bastante con dos bretones y un tudesco, general, o, mejor dicho, almirante?

—Me parece poca fuerza, «Cabeza de Piedra».

—Cuando llegue el momento pelearemos como buenos.

—No lo dudo.

—Por ahora —repuso el bretón— no tenemos nada que hacer. Dejemos que la tempestad amaine un poco antes de lanzarnos a la chalupa. Aprovecharemos el tiempo para echar un sueño.

—Mientras tanto puede volver la fragata.

—¡Hum! —murmuró el contramaestre—. No es fácil.

Bajaron al entrepuente, y con las velas viejas que por allí encontraron improvisaron un lecho bastante cómodo para aquellos hombres acostumbrados a dormir sobre cubierta.

Después de echar una última mirada al mar, los tres náufragos se acostaron uno junto al otro, poniendo al lado las armas, y se durmieron arrullados por el mar.

Mientras tanto, el temporal se calmaba rápidamente. Habían cesado las grandes ráfagas de aire que movían el mar hasta en sus profundidades, y el cielo empezaba a aclarar por Oriente. Durante doce horas había de reinar una relativa calma, según creía el contramaestre. El sueño se prolongó más tiempo del que se propusieron. Cuando los náufragos abrieron los ojos, un esplendente sol brillaba sobre sus cabezas, y por entre los restos de la arboladura pasaban bandadas de rincópsidos y de cuervos marinos persiguiéndose unos a otros y arrancándose nubes de plumas.

Conforme había previsto «Cabeza de Piedra», el Océano se hallaba en calma y el viento se había calmado por completo.

—¿Y la fragata? —preguntó de pronto el joven gaviero.

—Por mi parte, no la he visto volver —respondió el contramaestre.

—¡Ya lo creo! ¡Has estado durmiendo como una tortuga de mar!

—¿Y qué hacías tú mientras tanto? ¿Has estado de vigía?

—He estado preparando mi plan de batalla.

—¡Será magnífico!

—Ya lo juzgarás más tarde. Me parece que ya es hora de que vayamos en busca de la fragata o a la costa.

—Coged las armas, el jamón del oso y la caja de bizcochos, y vámonos. ¡Ya estoy harto de esta prisión!

—Nosotros andar —dijo el tudesco—. Nosotros ir a «puscar» una «potella de cerfeza».

—No creo que los indios de la Florida sean cerveceros —dijo «Cabeza de Piedra»—. Además, que no serías capaz de beber su «cerfeza».

—¿Y por qué?

—El porqué no te lo digo ahora, por no echarte a perder la digestión.

—¿Toda mala «cerfeza» de indios?

—Toda, pero no desespero de encontrar alguna botella en la fragata.

—¡Fragata! —suspiró el buen alemán—. ¡Hum!

Mientras tanto, «Petifoque» había descendido a la chalupa y empezó a desaguarla con un achicador, evitando así que pudieran escaparse los remos, que milagrosamente se hallaban flotando bajo los bancos.

Al cuarto de hora se le reunían «Cabeza de Piedra» y el alemán, llevando las provisiones, el hacha y la carabina.

—Aquí he encontrado, bajo la proa, cuerdas, un mástil y una vela —dijo el gaviero.

—¡Ya sabía yo que hemos nacido con buena estrella! —dijo el contramaestre—. ¡Vaya; aparejemos nuestra barca, y en marcha! Ya encontraremos la fragata donde se halle.

Acababan de izar el mástil y se preparaban a desplegar la vela cuando se oyeron en lontananza algunos cañonazos.

Los tres náufragos se miraron entre sí.

—¡Eh! ¿Qué dices ahora? —preguntó el contramaestre—. ¿Tenemos, o no tenemos suerte?

—¿Crees que es la fragata la que dispara? —preguntó «Petifoque».

—Conozco sus cañones. El marqués debe de hallarse en peligro y pide socorro.

—Y nosotros se lo prestaremos, ¿verdad?

—¡Poco a poco, amiguito! Por ahora dejémosle disparar.

Se sentó al timón empuñando la barra, y la chalupa, impelida por un buen viento Norte, se alejó de la escollera, dirigiéndose hacia la costa.